—¿PIANO? —murmuró Stanton Graves, mirando sorprendido a Adam—. ¿Qué piano? ¿De qué está usted hablando, señor Crane?
Adam frunció el ceño un instante. Luego, sonrió.
—Bueno, es posible que usted tenga el sueño muy profundo, y que no lo oyera, pero esta madrugada estuvo sonando el piano de la casa de Pamela Hereford. Con seguridad lo oyeron algunos de sus vecinos.
—No creo —movió la cabeza Graves—. Si así fuera me lo habrían dicho.
—¿Y nadie le ha dicho nada de eso?
—Claro que no.
—Ya. Bien, pero al menos se lo dirían las otras veces, ¿no es así?
—¿Qué otras veces?
—¿No han estado oyendo el piano en otras ocasiones desde hace unos cuantos días?
—No sea absurdo —gruñó el aguacil.
—¿Tampoco vieron el fantasma de Pamela Hereford?
La expresión de Graves se tornó decididamente hostil.
—¿Qué pretende usted? —gruñó—. ¿Tomarme el pelo? Mire, señor Crane, nosotros tenemos un asunto pendiente, de modo que vamos a resolverlo cuanto antes a fin de que pueda marcharse de Yellow Pine con nuestras disculpas.
—¿Disculpas?
—Está claro que alguien de aquí le ha gastado esa pesada broma de escribirle con el nombre de Pamela Hereford y enviarle una fotografía de ella, que pudo conseguir hace tiempo de cualquier manera. Mucho me temo, que encontrar al gracioso o graciosa no va a ser fácil, pero al menos usted comprenderá definitivamente que todo ha sido una estúpida broma, y podrá regresar a sus importantes ocupaciones en la capital.
—Claro. Bueno, ¿y cómo vamos a resolver ese asunto? ¿Cómo espera usted convencerme de que todo ha sido una broma? Yo sigo teniendo las cartas y la fotografía, ¿recuerda?
—De eso se trata. Voy a conseguir como sea que una persona adecuada nos diga si la letra de esas cartas es o no es de Pamela Hereford. Y ya verá cómo nos dice que no.
—Esa persona… ¿es la señorita Rebeca Graham?
—Ya veo que Sheila le ha estado contando a usted muchas cosas.
—Así es. Pero evidentemente, es una embustera. Espero que no me haya mentido, al menos, en lo de Rebeca Graham. ¿Cuándo vamos a ir a verla?
—Ya le avisaré. Ahora es un poco pronto para ella. Puede usted tomarse un par de cafés en lo de Harris —Graves sonrió amablemente—. Permítame que le invite, como desagravio por toda esta tontería.
—Estupendo —sonrió también Adam—. Bueno, estaré por aquí. Avíseme cuando podamos ir a ver a la señorita Graham.
—Naturalmente.
Adam Crane salió de la oficina del alguacil, y se fue directo hacia el bar-restaurante de Harris, mirando a todos lados. La normalidad más absoluta reinaba en Yellow Pine. El día era hermoso, soleado. Un tanto frío, pero al menos el viento había cesado. Los habitantes del lugar iban de un lado a otro tranquilamente, cumpliendo sus ocupaciones.
Frunciendo el ceño, Adam entró en el bar, donde Harris le recibió con una cordial sonrisa.
—Ah, señor Crane, buenos días, ¿qué tal?
—Estupendamente, gracias. ¿Y usted?
Se quedó mirando con sorna a Harris, pero este no pareció reparar en su actitud. Continuaba sonriendo.
—No puedo quejarme —dijo—. ¿Tal vez desea desayunar algo agradable?
—Ya lo he hecho con Sheila. Pero tomaría un café. El señor Graves ha tenido la gentileza de invitarme.
—Y si no lo hubiera hecho él, lo haría yo. Me parece que anoche no estuvimos muy correctos con usted.
—Francamente, no demasiado.
—Bueno, compréndalo… Usted vino aquí con todo eso de Pamela Hereford, y naturalmente, nos molestó. Pamela era muy querida en Yellow Pine, señor Crane, y no nos gustó pensar que alguien se estaba divirtiendo a costa de ella…, de su memoria.
—Le aseguro que si alguien se estaba divirtiendo no era yo.
—Así lo hemos comprendido. ¿Muy cargado? El café.
