Capítulo VI

—PERO… ¿quién ha podido hacer una cosa semejante? —exclamó por fin Adam.

—Desde luego, nadie del pueblo —replicó vivamente Graves.

Y todos los reunidos en su oficina se quedaron mirando a Adam, que los contempló entre estupefacto e irritado.

—Tenga cuidado con lo que dice, Graves —masculló—. Tan solo que se atreva a insinuar que he sido yo, se va a enterar de cómo las gasto.

—Y usted vuelva a amenazarme y se enterará de cómo las gasto yo —dijo rabiosamente Graves.

—Tenemos que calmarnos todos —dijo el alcalde, John Newberry—. Este es un asunto muy feo, y debemos resolverlo cuanto antes y sin escándalo. Llevaremos el cadáver de Jess a la enfermería, y lo dejaremos allí, de momento, bien vigilado por algunos de nosotros. Nadie debe ver lo que le ha ocurrido…

—Están circulando por el pueblo versiones espantosas —advirtió Graves.

—Bueno, pero nadie sabe la verdad, y mientras tanto siempre podemos decir que todo son fantasías. La señora Hyman se quedará aquí, y…

—Esperen un momento… —le interrumpió Adam—. ¿Debo entender que ustedes están dispuestos a ocultar lo sucedido solo por unas horas, hasta que llegue la Policía…, o tratan de ocultarlo indefinidamente?

—No se meta en nuestros asuntos, señor Crane.

—¿Sus asuntos? Oigan, han asesinado brutalmente a una persona, ¿no es cierto? Así que, simplemente, la Policía debe ser avisada.

—Vamos a hacer un trato con usted, señor Crane… —dijo John Newberry—. Salga usted de aquí, déjenos atender esto a nuestra manera por ahora, y dentro de una par de horas, le diremos lo que hemos decidido. Escuche, usted parece un hombre razonable, tiene que comprendernos… Ya sabe lo que se dice por el pueblo respecto al fantasma de Pamela Hereford…

—Creí que eso eran figuraciones mías —dijo sarcásticamente Adam.

—No es momento de rencillas. Mire, todo lo que nosotros queremos es evitar que cunda el pánico en el pueblo, de modo que diremos que Jess Morley ha fallecido de un ataque al corazón, o algo así. La señora Hyman será aleccionada debidamente, y retenida aquí con diversos pretextos… ¡Maldita sea, no nos complique la vida más de lo que ya la tenemos!

—Está bien —aceptó Adam—. Espero noticias de ustedes dentro de un par de horas.

—Estoy seguro de que todo esto lo ha provocado usted de un modo u otro —dijo acremente Graves.

—Va a conseguir que le rompa las narices, Graves. A ver si quiere entender de una vez que todo esto, sea lo que sea, no tiene nada que ver conmigo. O en todo caso, si tiene algo que ver, sé lo mismo que ustedes. Es más, si alguien tendría que estar verdaderamente cabreado ese soy yo, que me han hecho venir a este lugar para jugar a fantasmas… ¡Váyase al infierno!

Adam Crane salió a la calle, donde le estaba esperando Sheila Weston. No había nadie más en la calle, en parte alguna, y el silencio era increíble…, y del todo irreal, impropio.

—Todas las mujeres han recogido a sus hijos de la escuela, y se han encerrado en sus casas —dijo tartamudeando Sheila.

—Tú también deberías estar en tu casa.

—No quiero estar sola allí.

Adam le pasó un brazo por los hombros, y ambos se encaminaron hacia la casa de Sheila, donde almorzaron desganadamente mientras Adam le explicaba a la muchacha su entrevista con Rebeca Graham. Cuando Adam terminó, el primer comentario de Sheila fue:

—Todos estábamos convencidos de que la cara de esa chica había quedado horrible.

—Pues no. Es bellísima. Tanto como Pamela Hereford.

—Adam, ¿cómo pudo escribirte Pamela Hereford?

—No digas más tonterías.

—¿Crees que ha sido la señorita Graham?

—Lo seguro es que no sido Pamela Hereford.

—Yo la vi.

