Fronteras y fatalidades
Cruzar fronteras es mi profesión. Esas franjas de tierra de nadie entre los puestos de control parecen siempre zonas tan prometedoras, colmadas de posibilidades de vidas nuevas, aromas y afectos nuevos. Al mismo tiempo desencadenan un reflejo de desasosiego que nunca he podido reprimir. Mientras los funcionarios de aduanas revuelven mi equipaje, siento como si trataran de abrirme la mente y descubrir un contrabando de sueños y recuerdos prohibidos. Y aún así, siempre hay ese placer peculiar de sentirse expuesto, que muy bien hubiera podido convertirme en un turista profesional. Me gano la vida como cronista de viajes, pero reconozco que esto es poco más que una mascarada. Mi auténtico equipaje pocas veces está cerrado con llave; los broches parecen esperar a que los abran.
Gibraltar no era una excepción, aunque esta vez mis sentimientos de culpa tenían una base real. Había llegado de Heathrow en el vuelo de la mañana y aterrizado en la pista militar al servicio de esta última avanzada del Imperio Británico. Siempre había evitado Gibraltar, con ese vago aire de Inglaterra provinciana, abandonada demasiado tiempo a la luz del sol. Pero ojos y oídos de reportero tomaron en seguida el mando y durante una hora exploré las callejuelas con sus pintorescos salones de té, tiendas de fotografía y policías disfrazados de bobbies londinenses.
Gibraltar, como la Costa del Sol, estaba fuera de mi circuito. Prefiero los vuelos largos a Yakarta y Papeete, esas horas de avión en clase business que todavía me dan la sensación de tener un verdadero destino, la ilusión imperecedera del viaje aéreo. En realidad nos sentamos en un pequeño cine a mirar películas tan borrosas como nuestras esperanzas de descubrir un lugar nuevo. Llegamos a un aeropuerto idéntico al que acabamos de dejar, con las mismas agencias de alquiler de automóviles y las mismas habitaciones de hotel con sus canales de películas para adultos y cuartos de baño desodorizados; capillas marginales de esa religión laica: el turismo de masas. Las mismas aburridas camareras de barra, que esperan en el vestíbulo de los restaurantes y que más tarde ríen tontamente mientras juegan al solitario con nuestras tarjetas de crédito; ojos tolerantes que exploran esas arrugas de nuestra cara que no tienen ninguna relación con la edad ni el cansancio.
Gibraltar, sin embargo, en seguida me sorprendió. La vieja guarnición o base naval era una ciudad fronteriza, una especie de Macao o Juárez decidida a aprovechar al máximo el final del siglo XX. A primera vista parecía un lugar de veraneo trasladado de una bahía rocosa de Cornwall y erigido junto a las puertas del Mediterráneo, aunque evidentemente el negocio era del todo ajeno a la paz, el orden y la regulación de las olas de Su Majestad.
Sospeché que la actividad principal de Gibraltar, como la de cualquier ciudad fronteriza, era el contrabando. Mientras contaba las tiendas abarrotadas de cámaras de vídeo a bajo precio y echaba un vistazo a las placas que brillaban en los oscuros umbrales de los bancos, supuse que la economía y el orgullo cívico de esta reliquia geopolítica estaban dedicados a estafar al estado español con el blanqueo de dinero y el contrabando de perfumes y medicamentos libres de impuestos.
El Peñón era mucho más grande de lo que esperaba, levantado como un pulgar —el símbolo local del cornudo— en la cara de España. Los bares de mala muerte tenían un encanto poderoso, como las lanchas rápidas del puerto que enfriaban los motores después de la última carrera desde Marruecos. Al verlas ancladas, pensé en mi hermano Frank y en la crisis familiar que me había llevado a España. Si los magistrados de Marbella no lograban exculparlo pero lo dejaban en libertad bajo fianza, quizá una de esas planeadoras podía salvarlo de las restricciones medievales del sistema jurídico español.
