EN realidad no fue el viento lo que le despertó, pues estaba acostumbrado a él desde siempre. Había nacido allí, en Yellow Pine, hacía cuarenta y seis años. Y con ese tiempo hay más que suficiente para acostumbrarse al viento que soplaba después de las noches de lluvia.
No. No había sido el viento.
Se quedó en la cama, inmóvil, escuchando atentamente, tratando de identificar aquel sonido que le había despertado. No era continuo, sino intermitente. Una intermitencia irregular. Golpes. Algo estaba golpeando fuertemente en alguna parte.
En la ventana se veía la luz de la luna, blancoazulada, fría. El cielo estaba ahora completamente despejado, lo sabía muy bien. Era la clásica noche de finales de invierno. Casi estaban ya en primavera…
Sonó otro golpe como los anteriores. Y de pronto, lo identificó, y masculló una maldición: era la puerta del cobertizo que había junto a la casa. Se la había dejado abierta. Intentó recordar. ¿La había dejado abierta? Bueno, tal vez. Hacía dos o tres días que no entraba en el cobertizo. Desde que había tenido que hacer una pequeña reparación a la bicicleta que utilizaba para sus desplazamientos por el pueblo repartiendo la correspondencia. Para eso utilizaba el cobertizo, para sus pequeñas chapuzas.
Era soltero, vivía solo, y en verdad que se aburría. Por eso, en el cobertizo tenía un pequeño taller con el que se divertía de cuando en cuando haciendo cosillas, reparaciones. Incluso, alguno de sus vecinos de cuando en cuando le pedía que le arreglase alguna cosa.
La puerta del cobertizo volvió a batir.
Que se fuese al diablo. Miró el despertador de esfera luminosa que tenía sobre la mesita de noche. Eran casi las cuatro de la madrugada, y sabía que afuera hacía frío. No iba a salir de la casa solo para cerrar la maldita puerta del maldito cobertizo. Al demonio.
Sé dio la vuelta y se dispuso a seguir durmiendo.
La puerta del cobertizo volvió a batir, con estruendo.
Y lo hizo segundos después.
Y de nuevo a los pocos segundos.
Y otra vez.
Parecía que cada vez golpeaba con más fuerza, como si estuviese furiosa. Golpeaba con rabia.
Comenzó a ponerse tan nervioso que no consiguió reanudar el sueño. Dos minutos más tarde, comprendió que ya no podría dormir mientras aquella maldita puerta continuase golpeando, lo que seguía haciendo una y otra vez, fuertemente.
Por fin, tras una maldición, saltó rabiosamente de la cama, se puso las zapatillas, y salió del dormitorio. En el pequeño recibidor de la casa recogió el abrigo, se lo puso, y salió a la noche ventosa, revuelto el cabello, irritados los ojos, mascullando palabrotas.
El cobertizo estaba a unos ocho o diez metros de la casa nada más. Y mientras se acercaba pensó que valía la pena la molestia con tal de no seguir oyendo la puerta. Era un poco de frío, y nada más. Eso no valía perder cuatro horas de sueño.
Efectivamente, la puerta del cobertizo estaba abierta.
Y ahora no batía. Simplemente, estaba abierta de par en par. No golpeaba contra el marco. Estaba abierta, y eso era todo. Se quedó quieto ante la puerta, mirándola desconcertado. Lo seguro era que él había oído golpes, de modo que si no era aquella puerta tenía que ser otra cosa. Y fuese cual fuese la causa de los golpes él tenía que solucionarla, pues ya que se había levantado no estaba dispuesto a volver a la cama y al poco seguir oyendo los golpes.
No, la puerta no había sido, porque ahora seguía soplando el viento, y no se movía. Sin embargo, él conocía bien su vieja casa. Toda la vida en ella… Conocía la casa y todos sus ruidos o peculiaridades. Y habría jurado que los golpes eran de la puerta del cobertizo.
De pronto, justo en el momento en que recordaba el fantasma de Pamela Hereford, que decían que había sido visto vagando por los alrededores del pueblo, tuvo miedo.
Un miedo genuino, visceral, profundo. Un miedo total y completo. Pese a lo cual, de repente, sonrió. Una sonrisa torcida, de burla hacia sí mismo. ¡Fantasmas…! ¡Bah!