—Sheila: aun en el supuesto de que el fantasma de Pamela ande por aquí, admitiendo esa tontería, una cosa es cierta: los fantasmas no tocan el piano, ni van por ahí utilizando tijeras de jardinería para hacer esas cosas… Digamos que, en todo caso, los fantasmas serían… seres inmateriales. ¿Cómo podrían hacer cosas materiales? Por otra parte, Rebeca Graham tiene las llaves de la casa de Pamela Hereford.

—Pero está paralítica.

—Me gustaría estar seguro de eso.

—Pues puedes estarlo. El doctor Hartley llamó hace tiempo a dos importantes especialistas, que estuvieron en la casa de la señorita Graham y la examinaron a fondo. Dijeron que era una parálisis incomprensible, pero irreversible.

—Si era incomprensible… ¿cómo podían saber que era irreversible?

—Adam, por favor, no seas obcecado.

—Está bien… —Adam miró su reloj—. Ya no pueden tardar en venir a decirme qué han decidido. Antes de media hora los tendremos aquí.

Adam Crane se equivocó. Nadie fue a decirle nada media hora más tarde. Ni una hora más tarde. Por fin, verdaderamente enojado, descolgó el auricular del teléfono de la casa de Sheila Weston.

—Voy a llamar a mi periódico —gruñó—. Si creen que pueden estar jugando conmigo pronto van a convencerse de lo contrario… ¿Qué le pasa a este teléfono, maldita sea?

Tendió el auricular a Sheila, que se lo llevó a la oreja, escuchó, y murmuró:

—Parece que se ha averiado…

Adam apretó los labios. Sin decir palabra salió de la salita y, acto seguido, de la casa. Un minuto más tarde entraba en el bar de Harris. El propietario estaba tras el mostrador, y Adam se fue directo hacia él.

—Supongo que tiene usted teléfono, señor Harris.

—Naturalmente.

—Bien. Tengo que hacer una llamada, y el teléfono de la señor…

—Me parece que sé lo que va a decir… —sonrió Harris—. Está estropeado el teléfono de Sheila, ¿no es así?

—En efecto. ¿Cómo lo sabe?

—Oh, es fácil. Ha habido una avería general, y en estos momentos no funciona ningún teléfono de Yellow Pine. Con gusto le permitiría llamar, si era eso lo que venía a pedirme, pero ya ve…

—Sí… Ya veo. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Paciencia.

—Eso es lo mejor: paciencia. Seguramente arreglarán pronto la avería.

—Sí, seguramente. Gracias, señor Harris. Y hasta luego.

—Hasta luego, señor Crane.

Un minuto más tarde, Adam estaba de nuevo en el saloncito de Sheila, que lo miró expectante, captando en el acto su hosca expresión. Adam no le dio tiempo a preguntar nada.

—Todos los teléfonos del pueblo están averiados —dijo con sarcasmo—. Una avería general. Pues bien, ya que así lo quieren, así será. Nos vamos. ¿O prefieres quedarte?

—¡Claro que no! —saltó Sheila—. ¡En diez minutos recojo mis cosas y me voy contigo para siempre de este lugar!

—Yo también recogeré las mías.

Quince minutos más tarde, ambos salían de la casa, cada uno con su equipaje. Adam ayudó a Sheila a colocar sus dos maletas en el coche de ella, metió la suya en el portaequipaje, y se sentó ante el volante. Puso las llaves, dio el encendido…, y no se oyó nada. Insistió, pero el coche continuó mudo. El gesto de Adam Crane se nubló. Se quedó quieto ante el volante. Por el retrovisor lateral vio salir a Sheila de su coche, y acercarse. Entonces salió del coche.

—Tendremos que irnos, en tu coche —dijo Sheila—, el mío no funciona. Y yo no entiendo mucho de esto, Adam. Quizá si tú le echaras un vistazo…

—El mío tampoco funciona. Y será inútil que echemos ningún vistazo. ¿Me entiendes?

—No… Bueno, no sé.

—Alguien ha estado trasteando en nuestros coches. Ayer querían que me marchase, y hoy me lo impiden.

—¡Eso no puede ser! ¡No pueden hacer eso!

