—¿NO quiere entrar? —le miró ella—. Tengo algo que pedirle.
—Sería mejor que volviera en otro momento —dijo Adam—. Tiene que cambiarse de ropa. Y yo también.
—No me abandones —susurró Rebeca.
Adam Crane sintió un vacío en el estómago. Empujó la silla de ruedas, encendió la luz, y cerró la puerta, dejando afuera las luces del pueblo, que, en efecto estaban encendidas. Pero seguía sin haber absolutamente nadie en la calle.
Rebeca inició la marcha hacia el fondo de la planta baja. Adam empujó la silla. Pasaron junto a la amplia escalinata. Detrás de esta y debajo había dos dormitorios, y enfrente un cuarto de baño, piezas que Adam ya conocía. Rebeca abrió la puerta de uno de los dormitorios y señaló la del cuarto de baño.
—¿Quieres traerme una toalla, por favor?
Adam fue al cuarto de baño, en silencio. Afuera rugía la lluvia. Cogió la toalla grande, y al volverse se vio en el espejo. Tenía los cabellos pegados completamente a la cabeza, y por supuesto sus ropas estaban empapadas. Pero no pensó en él, sino en Rebeca Graham. Era tan delicada… Había sido un bruto al no traerla de regreso a casa en cuanto comenzó a llover.
Cuando entró en el dormitorio de ella, se detuvo en seco al verla desnuda de cintura para arriba. Estaba un poco inclinada hacia un lado, y parecía realmente de mármol. Sus pechos eran incluso más grandes de lo que había sugerido el jersey, y definitivamente maravillosos, altos, plenos, soberbios. Los hombros eran tiernos, dulces. El cuello, largo y esbelto, era impresionante en su belleza.
Ella se quedó mirándolo, con la cabeza ladeada, una dulce sonrisa en sus pálidos labios. Adam parpadeó, dejó de mirar los grandes pezones sonrosados, y se acercó, tendiéndole la toalla.
—¿Me secas la espalda? —pidió Rebeca.
Se puso detrás de ella, y frotó la espaldas con la toalla, y luego los hombros. Tendió la toalla a Rebeca, que se frotó primero los pechos y luego el cuello, y finalmente comenzó a secarse la cabellera. A cada movimiento, los pechos vibraban con una turgencia asombrosa.
—¿Te gusta el cabello suelto o me lo recojo en un moño? —preguntó ella.
—Creo que debes dejarlo suelto, para que se seque cuanto antes. ¿Quieres que te traiga el secador?
—No. Te vas a resfriar si no te quitas la ropa.
—Será mejor que me vaya, en efecto.
—No es eso lo que he querido decir.
—¿Qué has querido decir?
—¿Te sientes disgustado? —preguntó ella a su vez—. ¿Te disgusta verme así?
—No. Pero creo que no debemos seguir con…
—Adam: no estoy muerta, ¿sabes? Solamente tengo paralizadas las piernas, por algo que me ocurrió en la espalda o en el cerebro, eso ni los médicos pudieron determinarlo. Pero no estoy muerta como mujer, eso sí me lo dijeron… Y ahora me doy cuenta de que tenían razón. En realidad, me di cuenta cuando te vi esta mañana.
—Te diste cuenta… ¿de qué?
—Pues de eso —rio ella—: ¡de que mi sexo está vivo!
—Rebeca, creo que…
—¿No lo quieres? ¿Te repugno?
—Dios mío, no… —exclamó Adam—. ¡Claro que no! Pero no quisiera…
—¿Lastimarme? Oh, vamos, no vas a romperme; Y si me rompes, al menos habrás sido tú, y habrá valido la pena. Aunque no estoy muy segura de eso, de esa clase de cosas.
—¿Quieres decir que eres virgen?
—Sí. Y Pamela también lo era.
—Creo que debo marcharme —insistió Adam.
Ella dejó la toalla a un lado, y le tendió las manos. Adam las tomó. Como las suyas, estaban todavía frías. Pero los pechos de Rebeca no estaban fríos… Su calor penetró en las manos de Adam cuando ella las colocó sobre la tersa carne palpitante. Percibió los fuertes latidos del corazón.