Entró en el cobertizo, que estaba completamente a oscuras. Ni se molestó en encender la luz, pues lo conocía palmo a palmo. Escuchó atentamente, pues el último golpe había sonado allí dentro. En cuanto volviese a sonar sabría dónde habría sido, encendería la luz, y solucionaría…
El fantasma apareció de pronto, en el fondo del cobertizo. Sintió como si un rayo descargase sobre su cabeza, la atravesara desde lo alto, y, recorriendo todo el cuerpo, llegase hasta los pies. Acto seguido quedó paralizado, su crispado rostro iluminado por el resplandor del fantasma.
Era un resplandor parecido al de la luna, blancoazulado, y tenía una forma bastante concreta; lo suficiente para distinguir el cuerpo de mujer, y la forma de los largos cabellos resplandecientes. Era una hermosa cabellera. Era un hermoso cuerpo desnudo, que parecía ir concretándose, tomando forma, definiéndose.
No se movía, no se desplazaba; simplemente, iba definiéndose, lentamente, mostrando a cada instante con más nitidez la belleza de sus formas. No, no se movía. Flotaba allá, en el fondo del cobertizo.
Sí. Flotaba.
Incluso, de pronto, pudo distinguir sus facciones, tan hermosas y delicadas… Solo las facciones. Los ojos eran como dos simas negras, como dos agujeros en la mancha luminiscente, y lo mismo la boca.
El fantasma se movió un poco. Solo un poco, haciendo un leve gesto. Pero, con solo aquel gesto característico, le hizo recordar a Pamela Hereford, a la que, como suele decirse, había visto nacer, y había conocido luego prácticamente toda su vida…
—No —jadeó—. No, no, no…
Inició el retroceso, con la sensación de que sus piernas eran de plomo. Tenía la boca abierta, el rostro desencajado, los ojos desorbitados. El fantasma de Pamela Hereford volvió a moverse: uno de sus brazos se alzó, la mano pasó sobre la cabellera resplandeciente, como había hecho desde niña.
El terror se liberó en él de pronto. Sintió en su interior como si estallase un volcán que no era de fuego, sino de hielo. El frío se extendió por todo su cuerpo. Fue como si toda su sangre se congelara…
Y justo en ese instante, cuando todo él era simplemente miedo, sintió aquel espantoso dolor en las entrañas. Algo pareció desgarrarse, reventar, doler insoportablemente:
Fue como si todas sus entrañas fuesen arrancadas de cuajo.
* * *
Despertó bruscamente, sobresaltadísimo, y se sentó en la cama de un salto. Enseguida, alzó un brazo para protegerse los ojos de la luz del dormitorio, recién encendida.
—¡Adam! —oyó—. ¡El piano! ¡Está sonando el piano!
Mirando por entre los dedos de la mano, vio a Sheila Weston entrando en el dormitorio, corriendo hacia la cama de él. Despertó completamente, asimiló la situación, bajó el brazo. Miró a Sheila que estaba de pie junto a la cama, mirándolo, muy abiertos los ojos.
Y entonces oyó el sonido del piano.
Se quedó inmóvil, mirando a Sheila, que seguía mirándolo con expresión desorbitada. De modo que era impresionable, después de todo.
—¿Lo oyes? —susurró ella.
Adam asintió, y salió de la cama rápidamente: Desde luego que estaba oyendo el sonido de un piano. Eran unas notas alegres, rápidas, ligeras. Como unos arpegios, sin más.
—¿Se supone que suena en la casa de Pamela? —preguntó.
—¡Claro!
—¿No hay otro piano en el pueblo, acaso?
—No… Ninguno más.
—Será mejor que te quedes aquí.
—¡¿Adónde vas?!
—A la casa de Pamela, naturalmente.
—¿Estás loco?
—Sheila, no digas tonterías.
Adam sacó del bolsillo de su pantalón las llaves del coche y salió corriendo del dormitorio, dejando a Sheila como clavada al piso. Pero la muchacha reaccionó de pronto, corrió hacia su dormitorio, se puso la bata sobre el pijama, y salió de la casa a toda prisa, cuando ya Adam se disponía a arrancar.
