EL sonido del piano llegó nítidamente a oídos de Adam Crane, que dormía con un sueño ligero e intranquilo. Y apenas comenzaron las primeras notas, salió de la cama, encendió la luz de la mesita de noche y saltó hacia sus ropas. Lanzó una imprecación al encontrarlas mojadas, y otra al recordar que le había dado pereza salir después de cenar a recoger las maletas de él y de Sheila de sus respectivos coches. Refunfuñando, comenzó a vestirse, mientras desde el dormitorio de Sheila le llegaba la voz de ella, llamándole.
—¡Tranquilízate! —gritó—. ¡Estoy despierto, no pasa nada! Ella apareció a los pocos segundos, corriendo, y se detuvo en seco al verlo vistiéndose.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
—Voy a ir a ver ese piano. Tengo las llaves de la casa.
—¡No! ¡Adam, no!
—Vuelve a la cama, Sheila.
—¡No me dejes sola!
—No va a ocurrirte nada.
Ella dio la vuelta, y salió a toda prisa del dormitorio. En el suyo, procedió a vestirse a toda prisa. Todavía no había terminado cuando apareció Adam en la puerta.
—Cierra bien la casa después de… ¿Qué estás haciendo?
—¡Voy contigo!
Adam titubeó, pero acabó por soltar un gruñido de conformidad.
—Pues date prisa.
En menos de un minuto salían de la casa los dos. Seguía lloviendo, aunque con menos furia que antes. Más que nunca, cuando llegaron a Pine Avenue, les pareció que estaban en un pueblo fantasma. Las notas del piano seguían oyéndose, pero nadie aparecía, ni se encendía ninguna luz en casa alguna. Adam prescindió de todo esto, corriendo hacia la casa de Pamela Hereford, tirando de una mano de Sheila, que se aferraba a él desesperadamente.
Estaban a mitad de camino hasta la casa de Pamela Hereford cuando el piano dejó de tocar. Adam lanzó una maldición, y apretó el paso, casi derribando a Sheila, que corría con los ojos muy abiertos, sin aliento. Cuando se detuvieron ante la puerta de la casa, la respiración de la muchacha era entrecortada y su pecho parecía a punto de estallar. Adam comenzó a maldecir de nuevo cuando comprobó que la llave que había metido en la cerradura de la puerta no era la adecuada, a pesar de haber elegido la más grande. Eligió la siguiente en tamaño, probó de nuevo, y la puerta se abrió, con un chirrido que hizo gritar ahogadamente a Sheila.
Adam encontró el interruptor de la luz, pero esta no se encendió al accionarlo, y todavía tuvo que lanzar el periodista otra maldición. ¡Debió haber tenido en cuenta que la energía de aquella casa desocupada estaría cortada!
—Adam, vámonos… —gimió Sheila—. ¡Por favor, vámonos!
Ni siquiera le hizo caso. Sacó su encendedor, lo accionó, y apareció la pequeña llamita, que tuvo la virtud de crear cientos de sombras en las paredes y en el techo del amplio vestíbulo. La casa era parecida a la de Rebeca, incluso prácticamente idéntica, pensó Adam. Tendió el encendedor a la asustada Sheila.
—Quédate aquí. Voy a ver si encuentro cerillas o alguna vela en la cocina.
—¡Adam, no me dej…!
Pero Adam corría ya hacia el fondo del vestíbulo. Llegó a la cocina, tanteó, localizó los armarios…, y soltó un respingo cuando las sombras comenzaron a aparecer por las paredes, bailando de un modo siniestro. Se volvió hacia la puerta, donde apareció Sheila con el encendedor en alto, temblando.
—Ven aquí… —pidió Adam—. ¡Debe haber algo en estos armarios!
Lo primero que vio fue precisamente una linterna y, lanzando un grito de alegría, la accionó. Pero la linterna no se encendió, y Adam comprendió que las pilas debían estar agotadas por el uso o por el tiempo. Junto a la linterna vio cerillas y un par de palmatorias con las correspondientes velas. Encendió las dos velas, tomó las palmatorias, y tendió una a Sheila, recuperando su encendedor.
—Ven… —susurró—. El piano debe estar en el salón, lógicamente. Vamos a echarle un vistazo.