—Bueno, lo han hecho, eso es todo. ¿Hay algún taller de reparaciones en el pueblo?

—Sí, claro. Está el de James Benton. Es un buen mecánico.

—Apostaría a que precisamente él ha tenido algo que ver con esto. Pero no tenemos más remedio que intentarlo. Vamos allá.

Se dirigieron hacia Pine Avenue. Aquí, Sheila señaló en dirección a la entrada del pueblo en dirección a McCall. Mientras caminaban hacia allí, los dos tenían la impresión de estar siendo observados desde muchos puntos, pero no vieron a nadie. Era como hallarse en un pueblo fantasma. No se oía el menor sonido en parte alguna. Desde Rainbow Mountain comenzaban a llegar oscuros nubarrones. Seguramente aquella noche volvería a llover…

El taller de James Benton era la primera construcción a la derecha de la entrada del pueblo. No tenía inscripción alguna. ¿Para qué, si todos le conocían sobradamente? La puerta era de doble hoja, grande y destartalada. Estaba cerrada. Sheila miró a Adam, pero este no correspondió. Se acercó a la puerta, y empujó una de las hojas, que cedió.

La luz ya un tanto marchita del sol entró en el taller, donde el silencio era sepulcral.

—Señor Benton… —llamó Sheila—. ¡Señor Benton!

Silencio absoluto. Había tres coches en el taller, uno de ellos con el capó alzado, dejando visible el motor. Del techo colgaban unas cadenas que debían servir para suspender los motores cuando ocasionalmente debían ser retirados de los coches. Unas guías llegaban hasta encima de un gran banco de trabajo, donde, en efecto, se veía un motor a medio desmontar. Al fondo había un montón de neumáticos viejos y, en una de las paredes, unas estanterías donde había neumáticos nuevos de varias marcas y modelos. Frente a esto, todo un tablero lleno de herramientas. Había grasa y aceite por todas partes.

—¡Señor Benton! —insistió Sheila.

—No te molestes: no está.

—Quizá esté arriba, con su mujer. Tienen la vivienda encima del taller. ¿Te parece que vaya a buscarlo?

—No perdemos nada con ello.

Sheila salió del taller, mientras Adam seguía mirando a todos lados. No era ni mucho menos un experto en estas cuestiones, pero se dio cuenta de que el lugar había sido abandonado de pronto. Aquel capó alzado, aquel otro motor a medio desmontar, un par de herramientas en el suelo… Seguramente, Benton los había visto llegar, y se había escondido. Sí, exactamente: escondido.

Sheila regresó tres o cuatro minutos más tarde.

—La señora Benton está en casa. Dice que su marido tuvo que salir hace cosa de media hora a hacer una reparación no sabe dónde.

—Ya.

—Podríamos esperar que pase algún coche, y pedirle al conductor que nos lleve a McCall.

—No pasará ningún coche.

—Bueno, pasa poquísima gente por aquí; es cierto, pero tal vez hoy…

—No lo entiendes. Habrán colocado algún aviso de desvío de la carretera, o recurrido a cualquier otro procedimiento para evitar que alguien entre en Yellow Pine. Y ciertamente, nosotros no podremos salir.

—Pe-pero… ¿qué vamos a hacer, entonces?

—Vamos al cementerio.

—¿Qué? —respingó Sheila.

—Quisiera ver la tumba de Pamela Hereford.

—¡No! ¡Yo no quiero ir allá!

—Entonces dime dónde está, e iré solo.

—Pe-pero… ¿qué… qué quieres ver allí? ¡Solo hay tumbas, solo hay muertos!

—Dime dónde está. No sé qué demonios se ha creído esa gente. Están jugando conmigo, ¿eh? Pues muy bien, yo jugaré con ellos.

—Adam, por favor, ¡no vayas allí!

Los ruegos de Sheila fueron inútiles. Finalmente, tuvo que indicarle a Adam dónde estaba el cementerio, e incluso se resignó a ir con él, pero Adam decidió que era mejor que ella volviera a la casa, y estuviera comprobando el teléfono cada pocos minutos, por si se trataba de una avería real que era reparada. Si esto era así, debía salir de la casa y hacer sonar el claxon de su coche media docena de veces. En aquel silencio, Adam lo oiría, pues el cementerio estaba muy cerca, y regresaría en el acto.

