El incendio de la casa Hollinger
—¿Charles? Danvila me dijo que estabas aquí. Te lo agradezco. Es bueno verte. Sabía que vendrías.
Frank se levantó de la silla cuando entré en la sala de visitas. Parecía más delgado y más viejo de lo que yo recordaba, y a la luz fluorescente la piel tenía un brillo pálido. Echó una ojeada por encima de mi hombro, como si esperara a alguien más, y bajó los ojos para evitar mi mirada.
—Frank… ¿estás bien? —Me incliné sobre la mesa con la esperanza de estrecharle la mano, pero el policía que había entre los dos levantó el brazo con el rígido movimiento de un molinete de bar—. Danvila ya me ha explicado todo; obviamente es un error absurdo. Lamento no haber estado en el tribunal.
—Pero estás ahora. Es lo único que importa. —Frank apoyó los codos sobre la mesa tratando de mostrarse más animado—. ¿Qué tal el viaje?
—Con retraso… las líneas aéreas tienen su propio horario, dos horas más tarde que el resto del mundo. Alquilé un coche en Gibraltar. Frank, pareces…
—Estoy bien. —Se recobró y se las arregló para insinuar una breve aunque preocupada sonrisa—. ¿Qué te pareció Gibraltar?
—Estuve sólo un momento. Un sitio bastante extraño… pero no tanto como éste.
—Tendrías que haber venido hace unos años. Habrías visto muchas cosas sobre las que escribir.
—Ya he visto bastante. Frank…
—Es interesante, Charles… —Frank se echó hacia adelante. Hablaba demasiado rápido para escucharse a sí mismo, intentando cambiar de tema—. Tienes que pasar más tiempo aquí. Es el futuro de Europa. Dentro de poco todo será como esto.
—Espero que no. Oye, he hablado con Danvila. Está tratando de que anulen la vista del tribunal. No entiendo muy bien todos los vericuetos legales, pero es posible que haya una nueva audiencia cuando cambies tu declaración. Tendrás que alegar algún factor atenuante. Estabas muy trastornado, muy afligido, y no entendías lo que el traductor te decía. Por lo menos es algo por donde empezar.
—Danvila, sí… —Frank jugueteaba con el paquete de cigarrillos—. Un hombre agradable, creo que está bastante horrorizado conmigo. Y tú también, diría yo.
La sonrisa amistosa, pero cómplice, había reaparecido. Frank se echó hacia atrás con las manos en la nuca, seguro de que ahora podría enfrentarse a mi visita. Empezábamos a representar los papeles familiares establecidos en la infancia. Él era el espíritu imaginativo y caprichoso, y yo el imperturbable hermano mayor que no terminaba de entender el chiste. Para Frank yo siempre había sido la fuente de una especie de simpática diversión.
Llevaba un traje gris y una camisa blanca desabrochada en el cuello. Al ver que le miraba la garganta desnuda, se tapó la barbilla con la mano.
—Me sacaron la corbata… Sólo me dejan ponérmela para ir al juzgado. Pensándolo bien, es una especie de soga al cuello, podría darle ideas al juez. Tienen miedo de que me mate.
—Pero, Frank… ¿no es eso lo que estás haciendo? ¿Por qué demonios te declaraste culpable?
—Charles… —hizo un gesto de cansancio—, tenía que hacerlo. No podía decir ninguna otra cosa.
—Eso es absurdo. No tienes nada que ver con esas muertes.
—Los maté, Charles, fui yo.
—¿Provocaste el incendio? Dime, no nos oye nadie… ¿De verdad pusiste fuego a la casa Hollinger?
—Sí… así es. —Sacó un cigarrillo del paquete y esperó a que el policía se acercase a darle fuego. La llama brilló en el gastado encendedor de metal, y Frank se quedó mirando el gas ardiente antes de chupar el cigarrillo. A la luz del breve resplandor tenía una cara tranquila y resignada.
—Frank, mírame. —Espanté el humo con la mano, un espectro serpenteante que le salía de los pulmones—. Quiero oírlo de tu boca… quiero que me digas que tú mismo, personalmente, incendiaste la casa Hollinger.
—Ya lo he dicho.
—¿Con un bidón de éter y gasolina?
—Sí. Te aconsejo no probarlo, es una mezcla asombrosamente inflamable.
—No te creo. Por favor, Frank, ¿por qué?
Echó un anillo de humo hacia el techo, y habló en voz baja con un tono casi monocorde.
—Tendrías que pasar un tiempo en Estrella de Mar para empezar a entender. Créeme, Charles, aunque te explicara lo que ha pasado no significaría nada para ti. Es un mundo diferente, Charles. No es Bangkok ni un atolón de las Maldivas.
—Ponme a prueba. ¿Estás encubriendo a alguien?
—¿Por qué haría algo así?
—¿Y conocías a los Hollinger?
—Muy bien.
—Danvila dice que él era una especie de magnate del cine de los sesenta.
—Nada del otro mundo. Estaba en el negocio inmobiliario y de construcción de oficinas en la City. La mujer fue una de las últimas starlets que estudiaron con el método de Rank. Se retiraron aquí hace unos veinte años.
—¿Eran clientes habituales del club?
—No en el sentido estricto de la palabra. Aparecían de vez en cuando.
—¿Y tú estabas allí la noche del fuego? ¿Dentro de la casa?
—¡Sí! Pareces Cabrera. Lo último que quiere un investigador es la verdad. —Frank aplastó el cigarrillo en el cenicero y se quemó los dedos—. Mira, siento que murieran. Fue un asunto trágico.
