DURANTE unos segundos, Adam Crane no reaccionó; Se limitó a seguir mirando el rostro de Rebeca, lo que en modo alguno resultaba desagradable. Por fin, sonrió.
—De acuerdo —aceptó—. Ahora, explíqueme cómo ha podido hacerlo.
—Ah, eso no puedo hacerlo, claro está. Pero para, mí no hay dudas al respecto. Y hay otra cuestión importante en todo esto: si Pamela le eligió a usted tuvo que ser por algo bien fundamentado.
—Me eligió… ¿para qué? —siguió la corriente Adam.
—Tampoco sobre eso tengo la menor idea. Sin embargo, quiero que sepa que por el simple hecho de haber sido elegido por Pamela, goza usted de todas mis simpatías… ¿Aceptaría una taza de café? O cualquier otra cosa.
—Por esta mañana me resignaré a tomar café, ya que todos quieren invitarme.
—¿Prefiere un aperitivo? —sonrió Rebeca.
—Tomaré el café.
—Muy bien. ¿Me disculpa unos momentos? Iré a la cocina a prepararlo.
—¿Quiere que la ayude?
—No.
Rebeca Graham devolvió por fin la fotografía y las Cartas a Adam, maniobró con las ruedas de su silla, encarándola a la puerta, y la hizo rodar hacia allí. Adam Crane quedó solo en el salón. Se guardó las cartas, y luego estuvo mirando hacia la calle durante un par, de minutos. Intentó escuchar algún ruido procedente de la cocina, pero no lo consiguió. La casa era demasiado grande, la cocina debía estar al fondo, hacia la parte de atrás.
Se volvió, y abarcó de un vistazo todo el salón. Desde luego, no había allí ningún piano. Había una librería, cuadros, alfombras, muebles antiguos, incluso sórdidos, comparados con la moda actual, y que en absoluto encajaban con la juventud y belleza de Rebeca Graham, aunque estuviese paralítica.
Era un salón triste. No: sombrío. Incluso le pareció tétrico, pese a que ahora la luz del sol entraba en considerable abundancia. Era como si flotase en el quieto aire una sensación… inquietante. Inquietante, esa era la palabra.
Inquietante.
Se acercó a la librería, en uno de cuyos estantes había visto algunos marcos con fotografías. Había no menos de una docena de marcos con su correspondiente fotografía, algunas de considerable tamaño. Se fue desplazando lentamente, mirándolas. Excepto una, en la que había una pareja de edad mediana, y que supuso eran los padres de Rebeca Graham, las demás eran de esta y de Pamela Hereford, a la que identificó, o creyó identificar, a pesar de que estaban tomadas en la infancia, algunas de ellas.
No tuvo la menor duda respecto a la propia Rebeca. Era fácil de identificar, por sus grandes y hermosos ojos de niña feliz. Y la otra era Pamela Hereford, desde luego. Parecían muy felices, siempre reían. Algunas fotografías eran graciosas. El paso de los años estaba perfectamente definido en las fotografías, como si cada año hubiesen elegido una que iba mostrando su crecimiento. Había también una fotografía de Rebeca sola, posiblemente de unos tres años atrás, y otra de la misma época también de Pamela sola. Y aunque esta última fotografía no era la que Adam había recibido, tuvo que pensar que seguramente Rebeca Graham poseía muchas más fotografías de su amiga, y que bien podía haber prescindido de una de ellas para enviársela a él.
Más… ¿con qué objeto?
Adam Crane tenía en aquellos momentos una gran duda; ¿cuál de las dos muchachas era más hermosa, Pamela o Rebeca? No podía decidirse. La una rubia, la otra morena, eran ambas tan hermosas que la duda habría sido la misma para cualquier hombre, para cualquier persona.
¿Se parecían?
No, decidió. No se parecían. Simplemente, las dos eran hermosas, pero no tenían ningún parecido que pudiera dar lugar a la menor confusión respecto a cuál era una y cuál era la otra. Aunque Rebeca se hubiera teñido de rubia o Pamela de morena, las dos habrían sido diferentes…
Así estaba Adam Crane, mirando de una a otra las fotografías ampliadas de las dos muchachas, cuando, de pronto, sintió como un leve soplo de frío en la nuca. Y ese frío, como si de pronto le hubieran colocado allí un cubito de hielo, descendió rápidamente por su espalda.
