Capítulo IX

POR la mañana seguía lloviendo y todo tenía un aspecto lóbrego. El teléfono seguía sin funcionar. Adam había salido a comprobar su coche y el de Sheila, pero todo seguía igual. Su decisión de comprobarlos había sido sencillamente ingenua.

Cuando regresó al interior de la casa de Sheila estaba colocando el desayuno de ambos en la mesa de la cocina. La muchacha lo miró fijamente, de un modo extraño.

—Supongo que todo está igual —dijo.

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer después de desayunar?

—Tú te quedarás aquí.

—¿Vas a ir a la casa de Pamela Hereford?

—Sí, eso pienso hacer en primer lugar. Tú te quedarás aquí, comprobando el teléfono, y ya sabes lo que tienes que hacer si la avería es reparada.

—¿Ese es el mejor modo de ayudarte?

—Sí.

Adam se sentó. Comenzaron a desayunar en silencio. Adam permanecía pensativo, y Sheila lo miraba con frecuencia de aquel modo extraño. De pronto, preguntó:

—¿Hay algo que… que te repugne en mí?

—Claro que no —la miró vivamente él.

—Adam… No tienes por qué mentirme. No me debes nada, no tienes que… comportarte de un modo forzado conmigo. Esto no es una estúpida relación social. Anoche me ofrecí a ti. No es que pretenda… que te volvieras loco de alegría, pero… Mira, si hay algo que no te guste de mí, dímelo, y…

—De ti me gusta todo.

—Pero entonces… ¡no te comprendo! Hemos… hemos podido pasar una noche maravillosa, y todo lo que hemos hecho ha sido… darnos calor uno al otro. ¡No lo entiendo! ¡Yo deseaba tanto hacer el amor contigo!

—Y yo contigo, Sheila.

—Entonces… ¿por qué no lo hicimos?

Adam Crane se quedó mirándola, fijamente. Luego, continuó desayunando en silencio. Terminó rápidamente, se puso en pie, y sin decir palabra salió de la cocina. En el recibidor estaban las maletas de Sheila y la suya, abiertas de cualquier manera. Habían cogido ropas secas, pero era una tontería, porque seguía lloviendo… Era como si ya nunca fuese a dejar de llover. Adam encontró un paraguas plegable en una de las maletas de Sheila, y lo montó y lo abrió. Era precioso, con bonitas flores lilas estampadas.

Salió a la calle con él. Llegó a Pine Avenue, y continuó por la solitaria acera hacia la casa de Pamela Hereford. Pasó, naturalmente, por delante de la casa de Rebeca Graham, pero ni siquiera la miró. Como si toda la enorme casa ni siquiera estuviera allí, como si no existiese.

Entró en la casa de Pamela, cerró la puerta tras él y procedió a abrir todas las grandes ventanas que daban a la fachada. Si hubiera hecho sol, el vestíbulo habría quedado inundado de luz, pero con aquel día todo lo que consiguió fue simplemente ver con cierta comodidad.

Y pese a ello y a que dedicó casi una hora a buscar el truco fantasmagórico, no encontró nada en este sentido.

—Lo que no significa —dijo en voz alta— que no existe tal truco.

Se dedicó a registrar la casa de Pamela. Era bastante parecida a la de Rebeca. Desde la ventana lateral de uno de los dormitorios, vio la casa de Rebeca, a unos quince metros, separadas ambas, por una estrecha franja de jardín, sin valla alguna. No había el menor signo de vida en la casa de Rebeca.

Lo último que miró Adam de la casa de Pamela fue el sótano, la bodega, que estaba mucho mejor surtida que la de Rebeca. Evidentemente, la familia de los Hereford había sido más aficionada que los Graham a la buena mesa bien acompañada de excelentes vinos. Había champán de California, y, en un rincón, incluso media docena de botellas de champán francés. Todo estaba polvoriento, como yerto, como muerto, frío, desangelado. A la izquierda, tres enormes cubas debían contener vino o licor en maceración, o lo que fuese, nunca se había interesado por estas cuestiones. Él bebía unos tragos de cuando en cuando, y asunto concluido.

Regresó al salón, y se colocó ante el piano, mirando la fotografía de Pamela Hereford.

—Aunque realmente exista tu fantasma… —susurró Adam—, ¿cómo podrías escribirme?

Estaba a punto de encender un cigarrillo cuando le pareció escuchar afuera un rumor que no era de la lluvia, cada vez más mansurrona, pero tenaz. Fue a una de las ventanas, y se quedó mirando, sorprendido, la numerosa comitiva que pasaba por el centro de la avenida. Por lo menos había allí doscientas personas, todos hombres. Sí, parecía que se habían reunido todos los hombres de Yellow Pine. Muchos de ellos iban armados con rifles o escopetas de caza.