Se separaron en la entrada de la calle transversal en la que vivía Sheila, y esta fue hacia la casa. Poco después, Adam pasaba por delante de la casa de Rebeca Graham, a la que presintió tras las cortinas, posiblemente observándole.

Súbitamente inspirado, Adam regresó ante la puerta de Rebeca Graham y pulsó el timbre. La puerta se abrió lentamente doce o quince segundos más tarde. Al otro lado apareció Rebeca Graham, por supuesto en su silla rodante. Tenía un libro en el regazo. Se hallaba vestida un poco menos formalmente, con un viejo jersey deportivo de cuello abierto, muy escotado, que revelaba la preciosa forma de sus pechos. Adam se sorprendió. No había reparado antes en la belleza del cuerpo de la muchacha, fascinado solamente con su rostro.

Ella le estaba mirando amablemente, y Adam sonrió.

—Soy inoportuno, seguramente —dijo.

—Claro que no. Pase. Todo lo que hacía era leer.

—Creí que estaría mirando por la ventana.

—No.

Adam entró, cerró la puerta y, tras mirar con visible perplejidad el encantador escote de Rebeca, dijo:

—He venido a pedirle prestada la llave de la casa de Pamela… Supongo que es una pretensión descabellada.

—En absoluto. Se la prestaré con mucho gusto.

—¿De veras?

—Ya se lo he dicho. ¿Qué espera encontrar allí?

—No lo sé.

—Bueno, le dejaré la llave, desde luego. ¿Se conocían de antes usted y la maestra, la señorita Weston?

—No. Nos conocimos ayer.

—Ah. Me pareció… que había algo entre ustedes, y pensé…

—Podría haber algo en cualquier momento —sonrió Adam—. Para enamorarse no hacen falta siglos, señorita Graham.

—Eso es verdad. Venga a mi despachito, por favor. Tengo la llave allí.

—Me parece que hoy volverá a llover.

Ella se quedó mirándolo sorprendida, y de pronto se echó a reír.

—¡Lloverá con toda seguridad! —exclamó, colocando sus manos sobre las ruedas de la silla.

—Permítame que la ayude —se ofreció Adam.

Llevó la silla al despachito que ya conocía, y Rebeca maniobró con la silla hasta un pequeño buró, del cual alzó la persiana, abrió un cajoncito, y sacó varias llaves. Tendió uno de los juegos a Adam, que se había colocado a su lado.

—Evidentemente, usted no va a robar —dijo Rebeca, como divertida—, así que me gustaría saber qué va a hacer allí.

—¿Podré contar con las llaves aunque diga la verdad?

—Sí…

—Bien… Verá, la gente de este pueblo me está fastidiando, y había pensado fastidiarlos yo a ellos dándome una vuelta por el cementerio y visitando la tumba de Pamela Hereford, como si me dispusiera a hablar con ella; pero se me ha ocurrido una idea mejor: entrar en la casa y aporrear el piano.

—¡Eso es maquiavélico, señor Crane!

—Sí, lo es —sonrió Adam.

—Casi… casi diría que es malvado.

—Tal vez. Pero han cortado la línea telefónica y han estropeado el coche de Sheila Weston y el mío. El mecánico del pueblo ha tenido que salir urgentemente. No se ve a nadie en el pueblo… Mire, no me gusta que se metan conmigo. Y quien lo haga tiene que afrontar las consecuencias.

—Tiene usted mal carácter, según parece.

—Nada de eso, si se me trata bien. Creí que usted se habría dado cuenta de eso, señorita Graham.

—Quizá tenga razón. Pero yo de usted no provocaría a la gente del pueblo. Sencillamente, pueden dispararle unos cuantos tiros, créame.

—¿Lo harían?

—Sí. La mayoría de los hombres tienen escopeta para ir a cazar y tengo entendido que disparan muy bien.

—También saben hacer daño de otras maneras.

—¿A qué se refiere?