—Adam… ¿me lo vas a hacer? Por favor. Eres el único hombre que no me ha repugnado… ¡No quiero morir sin haberte sentido!
Adam Crane se inclinó más y su boca se posó sobre la de Rebeca. Ella soltó sus manos, y se abrazó a su cuello. Se tensó como sorprendida, o quizá asustada, cuando las manos de Adam apretaron con fuerza sus pechos, pero enseguida abrió la boca, y la lengua de Adam alcanzó la suya. La respiración nasal de Rebeca era como un murmullo caliente en el rostro de Adam. Sus manos acariciaban los pechos y los hombros femeninos. Muy pronto se dio cuenta de que los pezones de Rebeca estaban rígidos y habían aumentado de tamaño… Dejó de besarla en la boca, se inclinó todavía más, y comenzó a besar lentamente los pechos.
Cuando miró el rostro de Rebeca, lo vio demudado, lívido. Los labios de la muchacha estaban temblando fuertemente.
—¿Qué te ocurre? —musitó Adam.
—Siento… algo extraño dentro de mí…
—Rebeca, si no quieres…
—Sí quiero. ¡Lo deseo! Oh, Dios mío, te amo, Adam… ¡Te amo!
Adam se apartó, y comenzó a quitarse las ropas. Ella le miraba con los ojos muy abiertos, inmóvil. Lanzó una exclamación al ver su virilidad puesta de manifiesto.
—¿No pasas a la cama? —murmuró él.
—No quiero… que me veas hacerlo como lo hago siempre.
Adam asintió. Terminó de desnudarse, y alzando en brazos a Rebeca la depositó en la cama, donde terminó de desnudarla. Tenía un cuerpo magnífico. Cuando volvió a mirar su rostro lo vio ahora todavía tenso, pero ligeramente sofocado. Cuando se tendió a su lado la respiración de Rebeca era irregular, muy pesada, como si le costase un gran esfuerzo. Adam deslizó una mano por los pechos, erguidos y duros, y luego por el vientre, mientras besaba los pezones ardientes de la muchacha. Luego la besó en la boca, mientras, lentamente, se iba colocando sobre ella, entre sus muslos de seda.
Un par de minutos más tarde Rebeca Graham profirió un fuerte quejido, abrazándose convulsamente a la espalda de Adam Crane.
—No… —gimió—. No me lo hagáis, no… ¡No me lo hagáis!
Adam se estremeció. Luego, tras un instante de inmovilidad, se alzó sobre los brazos, y miró el rostro de la muchacha, que estaba pálido y desencajado en una mueca del más absoluto espanto. La impresión que recibió Adam fue tan fuerte que toda su potencia viril decreció en un segundo. Entonces, ella abrió los ojos, y se quedó mirándolo como sin verlo. Había dentro de sus ojos como dos manchitas blancoazuladas, alargadas…, como dos pequeñas llamas de vela que se movían suavemente. Adam quiso salirse, pero ella se abrazó fuertemente a él, con más fuerza que nunca.
—No… —suplicó—. ¡No te vayas, por favor, no te vayas!
En sus ojos dilatados, las dos manchitas como llamas de vela desaparecieron rápidamente, y en sus labios ahora rojos apareció una dulce sonrisa. La boca estaba suplicando el beso, y Adam Crane volvió a descender, lenta, suavemente, recuperando su virilidad. Ella volvió a gemir, enviando una oleada de calor dentro del cuerpo de Adam Crane. De pronto, apartó la boca, gritó fuertemente, y todo su cuerpo se estremeció con increíble violencia.
Adam Crane comprendió que la preciosa Rebeca Graham había dejado de ser virgen en aquel mismo momento. Y cuando, a los pocos segundos, presintió el orgasmo de ella y comprendió que él también estaba a punto de ser vencido, suspiró y se olvidó de todo.