—No, no. Normal. ¿Soy su primer cliente del día?
—Claro que no. La gente madruga bastante en Yellow Pine. Ya han venido varios de mis clientes habituales.
—En ese caso, seguramente le habrán hablado del piano.
—¿Del piano? —alzó amablemente las cejas Harris—. ¿A qué se refiere?
—A nada —sonrió Adam—; no tiene importancia.
Diez minutos más tarde, Adam salía del bar. Se detuvo en la acera, encendiendo un cigarrillo. Todo seguía normal. Hermoso día. Por supuesto, no había insistido con lo del piano cerca de Harris, pues sabía que no iba a conseguir nada en ese sentido. Ni en ningún otro, pese a que lo había intentado. Pero todos sus esfuerzos por llevar la conversación con Harris y con tres clientes que habían pasado a tomar café habían resultado inútiles. La conversación con unos y otros, en verdad amable, había tenido que ceñirse a temas vulgares y genéricos.
Muy bien.
Quizá, mientras tanto, Sheila hubiera tenido mejor suerte que él.
Estuvo paseando hasta la hora que le había indicado. Cuando llegó a la escuela, los niños, en efecto, estaban jugando. Sheila le estaba esperando en un lado del jardín, sentada en un banco, fumando un cigarrillo. Adam se sentó a su lado, y le sonrió.
—Me parece que he sido un poco tonto esta noche —dijo—: debí violarte.
—A lo mejor me habría gustado, a pesar de todo —murmuró ella.
Adam encendió otro cigarrillo. Sonrió al ver a los niños corriendo en todas direcciones, persiguiéndose, gritando.
—Cuando yo tenía esa edad —dijo, señalando a los niños— mi profesora era una cacatúa con lentes. Siempre he pensado que nací demasiado pronto. Y en un lugar inadecuado: me habría ido mejor naciendo en Yellow Pine en esta época.
—Si hubieras nacido en esta época serías un niño de pecho.
—Eso tampoco está mal… Depende del pecho, claro. ¿A ti te dieron de mamar o eres un ser criado con pienso artificial?
Ella lo miró de pronto directamente.
—Adam —murmuró—, no he conseguido encontrar ningún papel, ningún documento, que tenga la letra de Pamela Hereford. Ni uno solo.
—¿Y crees que deberías haber encontrado alguno?
—Dentro de un tiempo, si alguien quisiera encontrar en esta escuela algún rastro de mi paso por ella lo encontraría.
—Bien… Para no alargarlo demasiado digamos que alguien ha debido retirar cualquier documento o escrito que pudiera ayudarnos a identificar la letra de Pamela Hereford. ¿Es así?
—No puede ser de otro modo.
—Está bien. Espero que no te hayas comprometido demasiado.
—¿Qué me importa eso? Voy a marcharme de aquí cuanto antes. Si no fuese por ti me habría marchado esta misma mañana.
—¿Por qué motivo?
—Lo de anoche ya fue…
—¿Lo de anoche? Anoche no pasó nada, Sheila. Tú y yo debimos soñar con el piano y el fantasma. Nadie más vio ni oyó nada, ¿comprendes?
—¡Están mintiendo!
—Sí. Pero… ¿por qué? La explicación más lógica y sencilla sería que lo hacen porque no quieren que circulen habladurías de este tipo respecto a Yellow Pine. Sería desagradable que lo conocieran por el pueblo del fantasma o del piano que toca solo, ¿verdad?
—Pero tú no crees que sea por eso.
—Veamos… Los dos oímos el piano, así que tuvieron que oírlo otras muchas personas. Niños, no, porque afortunadamente para ellos a las cuatro de la mañana duermen como leños. Pero sí algunas personas mayores. En cuanto al fantasma, lo viste tú, y parece que con anterioridad lo habían visto otras personas. Pero ahora niegan ambas cosas. Tiene que ser por algo muy concreto.
—Y no crees que sea por lo que has dicho.
—La verdad, no lo sé. ¿Sabes lo que me tiene más desconcertado de todo esto? Lo de escribirme a mí. ¿Por qué a mí? Anoche todos deseaban que me fuese del pueblo, así que cabe suponer que nadie de aquí deseaba ni desea mi presencia. Entonces…, ¿por qué hacerme venir, quién me escribió?