—¡Espérame!
Adam se inclinó hacia la portezuela derecha, alzó el cierre, y Sheila entró y se sentó a su lado, cerrando la portezuela. Adam arrancó.
Llegaron en menos de cinco segundos a Pine Avenue. Subconscientemente, Adam había esperado encontrar a alguien allí. Aunque solo fuese a Graves, en pijama y batín o abrigo. Pero no había absolutamente nadie en la avenida. Seguía soplando el viento, el motor del coche rugía, acelerado, pero por encima de todo se oía el sonido del piano.
En cuestión de segundos llegaron ante la casa de Pamela Hereford, y Adam salió como disparado del coche, sin molestarse siquiera en parar el motor. Sheila lo vio rodear el vehículo y correr hacia el porche. Ella no se movió, de momento. Pero consiguió reaccionar, salió del coche y se reunió con Adam, que estaba intentando abrir la puerta.
—Está… está cerrada —dijo Sheila.
—¡Ya me estoy dando cuenta! ¡Busquemos alguna ventana!
En el momento en que daban el primer paso alejándose de la puerta, el piano dejó de sonar. Se quedaron quietos, inmóviles. Aullaba el viento, eso era todo: Junto el bordillo, el coche, con las luces apagadas y el motor en marcha. Nadie en la avenida.
—Vamos a la parte de atrás —dijo Adam—. Quien quiera que sea que haya estado tocando el piano, quizá salga por allí. ¡Y si no sale lo atraparemos dentro!
—Oh, Dios mío…
—¡Vuelve a tu casa, si quieres!
Adam corrió hacia el extremo del porche, saltó por encima de la barandilla, lanzó una maldición al perder una zapatilla en el salto, y corrió junto a la pared lateral de la casa, hacia el jardín de la parte de atrás. Sheila le alcanzó como si tuviera alas en los pies.
—Probemos la puerta —jadeó Adam.
La puerta de atrás estaba cerrada.
—Las ventanas —dijo Adam.
Había cuatro en la parte de atrás y en la planta baja, dos a cada lado de la puerta; Adam se dirigió hacia un lado, y Sheila al otro. Detrás de ellos, en el jardín, el viento silbaba entre las ramas de unos abetos. Junto a estos había un amplio sofá-columpio tapizado de bonita tela floreada, muy deteriorado por dos años de abandono a la intemperie. Suspendido por cadenas a la armazón metálica que lo sostenía, se movía ahora, chirriando levemente. Había montones de hojas secas de árboles ahora escuálidos al viento de la noche.
Pero ni Adam ni Sheila miraron hacia aquella parte. Estaban probando las ventanas, con la esperanza, vana, de encontrar alguna abierta, es decir, sin el pestillo. Las ventanas, de guillotina, estaban completamente bajadas, de modo que habían quedado cerradas.
La primera en darse por vencida fue Sheila, que se volvió hacia Adam, el cual seguía probando.
—Y al volverse hacia Adam vio, a su derecha, el leve resplandor. Terminó de volver la cabeza, y entonces vio la mancha luminiscente en el sofá-columpio, que seguía moviéndose.
El más puro espanto imposibilitó en Sheila Weston la menor capacidad de reacción. Palideció, su boca se abrió, sus ojos se desorbitaron y quedaron fijos en la mancha luminiscente. Le pareció que desde el sofá-columpio llegaba un tarareo, un mmm-mmmm-mmmmm… No. Era como si alguien cantase con la boca cerrada, modulando un sonido profundo e íntimo.
Adam no se daba cuenta de nada, estaba mascullando mientras insistía en abrir la ventana del extremo. Sheila quiso llamarlo, pero su voz no respondía. Se sentía totalmente paralizada. Y frente a ella, el sofá-columpio seguía meciéndose sobre el suelo, suspendido por las chirriantes cadenas. En el sofá, aquella mancha blancoazulada con forma de cuerpo de mujer de larga y hermosa cabellera, agitada al viento. El fantasma movió un brazo, se pasó una mano por los cabellos, mientras se iba difuminando, como si fuese de humo. Sí, parecía… una forma hecha de humo que se iba difuminando.
Y de pronto, terminó de desaparecer, como si nunca hubiese estado allí.