—¿No sabe lo que le ha ocurrido al cartero, a Jess Morley?

—No… ¿Era por algo relacionado con él que la gente corría esta mañana?

—Así es. Alguien le mató anoche, cortándole los genitales y abriéndole el vientre con unas tijeras de jardín. Bueno, no se sabe qué fue primero, si las heridas del vientre o las otras. Al parecer, por lo que dice el doctor Hartley, eso pudo ocurrir precisamente hacia las cuatro de la madrugada, o sea, más o menos cuando oímos el piano de Pamela Hereford.

Rebeca, que no se había alterado en absoluto, murmuró:

—¿Relaciona usted una cosa con otra?

—No sé qué pensar. ¿Y usted?

—El piano se había oído en otras ocasiones, y no ocurrió nada parecido.

—Es cierto. Dígame una cosa, señorita Graham: ¿usted no está asustada?

—¿Yo? ¿Por qué motivo?

—Puede que encerrada aquí no se haya dado cuenta de nada, pero están ocurriendo cosas extrañas en Yellow Pine. Dejando aparte lo del cartero, que para mí es un vulgar crimen, todo el pueblo está… No sé, como… aterrado. Hay un ambiente espeluznante en la calle. No se ve a nadie, no se oye ruido… La verdad, a mí me parece todo extraño y terrible.

—Entonces, me alegro de no tener necesidad ninguna de salir a la calle. Por lo único que lo siento, precisamente, es porque me gustaría ir de cuando en cuando a la tumba de Pamela a llevarle unas flores. Aunque en esta época ni siquiera hay flores en el jardín de atrás… si, quizá tenga usted razón: todo es muy deprimente.

—Me imagino que no alegraría su ánimo ir al cementerio.

—A lo mejor sí, pero… ¿cómo podría ir? Está en una pequeña colina y no tengo la suficiente fuerza para empujar la silla por la pendiente. En ocasiones he pensado ponerle un motorcito de esos a la silla, pero creo que no solucionaría nada. No me gustaría en absoluto salir de aquí en mi silla a motor y ser el blanco de todas las miradas. Me parece… grotesco.

—Puede que tenga razón. Pero siempre hay soluciones para todo. En este caso, a mí me parecería perfectamente digno ir en su silla a visitar la tumba de su amiga. Y si me lo permite, yo la ayudaría con la silla.

—¿Lo haría usted? —exclamó Rebeca.

—Con mucho gusto.

—Entonces… ¡entonces acepto! ¿Podemos ir ahora mismo? ¡Hace tanto tiempo que lo deseo…!

—Podemos ir cuando usted guste.

—Pues ahora. ¡Oh, ahora mismo, ahora…! Iré a mi dormitorio a buscar un jersey grueso. ¡No sabe cuánto se lo agradezco, señor Crane!

Cinco minutos más tarde, salían ambos de la casa, Adam empujando el sillón de ruedas. Todo seguía solitario y en silencio. El ambiente era tan infranatural que Rebeca miró entre asustada y desconcertada a Adam, el cual encogió los hombros. No tuvo problema alguno, para manejar el sillón hasta la acera, por la cual lo empujó hacia el extremo de la calle. Rebeca se había puesto un grueso jersey, y un pañuelo en la cabeza, recogiendo sus largos cabellos. Adam Crane sabía que muchos pares de ojos estaban fijos en ellos… ¿O se habían muerto todos los habitantes de Yellow Pine? Lo parecía, desde luego. No se oía nada, ni siquiera el ladrido de un perro, o el motor de un vehículo, o un teléfono… No, claro, teléfonos no. Nada, el silencio total.

A lo lejos brilló un relámpago, y a los pocos segundos sonó el estampido del trueno. Desde detrás de la silla, Adam veía las manos de Rebeca, como clavadas a los brazos del sillón, tensas. La muchacha parecía una estatua, no se movía. Brilló otro relámpago, rugió otro trueno. Las montañas había desaparecido detrás de un oscuro telón de lluvia en la distancia.