Esa tarde vería a Frank y a su abogado en Marbella, un viaje en coche de unos cuarenta y cinco minutos por la costa. Pero cuando fui a buscar el coche a la agencia de alquiler cerca del aeropuerto, descubrí que un inmenso embotellamiento había cerrado el paso fronterizo. Cientos de coches y autobuses esperaban en medio de una densa neblina de tubos de escape, mientras unas adolescentes lloriqueaban y las abuelas les gritaban a los policías españoles. La Guardia Civil, sin prestar atención a los impacientes bocinazos, revisaba cada tornillo y remache, registraba oficiosamente maletas y cajas de supermercado y espiaba bajo los capós y ruedas de recambio.
—Tengo que estar en Marbella a las cinco —le dije al encargado de la agencia, que miraba el atasco con la serenidad de un hombre que está a punto de alquilar el último vehículo antes de jubilarse—. Este embotellamiento tiene aspecto de no moverse.
—Cálmese, señor Prentice. En cualquier momento puede ponerse en marcha, en cuanto la Guardia Civil se dé cuenta de lo aburrida que está.
—Cuántas normas… —Sacudí la cabeza sobre el contrato de alquiler—. ¿Bombillas de repuesto, botiquín de primeros auxilios, extintor contra incendios? Este Renault está mejor equipado que el avión que me trajo aquí.
—La culpa la tiene Cádiz. El nuevo gobernador civil está obsesionado con La Línea. Los planes para el reciclaje de los desempleados son bastante impopulares aquí.
—Vaya. ¿Así que hay mucho desempleo?
—No exactamente. Quizás demasiado empleo, aunque no muy legal que digamos.
—¿Contrabando? ¿Unos pocos cigarrillos y videocámaras?
—No tan pocos. En La Línea todo el mundo está muy contento… y espera que Gibraltar siga siendo británica para siempre.
Había empezado a pensar en Frank, que seguía siendo británico pero en una celda española. Mientras me incorporaba a la cola de coches, me acordé de nuestra infancia en Arabia Saudí, hacía veinte años, y de los registros arbitrarios de la policía religiosa en las semanas anteriores a Navidad. No sólo la más mínima gota de alcohol festivo era blanco de aquellas manos sedosas, sino hasta una simple hoja de papel de regalo con sus siniestros emblemas de abetos, acebo y hiedra. Frank y yo nos sentábamos detrás en el Chevrolet de mi padre y nos abrazábamos a los trenes de juguete que serían envueltos unos pocos minutos antes de que los abriéramos, mientras él discutía con su sarcástico árabe académico y nuestra nerviosa madre se alteraba.
El contrabando era una actividad que habíamos practicado desde edad temprana. Los chicos mayores de la escuela inglesa de Riyadh hablaban entre ellos sobre misteriosos mundos infernales de vídeos piratas, drogas y sexo ilícito. Más adelante, cuando nuestra madre murió y regresamos a Inglaterra, comprendí que esas pequeñas conspiraciones eran las que mantenían unidos a los expatriados británicos y les daban una sensación de comunidad. Sin los viajes y los contactos del contrabando nuestra madre habría dejado de aferrarse al mundo mucho antes de esa trágica tarde en la que se subió al tejado del Instituto Británico y emprendió un breve vuelo hacia la única seguridad que había encontrado.
El tránsito al fin empezaba a moverse y avanzaba ruidosamente. Pero la camioneta manchada de barro que tenía delante seguía detenida por la Guardia Civil. Un guardia abrió las puertas traseras y husmeó entre las cajas de cartón llenas de muñecas de plástico. Unas manos pesadas hurgaron entre los cuerpos desnudos y rosados, observadas por cientos de móviles ojos azules.
Irritado por la demora, estuve tentado de adelantarme a la camioneta. Detrás de mí, una hermosa mujer española sentada al volante de un Mercedes descapotable se pintaba de carmín una boca expresiva, diseñada para cualquier otra actividad que no fuera comer. Intrigado por esa perezosa seguridad sexual, sonreí mientras ella se arreglaba el maquillaje y se retocaba las pestañas como una amante indolente. ¿Quién era…? ¿La cajera de un nightclub…? ¿La querida de un magnate inmobiliario…? ¿O una prostituta local que volvía de La Línea con una nueva provisión de condones y parafernalia sexual?