—Tal vez Rebeca Graham.
—Bueno, pronto lo sabremos. Espero que Graves me avise pronto para ir a visitarla. ¿Almorzarás aquí, o nos encontramos en tu casa para hacerlo juntos?
—No dispondré de mucho tiempo, pero me gustaría que almorzásemos juntos.
—De acuerdo. Hasta luego.
Apenas diez minutos más tarde, mientras paseaba por Pine Avenue, Adam vio salir a Stanton Graves de la casa vecina a la de Pamela Hereford; es decir, de la casa de Rebeca Graham, en una de cuyas ventanas laterales había visto luz la noche anterior. Adam se detuvo, y se quedó mirando a Graves, que llamaba por señas a dos hombres y una mujer que caminaban por su misma acera. Estuvieron charlando algo más de un minuto. Por fin, los dos hombres y la mujer se dirigieron hacia la casa de Rebeca Graham, en cuya puerta se quedaron, esperando, mientras Graves caminaba hacia él.
—Ah, señor Crane, sabía que lo encontraría fácilmente —sonrió el alguacil—. Podemos ir cuando guste a visitar a la señorita Graham. Me ha costado bastante que me reciba, y todavía más que acceda a recibir a otras personas, pero hemos tenido suerte. ¿Le parece que vayamos ahora mismo?
—Me parece —asintió Adam, echando a andar—. Lamento mucho que por mi causa la señorita Graham tenga que incomodarse.
—Oh, será cuestión de un par de minutos nada más… Me he permitido pedirle a unos vecinos que nos acompañen; Serán algo así como testigos. Quisiera que esto quedase claro de una vez por todas.
—Yo también. De ese modo, podré marcharme mientras usted queda encargado de intentar descubrir al bromista para amonestarlo.
—Exactamente eso pensaba yo —sonrió Graves.
Adam no dijo nada más. No valía la pena. Sabía perfectamente lo que iba a suceder. Estaba tan seguro de ello que tuvo tentaciones de enviar al diablo al alguacil y no perder su tiempo con la farsa que entre todos iban a representar. Porque, naturalmente, la señorita Graham miraría con suma atención las cartas, diría que eran una falsificación, o ni siquiera eso, que la letra ni se parecía a la de Pamela Hereford, y asunto concluido.
En la puerta de la casa, Graves presentó a Adam a las tres personas que iban a testificar la identificación de las cartas. Era todo absurdo, se estaban tomando demasiadas molestias. Pero Adam se comportó correctamente, sin poner de manifiesto su irritación en modo alguno.
Luego, Graves empujó la puerta de la casa, que estaba abierta. Fue el último en entrar, la cerró, y señaló una doble puerta que había a la izquierda del amplio vestíbulo. Al fondo de este había una ancha escalinata de escalones de bruñida madera… Y mirando estos escalones, de pronto, surgió la pregunta en la mente de Adam Crane: si la señorita Graham vivía sola, y estaba, inválida, ¿cómo había podido estar a las cuatro de la madrugada en el piso de arriba y estar ahora en la planta baja? ¿O ya no vivía sola y Sheila no lo sabía?
—Tengo entendido —dijo mientras caminaba hacia la doble puerta— que la señorita Graham vive sola.
—Así es… —dijo la mujer—. ¡No comprendo cómo puede hacerlo, en esta casa tan grande!
Graves había abierto la doble puerta. Entraron todos. Adam localizó enseguida a la señorita Graham, y no se sorprendió en absoluto al verla sentada en un sillón de ruedas ante la ventana, de espaldas a esta. El resplandor del sol la iluminaba por atrás, de modo que su rostro quedaba en penumbra. Además, la luz del exterior quedaba tamizada por unas cortinas excesivamente gruesas. Tal vez durante el verano pusiera otras menos tupidas, y por supuesto más alegres. O quizá ni siquiera pusiera cortinas.
No era un lugar agradable, en absoluto. Resultaba oscuro, sombrío. Era un crimen mantener aquella sala con tan escasa iluminación pudiendo disponer de la luz del sol… Y de pronto, Adam recordó lo que Sheila le había dicho respecto a Rebeca Graham, del tremendo disgusto que se llevó cuando murió Pamela Hereford; un disgusto tan grande que quedó paralítica, y hasta le salieron unos tremendos granos en todo el cuerpo. Entonces, también en la cara… ¿Cómo habría quedado la cara de la señorita Graham?