Adam cerró rápidamente las ventanas. Salió de la casa, cerró la puerta, y echó a correr tras la comitiva, alcanzándola rápidamente y llegando a la cabeza, donde enseguida vio a Stanton Graves y al doctor Hartley.

—¿Qué ocurre? —se interesó—. ¿Adónde van todos ustedes, Graves?

—Al cementerio, señor Crane —replicó el doctor Hartley—. Y créame que no me gusta lo que vamos a hacer, pero… Hay que hacerlo.

—¿Qué van a hacer?

—Vamos a desenterrar el cadáver de Pamela Hereford.

—¡Pero qué dice…! —exclamó Adam—. ¡No pueden hacer eso!

—¿Ah, no? —le miró aviesamente Graves—. ¿Por qué no? Yo soy la autoridad en Yellow Pine, y en estas circunstancias de incomunicación con el sheriff Aldemann puedo tomar decisiones. ¿Lo entiende?

—Sí, claro, pero… no entiendo eso de desenterrar a Pamela Hereford.

—Bueno, pues lo va a entender enseguida, señor Crane. Anoche, el fantasma de la señorita Hereford se paseó por Pine Avenue varias veces de arriba a abajo. ¿Usted no lo vio?

—No… Bueno, desde la casa de Sheila no puede verse la avenida más que asomándose a la ventana, y… ¿A qué hora fue eso?

—Bastante después de que sonara el piano y usted y Sheila estuvieran en la casa de los Hereford —replicó secamente Graves.

—De modo que nos vieron…

—Usted se está convirtiendo en la persona menos grata que jamás haya visitado Yellow Pine.

—En ese caso, en lugar de enviar a alguien a robarme una pieza de mi coche debieron permitir que me fuese —replicó no menos secamente Adam.

—Usted ya está metido en esto hasta los huesos, de modo que no se irá hasta que todo esté aclarado.

—De acuerdo con esa idea. Pero dígame qué es lo que quieren ustedes aclarar.

—Por el momento, vamos a ver qué pasa con el cadáver de Pamela… Luego, ya veremos. Sé que tiene usted las llaves de la casa, tendrá que entregármelas.

—Si quiere esas llaves tendrá que pedírselas a la señorita Graham, que es la propietaria. Y deje ya de amenazarme y tratarme como si fuese un delincuente, ¿quiere? Soy un ciudadano norteamericano tan honrado como pueda serlo el que más de ustedes. Y ya me estoy cansando de su actitud. Es más, pienso que todos ustedes están chiflados. ¿Qué esperan encontrar en un ataúd, salvo un… cadáver corrompido?

—Esperamos encontrar precisamente eso, señor Crane —dijo Hartley—: un cadáver corrompido. Eso es lo que queremos.

—No comprendo. ¿Para qué lo quieren?

—Eso no es cuenta suya. Y deje de hacer preguntas. Usted no es nadie aquí.

Adam frunció el ceño y no contestó. Estaba ya cerca del cementerio. Se preguntó para qué querían las armas aquellos hombres. ¿Para disparar contra un fantasma si este aparecía? Es decir, ¿realmente creían en fantasmas? Decían haberlo visto la noche anterior paseando arriba y abajo por Pine Avenue, y eso lo creía, puesto que él también había visto el fantasma dentro de la casa de la propia Pamela. Pero, dejando aparte la certeza de que era algún formidable truco…, ¿esperaban hacer algo positivo disparando contra un fantasma? Porque, si lo era de verdad, unas cuantas balas no podrían hacerle daño en ningún sentido, naturalmente.

Ya en el cementerio, Adam se las arregló para colocarse ante la tumba de Pamela Hereford, junto a Graves y el doctor Hartley. Un poco más allá, el señor Newberry, el alcalde, permanecía silencioso y sombrío bajo la lluvia.

Cuatro hombres usaron sus picos para arrancar la blanca losa de mármol que cubría la tumba de Pamela Hereford, y el ataúd quedó al descubierto. Sobre su madera barnizada de blanco las gotas de lluvia rebotaban y reventaban sonoramente.

—¿Lo sacamos o lo abrimos primero ahí dentro? —preguntó uno de los hombres.

—Será mejor que lo saquéis, por si el doctor Hartley quiere hacer alguna comprobación.