Sin mover la cabeza, miró hacia la puerta del salón, de reojo. Pero no, Rebeca Graham no estaba allí. En la casa reinaba el mismo silencio, estaba solo en el salón… ¿O no estaba solo? La súbita sensación de estar acompañado volvió a estremecerlo. Había algo allí. Algo que no debía estar.
Con un marco en cada mano, Adam se volvió, de pronto, hacia el centro del salón, sintiendo claramente que en su nuca los cabellos se ponían de punta. Pero no había nada allí. Nada ni nadie. Todo seguía igual. Aquella atmósfera quieta y tétrica pese al resplandor de la luz solar, los viejos muebles, el silencio. Nada había cambiado.
—¿Pamela? —susurró Adam.
Acto seguido quedó entre confuso y aterrado. Y un instante después se dijo que había reaccionado como un perfecto imbécil. ¿Cómo se le había podido ocurrir la idea de que Pamela Hereford estaba allí?
Con un gesto de disgusto, se volvió, dejó los marcos en su sitio, y caminó hacia el centro del salón, siempre mirando a todos lados. Sobre la mesita de centro vio algunas revistas y periódicos. Asaltado por una súbita idea, se acercó, y removió los periódicos…, hasta que encontró un The Banner, de Boise. Al instante se dio cuenta de que estaba abierto por las dos páginas de anuncios. Se quedó mirando el periódico, de nuevo aturdido. ¿De modo que Rebeca Graham leía el Banner? Esto significaba, simplemente, que tenía conocimiento de la sección de corazones solitarios…
—Todo esto tiene que ser mucho más simple de lo que parece… —reflexionó Adam—. Hay demasiadas cosas que encajan. Lo que no entiendo es qué puede estar tramando esta chica inválida con todo esto… No lo comprendo. Debe…
Volvió a sentir aquella sensación de frío en la nuca, y esta vez se volvió lentamente hacia la librería. Por supuesto que no había nadie allí, ni Rebeca Graham estaba en la puerta del salón.
Estaba solo.
Completamente solo.
Fue entonces cuando oyó el suave rumor de la silla acercándose. Se separó rápidamente de la mesita donde estaban los periódicos, volviendo ante la ventana. Allí estaba cuando oyó ya con toda claridad la llegada de la muchacha, que entraba moviendo la silla con una sola mano y sosteniendo con la otra una bandeja sobre sus piernas. Adam se acercó rápidamente, y tomó la bandeja.
—Ha debido llamarme —dijo amablemente—. La habría ayudado con mucho gusto, señorita Graham.
—Ha sido un tonto orgullo —admitió ella—. La verdad es que no estoy acostumbrada a valerme por mí misma en todo. Hasta hace quince días tenía una sirvienta, pero se fue a Florida. Es por eso que ahora estoy mirando anuncios en los periódicos, en busca de alguna oferta que me convenza.
Adam Crane se quedó mirándola fijamente. ¿Había o no había una cierta expresión de socarronería en los bellos ojos de Rebeca Graham? ¿Sabía que él había estado mirando los periódicos? ¿Cómo podía saberlo?
—Espero que encuentre pronto alguien que la ayude —murmuró.
—En realidad, hay muchas ofertas, y hasta podría recurrir a una agencia de colocación, claro está, pero no sé…, no soy persona fácil de contentar, y por otro lado la mayoría de las personas resultan… desagradables. Con más motivo, las desconocidas.
—Si está arrepentida de haberme invitado a café, puedo marcharme. No le guardaré rencor.
Rebeca Graham soltó una carcajada cristalina.
—¡Claro que no estoy arrepentida! —exclamó—. Usted no resulta desagradable, y además, el simple hecho de que Pamela le haya estado escribiendo, y sobre todo que finalmente lo citara aquí, es toda una garantía para mí.
—Bueno, señorita Graham, seamos sensatos. ¿Le parece bien? Entiendo que usted desea charlar un rato conmigo, y por eso me ha invitado, pero de eso a que ambos admitamos que ha sido Pamela quien me ha estado escribiendo…
—¿Quién si no?
—Usted.
—No. Creo que tomaremos el café con más comodidad si nos acercamos a la mesita. Quitaré de encima las revistas. ¿Ha visto las fotografías?
—En efecto.