Advirtió que yo la miraba por el retrovisor y bajó bruscamente la visera del coche despertándonos a ambos de ese sueño de ella misma. Giró el volante, arrancó, y me adelantó mostrando unos dientes fuertes mientras pasaba por debajo de una señal de prohibido el paso.
Puse en marcha el coche y estaba a punto de seguirla, pero el guardia que rebuscaba entre las muñecas de plástico, se volvió y me gritó en español:
—¡Acceso prohibido!
Se inclinó sobre mi parabrisas, una mano grasienta manchó el vidrio, y saludó a la mujer que entraba en el parque de la policía junto al puesto de control. En seguida me miró meneando la cabeza, claramente convencido de que había pillado a un turista libidinoso en el acto de acosar visualmente a la mujer del comandante, y hojeó malhumorado mi pasaporte, sin inmutarse por la colección de sellos y visados de los rincones más remotos del globo. Cada cruce de frontera era una transacción única que desactivaba la magia de cualquiera de las otras.
Esperaba que me ordenara bajar del coche para palparme agresivamente, antes de disponerse a desmantelar todo el Renault y dejarlo a un lado de la carretera como si fuera un modelo para armar. Pero yo ya no le interesaba; había visto de pronto un autobús cargado de emigrantes marroquíes que habían tomado el ferry en Tánger. Abandonó el registro de la camioneta y su cargamento de muñecas, y se encaminó hacia los estoicos árabes con toda la dignidad y el mismo aire amenazador de Rodrigo Díaz cuando clavó la mirada en los moros de la Batalla de Valencia.
Seguí a la camioneta que aceleró hacia La Línea con las puertas traseras sacudiéndose y las muñecas que bailaban juntas con los pies al aire. Aún el más breve encuentro con un policía de frontera tiene siempre sobre mí un efecto desorientador. Me imaginé a Frank en la sala de interrogatorios de Marbella en ese preciso instante, enfrentándose a los mismos ojos acusadores y a la misma presunción de culpabilidad. Yo era un viajero virtualmente inocente que no llevaba más contrabando que la fantasía de pasar a mi hermano a escondidas por la frontera española, sin embargo me sentía intranquilo como un prisionero en libertad condicional que ha quebrantado las normas, y sabía cómo Frank habría reaccionado a las falsas acusaciones que condujeron a su detención en el Club Náutico de Estrella de Mar. Yo estaba seguro de que era inocente y suponía que lo habían incriminado por orden de algún jefe de policía corrupto que había intentado arrancarle un soborno.
Salí de los alrededores de La Línea y fui por la carretera de la costa hacia Sotogrande. Estaba impaciente por ver a Frank y tranquilizarlo. Había recibido la llamada de Hennessy, el agente retirado de Lloyd’s y actual tesorero del Club Náutico, en mi apartamento del Barbican la noche anterior. Hennessy había estado perturbadoramente confuso, como si divagara a solas después de mucho sol y sangría, la última persona capaz de inspirar confianza.
—Todo esto tiene muy mal aspecto… Frank me dijo que no lo preocupara, pero me pareció que debía llamarlo.
—Gracias a Dios que lo ha hecho. ¿Está detenido? ¿Ha avisado al Consulado Británico de Marbella?
—De Málaga, sí. El cónsul está siguiendo el asunto muy de cerca. Es un caso importante, me sorprende que no haya leído nada.
—He estado en el extranjero. Hace semanas que no veo un periódico inglés. En Lhasa no hay muchas noticias de la Costa del Sol.
—No me cabe duda. Los periodistas de Fleet Street invadieron el club. Tuvimos que cerrar el bar.
—¡Qué importa el bar! —Trataba de que la conversación no se fuera por las ramas—. ¿Frank está bien? ¿Dónde lo tienen?
—Se encuentra bien. En general se lo está tomando con calma. Está muy silencioso, pero es comprensible. Tiene mucho en que pensar.
—Pero ¿cuáles son los cargos? ¿Señor Hennessy…?
—¿Cargos? —Hubo una pausa mientras se oía el tintineo de unos cubitos de hielo—. Parece que hay bastantes. El fiscal español está preparando el acta de acusación. Tendremos que esperar a que la traduzcan. Me temo que la policía no colabora mucho.