* * *
Despertó de pronto, y se quedó mirando el techo. Inmediatamente, volvió la cabeza, y la vio tendida a su lado, desnuda y hermosa como ninguna otra mujer que había tenido. Rebeca dormía profundamente, con la boca entreabierta. Sus pechos blancos y magníficos apenas oscilaban.
Los recuerdos parecieron estallar de pronto en la mente de Adam Crane, que frunció el ceño y terminó por sonreír. Acercó su rostro al pecho de Rebeca, y besó con cuidado el pezón del seno izquierdo. Estaba tibio y tierno. Ella no reaccionó.
Y de repente, toda la realidad volvió a la mente de Adam. ¿Qué hora debía ser?
Salió de la cama, y fue adonde había dejado sus ropas.
Había guardado el reloj en un bolsillo de la chaqueta. Lo sacó. Eran casi las ocho y media de la noche. Por supuesto que Sheila debía estar esperándole preocupadísima. ¿O sabía que él estaba con Rebeca Graham? Sí, debía saberlo ella y todo el pueblo.
Sus ropas estaban mojadas, naturalmente, y terriblemente frías. Tuvo la tentación de quedarse allí a pasar la noche, pero desistió de ello. Lo mejor era volver con Sheila. Se vistió en silencio. Desde el exterior le llegaba el rumor de la lluvia.
Ya vestido, pasó al cuarto de baño, donde se peinó. Dios, había sido algo absolutamente perfecto. No tenía la menor duda de que Rebeca era virgen cuando se había acostado con él, pero su comportamiento había sido pleno y hermoso… Le asaltó el pensamiento de que se había enamorado de ella. Pero no, no podía ser. Bueno, ¿y por qué no?
Regresó al dormitorio, y estuvo casi un minuto contemplando la bellísima desnudez de la muchacha. Luego, se acercó, y la cubrió hasta el cuello con la ropa de la cama. Fue a la puerta del dormitorio, apagó la luz, y salió.
Hacía pocos segundos que Adam Crane había salido de la casa de Rebeca Graham cuando en el dormitorio de esta apareció la mancha blancoazulada, alta, resplandeciente, como suspendida en la oscuridad, como un grieta en esta. La mancha era vertical, como una gran llama de vela, pero al llegar sobre el lecho donde yacía Rebeca se inclinó lentamente, hasta quedar paralela al cuerpo de la durmiente.
Luego, despacio, descendió sobre Rebeca, llegó al contacto por encima de la ropa, y fue desapareciendo hacia abajo.
Desapareciendo, desapareciendo, desapareciendo…
* * *
—¡Por fin apareces! —exclamó Sheila, al borde de la histeria—. ¿Dónde has estado, qué te ha ocurrido?
—Tranquilízate —sonrió Adam.
—¡Que me tranquilice…! ¡Hace casi cuatro horas que te fuiste de aquí, y en todo ese tiempo no he sabido dónde estabas, y he estado temiendo…! ¡Yo qué sé!
Adam entró en primer lugar en la salita, y señaló el teléfono.
—Supongo que sigue sin funcionar.
—No, no funciona. Adam…, ¿dónde has estado?
Adam se quedó mirándola fijamente. Bueno, ¿por qué no decirle la verdad pura y simple? No estaba en deuda con Sheila Weston en nada, y menos que nada en ese sentido. Pero pensó en Rebeca Graham. Él quería ser sincero con Sheila, pero… ¿comprendería Rebeca esa sinceridad? ¿No preferiría ella que él no dijese a nadie lo que había ocurrido entre ambos? En la duda, prefirió no decir nada.
—Estuve un rato con la señorita Graham en su casa, y luego me pidió que la acompañase al cementerio. ¿No te has enterado de que hemos estado allí?
—¡Creí que ibas a ir solo! ¡Y tanto tiempo…! ¿Habéis estado todo este tiempo en el cementerio?
—No. Estuvimos solo un rato. Luego volvimos a su casa y he estado allí hasta ahora, charlando. Llovía mucho… Y sigue lloviendo.
Los ojos de Sheila se desplazaban como mecanizados de uno a otro ojo de Adam Crane, profundizando, queriendo llegar al fondo, a la verdad. Una verdad que, ciertamente, no podía ser la que Adam Crane le estaba explicando.