Involuntariamente, Adam se estremeció. Graves le estaba presentando, y él solo podía adivinar que la señorita Graham le estaba mirando. No podía ver sus ojos. En realidad, casi no podía ver nada de su rostro, pues estaba un poco inclinado, como hundido en la penumbra. Y por si esto fuera poco, los cabellos de Rebeca Graham caían delante de sus facciones. Sus cabellos eran negros, largos, preciosos, brillantes.
Adam se dio cuenta de que todos estaban esperando que él dijera algo, y se removió, inquieto.
—Siento mucho molestarla, señorita Graham —murmuró—, y espero que me conceda la oportunidad de hacerme perdonar de algún modo.
Estaba siendo sumamente cortés, y total, con unas personas que se habían confabulado para engañarlo.
—No importa, señor Crane —susurró la muchacha—. Si se tratase de cualquier otra cosa, no le habría recibido, pero siendo algo relacionado con Pamela no me importa lo demás. ¿Puedo ver las cartas?
—Entiendo que podrá usted identificar la letra sin lugar a dudas.
—Sí. Sin la menor duda.
—Muy bien.
Le tendió las cartas, con la última encima de todas. Rebeca Graham las tomó con ambas manos, y Adam se sorprendió. Eran unas manos preciosas, blancas y finas, delicadas… Señoriales. Aristocráticas, si se podía recurrir a esta definición. Evidentemente, en las manos no le habían salido granos. La señorita Graham dejó las cartas sobre su regazo, movió una de las ruedas de su silla, y esta giró, quedando enfrentada a la ventana. El tamizado resplandor del sol dio sobre las cartas y las manos. Manos exquisitas. La fotografía fue lo primero que Rebeca Graham alzó, y estuvo tanto rato mirándola que Adam se desconcertó y miró a Graves, que le hizo un gesto pidiéndole paciencia. Adam pensó que no tenía nada mejor que hacer, y esperó.
Ahora veía a Rebeca Graham de medio perfil, pero el cabello, suelto, seguía impidiéndole ver las facciones de la muchacha. Naturalmente, era un peinado concebido precisamente para eso, no era casual; ella quería mantener oculto su rostro lo máximo posible. Y seguramente esa debía ser la causa básica de que no se relacionara con nadie, fuese o no del pueblo…
El suspiro de Rebeca Graham casi le sobresaltó. La muchacha dejó la fotografía, y tomó la carta que estaba encima de todas, es decir, la última que Adam había recibido, acompañando la fotografía.
—Sí —dijo Rebeca Graham—, la letra es la de Pamela.
Stanton Graves respingó, y sus tres testigos lo miraron sorprendidos y luego se miraron entre sí. Adam Crane estaba pura y simplemente estupefacto. No debía haber oído bien.
—Pero… —empezó Graves.
Se contuvo a tiempo de no delatarse. Una sola palabra más y su jugada habría quedado del todo descubierta, pensó Adam. Porque, naturalmente, Graves debía haberle pedido antes a la señorita Graham que negara que aquella letra era de Pamela Hereford, lo fuera o no.
—Y la de estas otras cartas también lo es —dijo apaciblemente Rebeca—. Estoy completamente segura, para que hagan las comparaciones que gusten.
—Bueno —dijo rápidamente Adam—, puesto que todos estaban convencidos de que su identificación seria infalible no creo que debamos molestarla más, señorita Graham. Muchas gracias por su amabilidad.
—Rebeca —masculló Graves—, usted sabe que eso no es posible. No pueden ser cartas escritas por Pamela.
—Lo que es o no es posible no lo sé —replicó la muchacha—. Lo que sí sé es que esta es la letra de Pamela.
—Usted no se da cuenta de…
—Estamos molestando demasiado a la señorita Graham —dijo Adam, sin poder evitar su tono malicioso—. Creo que debemos marcharnos ya, señor Graves.
—Sí… —dijo la mujer testigo—. La verdad es que yo tengo muchas cosas que hacer. Rebeca, querida, me alegro de haberte visto. Deberías… Bueno, creo que no deberías estar sola…
—Espero tener pronto compañía, señora Merrill, gracias.