—¿Y espera que lo hagan? Parece una encerrona.
—No es tan sencillo… hay que verlo en el contexto. Creo que tendría que venir lo antes posible.
Hennessy había estado profesionalmente impreciso, quizá para proteger al Club Náutico, uno de los complejos deportivos más exclusivos de la Costa del Sol y cuya seguridad sin duda dependía de desembolsos regulares de dinero a la policía local. Podía imaginarme a Frank, con su estilo despreocupado, olvidando poner el sobre marrón en las manos apropiadas, intrigado por ver lo que pasaba, u omitiendo ofrecerle la mejor suite al jefe de policía.
Multas de estacionamiento, infracciones a las normas de urbanización, una piscina en un sitio ilegal, quizá la compra de un Range Rover robado a un vendedor de poca monta… cualquier cosa podía haber provocado la detención de Frank. Aceleré por la carretera despejada que iba a Sotogrande, mientras un mar de aguas mansas lamía la arena de chocolate de las playas desiertas. La franja de la costa era una llanura indescriptible de huertas, garajes de tractores y proyectos de mansiones. Pasé por un parque acuático a medio terminar, con lagos excavados como cráteres lunares, y por un club nocturno abandonado en una colina artificial con un techo abovedado que lo hacía parecer un pequeño observatorio.
Las montañas se habían retirado del mar y ahora estaban a más de un kilómetro tierra adentro. Cerca de Sotogrande, los campos de golf empezaron a multiplicarse como los síntomas de un cáncer hipertrofiado en una pradera. Los pueblos andaluces de muros blancos presidían los greens y las fairways, aldeas fortificadas que guardaban prados de hierba; pero en realidad, estos municipios en miniatura eran urbanizaciones construidas deliberadamente y financiadas por especuladores inmobiliarios suizos y alemanes, no casas de invierno de pastores locales, sino de publicistas de Düsseldorf y ejecutivos de televisión de Zürich.
Las montañas, a lo largo de la mayor parte de los centros turísticos del Mediterráneo, descendían hacia el mar, como en la Costa Azul o en la Riviera de Ligurea, cerca de Génova, y los pueblos turísticos anidaban en bahías protegidas. Pero la Costa del Sol carecía hasta de los rudimentos de cierto encanto escénico o arquitectónico. Descubrí que Sotogrande era un pueblo sin centro ni suburbios y parecía poco más que un terreno de campos de golf y piscinas dispersas. A unos kilómetros al este, pasé por un elegante edificio de apartamentos que se levantaba al lado de una curva en la carretera de la costa; las columnas de estilo romano y los pórticos blancos, aparentemente importados de Las Vegas después de la liquidación de algún hotel, revertían las exportaciones de monasterios españoles y abadías sardas desmantelados y enviados a Florida y California en los años veinte.
La carretera de Estepona bordeaba una pista de aterrizaje privada junto a una mansión con florones dorados, como una especie de castillo almenado de cuento de hadas. Las sombras se proyectaban alrededor de la cebolla blanca de un techo como la invasión de una nueva arquitectura árabe que no le debía nada al Magreb, al otro lado del estrecho de Gibraltar. El resplandor metalizado pertenecía a los reinos desiertos del golfo Pérsico, reflejado a través de los deslumbrantes espejos de los estudios de Hollywood, y me hizo pensar en el atrio de la compañía petrolera de Dubai que yo había atravesado un mes atrás, mientras cortejaba a una atractiva geóloga francesa que estaba entrevistando para L’Express.