—Sé que sigue lloviendo —murmuró—. Has podido pillar una pulmonía con la ropa mojada todo este tiempo.
—No creo que me pase nada. ¿Ha venido alguien?
—¿Quién había de venir?
—Tal vez el mecánico, el señor Benton si es que al regresar, su esposa le dijo que lo buscábamos. ¿Nada?
—No, no ha venido. Ni él ni nadie.
Adam se sentía un poco molesto por la fija mirada de Sheila. Se acercó al teléfono, lo descolgó, y escuchó. Silencio. Colgó el auricular.
—Tal vez sería buena idea que me acercase al taller de Benton, a ver si ha regresado y quiere echar un vistazo a los coches.
—No creo que aceptase salir de su casa con esta lluvia. Con suerte, te diría que ya vendrá mañana.
—Me parece que tienes razón. En fin. ¿Qué te parece si cenamos alegremente y nos olvidamos por esta noche del señor Benton?
* * *
Jim Benton dejó a un lado el periódico, y miró el reloj de pared de la sala. Eran casi las diez de la noche. Miró a su esposa, que estaba sentada ante el televisor, viendo el telefilme. Es decir, lo miraba, pero no lo veía… Eso le pareció al señor Benton, al menos. Estaba asustada, eso era todo, y no podía dejar de pensar en lo que había sucedido en el pueblo. Lo sabía, como todos, porque el confinamiento de la señora Hyman había sido tardío, cuando ya la mujer había gritado lo que había visto en el cobertizo del cartero.
—¿Vamos a acostarnos? —propuso el señor Benton.
—Espera que termine la película.
El señor Benton soltó un gruñido. Su esposa ni siquiera le había mirado. Él se quedó mirándola. ¿Por qué demonios se había casado con ella hacía ya nada menos que veinte años? Maldita sea, veinte años con aquella estúpida gorda… Gorda y fea, esa era la verdad. Tenía unos pechos enormes. Al principio, cuando los dos eran jóvenes, los pechos de Gladys le habían vuelto loco. Ya eran grandes entonces, pero estaban duros, elásticos… ¡Bah, al demonio!
De pronto, acudió a la memoria de James Benton la imagen de aquellos otros pechos, blancos y turgentes, menudos en comparación con los de su mujer. Unos pechos deliciosos, maravillosamente blancos en la oscuridad estrellada…
Se puso en pie tan bruscamente, con un gesto tan violento, que su mujer le miró sobresaltada.
—¿Qué pasa? —exclamó.
—Nada. Voy a tomarme una cerveza.
Se fue a la cocina, y abrió el refrigerador. Jamás olvidaría la forma, el tacto, la dureza de aquellos pechos femeninos que parecían de mármol tibio y tierno. Nunca había saboreado nada igual, nunca.
—Tengo que olvidarlo —se dijo.
Sacó una lata de cerveza del refrigerador y tiró de la lengüeta. Sonó el chasquido, y Benton se llevó rápidamente la lata a la boca. Era un hombre de estatura mediana, aparentemente débil, pero en realidad era muy fuerte. Tenía unos músculos finos y sólidos, y todavía, a sus casi cincuenta años, su vigor estaba fuera de toda duda.
Mientras bebía, su mirada fue hacia la ventana de la izquierda de la cocina, la que daba al patio interior, al que se podía salir desde el taller. Se quedó sorprendido, y acto seguido, tras tragar la cerveza, masculló una maldición. ¡Se había dejado encendida la luz del taller!
Con la lata en una mano, regresó a la sala, donde su mujer seguía mirando sin ver la televisión.
—Voy abajo un momento, Gladys.
—Bueno.
Salió de la vivienda. Había un pequeño rellano, y un tramo de escalones que descendía hacia la calle. Bajó. Frente a la puerta, a su derecha, había un estrecho pasillo, que recorrió hasta la puerta que comunicaba directamente con el taller, sin necesidad de salir a la calle.