—Nosotros también tenemos cosas que hacer —gruñó uno de los hombres—. Adiós, Rebeca. ¿Vamos, Stanton?
—Me quedo unos minutos —murmuró el alguacil—. Luego nos veremos.
Los tres testigos se marcharon. Adam tendió una mano hacia las cartas, pero Rebeca Graham las retuvo. Sus dedos eran maravillosos. Unas manos bellas y sensibles… Adam se encontró de pronto preguntándose si Rebeca Graham sabría tocar el piano.
—Escuche, Rebeca… —empezó de nuevo Graves.
—No, por favor —le interrumpió Rebeca, sin volverse, sin mirarlo—. Usted estuvo antes aquí para pedirme que dijera que las cartas no eran de Pamela, y yo estuve de acuerdo, porque, naturalmente, no podían serlo, y además, no tenía ganas de discutir, ni de que estuviese insistiendo quizá durante días. Pero las cartas son de Pamela. Bueno… —titubeó—, la letra es de ella, eso es seguro.
—Usted sabe que eso no es posible.
—Yo no sé lo que es posible —dijo lentamente Rebeca—. Ni usted tampoco.
—¿Qué quiere decir? Vamos, Rebeca…
—¿Usted ha estado muerto? —le interrumpió de nuevo la muchacha.
—¡Claro que no!
—Entonces… ¿cómo se atreve a decir lo que es posible y lo que no es posible?
Stanton Graves quedó estupefacto, con la boca abierta. Miró a Adam, que sonrió con cierta perfidia vengativa. De pronto, el alguacil farfulló una palabrota que apenas se entendió, y se dirigió hacia la puerta, diciendo:
—Vámonos, señor Crane.
—En cuanto la señorita Graham me devuelva mis cartas —dijo Adam.
—¿Le molestaría quedarse unos minutos, señor Crane? —pidió Rebeca.
—Claro que no —se apresuró a decir el periodista.
Desde la puerta, Graves se volvió. Ahora estaba rojo de ira. Apuntó a Adam con un dedo.
—Escuche bien esto, señor Crane: usted se va a marchar de Yellow Pine, y va a hacerlo muy pronto, ¿me entiende? Si esta tarde está todavía en el pueblo va a tener problemas. Y usted también va a tenerlos, Rebeca, por prestarse a apoyar estas tonterías. Haré las investigaciones que…
—Cierre la puerta al salir —dijo fríamente Rebeca, interrumpiéndole una vez más.
Stanton Graves salió del salón, y enseguida se oyó el golpe de la puerta de la calle al ser cerrada con cierta rudeza. Adam sonrió.
—Esperaba un portazo mucho más fuerte —dijo.
—Señor Crane: ¿quién es usted… exactamente?
Adam Crane lo explicó, de nuevo. Rebeca Graham le estuvo escuchando inmóvil, con la mirada fija en la fotografía de Pamela Hereford. Cuando Adam terminó su explicación, la muchacha permaneció en silencio casi medio minuto antes de señalar la ventana.
—¿Quiere abrir un poco la cortina, por favor? Me gustaría verle mejor, si no le molesta.
Adam descorrió un poco las tupidas cortinas y se volvió hacia la muchacha. Pero se dio cuenta enseguida de que ahora era él quien estaba de espaldas al sol, y se colocó de lado, pensando que si ella alzaba la cabeza podría verla a su vez.
Y, en efecto la vio.
Rebeca Graham alzó el rostro, y con un gesto suave se echó los cabellos hacia los lados. Adam Crane se llevó la mayor impresión de su vida. La luz dio de lleno en el rostro de Rebeca, y a esa luz solar, le pareció tan hermoso que se quedó sin aliento.
No había el menor vestigio de granos o de cicatrices, recuerdo de estos, en el rostro de la muchacha. Hubiera tenido o no granos en el rostro, ahora no había señal alguna. Era un rostro nítido, juvenil, terso y pálido, en el que destacaban los grandes ojos oscuros y la boca apenas sonrosada, llena. La frente era amplia, de una pureza sobrecogedora. Una belleza limpia, increíble. O tal vez, simplemente, le estaba impresionando tanto porque había esperado presenciar un rostro horrendo y era absolutamente todo lo contrario. Tan hermosa era Rebeca Graham que Adam Crane quedó aturdido.