El doctor Hartley soltó un refunfuño. ¿Comprobación? ¿Qué comprobación se podía hacer con un muerto? Un muerto que hacía dos años que había sido enterrado, y que además había quedado carbonizado dentro del coche accidentado, prácticamente irreconocible. En realidad, habían sabido que era Pamela Hereford porque el cuerpo era de mujer y el coche era de Pamela Hereford. La cual, por supuesto, no estaba en el pueblo. ¿Qué demonios se podía comprobar en un cadáver como ese?

Dos hombres alzaron los cierres, uno cada uno, y acto seguido alzaron la tapa del ataúd, con cierta prevención, medio echándose hacia atrás, medio cerrando los ojos. Uno de ellos lanzó una exclamación fortísima, y saltó hacia atrás con tal fuerza que cayó sentado en el barro, pálido como un cadáver. El otro gritó:

—¡Está vacío! ¡El ataúd está vacío…!

El denso círculo de hombres que rodeaban la fosa se movió, se agitó como una culebra enrollada. Se oyó el chapoteo del barro, las exclamaciones de susto o de incredulidad. Algunos de atrás no habían oído bien… Adam Crane contemplaba con expresión inescrutable el vacío ataúd.

Vacío como si nunca hubiera habido nada dentro. A su alrededor todos hablaban o gritaban. Algunos hombres regresaban corriendo a Yellow Pine. Stanton Graves estaba pálido como un muerto.

—No puede ser… —tartamudeó—. Era ella, estaba ahí dentro… ¡Estaba en el ataúd! ¡Y estaba muerta!

—Debía estarlo —le miró apaciblemente Adam—; de otro modo no se comprendería que pudiera aparecer como un fantasma. Los vivos no pueden…

—¡Cállese!

Adam encogió los hombros, y permaneció en silencio. Ahora ya nadie gritaba. Los que estaban cerca miraban alucinados el vacío ataúd, en el que iba cayendo el agua de la lluvia, con blando y sonoro chop, chop, chop. Adam recordó de repente a Jess Morley. ¿Dónde tenían su cadáver, y cuándo tenían pensado darle sepultura?

—Creo —dijo inesperadamente John Newberry— que no tendremos más remedio que avisar a la Policía, Stanton. Quiero decir, claro, a la Brigada de Homicidios… Bueno, a gente que sepa cómo…

—No vamos a avisar a nadie —jadeó Graves—. ¡Esto es cosa nuestra, John!

—No sé —movió la cabeza el alcalde—. A mí me parece…

—Callen un momento —pidió Adam.

Le miraron irritados, pero callaron. A lo lejos, en el pueblo, estaba sonando el claxon de un automóvil. Se oía blandamente a través de la lluvia. Adam cruzó el círculo de hombres, y echó a correr hacia Yellow Pine. A medida que se acercaba, oía mejor el claxon, que no paraba de sonar. ¿Se había vuelto loca Sheila? Habrían bastado unos cuantos toques para llamarlo, no hacía falta tanto escándalo… El claxon seguía sonando cuando Adam entró corriendo en la calle transversal. Llegaba sin aliento, empapado, pues para correr mejor había cerrado el paraguas.

Sheila estaba dentro de su propio coche, sentada ante el volante. Vio su rostro confusamente a través de la lluvia y del parabrisas. Sobre todo, vio sus ojos muy abiertos… De pronto, ella salió del coche, corrió hacia él, y se echó en sus brazos temblando. Estaba diciendo algo, pero Adam no la entendía bien. Por fin, entendió el nombre de Benton.

Apartó a Sheila.

—Entra en casa. Y no salgas.

La dejó allí, y regresó corriendo a Pine Avenue. En el cruce se tropezó con Graves y un numeroso grupo de hombres que habían corrido tras él, y que ahora, jadeantes, le contemplaban sobresaltados.

—¿Qué pasa? —gritó Graves—. ¿Por qué corría?

—Algo le ha ocurrido a Benton… —jadeó Adam—. ¡Sheila lo ha visto! Debió ir a verlo para pedirle que arreglase nuestros coches, y ha visto algo que casi la ha matado del susto.

Stanton Graves ya no podía estar más pálido, y parecía paralizado. Le temblaban los labios y en sus ojos había una expresión de aterrado estupor. Adam quedó un instante desconcertado por aquella actitud, pero reaccionó y echó a correr hacia el principio de la avenida. También Graves reaccionó, y partió tras él, acompañado de sus vecinos. Por el otro extremo del pueblo llegaban algunos más de los que habían abandonado el cementerio.

El primero en llegar ante la doble puerta del taller de James Benton fue Adam, que se detuvo en el umbral. La puerta estaba abierta de par en par, y vio en el acto a Benton, colgado por el cuello de las cadenas. Había quedado de cara a la puerta, y se veían sus ojos como dos bolas de cristal opaco en la penumbra húmeda del taller. Graves y algunos hombres más se detuvieron detrás de Adam.