—La última tiene tres años. Pamela y yo estábamos pensando en hacernos la del año en curso cuando ella falleció.
—¿Sabe usted tocar el piano, señorita Graham?
—Un poco, naturalmente. Pamela y yo solíamos tocar en muchas ocasiones a cuatro manos. Nos divertíamos mucho.
—Me sorprende un poco que usted no tenga piano aquí. Espero que no sea por cuestiones económicas.
—Claro que no. Soy una mujer rica, señor Crane.
—¿Por qué no tiene piano, entonces, como Pamela?
—Mi padre detestaba el piano. Cuando los padres de Pamela compraron uno yo le pedí a mi padre que me comprara otro a mí, naturalmente, pero se negó. Era un hombre consecuente, claro. Nunca quiso tener piano en casa. Luego, cuando después de un tiempo de ausencia volví a la casa, me pareció una tontería comprarlo entonces. Si tenía ganas de tocar me iba a casa de Pamela, era muy sencillo.
—¿Tiene usted llaves de la casa?
—Naturalmente. Ahora es mía. La compré hace un año, cuando el alcalde decidió que debía ponerse a subasta. De modo que, en definitiva, tengo piano.
—¿Lo toca alguna vez?
—No.
—Me pregunto si se ha enterado de que hace unas cuantas noches suele oírse el piano de Pamela, generalmente de madrugada.
—Sí. Lo he oído. ¿Azúcar?
—No, gracias. ¿Oyó usted anoche el piano?
—Naturalmente. Sobre las cuatro de la madrugada. ¿Cómo no habría de haberlo oído? Sonaba muy fuerte.
—Sin embargo, es usted la primera persona de Yellow Pine que admite haberlo oído anoche.
—Tal vez todos dormían profundamente. Yo tengo el sueño ligero.
—Yo no. Y estaba durmiendo lejos de aquí, relativamente. Quiero decir que si yo lo oí tuvieron que oírlo otras personas que estaban más cerca.
—No sé qué decirle, francamente.
Rebeca terminó de servir, el café. Adam le ofreció un cigarrillo, pero la muchacha lo rechazó. Adam titubeó, y optó por no fumar él tampoco, pero ella le dijo, sonriente:
—No me molestará que usted fume, señor Crane.
—Gracias. Estaba pensando que debe tener usted un buen sistema, de traslado para subir a su habitación. ¿Algún pequeño ascensor, tal vez?
—No lo comprendo.
—Quiero decir que para subir a su dormitorio…
—No necesito subir a ningún sitio —se sorprendió ella—. Desde que quedé paralítica duermo abajo, en la planta.
—Pero debe tener algún medio para subir al piso de arriba.
—No. No lo necesito para nada. Sí he pensado algunas veces en instalar algún sistema que me permita bajar a la bodega, pero nunca para subir al piso de dormitorios. Tengo aquí abajo espacio más que suficiente.
Adam, que tras encender el cigarrillo se había quedado mirando fijamente a Rebeca, dijo, con toda naturalidad:
—Anoche, poco después de que sonase el piano de Pamela, había luz en una de las ventanas del piso de arriba de esta casa, señorita Graham. En cambio, pese a que usted dice que se despertó y que estuvo oyendo el piano, no vi luz alguna en la planta baja.
—Yo no encendí la, luz. No es necesaria para escuchar música.
—Arriba había una ventana iluminada. Y por favor, no me diga que no debí ver bien, que tuve alguna alucinación.
—No parece usted de esas personas. Pero tampoco sé qué contestarle a eso, francamente.
—Pero está claro que no fue usted quien estuvo arriba, ni pudo ser, por tanto, la persona que encendió la luz.
—Eso, señor Crane —se señaló las piernas la muchacha—, está más que claro.
—¿Pudo entrar alguien aquí, y subir arriba?
—Lógicamente no, puesto que arriba todas las ventanas están cerradas, supongo, y aquí abajo las cierro yo si antes las he abierto por cualquier motivo. Por supuesto que también cierro la puerta, y si se ha fijado en ella habrá observado que no es fácil de abrir.
—No, no lo es.
—Sin embargo, todos sabemos que hay gente que puede abrir cualquier puerta, ¿no es así? De todos modos, no creo que nadie entrase a mi casa para robar. Sería una tontería. Es una casa vieja, en la que no hay nada que valga la pena, como no sean unos cuantos muebles antiguos. Y francamente, no me imagino a nadie de Yellow Pine entrando en mi casa a las cuatro de la mañana para robarme algún mueble.