Empujó aquella puerta, entró en el taller, y fue directo hacia la doble puerta que comunicaba con la calle, pensando que si se había olvidado de apagar la luz también podía haberse olvidado de cerrar la puerta. Y efectivamente, así era. Se quedó sorprendido, forzando la memoria. Estaba seguro de que la había cerrado. Sí, seguro. La que se olvidaba de cerrar algunas veces, o bien la dejaba abierta por pereza, era la del fondo del taller, la que comunicaba con el patio, porque no era fácil que a nadie se le ocurriese entrar saltando la tapia de atrás. En realidad, lo de cerrar las puertas no dejaba de ser una costumbre, una manía incluso, pues en Yellow Pine nunca ocurría nada. Es decir, nunca había ocurrido nada hasta…
La luz del taller se apagó de pronto. Jim Benton lanzó una exclamación, y se volvió hacia la puerta que comunicaba con el pasillo estrecho. La idea de una broma por parte de su mujer pasó fugazmente por su mente. Absurdo.
Y de pronto, a James Benton se le pusieron los pelos de punta. Como un estallido, en su imaginación apareció la imagen de Jess Morley tendido en el suelo de su cobertizo. Fue una impresión por puro instinto, por intuición. Algo realmente sobrenatural. Y al mismo tiempo, en un lado del taller apareció la mancha resplandeciente, como una gigantesca llama de vela. Es decir, quizá había estado allí todo el tiempo, pero no la había distinguido debido a la luz eléctrica. Ahora, a oscuras, la veía perfectamente.
La veía tan perfectamente que incluso pudo identificarla.
Ante sus ojos, la mancha blancoazulada fue adquiriendo contornos concretos, bien definidos. La hermosa mujer llevaba sueltos los cabellos, y una de sus manos se deslizó por ellos. Incluso se veía el contorno de los bellísimos pechos.
James Benton tenía la boca seca, los ojos como paralizados casi fuera de las órbitas, y todo su rostro estaba blanco como leche, quizá debido al resplandor de aquella aparición. Habría querido moverse, gritar, pero no podía hacer nada.
Absolutamente nada.
En alguna parte le pareció oír una respiración. Un aliento nítido, fácilmente audible.
Y de pronto, James Benton tuvo la sensación de que dentro de su cabeza estallaba una bomba.
* * *
La señora Benton apagó el televisor, suspiró y abandonó la salita. Una mirada al dormitorio la convenció de que, en efecto, Jim no había regresado del taller. Encogió los hombros, entró en el cuarto de baño y procedió a limpiarse la boca y a cumplir sus necesidades fisiológicas. Luego, volvió al dormitorio, se desnudó, y se puso el camisón. Cuatro o cinco años atrás se había comprado un par de pijamas, pero comprendió inmediatamente su error. Con pijama, sus pechos y todo su voluminoso cuerpo quedaban todavía más delatados. En cambio, con el camisón, las formas y los tamaños se suavizaban. No reducía de tamaño, desde luego, pero al menos no se notaban los enormes pechos.
Durante un par de minutos estuvo tocándoselos. Últimamente lo hacía con frecuencia, siempre temiendo encontrar algún pequeño bultito que fuese el primer aviso de un cáncer. Tenía un miedo espantoso al cáncer. Por fortuna, nunca encontraba ningún bulto en sus enormes mamas.
Sí, enormes, cierto, pero años atrás bien que le habían gustado a aquel cerdo. Eso era, un cerdo. Lo que había hecho no tenía perdón. Seguramente, creyó que a ella podía engañarla. ¡Como si ella no supiera de qué pie cojeaba! Nada más verlo, lo supo: el muy canalla…
En el despertador de la mesita de noche eran las diez y treinta y cinco. ¿Qué podía estar haciendo abajo tanto rato, después de haberle propuesto acostarse sin terminar de ver la película? ¡A lo mejor aquella noche tenía ganas de hacerlo…!