El cementerio estaba apenas a trescientos metros de la salida del pueblo y un poco por detrás de este, en efecto, en una suave colina, en la que destacaban los cipreses y algunos abetos. El camino estaba bien cuidado. A medida que se iban acercando todo se iba tornando más y más oscuro, y seguían crujiendo los truenos y reluciendo los relámpagos.

Adam Crane comenzó a divisar pronto las blancas losas de las tumbas, que le parecieron como pastillas de leche. Volvió la cabeza hacia el pueblo, y le pareció un grabado, algo sin vida. Como una vieja postal abandonada.

La voz de Rebeca le sobresaltó:

—Tenemos que ir hacia la izquierda —dijo la muchacha—. La tumba de los Hereford está por ese lado.

—¿Quiere decir que Pamela ocupa una tumba grande…?

—No, ella no. La enterraron aparte, pero su tumba está junto a la familiar.

El ambiente era húmedo y frío. Adam comenzaba a arrepentirse de su ofrecimiento a acompañar a Rebeca.

—Creo que deberíamos volver —dijo—. De un momento a otro la lluvia llegará aquí. Y ni siquiera llevamos paraguas. Podemos volver cualquier otro día.

—Por favor, señor Crane. Además, usted se irá pronto de Yellow Pine… No me importa mojarme. Bueno, pero si a usted le…

—Lo he dicho por usted. A mí no me molestará demasiado un poco de agua.

Encontraron muy pronto la tumba de Pamela Hereford, que, en efecto, estaba junto a otra gran losa que contenía los restos de la familia. Adam se preguntó por qué la muchacha había sido enterrada aparte, y acto seguido se lo preguntó a Rebeca, que no conocía la respuesta, aunque tal vez, dijo, era porque las dos tumbas vecinas de la tumba de los Hereford eran también de estos, y puesto que las dos estaban vacías cuando falleció Pamela, y en cambio la tumba familiar estaba llena…

Comenzó a llover a los pocos segundos de permanecer ambos en silencio contemplando la tumba de Pamela. Adam vio las fechas grabadas en la lápida, y así supo que Pamela había fallecido a los veinticinco años. Es decir, que ahora tendría veintisiete, pensó. Así pues, la señorita Graham tenía veintisiete años. No lo parecía, desde luego. Parecía tener veintidós, como máximo… Rebeca permanecía inmóvil, siempre con las blancas y hermosas manos como clavadas a los brazos del sillón. Adam volvió la cabeza hacia el pueblo, pero ya ni siquiera pudo verlo, tan densa era la lluvia. Es más, ni siquiera veía las luces del pueblo, que lógicamente debían haber sido encendidas, dada la oscuridad tenebrosa de la tarde.

Fue entonces cuando volvió a tener la sensación de que lo estaban mirando. Miró a Rebeca, pero ella permanecía con la cabeza baja, la mirada fija en la blanca lápida en la que el agua parecía reventar en miles de gotitas, limpiándola una vez más. En la tierra, las gotas de lluvia impactaban con blando chasquido.

Adam seguía con aquella sensación de sentirse observado, mirado fijamente. Y de nuevo sintió aquel repeluzno en la nuca, aquel escalofrío que recorrió su espalda como un latigazo interior. Comenzó a volverse, mirando hacia todos lados. Muy despacio, fue describiendo un giro. Su mirada se perdía entre la lluvia, más allá de los cipreses y abetos, y solo veía agua y oscuridad…, mientras alguien seguía observándolo.

Sacudió la cabeza, y se inclinó hacia Rebeca.

—Deberíamos regresar —dijo—. Está lloviendo muy fuerte, y podría usted enfermar, señorita Graham.

Ella lo miró entonces. El agua caía sobre su rostro blanco y delicado, marmóreo. Había en sus oscuros ojos un extraño resplandor, como si desde alguna parte que Adam no podía localizar les llegase una luz… O quizá la luz estaba dentro de los ojos de Rebeca Graham. Por un instante, a Adam Crane le pareció que dentro de cada ojo de la muchacha había como una alargada mancha de luz blancoazulada, que se movía. Pero ella parpadeó bajo la lluvia, y la mancha de luz desapareció.

—Sí —murmuró Rebeca—, regresemos. Gracias, señor Crane.