—Dios bendito —gimió uno de los hombres.

Graves dio un par de pasos hacia el interior del taller, mirando fascinado el cadáver colgado. Adam se colocó a su lado, y señaló más hacia el interior.

—Hay algo allá, en el suelo —susurró.

En realidad, sabía lo que era, pero ni se atrevió a decirlo. Había visto la mancha blanca y oscura, y sabía lo que era. Él y Graves caminaron hacia el cadáver de Gladys Benton, que era como un enorme bulto blanco. Graves se movía como un autómata. Se acercó al interruptor y encendió la luz, pero se volvió cerrando los ojos.

Los hombres que habían entrado detrás de él y Adam estaban ahora junto a este. Uno de los hombres retrocedió, como si fuese a echar a correr, pero simplemente, se desmayó: Nadie le hizo caso, de momento. Todas las miradas estaban fijas en el destrozado cadáver de Gladys Benton. Tenía cuchilladas en el rostro, y en todo el pecho, y en las manos y brazos. El rostro era todo él como un grito de dolor y miedo atroz. La ropa del camisón había sido desgarrada por las cuchilladas y se veía la carne amoratada de la mujer. Uno de los pechos había sido prácticamente cercenado, y colgaba por un lado como… como un pegote de carne congelada…

Adam Grane dio la vuelta, salió del taller, abrió el paraguas de Sheila, y se dirigió lentamente hacia la casa de esta.

Una hora más tarde se presentaron en la casa Graves, el alcalde, y el doctor Hartley. Adam fue quien les abrió la puerta, y se quedó mirándolos realmente sorprendido.

—Quisiéramos hablar con usted, señor Crane —murmuró Newberry.

Adam asintió, se apartó y cerró la puerta cuando hubieron entrado los tres. Los condujo a la salita, donde Sheila, que los había oído, estaba mirando con gesto expectante, no poco sorprendida, hacia la puerta.

—¿Qué tal, señorita Weston? —saludó el alcalde—. ¿No debería estar usted en la escuela?

Sheila miró estupefacta al no menos estupefacto Adam, que encogió los hombros. La muchacha miró de nuevo a Newberry.

—Tal vez estaría allí si hubiera algún niño, señor Newberry. Y digo tal vez, pero me parece que ni así, porque me he despedido.

—Usted no puede hacer eso —sonrió amablemente John Newberry—. Tiene un contrato con Yellow Pine, ¿recuerda?

—Demándeme.

—Puedo hacer mucho más que eso. Si hago la denuncia seguramente tendrá usted dificultades de aquí en adelante en encontrar un puesto de maestra para trabajar. Tendrá que dedicarse a otra cosa.

—Podría dedicarme a prostituta… —dijo como divertida Sheila—. En todas partes hay sujetos como ustedes; que desnudan a las chicas como yo con la mirada. ¿Se creen que no me he dado cuenta? A decir verdad, estaba más que harta de sus miradas lascivas, y de sentirme violada con la mirada… Usted haga esa denuncia contra mí y verá lo que sale a relucir en el juicio…

—¿De qué está hablando? —palideció Newberry.

—He observado sus manipulaciones mientras me miraba creyendo que yo no me daba cuenta.

John Newberry se atragantó. No se podía estar más pálido.

—Me parece que ya no llueve, ¿verdad? —dijo Adam, conteniendo una sonrisa no poco sarcástica.

—Prácticamente nada —murmuró el doctor Hartley—. Mire, señor Crane, lo cierto es que no queremos complicar más las cosas, de modo que usted y la señorita Weston no deben temer nada… en ningún sentido. ¿No es cierto, Stanton?

—Sí… —masculló el alguacil—. No compliquemos más las cosas. De modo que la señorita Weston podrá marcharse cuando guste. Y usted también, señor Crane. Y aquí no ha pasado nada. Bueno…, cosas tristes, y nada más.

Sheila y Adam cambiaron una mirada. Luego, los dos se quedaron mirando a Graves.

—¿Debo entender, que nuestros coches ya pueden funcionar…, y que también funcionan los teléfonos?

—Oh, sí. Todas las averías, afortunadamente, han sido reparadas.

—¿O sea que podemos marcharnos ahora mismo si lo deseamos?

—Naturalmente.

La mirada de Adam Crane iba lentamente de uno a otro hombre. Por fin, con un gesto amable, asintió, casi sonriendo.

—De acuerdo —dijo—. Les agradezco mucho que se hayan preocupado por nosotros.

—Entonces… ¿se irán?

