ADAM Crane colgó el auricular del teléfono, todavía sonriendo irónicamente, y se dirigió hacia el dormitorio del precioso bungalow alquilado junto a la playa, en una pequeña isla del Caribe.
Estaba a punto de entrar cuando le llegó la voz de Sheila:
—¡Adam, todavía no puedes entrar!
—Oh, perdona. Había olvidado… Es que me he distraído con mi editor.
—¿Era él quien llamaba? ¿Qué quería?
—Bueno, en primer lugar decirme que el libro le ha gustado muchísimo, pero que quizá me he dejado llevar demasiado por mi imaginación.
—Eso tiene gracia —exclamó Sheila, dentro del dormitorio.
—Sí, mucha gracia. Luego, me ha propuesto que le cambiásemos el título al libro. En lugar del mío querría poner «Llamas y fantasmas».
—¡Qué tontería! «FANTASMAGÓRICO» me gusta mucho más.
—Y a mí. Además, ese es mi título. De todos modos, no cantemos victoria: a la gente les gusta cambiar los títulos de los libros, no sé por qué… Pero bueno, ¿qué estás haciendo?
—Ya puedes entrar.
Adam entró en el dormitorio y se quedó mirando a Sheila, de pie junto al lecho. Llevaba encima, por decirlo así, tres prendas: dos zapatos de tacón alto y una diminutísima braguita tipo bikini que apenas ocultaba las ingles y un poco el vello sexual… Adam se quedó mirándola largo rato antes de preguntar:
—¿Cuál es el juego?
—¿Te gusta este traje de baño?
—¿Traje de baño? —exclamó Adam—. ¡No pensarás salir así a la playa!
—¿Por qué no?
—Demonios… ¡Ahora eres una mujer casada!
—¿Y qué? ¿Acaso las mujeres casadas no pueden aparecer así de tentadoras ante los ojos de los hombres?
Adam Crane frunció el ceño. Llevaban casi tres meses de casados y todavía no se había acostumbrado a la espléndida belleza del bronceado cuerpo de Sheila. No obstante, no tenía prisa en acostumbrarse. Le gustaban muchísimo los ingenuos juegos de ella y, sobre todo, estaba loco, por ella, después de haber comprobado cómo las gastaba en el lecho.
—Las mujeres casadas —masculló por fin— solo deben tentar a sus maridos.
Sheila Crane se acercó a él lentamente, moviendo el bellísimo cuerpo de aquel modo que… Bueno, él se entendía. Ella le echó los brazos al cuello, se pegó a él y susurró:
—Precisamente, esa era mi idea… una vez más.
FIN