—Sí, sería un poco incómodo —sonrió Adam—. Además, no creo que se trate de robar nada.
—Entonces… ¿Cree usted que alguien entró anoche en mi casa solo para encender la luz de uno de los dormitorios?
—Yo vi la luz. ¿Realmente vive usted sola?
—¿Qué quiere decir? —se sorprendió Rebeca.
—Se me ha ocurrido que tal vez hay en la casa alguna persona más que puede estar viviendo arriba.
—Eso es absurdo.
—¿Me permitiría usted echar un vistazo al piso de arriba?
—Señor Crane, la casa consta de bodega, planta y piso, y está a su disposición, puede usted mirar todo lo que guste.
—Es usted muy condescendiente conmigo.
—Ya se lo he dicho: Pamela le aceptó a usted, y eso es suficiente para mí.
Adam Crane movió la cabeza, aplastó el cigarrillo en un gran cenicero de cristal que se veía algo polvoriento, y se terminó el café.
—Entonces, con su permiso, iré a echar una ojeada.
—De acuerdo.
Adam se puso en pie. Rebeca le miraba con cierta complacencia, como si realmente sintiera simpatía hacia él.
Durante los siguientes quince minutos, Adam Crane estuvo recorriendo la casa, pero solamente encontró un lugar digno de cierto interés: una pequeña salita, en la planta baja, situada frente al salón al otro lado del amplio vestíbulo, en la que el ambiente parecía menos tétrico, y en la que había muchos libros, y en una máquina había un folio mecanografiado en su parte posterior, y Adam no tuvo inconveniente alguno en leer las pocas líneas escritas. Decían:
«Todas las flores mueren sin remisión ni piedad, pero si son bellas flores no mueren en realidad.
Algunas mueren al sol, tras larga vida en su planta, otras mueren de repente, sufriendo un atroz dolor.
Estas flores que fallecen de repente y con dolor, son las que todos cortamos sin piedad, dulzura, ni amor».
No había nada más. Los versos le parecieron malísimos a Adam, pero ciertamente tenían un sentido, querían expresar algo. «Pero si son bellas flores no mueren en realidad…». ¿Qué trataba de decir Rebeca Graham con esto?
Por lo demás, las habitaciones de arriba estaban todas ordenadas y con las ventanas cerradas. Se veía una ligera capa de polvo por todas partes, lo que le pareció lógico a Adam considerando que hacía quince días que nadie limpiaba allí. Todas las ventanas estaban cerradas, y no había el menor vestigio de que alguna de las habitaciones estuviera ocupada o lo hubiera estado hacía relativamente poco tiempo. Era como una casa muerta.
Desde la cocina, muy grande, bajó a la bodega, tras encender la luz de esta. Era bastante grande, y había cosas viejas y estanterías con botellas polvorientas. No parecía una bodega importante, ni mucho menos, pero había algunas botellas de licores y champán francamente interesantes.
Esto era todo.
Cuando regresó al salón, Rebeca estaba de nuevo ante la ventana, frente a esta. Se volvió al oír a Adam, y dijo:
—Me parece que está ocurriendo algo en el pueblo. ¿Ha encontrado algo interesante?
—Solo unos versos.
—¡Oh! Bueno, sé que son malos, pero me distraigo con eso. También tengo escritos algunos cuentos, pequeñas cosas… ¿Le gustaría leer alguno de mis cuentos?
—Temo que la estoy molestando demasiado. Pero todavía tengo una última cosa que decirle, señorita Graham: anoche, la señorita Weston, la maestra del pueblo, vio el fantasma de Pamela Hereford.
—No lo creo.
—Lo comprendo. Realmente, creer una cosa así…
—No, no es por eso, señor Crane. Lo que he querido decir es que si Pamela estuviera por aquí, ya fuese en cuerpo o alma, a quien primero habría visitado habría sido a mí.
—¿Y no lo ha hecho?
—Es usted incisivo y concreto en sus preguntas, ¿verdad?
—Es una pregunta lógica. ¿Ha visto usted el fantasma?
—Por ahora, no, pero si está por aquí lo veré. Y no me importará decírselo.
—Me alegra oír eso. Se toma usted estas cosas con mucha tranquilidad, ¿no le parece?