—¡ADAM! —gritó por fin Sheila.
Su grito fue de tal naturaleza que Adam respingó, y la miró sobresaltado.
—¿Qué te ocurre? ¿Has conseg…?
—¡Lo he visto! —gritó Sheila, señalando hacia el sofá-columpio—. ¡La he visto!
Adam corrió hacia ella, y la sujetó por los brazos.
—Sheila… Vamos, cálmate.
—¡Lo he visto, lo he visto…! ¡En el columpio!
Adam miró hacia él columpio, y de nuevo a la muchacha. Intentó sonreír.
—Tranquilízate. Será mejor que volvamos a la parte de delante, no sea que alguien esté jugando con nosotros y salga por allí. Sea quien sea seguramente tiene llave, y ya cuenta con que los que vengan a la casa acudan a la parte de atrás… Volvamos.
Ella le retuvo por el brazo.
—Adam: la he visto. A Pamela Hereford. Estaba… estaba sentada en el sofá, y se… se ha… desvanecido.
A la luz de la luna, nítida y fría, Adam Crane se quedó mirando fijamente a Sheila, una amable expresión en su rostro. Luego, miró hacia el sofá-columpio, soltó a la muchacha, y se acercó. El columpio seguía moviéndose. Adam sintió de pronto el frío, del que hasta entonces se había desentendido. Pero claro que tenía que sentir frío: hacía viento, y él estaba en pijama.
No vio nada en el sofá-columpio. Se volvió hacia la casa, y miró las ventanas del piso superior, todas cerradas, todas oscuras. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había luz en una de las ventanas de la casa de al lado, a su izquierda. Regresó junto a Sheila, que permanecía como clavada al suelo.
—¿Quién vive en esa casa? —señaló Adam.
—Rebeca… Rebeca Graham.
—Al parecer es la única persona que siente interés por el piano de su amiga. Evidentemente, está despierta. Bueno, vamos al coche, o nos vamos a morir de frío. Espero que venga alguien más, y quizá podamos entrar en la casa… Aunque ya será inútil: el truco tiene que estar muy bien montado.
—Adam… ¡la he visto! Fue… fue solo un instante, pero estaba en el columpio… ¡Tienes que creerme!
—De acuerdo —masculló él.
El frío atravesaba la tela de su pijama. Comenzaba a sentir la piel helada. Rodeó la cintura de Sheila con su brazo, y caminaron hacia la esquina de la casa. La luz se apagó en la ventana de la casa de Rebeca Graham.
Frente a la casa de Pamela no había nadie. No había nadie en parte alguna. El viento seguía silbando. En la avenida solo se veían las luces de la calle. Ni una sola luz en ventana o puerta alguna. El rótulo luminoso de Harris estaba apagado.
Entraron los dos en el coche, estremecido de frío Adam Crane. Buscó cigarrillos en la guantera, pero no tenía. Farfulló una palabrota, y acto seguido dijo:
—Si antes de un minuto no ha aparecido nadie, volveremos a casa.
—Adam, te juro que la he visto.
—Bueno, explícamelo mientras esperamos ese minuto.
* * *
—¿Te sientes más tranquila?
Sheila asintió con la cabeza. De pie ante ella, ambos en la salita, Adam la contemplaba entre amable y preocupado. Ciertamente, Sheila le había parecido una muchacha muy natural y magníficamente equilibrada, pero… ¿qué sabía en realidad de ella? La había conocido hacía apenas nueve horas, y había estado hablando con ella solo dos, mientras cenaban y luego en la casa.
Movió la cabeza, mejorando su sonrisa.
—De todos modos, no parece el momento más adecuado para tomar un whisky, ¿verdad?
Sheila miró el vaso que tenía en la mano y bebió otro sorbo.
—Quiero marcharme de aquí cuanto antes —murmuró—. ¡No voy a esperar a mi sustituta!
—¿Y adónde irás?
—No lo sé. Desde luego, bien lejos.
—Claro. ¿Tienes familia, en alguna parte?
—No. Hace años que quedé sola.
—Como yo. Me estaba preguntando si has estado casada.
—No, no. ¿Y tú?
—Tampoco. Creo que no deberías beber más, Sheila. Dame, yo me terminaré ese trago.