Pronunció las últimas palabras sin ningún énfasis, con el mismo tono en que me había dicho, a los diez años, al volver del jardín, que su tortuga había muerto. Sabía que no me decía la verdad.
—Esta noche van a llevarte de vuelta a Málaga —dije—. Iré a visitarte en cuanto pueda.
—Siempre me alegra verte, Charles. —Se las arregló para estrecharme la mano antes de que se acercara el policía—. Me cuidaste después de la muerte de mamá y en cierto modo me sigues cuidando. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Una semana. Tengo que ir a Helsinki para un documental de televisión, pero volveré.
—Siempre vagando por el mundo. Todos esos viajes interminables, todas esas salas de embarque. ¿Alguna vez llegas a algún sitio?
—Es difícil de decir… a veces creo que he convertido el jet-lag en una nueva filosofía. No tenemos nada que se parezca más a la penitencia.
—¿Y qué hay de tu libro sobre los grandes burdeles del mundo? ¿Ya lo has empezado?
—Todavía estoy con la investigación.
—Recuerdo que ya hablabas del asunto en la escuela. Decías que lo único que te interesaba del mundo eran el opio y los burdeles. Puro Graham Greene, pero siempre había algo heroico en eso. ¿Te fumas alguna pipa?
—De vez en cuando.
—No te preocupes, que no se lo voy a contar a papá. ¿Cómo está el viejo?
—Vamos a trasladarlo a un geriátrico más pequeño. Ya no me reconoce. Tienes que ir a verlo cuando salgas. Creo que de ti se acordará.
—Sabes que nunca me cayó bien.
—Es un niño, Frank. Se ha olvidado de todo. Lo único que hace es babear y dormitar.
Frank se echó hacia atrás y sonrió mirando el techo mientras sus recuerdos se proyectaban sobre la grisácea pintura al temple.
—Solíamos robar… ¿lo recuerdas? Qué extraño… todo empezó cuando mamá se enfermó, yo birlaba cualquier cosa que estuviese al alcance de mi mano, y tú me acompañabas para que me sintiera mejor.
—Frank, fue una fase. Todo el mundo lo entendió entonces.
—Salvo papá. Cuando mamá perdió el control, fue superior a él. Empezó esa extraña relación con una secretaria madura…
—El pobre estaba desesperado.
—Y te echó la culpa de que yo robara. Encontró en mis bolsillos los caramelos que yo había robado en el Riyadh Hilton y te acusó a ti.
—Yo era el mayor. Papá pensaba que yo podía haberlo impedido. Sabía que te envidiaba.
—Mamá pescaba unas borracheras de muerte y nadie intervenía. Robar era para mí la única forma de entender por qué me sentía tan culpable. Después empezó a dar esos largos paseos en medio de la noche y tú la acompañabas. ¿Adónde ibais? Siempre me lo he preguntado.
—A ninguna parte. Nos limitábamos a dar vueltas a la pista de tenis. Se parece bastante a mi vida actual.
—Probablemente ahí le tomaste el gusto. Por eso te pone nervioso echar raíces. ¿Sabes?, Estrella de Mar se parece más de lo que imaginas a Arabia Saudí. Quizá por eso vine…
Se quedó mirando la mesa, sombrío, deprimido de pronto por todos esos recuerdos. Sin prestar atención al guardia estiré los brazos sobre la mesa y lo tomé por los hombros, tratando de calmarle las temblorosas clavículas. Me miró a los ojos, contento de verme, y sonrió sin ironía.
—¿Frank…?
—No te preocupes. —Se levantó, más animado—. A propósito, ¿cómo está Esther? Tenía que habértelo preguntado antes.
—Bien. Nos separamos hace tres meses.
—Lo siento. Siempre me cayó bien. Una mente privilegiada, fuera de lo común. Una vez me hizo un montón de preguntas extrañas sobre pornografía. Nada que ver contigo.
—El verano pasado empezó a volar en planeador, a pasar los fines de semana volando sobre South Downs. Un signo, supongo, de que quería dejarme. Ahora participa con sus amigas en torneos de Nuevo México y Australia. Pienso en ella allí arriba, sola con todo ese silencio.
—Encontrarás a alguien.
—Quizá…
El guardia abrió la puerta y nos dio la espalda mientras llamaba a un agente que estaba junto a un escritorio, al otro lado del corredor. Me incliné sobre la mesa y hablé de prisa.
—Frank, escucha. Si Danvila consigue sacarte bajo fianza, tal vez pueda arreglar algo.
—¿Exactamente qué, Charles?
—Estoy pensando en Gibraltar… —El guardia había vuelto a vigilarnos—. Sabes que allí hay especialistas para cualquier cosa. Todo este asunto es ridículo. Está claro que no mataste a los Hollinger.
—Eso no es verdad. —Frank se apartó de mí, otra vez con esa sonrisa a la defensiva—. Es difícil de creer, pero soy culpable.
—¡No digas eso! —Impaciente, le tiré los cigarrillos al suelo, junto a los pies del policía—. No le cuentes a Danvila lo de Gibraltar. Cuando vuelvas a Inglaterra, podrás aclararlo todo.
—Charles… sólo puedo aclararlo aquí.
—Pero al menos estarás fuera de la cárcel, y a salvo.
—¿Hay algún lugar sin tratado de extradición por asesinato? —Frank se puso de pie y empujó la silla contra la mesa—. Tendrás que llevarme contigo de viaje. Recorreremos el mundo juntos. Me gustaría que…
El policía puso mi silla contra la pared mientras esperaba a que me fuera. Frank me abrazó y se alejó sin dejar de sonreír de aquella manera extraña. Recogió los cigarrillos y me saludó con la cabeza.
—Créeme, Charles, éste es mi sitio.