—Yo no tengo miedo a nada, señor Crane. Al principio de mi enfermedad, cuando estaba sola en la cama, inválida, lloré mucho y pasé mucho miedo, sobre todo por las noches. Como suele decirse, me quedé en los huesos, y creo que hubo una larga temporada en la que estaba sencillamente horrible. Entonces me dije que vivir de aquel modo no tenía sentido, que tenía que tomar una determinación: o morir, o vivir lo mejor posible dentro de mis posibilidades. A partir de entonces comencé a sobreponerme en todos los aspectos.
—El resultado ha valido la pena —sonrió Adam.
—¿Le parezco bonita? —rio Rebeca.
—Usted sabe perfectamente que lo es mucho. Muchísimo.
—En ese caso, quizá usted no tenga inconveniente en volver por aquí. Me gustaría volver a verlo, señor Crane.
Este asintió, dejó de mirar los espléndidos ojos de la muchacha, y se volvió hacia la ventana. En efecto, algo ocurría en el pueblo, porque la gente corría en la misma dirección, gritándose unos a otros. De pronto, Adam vio a Sheila Weston corriendo directamente hacia la casa de Rebeca, y tuvo la certeza de que la muchacha se había enterado de que él estaba allí e iba en su busca.
Se volvió de nuevo hacia Rebeca.
—Ha sido un placer conocerla, señorita Graham. Y será muy agradable para mí volver a visitarla. ¿Cuándo le parece que puedo hacerlo?
—Siempre que quiera. Pero… ¿se marcha ahora?
—Sí: Quiero saber qué está ocurriendo ahí afuera. Y además, vienen a buscarme. Hasta la vista, señorita Graham.
—Hasta la vista —murmuró Rebeca.
En cuanto supo que Adam Crane había salido de la casa, Rebeca corrió de nuevo las cortinas, pero acto seguido las apartó un poco, para mirar hacia la calle sin ser vista. Vio a Adam hablando con Sheila Weston, esta muy excitada…
* * *
—Pero… ¿quién dicen que ha muerto? —preguntó Adam.
—Jess Morley… ¡Adam, dicen que ha muerto de un modo horrible! Todos quieren verlo, pero Stanton Graves se ha hecho cargo de todo, y no permite que nadie vea el cadáver.
—Tal vez yo consiga verlo… —dijo Adam, tomando de un brazo a Sheila y comenzando a caminar—. ¿Quién era Jess Morley?
—El cartero.
Adam se detuvo en seco.
—¿El cartero?
—Sí. Bueno, la oficina de Correos está a su cargo, él se encarga de todo lo relacionado con Correos y Telégrafos. Y cada mañana, a las once, suele repartir la correspondencia que le dejan en la oficina los de la camioneta que hace la ruta en dirección a Stibnite. Esta mañana, cuando ha pasado la camioneta, la oficina estaba cerrada, así que los de la camioneta han ido a dejarle la saca a Graves. Poco después, Graves ha pedido a una mujer que vive cerca de Jess Morley que le avisara de que había llegado la camioneta, y que qué demonios se había creído. La señora Hyman ha ido a la casa de Morley…, y todo lo que sé es que dicen que lo ha encontrado muerto, y que ella está en su casa con un ataque de nervios terrible. O estaba…, porque ahora dicen que Graves la ha llevado a su oficina.
—Vamos a la oficina de Graves. Quizá consiga hablar con la señora Hyman.
Esto no fue posible. La señora Hyman, en efecto, estaba en la oficina del alguacil, pero este había nombrado ayudantes interinos suyos a dos vecinos, que permanecían ante la puerta dispuestos a impedir la entrada a quien fuese. Adam no quiso complicar las cosas, y pidió a Sheila que le llevase a la casa del cartero, aunque era innecesaria su guía, pues todos corrían hacia allí. Cuando llegaron parecía que todos los habitantes de Yellow Pine se habían reunido ante la casa del cartero. Es decir, ante el cobertizo, cuya puerta estaba cerrada. No se veía en parte alguna a Graves, de modo que era fácil comprender que estaba dentro del cobertizo, ante cuya puerta había otros dos hombres.
Adam se acercó a estos, se plantó ante ellos, y dijo:
—Supongo que están ustedes enterados de que soy periodista.