—No es usted muy guapo —dijo ella—, pero tiene un rostro agradable. Se diría que es una persona simpática y amable.
Adam recuperó el aliento, suspiró, y dijo:
—Hay quien piensa eso de mí, ciertamente, señorita Graham. Y me alegra que usted piense lo mismo.
—¿Por qué?
—Supongo que a todos nos gusta que nos consideren simpáticos y amables.
—A mí me tiene sin cuidado.
—Siempre hay excepciones.
—Sin duda. ¿Sabe lo que no me gusta de usted, señor Crane?: que estuviera escribiendo esas cartas. Está claro que para usted era algo así como una diversión.
—No exactamente. En realidad, estaba trabajando.
—Usted no tenía derecho a hacer eso. Debió pensar que lo que para usted era una diversión…, o un trabajo, para otra persona podía ser algo realmente serio e importante. Debió pensar que la persona que le estaba escribiendo esas cartas buscaba amistad, compañía, afecto, incluso amor. En definitiva, usted, para conseguir un reportaje prescindió de los sentimientos de otra persona.
—Me temo que tiene razón —murmuró Adam—. Pero entonces no lo vi así.
—Eso no le justifica a usted.
—Desde luego que no. Realmente lo siento. De todos modos, supongo que si al venir aquí hubiera conocido a la persona que me había estado escribiendo habría podido arreglar las cosas de un modo… razonable.
—Usted ni siquiera ha venido para eso. Ha venido a Yellow Pine para ver a una persona que le había llamado la atención por su belleza. Me refiero a la fotografía de Pamela.
—Eso tampoco es justo por parte de usted. Yo ya sentía curiosidad por la señorita Hereford antes de que me enviase la fotografía. No fue su belleza física lo que me trajo aquí, sino su personalidad, que se reflejaba en las cartas.
—¿Quiere decir que se enamoró de ella leyendo las cartas?
—Bueno… Tampoco tanto, francamente. Pero le aseguro que me sentía atraído. Y luego, cuando recibí la fotografía, pensé que todo era demasiado extraordinario.
—¿Qué quiere decir?
—Pensé que una chica tan hermosa no tenía necesidad de utilizar la sección de corazones solitarios de ningún periódico para relacionarse con personas que pudieran resultarle agradables. Eso fue lo que más me llamó la atención. Y ya hemos podido comprobar que mi instinto fue certero: no fue la señorita Hereford la que me escribió, sino otra persona que está divirtiéndose de este modo tan absurdo con todos nosotros.
—Es decir, que usted no cree que fuera Pamela quien le escribió.
Adam quedó un instante atónito.
—Es evidente que no pudo ser ella —replicó.
—La fotografía es de ella, y la letra de las cartas, también.
Adam se sentía fascinado por la belleza del rostro de Rebeca Graham, pero eso no influía demasiado en su lógica.
—En ese caso —dijo amablemente—, solo nos quedan dos posibilidades. Una, que la señorita Hereford está viva; dos, que alguien ha podido falsificar a la perfección su letra.
Rebeca Granan sonrió, y Adam Crane tuvo la impresión de que la luz del sol adquiría más luminosidad.
—Todos sabemos que Pamela murió, señor Crane, y eso puede usted comprobarlo del modo que guste. Así que solo nos queda la segunda posibilidad, es decir, que alguien haya falsificado la letra de Pamela. Y ese alguien, claro está, debo ser yo, ¿no es así?
—Podría ser una explicación —sonrió Adam.
—Sin duda. Pero dígame: ¿con qué objeto habría hecho yo todo eso?
—Eso es lo que menos comprendo de todo el asunto. Usted y yo no nos hemos conocido antes, jamás hemos tenido nada que ver el uno con el otro…, al menos, que yo sepa. ¿Tal vez usted sí me conoce de algo, señorita Graham?
—No.
—Entonces, ¿qué es lo que pretende? ¿Por qué lo ha hecho?
—Usted es un hombre inteligente, ¿verdad, señor Crane?
—Más bien sí.
—En ese caso no tendrá dificultad en comprender lo que voy a decirle: simplemente, esas cartas las ha escrito Pamela.