—Tengo… tengo frío…
Adam se quedó mirando a Sheila. Cierto, él también había sentido aquel frío, como una corriente de aire que penetrase en su cuerpo. Se volvió, y vio abierta la puerta que debía conducir a la bodega. El frío llegaba de allí. La cerró bruscamente, y salió de la cocina a toda prisa.
Segundos después, entraban ambos en el salón. Enseguida vieron el piano, a un lado. Adam corrió hacia él, siempre llevando pegada a él a Sheila, en cuya mano la palmatoria parecía a punto de saltar. La mirada de Adam se posó sobre la tapa de las teclas, que estaba bajada y polvorienta. Por si era una mala visión debido a la deficiente luz, Adam deslizó un dedo por la madera, dejando una estría reluciente al retirar el polvo.
—Veamos las teclas —murmuró.
Dejó la palmatoria sobre el piano y alzó la tapa de este. Las teclas aparecieron; también cubiertas de una levísima capa de polvo. Adam volvió a tomar la palmatoria y la colocó de modo que iluminase de lado el teclado, mientras él inclinaba la cabeza. Si algunas de las teclas estaban limpias de polvo, aunque fuese parcialmente, podría verlo de este modo.
Pero todas las teclas tenían el mismo aspecto, no había señal alguna en ninguna de ellas. O habían sido tocadas toda, o ninguna. Pero no, no habían sido tocadas, porque aunque la capa de polvo era finísima habría quedado señal del toque de unos dedos en alguna parte. Y la capa de polvo apenas visible era uniforme completamente.
Es decir, que el piano no había sido tocado.
—No puede ser —susurró.
—Adam, salgamos de aquí, te lo suplico…
—Espera. Esto ha de tener una explicación. Los dos hemos oído perfectamente el piano, y puesto que solo hay este en el pueblo, alguien lo ha tocado. Pero parece que no ha sido así…
A la luz de las velas, de pronto, vio el marco sobre el piano. Acercó más su vela, iluminando el rostro en primer plano de Pamela Hereford. Era una ampliación de la misma fotografía que él había recibido. Se quedó mirándola fijamente, como absorto. La sonrisa de Pamela Hereford era dulce, dichosa, suave, casi infantil. Era la expresión de una criatura angelical la que había en aquel rostro bellísimo. Parecía que los rubios cabellos tenían luz propia. Y, a la luz de las velas, a Adam le pareció en determinado momento que esos cabellos se movían, que la expresión de los ojos cambiaba, que las facciones se movían ligeramente, como dando vida a la sonrisa de papel.
Se dio cuenta de que, junto a él, Sheila estaba temblando. Se volvió a mirarla. Sí, Sheila estaba temblando con tal violencia que con seguridad la palmatoria iba a saltar de su mano. Adam se la quitó y la colocó junto a la suya sobre el piano. El rostro de Pamela Hereford quedó más iluminado. Aquella dulce sonrisa virginal…
Virginal.
—¿Quieres decir que eres virgen?
—Sí. Y Pamela también lo era.
Virginal.
Eso era lo que mayormente le había impresionado cuando recibió la fotografía de Pamela. No por un sentimiento machista, de hombre que ansía ser el primero en el sexo de una mujer, sino por aquella insólita pureza en la mirada, en la boca, en la frente de Pamela Hereford.
En alguna parte del salón, de pronto, se encendió una luz. Pero no una luz eléctrica, ni nada que se le pareciese. Adam captó el resplandor, y dirigió la mirada vivamente hacia aquel punto. Sheila lanzó un grito ahogado, se abrazó a él, y escondió la cabeza en su pecho, gimiendo:
—Adam, está ahí, está ahí otra vez… ¡Te dije que la vi!
La reacción de Adam Crane fue poco usual en aquellas circunstancias. Sin dejar de abrazar a Sheila se inclinó hacia las velas, y sopló, apagando ambas. Hacia el fondo del salón, inmediatamente, aquella alargada mancha blancoazulada, vertical, como una llama, resultó más visible entonces, adquirió rápidamente un resplandor más intenso, y sus contornos se fueron definiendo. La silueta de la hermosa muchacha adquirió una extraordinaria nitidez y una mayor intensidad de blancura. Estaba moviendo los brazos por encima de la cabeza, pasó las manos tras la nuca, alzó sus hermosos cabellos en un gesto juvenil, alegre…
—¿Pamela? —llamó suavemente Adam.