—Si quieres un trago, sírvetelo —replicó un tanto hoscamente la muchacha.
—Vamos, no te enfades conmigo, Sheila. Se razonable.
—¡Me estás tratando como si fuese una idiota o una borracha!
—Sabes perfectamente que eso no es cierto. Estoy siendo amable contigo, y deberías admitir que eso no es fácil, después de escucharte. Sheila, los fantasmas no existen, ¿verdad?
—El de Pamela Hereford sí existe.
—Vamos a invertir la situación. Supongamos que fuese yo quien te dijera a ti que había visto ese fantasma. ¿Qué pensarías? ¿Cuál sería tu actitud conmigo si lo que has dicho tú lo hubiese dicho yo?
Se quedaron mirándose fijamente. Por fin, Sheila hizo un gesto de resignación.
—Está bien… Supongo que debo admitir que estás siendo amable conmigo, y que por lo tanto yo debo serlo contigo.
—Perfecto. En ese caso, vamos a dejarlo así, hasta que quizá tengamos ocasión de aclarar esto.
—¡De eso ni hablar! —exclamó Sheila—. ¡No vamos a tener ocasión de aclarar nada, porque yo me voy por la mañana!
—No puedes hacerme esto —sonrió Adam—. Eres la única persona que puedes ayudarme en este pueblo, y además la única en la que me atrevería a confiar en cualquier sentido. Con fantasma o sin fantasma, aquí está ocurriendo algo raro, y tienes que ayudarme.
—¿Ayudarte? ¿A qué? ¡A ti no te importa nada de esto!
—Yo sería el peor de los periodistas del mundo si esto no me importase. Y no me gustaría serlo. A lo peor hago el tonto con todo esto del fantasma y del piano, pero quiero saber lo que ocurre. ¿Cuento contigo?
—Si vuelvo a ver ese fantasma me dará un ataque de nervios.
—Pues no lo veas —rio Adam—. Y ahora, volvamos a la cama. Espero que por la mañana veremos a alguien en el pueblo. O a lo mejor nos hemos quedado solos en Yellow Pine. O quizá en este pueblo la gente es sorda. O tal vez duerme tan profundamente que no se entera de nada. En fin, vamos a dormir.
Le quitó a Sheila el vaso de la mano, y, tras dejarlo sobre la mesita, tomó a la muchacha de un brazo y la llevó hasta su dormitorio, en cuya puerta se despidieron con un gesto.
Un minuto más tarde, Adam Crane estaba de nuevo en la cama.
Sí. ¿Qué sabía de Sheila Weston? Pues, lo mismo que de los demás habitantes de Yellow Pine, esto es, nada. Absolutamente nada. Lo único que sabía de Yellow Pine era que una muchacha preciosa le había enviado una fotografía y lo había citado allí. Una muchacha que no existía. No existía, al menos, en el mundo de los vivos. Y eso, simplemente, era no existir. Pero Sheila la había visto. La había visto con los ojos, no con la imaginación. Así que existía el fantasma…
«Estoy pensando tonterías», se dijo.
En el dormitorio había un resplandor azulado, frío, de luz lunar. Y con solo esa luz, Adam Crane captó la forma y la presencia de algo en la puerta. Su mirada saltó hacia allí vivamente, sobresaltado a su pesar.
Pero no había motivo alguno de alarma. Identificó enseguida la silueta femenina, en pijama. No dijo nada. Se quedó mirándola, inmóvil. Ella dio un par de pasos hacia el interior del dormitorio.
—Adam —susurró.
—Sí, dime. Estoy despierto.
—No voy a poder dormir si me quedo sola en mi habitación. No pienses que lo que pretendo es…
—No seas tonta.
Sheila se metió en la cama con él. Durante unos segundos los dos estuvieron quietos. De pronto, ella giró, y se abrazó a él.
—No lo intentes —pidió—. Por favor, Adam, no lo intentes. No esta noche, ¡por favor!
Adam le acarició la espalda suavemente.
—Vamos a ver si podemos dormir los dos. Y te diré una cosa: me parece estupendo que hayas venido, porque estaba helado…, y tu cuerpo emana calor más que suficiente para garantizarme un agradable sueño…