—Claro. Pero no ahora mismo. Comprendan que con estas lluvias puede ser peligroso circular por esas carreteras, que ni Sheila ni yo conocemos. Espero que no les moleste que esperemos aunque solo sean veinticuatro horas. Seguramente mañana saldrá el sol, todo se secará, y nosotros nos marcharemos antes del mediodía. Es razonable, ¿no?

—Desde luego. Ah, otra cosa… Hemos solucionado todos esos asuntos, señor Crane.

—¿Qué asuntos?

—Lo referente a las muertes de Jess Morley y los Benton. Verá, este es un pueblo pequeño, donde hay pocas oportunidades de diversión en cualquier sentido. A veces, uno puede llegar a volverse loco en un sitio como este, ¿no le parece?

—Quizá tenga razón —admitió Adam.

—Nosotros creemos que Jess Morley tuvo… un mal momento. Quizá necesitaba compañía, especialmente femenina, claro. Pero vivía solo, no tenía lo que necesitaba… Bueno, creemos que, simplemente, perdió la cabeza con tanta frustración, y en el cobertizo decidió cortarse… lo que tanto le molestaba. Luego, se asustó tanto, o debió dolerle tanto, que se clavó otra vez las tijeras, ahora en el abdomen, para terminar de una vez.

—¿Y respecto a los Benton? —preguntó Adam, impávido.

—Vaya usted a saber… El hecho cierto es que los dos estaban en el taller, ¿verdad?

—Sí, allí estaban los dos, cierto.

—Mire, a veces incluso en los pueblos pequeños pasan cosas… Creemos que Jim Benton tenía algún asuntillo, ¿comprende? Anoche debió encontrarse con ella un rato en el taller, y la señora Benton, viendo que tardaba mucho, y ya lista para acostarse, bajó en su busca. Con seguridad sorprendió una escena poco agradable para ella, y cualquiera sabe cómo reaccionó, pero debió ser de modo muy molesto para el señor Benton, porque este la mató entonces con un cuchillo de la cocina. Luego, aterrado por lo que había hecho, volvió al taller y se ahorcó.

—Vaya, cuánto lo siento… Pero en fin, me alegro mucho de que lo hayan resuelto todo, tan brillantemente. En cuanto a lo del fantasma…

—Bah, bah, bah… —sonrió Graves—. ¡Una broma, hombre!

—Ah. Bueno, pero abrimos un ataúd dentro del cual no había nada…

—Nos equivocamos de fosa. Ese ataúd que abrimos llevaba allí mucho tiempo, tanto que el cadáver se había convertido en polvo. Por eso no vimos nada. Lo hemos comprobado con el sepulturero; Se equivocaron de fosa.

—Eso le pasa a cualquiera —asintió amablemente Adam—. Caramba, me alegra mucho que todo se haya aclarado. La verdad es que no me hacía gracia todo eso… Me siento mucho más tranquilo ahora. Y Sheila también. ¿Verdad, Sheila?

La muchacha, que se había ido recuperando de su pasmo ante aquella sarta de tonterías, siguió el juego.

—Desde luego. Ha sido todo horrible, pero al menos sabemos que no ha sido debido a nada… extraordinario.

—Exactamente… —aprobó Newberry; sonrió a Sheila—. En cuanto a mi denuncia, olvídela. Puede usted marcharse cuando quiera, y por supuesto con buenos informes por parte de Yellow Pine. Me encargaré de eso ahora mismo.

—Es usted muy amable, señor Newberry. Lamento haber sido antes un poco… hostil. Seguramente, yo también estaba equivocada, y no vi lo que creí ver.

—Todos nos equivocamos… —enrojeció Newberry—. Bien, puesto que todo ha quedado aclarado no les molestamos más. ¿Se irán mañana por la mañana?

—Desde luego —dijo Adam.

—Entonces me ocuparé de esa carta con buenos informes de Yellow Pine para la señorita Weston. Bien, pues… Eso es todo.

Cuando Adam regresó de acompañar a los tres visitantes a la puerta, Sheila no pudo contenerse.

—¡Nos han tratado como si fuésemos idiotas…!

—No te lo tomes tan a pecho —sonrió Adam—. Simplemente, sigamos el juego. Al menos, sabemos que no nos molestarán, mientras así lo hagamos. Lo que me pregunto es qué inventarán para la próxima víctima. Quisiera saber cuál de ellos ha sido el genio que ha inventado las historias.

—Deben haberlo hecho entre los tres. ¿Crees que… volverá a sonar el piano?

—No lo sé. Y, a propósito, tengo que ir a devolverle las llaves de la casa de Pamela a la señorita Graham… Bueno, iré más tarde, después de descansar un poco tras el almuerzo.