Sheila gritó y se abrazó más fuertemente a él, temblando. Adam la apretó contra su pecho, pero insistiendo:
—¿Pamela? Soy Adam Crane… He venido.
La mancha blanca y alargada en forma de llama de vela se acercó lentamente a Sheila y Adam, flotando. Adam estaba paralizado, pero no sentía temor. Sentía… una impresión profunda y fuerte, pero no temor. Y ni siquiera podía asombrarse de esto.
—He venido a conocerte —murmuró… Tengo tus cartas, Pamela.
Surgió de pronto, de alguna parte, un leve viento caliente, que hizo respingar una vez más a Sheila, que se volvió, vio a pocos pasos de ella la mancha fantasmal, y ya no pudo contenerse más: abrió la boca, y lanzó un tremolante alarido que hizo vibrar los sucios cristales de las ventanas.
La mancha blanca desapareció bruscamente, la iluminación dentro del salón decreció, perdió su tono níveo, y finalmente todo fue negrura.
Adam tragó saliva, y se pasó la lengua por los labios. No podía hacer nada más. La había visto. Fuese o no una sugestión de cualquier clase, él también la había visto, como Sheila. Encendió de nuevo las velas.
Sheila estaba sollozando, toda ella temblaba. Adam la agarró, y la sacudió por los brazos.
—Sheila… ¡Sheila, cálmate! Tienes que calmarte, y ayudarme. Los fantasmas no existen, esto tiene que ser algún truco preparado por alguien… ¿Quieres entenderlo de una vez?
Ella comenzó a tartamudear. Afuera, la lluvia seguía cayendo mansamente. Y eso era todo lo que se oía, aparte de los sollozos de Sheila Weston. Adam le tomó el rostro entre las manos.
—Tienes que ayudarme… —insistió—. Incluso por tu bien, Sheila. Si me ayudas, te demostraré que todo es un truco. Sabremos quién lo ha preparado y por qué, si me ayudas. ¿De acuerdo?, escucha, eres la chica más equilibrada que he conocido, no me defraudes ahora. ¿Sí, Sheila?
Atrajo su rostro, y la besó en los labios. Poco a poco, Sheila dejó de temblar. Por fin, pudo musitar:
—Adam, vámonos… ¡Vámonos ahora!
—Todavía no. Tú quédate aquí, junto al piano, y no te muevas pase lo que pase.
—No, no, no…
—Por favor, Sheila.
Adam tomó una de las palmatorias y se alejó del piano. La pequeña llama oscilante lanzaba miles de sombras a todos lados, pero no sería esto lo que asustase a Adam Crane después de haber visto un fantasma. ¡Un fantasma…! Era absurdo.
Comenzó a buscar por la pared, justo detrás de él. Sabía que tenía que haber un proyector de imágenes o algo parecido escondido en alguna parte. Lo que fuese, pero tenía que haber un truco. Estaba tan convencido de ello que se resistía a abandonar la búsqueda incluso cuando quince minutos más tarde, Sheila le suplicó una vez más que se fueran de allí. Lentamente, las velas se iban consumiendo. Las sombras del techo y de las paredes ya no impresionaban ni a Sheila, que se había ido tranquilizando en lo posible.
Por fin, Adam masculló:
—No lo encontraré nunca con tan poca luz. Volveremos por la mañana, abriremos todas las ventanas, y buscaremos mejor. Vámonos.
Salieron de la casa, y Adam cerró la puerta. Seguía lloviendo. Era lo más tétrico que le había ocurrido a Adam Crane en su vida. Tétrico y grotesco. ¿Qué pretendía quienquiera que hubiese organizado toda aquella fantochada?
—Adam —dijo de pronto Sheila—, se me ha ocurrido una idea.
—¿Cuál?
—Podemos robar un coche cualquiera, y marcharnos ahora mismo del pueblo.
—No.
—Pero lo devolveremos, no vamos a quedárnoslo, solo se trata de…
—No me refiero a eso. Me importa bien poco robar un coche. Es simplemente que de ninguna manera quiero marcharme ahora. Ya no. No me iré de aquí hasta saber qué está ocurriendo. Y me importa bien poco que nos corten el teléfono, la luz, el agua, el suministro de provisiones y lo que se les ocurra… Yo voy a quedarme. Pero si tú quieres marcharte, robaré un coche para ti.