Bueno, ¿y por qué no? A fin de cuentas seguía viviendo con él, y a ella también le gustaba el sexo. Desde luego, si hubiera sido hermosa, o tan solo diez años más joven, se habría marchado de su lado, pero… ¿adónde iba ella, con aquella facha? No se engañaba a sí misma. Fea y gorda… ¿cuántos hombres iba a encontrar que quisieran nada con ella? Al menos tenía marido, y eso compensaba de otras cosas, aunque fuese un maldito cerdo. Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no darle gusto al cerdo aquella noche? Un buen polvo quita las preocupaciones y muchos males.
Gladys Benton salió del dormitorio, regresó a la salita, y descolgó el auricular del teléfono, para discar los dos números que haría sonar el aparato del taller. Y de pronto, recordó que los teléfonos no funcionaban. No funcionaba ningún teléfono de Yellow Pine.
Salió de la vivienda, se asomó al rellano y llamó:
—¡Jim! ¡La película ya ha terminado! ¿Vas a tardar mucho?
Esperó en vano una respuesta.
—¡Jim!
Silenció.
Y además, la luz estaba apagada. La señora Benton estaba desconcertada. Y de pronto lanzó una exclamación de rabia.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡No habrás vuelto a las andadas…!
La rabia la sofocó. Luego llegó otro pensamiento. ¿Y si a Jim le había ocurrido algo en el taller? ¿Se habría encontrado mal…?
El corazón de Gladys Benton pareció saltar cuando ella recordó a Jess Morley y lo que le había sucedido la noche pasada. Durante unos segundos estuvo con sus pies como clavados al suelo, temblando sus enormes piernas:
—¿Jim? —gimió.
Reaccionando, la señora Benton comenzó a bajar. Si le había ocurrido algo a Jim ella tenía que saberlo, y enseguida. Por supuesto que no se iba a acostar sin saber a qué atenerse. Habría sido horrible pasarse la noche en la cama, despierta, esperándolo, sin saber si había hecho una de sus escapadas al rechazar ella inicialmente su propuesta de acostarse más pronto, o bien le había ocurrido algo dentro del taller.
Gladys Benton llegó a la puerta de este, y se detuvo. Le pareció oír dentro algo metálico, como chirriante… Era un ruido familiar, pero en aquel momento no podía identificarlo, se sentía incapaz de ello.
—Jim… —llamó con tono suplicante—. ¡Jim, contéstame!
Solo se oía el ruido chirriante. Muy poco, apenas nada. Pero lo conocía, estaba segura de que lo conocía.
Metió el brazo, temblando, dentro del taller, y la mano tanteó en busca del interruptor de la luz. La encendió, y dio un paso vacilante hacia dentro.
Lo vio enseguida.
Y supo enseguida cuál era el ruido que estaba oyendo, y que ya conocía.
Era el ruido de las cadenas que Jim utilizaba para sacar los motores de los coches y llevarlos al banco de trabajo. Ahora, de esas cadenas, no colgaba ningún motor, sino el cuerpo de Jim, suspendido por el cuello. Su cabeza, torcida hacia un lado, casi llegaba a las guías metálicas, muy cerca del techo. En aquel momento Jim estaba de espaldas a ella, pero su cuerpo estaba girando, girando… Se oía el leve chirrido de las cadenas mientras el cuerpo giraba muy despacio.
Simplemente, la señora Benton estaba congelada. Permaneció así hasta que el cuerpo quedó de frente a ella y pudo ver el rostro de su marido. Estaba horrendo, con la lengua fuera de la boca, semejante a un oscuro bistec, y los ojos fuera de las órbitas.
La señora Benton quiso gritar, comenzó a reaccionar en ese sentido, sintiendo como una explosión fría dentro de ella. Pero entonces la vio aparecer, y sus ojos captaron el destello de la luz en el gran cuchillo que se alzó sobre su cabeza.
Coincidiendo con el inicio del primer grito, el cuchillo llegó al pecho de Gladys Benton, y se hundió allí, en la gran masa de carne blanda, como reventándola.
Lo último que vio Gladys Benton fue el cuchillo saliendo de su seno, lanzando goterones de sangre a todos lados y alzándose de nuevo sobre su cabeza.