—¿La arquitectura de los burdeles? —me preguntó durante el almuerzo en la terraza de la última planta, cuando le hablé de mi viejo plan de escribir un libro—. Una buena idea. Algo que te toca el corazón, diría yo. —Señaló el impresionante panorama que nos rodeaba—. Ahí lo tienes, Charles. Puestos de gasolina disfrazados de catedrales…
¿Era posible que Frank, con sus escrúpulos y su remilgada honestidad, hubiera decidido violar la ley en la Costa del Sol, una zona tan poco profunda como el folleto de un agente inmobiliario? Me acercaba a las afueras de Marbella; pasé delante de una réplica de la Casa Blanca, más grande que el original y propiedad del rey Saud, y de unos apartamentos tipo cueva de Aladino de Puerto Banús. Lo irreal prosperaba por todas partes, un imán para incautos. Pero Frank era demasiado exigente y estaba demasiado entretenido con su propia debilidad como para cometer algún delito serio. Recordé sus robos compulsivos después de nuestro regreso a Inglaterra, cuando se metía en los bolsillos sacacorchos y latas de anchoas mientras correteábamos detrás de nuestra tía en los supermercados de Brighton. Nuestro acongojado padre, que había vuelto a su cátedra en la Universidad de Sussex, estaba demasiado distraído para pensar en Frank, y esos hurtos insignificantes me obligaron a adoptarlo como mi pequeño hijo, yo, la única persona lo suficientemente preocupada por esa atontada criatura de nueve años, aunque sólo fuera para recitarle alguna reprimenda.
Por fortuna, Frank superó pronto ese tic de la infancia. En la escuela se convirtió en un tenista hábil y capaz y esquivó la carrera académica que su padre le había elegido haciendo un curso de gerente de hotel. Después de tres años como subgerente en un renovado hotel art déco al sur de Miami Beach, regresó a Europa para dirigir el Club Náutico de Estrella de Mar, un centro peninsular a treinta kilómetros al este de Marbella. Cada vez que nos encontrábamos en Londres, me complacía en burlarme de su exilio en ese curioso mundo de príncipes árabes, gángsters retirados y eurobasura.
—Frank, de todos los lugares que podías elegir… ¡se te ocurrió la Costa del Sol! —solía exclamar—. ¿Estrella de Mar? No puedo ni imaginármelo…
—Así es, Charles —respondía Frank amablemente—. En realidad no existe. Por eso me gusta. Lo he buscado toda la vida. Estrella de Mar no está en ninguna parte.
Pero ahora, al fin, esa ninguna parte lo había alcanzado.
Cuando llegué al hotel Los Monteros, a diez minutos de Marbella por la costa, me esperaba un mensaje. El señor Danvila, el abogado de Frank, me había llamado desde los juzgados con noticias de «inesperados acontecimientos» y me pedía que fuera a verlo lo antes posible. Los modales empalagosos del director del hotel y la mirada esquiva del conserje y los porteros me indicaron que esos acontecimientos, fueran cuales fuesen, eran completamente esperados. Hasta los jugadores que volvían de las pistas de tenis y las parejas en albornoz que iban camino de la piscina se apartaban para dejarme pasar, como si advirtieran que había venido a compartir la suerte de mi hermano.
Cuando regresé al vestíbulo, después de ducharme y cambiarme de ropa, el conserje ya había llamado un taxi.
—Señor Prentice, le será más fácil que ir en su coche. En Marbella es muy difícil estacionar y creo que ya tiene demasiados problemas.
—¿Sabe algo del caso? —pregunté—. ¿Ha hablado con el abogado de mi hermano?
—No, por supuesto que no, señor. Pero algo ha salido en los periódicos locales… y en los informativos de la televisión.
Parecía ansioso por llevarme hasta el taxi que esperaba. Escudriñé los titulares de los periódicos que había junto al mostrador.
—¿Qué ha pasado exactamente? Parece que nadie lo sabe.
—No está muy claro, señor Prentice. —El conserje acomodó las revistas como si quisiera ocultar los ejemplares que revelaban la verdadera historia de la implicación de Frank—. Será mejor que suba al taxi. En Marbella se lo aclararán todo…
El señor Danvila me esperaba en el vestíbulo de entrada de los juzgados. Era un hombre alto, ligeramente encorvado de casi sesenta años, y llevaba dos maletines que pasaba de una mano a otra. Parecía un maestro de escuela distraído en un aula alborotada. Me saludó con evidente alivio y me tomó del brazo, como para convencerse de que ahora yo también era parte del mundo al que Frank lo había arrastrado. Me gustó esa actitud preocupada, aunque parecía prestar atención a alguna otra cosa, y empecé a preguntarme por qué David Hennessy lo había contratado.