—Yo… no quiero marcharme sin ti.
—Entonces —consiguió sonreír Adam—, me parece que tendrás que quedarte algún tiempo más en Yellow Pine.
Comenzaron a caminar. De pronto, Adam recordó que la noche anterior había visto luz en una ventana del piso de arriba de la casa de Rebeca Graham… El recuerdo de la muchacha fue súbito, y lo dejó aturdido, desconcertado. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Amaba a Rebeca Graham, se había enamorado de ella? ¿O se había enamorado de Sheila Weston? ¿O de las dos? ¿O de ninguna de las dos?
—Adam… ¿por qué te has detenido?
—Quiero echar un vistazo a la casa de la señorita Graham.
Sheila no dijo nada. Rodearon la casa, mirando todas las ventanas, pero no había luz en ninguna de ellas, en parte alguna. La casa de Rebeca Graham, como todas las del pueblo, parecía haber muerto.
Por supuesto, no encontraron a nadie ni oyeron nada de regreso a la casa de Sheila. Ya en esta, empapados, ateridos de frío, Adam probó una vez más el teléfono, que también parecía estar muerto. Miró a Sheila.
—¿Quieres que te prepare un whisky? —ofreció.
—Bueno. Pero llévamelo a la cama. Tengo mucho frío, Adam.
—Yo también.
Preparó dos whiskies, y fue al dormitorio de Sheila con un vaso en cada mano. Ella estaba ya metida en la cama, tiritando. Adam se sentó en el borde, y le tendió uno de los vasos. Sheila se sentó, dejando al descubierto sus pechos, tomó el vaso y bebió un buen trago. Adam estaba mirando sus labios pegados al vaso, estaban pálidos, pero eran llenos y hermosos. Bebió él también un trago, se puso en pie, y se desnudó completamente. Desde la cama, Sheila lo miraba con ojos inmóviles.
Él se metió en la cama con ella, tomó el vaso de sobre la mesita de noche, y bebió.
—¿Tú también eres un borracho? —dijo Sheila.
La miró. Estaba sonriente. Adam también sonrió, y bebió otro sorbo. Luego, besó los labios de Sheila, que sabían a whisky, Le pareció sencillamente delicioso.
—Adam: me he enamorado de ti —susurró ella—. De verdad.
Él no contestó, y ella se quedó mirándolo perpleja y visiblemente decepcionada.
—No es que tenga miedo y necesite la presencia de alguien fuerte como tú… —insistió Sheila—. Te amo.
Él volvió a mirarla. Tenía los ojos hermosos. Muy hermosos. Era la muchacha más espontánea y natural que había conocido. No la más hermosa, pese a serlo mucho. Rebeca y Pamela eran más hermosas que ella…, pero de otro modo. De un modo menos… físico, más etéreas.
—¿No vas a decir nada? —preguntó Sheila.
—¿Quieres que hagamos el amor? —preguntó él.
—No, si tú no lo deseas también.
Adam le quitó el vaso de la mano y lo dejó, junto con el suyo, en la mesita de noche. Cuando se volvió de nuevo hacia Sheila ella le miraba con expresión anhelante. Se puso las manos bajo los pechos, y suspiró. Adam se inclinó y le besó los pechos. Sheila volvió a suspirar, y gimió cuando una mano de él la acarició. Se abrazó a su cuello, y se tendió, arrastrándolo suavemente. Adam volvió a besarla en la boca, sin dejar de acariciarla. Luego, se alzó un poco, y miró los ojos resplandecientes de Sheila Weston.
Como en dos bonitos espejos, se vio a sí mismo dentro de los ojos de la muchacha.
Se vio a sí mismo. Diminuto, convexo, pero era él.
—Dios mío —jadeó.
—¿Qué te ocurre? —se sorprendió Sheila. Adam seguía mirándose en los ojos de ella. Era su imagen, era él. Él.
—Me estoy viendo en tus ojos —susurró.
Sheila se echó a reír.
—¡Vaya una cosa! ¡Yo también me veo en los tuyos!
Adam suspiró profundamente.
—Sheila…, no quiero hacer el amor contigo.