—¿Y qué? —gruñó uno de los hombres.
—Pues que tengo derecho a saber qué ha ocurrido, para informar de ello al público.
—No nos complique la vida, ¿quiere? Stanton Graves está ahí dentro, y cuando salga, se las entenderá con usted, si quiere. Ahora, aléjese. Y usted también, señorita Weston.
—Será mejor que lo piensen bien —dijo secamente Adam—. Si ustedes no me dejan entrar ahí voy a coger el teléfono para llamar a mi jefe y dictarle lo que se me ocurre sobre Yellow Pine y su fantasma, su piano y esta muerte… ¿Qué me dicen a eso?
Los dos hombres cambiaron una mirada de duda. Luego, uno de ellos gruñó diciendo a Adam que esperase un momento, y entró en el cobertizo. Se oyó el grito de Graves, pero a los pocos segundos la cabeza de este apareció por un lado de la puerta.
—Pase, señor Crane. ¡Usted solo!
Adam miró a Sheila, le hizo un gesto para que se alejase, y entró en el cobertizo, tras cederle el paso al hombre que le había anunciado a Graves. Este cerró inmediatamente la puerta, y la iluminación fue ahora amarillenta. Del techo pendía una bombilla protegida por una pantalla de porcelana.
La mirada de Adam fue inmediatamente hacia el hombre que estaba arrodillado en el suelo junto a un bulto que pronto identificó Adam como el cuerpo de un hombre.
—No me ha gustado su amenaza, ¿sabe? —gruñó Graves—. Pero me ha parecido más prudente por el momento no buscar más complicaciones.
—Claro. Y mientras esté aquí no podré llamar por teléfono —dijo Adam—. Está bien, ¿qué ha ocurrido?
—Eso ya lo habrá oído usted por ahí fuera. La señora Hyman vino a decirle algo a Jess, pero no lo encontró en casa. Entonces vio abierta la puerta del cobertizo, vino aquí…, y lo encontró muerto.
—Bueno, estas cosas pasan, ¿no es así? Uno está tan tranquilo y de pronto le llega la muerte…
—Pero no esta clase de muerte —dijo el hombre arrodillado.
Se incorporó entonces, y se quedó mirando a Adam. El alguacil lo señaló.
—Es el doctor Hartley.
Adam asintió, sin tender la mano al médico. La edad de este no debía ser inferior a los sesenta y cinco años. Parecía un hombre tranquilo, pero ahora estaba lívido.
—¿Cómo ha muerto? —preguntó Adam.
—¿Quiere verlo usted mismo? Pero le advierto que lo va a pasar mal si lo hace, señor Crane.
Adam asintió de nuevo y se acercó al cadáver. Lo primero que vio, cerca de este y en el suelo, fue las grandes tijeras de jardinería. Luego, también en el suelo, vio algo que de momento no pudo identificar. Cuando lo hizo, su primera reacción fue de incredulidad, pura y simple. No creía o no podía creer lo que estaba viendo. Pero tuvo que creerlo: estaba viendo los genitales de un hombre.
La mirada de Adam fue hacia las tijeras de jardinería, luego de nuevo a los genitales cortados, de nuevo a las tijeras, luego otra vez a los genitales, y por fin al cadáver, que yacía boca arriba, en pijama y abrigo. Este estaba abierto, de modo que Adam pudo ver el tremendo manchurrón de sangre en el abdomen, formando una costra seca en la chaqueta del pijama. Los pantalones habían sido bajados, dejando al descubierto las flacas y velludas piernas blanquísimas del cartero de Yellow Pine.
Y entre las piernas, ciertamente, no había nada…, salvo un enorme y repugnante coágulo de sangre, también seca. En el suelo, bajo los muslos del cadáver, también había otra gran mancha de sangre seca. Los ojos de Jess Morley estaban desorbitados, y parecían dos alucinantes bolas de cristal. Todo el rostro estaba crispado en una espantosa mueca de dolor, de agonía, del más profundo pavor.
De pronto, Adam Crane percibió en su boca el gusto a café. Lanzó una exclamación ahogada, corrió hacia un rincón del cobertizo, y comenzó a vomitar violentamente.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Hartley un minuto más tarde.
Adam se pasó el pañuelo por la frente, y asintió. Tenía un repugnante gusto amargo en la boca.
—No dirá que no le advertimos —dijo Graves.