—Señor Prentice, le agradezco mucho que haya venido. Desgraciadamente, los acontecimientos ahora son más… ambiguos. Si me permite explicar…
—¿Dónde está Frank? Me gustaría verlo. Quiero que resuelva lo de la fianza. Estoy en condiciones de presentar todas las garantías que exija el tribunal. ¿Señor Danvila…?
El abogado, con un esfuerzo, apartó la mirada de alguna facción de mi cara que parecía distraerlo, quizás un eco de alguna de las expresiones más enigmáticas de Frank. Cuando vio a un grupo de fotógrafos españoles en la escalera del juzgado, me hizo señas de que lo siguiera a un recoveco.
—Su hermano está aquí. Esta noche lo llevarán otra vez a la cárcel de Málaga. La policía sigue investigando. Me temo que dadas las circunstancias no podemos considerar la posibilidad de una fianza.
—¿Qué circunstancias? Quiero ver a Frank ahora. Estoy seguro de que en España hay libertad bajo fianza, ¿no?
—No en un caso como éste. —El señor Danvila tarareaba entre dientes mientras cambiaba de mano los maletines, tratando una y otra vez de decidir cuál era el más pesado—. Podrá verlo dentro de una hora, quizá menos. He hablado con el inspector Cabrera. Después quiere interrogarlo sobre ciertos detalles que quizá usted conozca, pero no hay nada que temer.
—Me alegro. Bueno, ¿de qué acusarán a Frank?
—Ya lo han acusado. —El señor Danvila me miraba fijamente—. Es un asunto muy trágico, señor Prentice, de lo peor.
—¿Pero de qué lo acusan? ¿Problemas de divisas, de impuestos…?
—Es más grave. Hubo desgracias personales.
La cara del señor Danvila pareció de pronto más nítida; los ojos le nadaban hacia adelante a través de los espesos charcos de las gafas. Noté que esa mañana se había afeitado descuidadamente, demasiado preocupado por recortarse el desordenado bigote.
—¿Desgracias? —Pensé que había habido un terrible accidente en la carretera de la costa, de tan mala fama, y que quizá Frank había matado a algún niño—. ¿Algún accidente de tránsito? ¿Cuánta gente murió?
—Cinco personas. —Los labios del señor Danvila se movían como si contara los muertos, un total que excedía todas las posibilidades de las matemáticas humanas—. No fue un accidente de tránsito.
—¿Qué pasó? ¿Cómo murieron?
—Asesinados, señor Prentice —dijo el abogado inexpresivamente, desligándose del significado de sus propias palabras—. Cinco personas fueron asesinadas con premeditación. Y han acusado al hermano de usted.
—No puedo creerlo… —Me volví para mirar a los fotógrafos que discutían entre ellos en la escalera de los juzgados. A pesar de la expresión solemne del señor Danvila, sentí un alivio súbito. Me di cuenta de que habían cometido un error disparatado, una torpeza judicial y de investigación en la que estaban implicados este abogado nervioso, la lerda policía local y unos magistrados incompetentes de la Costa del Sol, con los reflejos atrofiados por tantos años de tratar con turistas ingleses borrachos—. Señor Danvila, dice usted que Frank ha matado a cinco personas. ¿Cómo lo hizo, por el amor de Dios?
—Incendió la casa, hace dos semanas… Un acto claramente premeditado. Los jueces y la policía no tienen dudas.
—Pues sería mejor que las tuviesen. —Me reí para mis adentros, confiado en que ese error absurdo pronto se aclararía—. ¿Y dónde ocurrieron esos asesinatos?
—En Estrella de Mar. En la mansión de la familia Hollinger.
—¿Y quiénes eran las víctimas?
—El señor Hollinger, su mujer y una sobrina. Además de una joven criada y el secretario.
—Es una locura. —Tomé los maletines de Danvila antes de que empezara a calcular de nuevo el peso de cada uno—. ¿Y por qué Frank iba a matarlos? Quiero verlo. Estoy seguro de que lo negará.
—No, señor Prentice. —Danvila dio un paso atrás; ya tenía claro el veredicto—. Él no ha rechazado ninguna de las acusaciones. De hecho, se ha declarado culpable de los cinco cargos de asesinato. Repito, señor Prentice, culpable.