EN seguida se dio cuenta del súbito silencio. Había allí dentro quizá treinta personas que hasta aparecer él habían estado hablando excitadamente. Ahora, todo eran caras largas, miradas hostiles, bocas cerradas.
El local era bastante grande. A la izquierda era bar, con pequeñas mesitas de formica. A la derecha, restaurante, con mesas un poco más grandes cubiertas con bonitos manteles a cuadros rojos, blancos y azules.
En verdad desasosegado, Adam se dirigió al mostrador, donde un sujeto de recia complexión, facciones sondas y gran cabellera gris, se quedó mirándolo con engañosa inexpresividad.
—¿Me sirve un whisky, por favor? —pidió Adam—. Luego quisiera cenar… ¿Tiene idea de dónde podría pasar la noche en Yellow Pine?
El hombre ni siquiera se movió. Lo miraba, y eso era todo. Adam comenzó a fruncir el ceño. Oyó la puerta del local abrirse y cerrarse. Se volvió, y vio al alguacil, haciendo un gesto afirmativo al hombre del mostrador. Cuando miró a este le vio sirviéndole el whisky. Tomó el vaso, y señaló hacia la parte destinada a restaurante.
—Lo tomaré allí, mientras espero la cena. Cualquier cosa me va bien. Respecto a lo de pasar la noche…
—Señor Crane —llegó diciendo Graves—, usted no quiere entender: tómese su whisky, cene en buena hora, y márchese. Mañana por la mañana le espero en mi oficina, eso sí.
Adam miró a Graves, luego a Harris, que tras el mostrador seguía inexpresivo. Finalmente, paseó la mirada por el local. Las pocas que sostuvieron la suya eran clara y decididamente hostiles, incluso preocupadas, inquietas… Solamente una persona sostuvo la mirada de Adam Crane con naturalidad, incluso con cierta expresión sonriente. Una muchacha de unos veinticinco años, sentada sola a una de las mesas, al parecer esperando la cena.
Adam se dirigió a una mesa cercana a la de la muchacha, se sentó y bebió un sorbo de whisky. Algunas personas abandonaron silenciosamente el local. Por la puerta brevemente abierta entró el sonido de la lluvia, cada vez más densa. El frío había aumentado.
Adam Crane comenzó a sentirse verdaderamente inquieto. Había en el ambiente algo que le parecía… siniestro. Siniestro.
Captó el movimiento de la muchacha cerca de la cual se había sentado. Ella se había puesto en pie. Caminó hasta su mesa, y le sonrió como divertida:
—¿Le importaría que cenásemos juntos? —propuso.
Adam se puso en pie. La muchacha no era lo que se dice una belleza; no, al menos, al estilo de la de Pamela Hereford. Pero tenía un rostro agradable, algo pecoso, unos labios gorditos y seguramente deliciosos, y, sobre todo, unos grandes, rientes, inteligentes ojos castaños que encantaron a Adam Crane. Era pelirroja, y su cabellera alborotada resultaba estimulante. Por lo menos medía metro setenta.
—Si eso no va a causarle problemas a usted —dijo Adam—, estaré encantado.
—Oh, sé resolver los problemas —rio ella—. Soy maestra, ¿sabe?
Se sentó. Adam lo hizo también. Le agradaba la expresión maliciosamente divertida de la muchacha.
—¿Puedo invitarla a una copa antes de la cena? —ofreció.
—Iba a pedir un martini.
—Estupendo… —Adam hizo una seña a Harris, que salió de detrás del mostrador y se acercó de mala gana—. Un martini para la señorita y cena para los dos. Por favor.
Harris soltó un gruñido, y se alejó. Adam ofreció cigarrillos a la pelirroja, que aceptó.
—De manera que usted es el… buscador de fantasmas —murmuró ella.
Adam torció el gesto.
—Me llamo Adam Crane.
—Sheila Weston —ella tendió la mano por encima de la mesa—. Como ya le he dicho; soy la maestra de Yellow Pine. ¿A qué se dedica usted, señor Crane?
—Soy periodista. Precisamente por mi trab…
Se calló de pronto, y miró alrededor. Ahora, el silencio era como una amenaza tangible. Adam no pudo evitar el escalofrío que desde su nuca descendió velozmente por la columna vertebral. Volvió a mirar a la muchacha, que le contemplaba fijamente.
—¿He dicho algo malo? —murmuró.
—En principio, y dadas las circunstancias, sí. Me temo que todos pensarán ahora que ha venido a meter las narices en los asuntos privados de Yellow Pine.
—¿Qué asuntos privados?
—¿Realmente no sabe usted en lo que se ha metido al venir aquí preguntando por Pamela Hereford?
—Cada vez estoy más desconcertado. ¿En qué me he metido?
Sheila Weston titubeó. Por fin, sonrió.
—Le alquilo una habitación para esta noche por solo diez dólares —dijo.
—Acepto.
—No se lo ha pensado mucho, ¿verdad? Bueno, en ese caso, luego hablaremos, si le parece bien. Ahora, mientras cenamos, podemos hablar de cualquier cosa que no sea tétrica. De eso ya estoy harta.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que hace días que aquí solo se habla de cosas tétricas. En realidad, creo que no le estoy haciendo ningún favor al alquilarle la habitación. Estaría mejor en cualquier otro sitio.
—¿Por qué?
Sheila Weston movió la cabeza y no contestó. Adam no insistió. Harris llegó con el martini para la muchacha. Cuando se alejaba Harris, se acercó el alguacil, acompañado de dos hombres sombríos. Los tres se detuvieron junto a la mesa, y Adam los miró expectante.
—Señor Crane —dijo Graves—, hemos, resuelto el problema. Estos dos amigos le llevarán a usted a Stibnite. Conocen perfectamente el camino, así que no habrá peligro de…
—Se lo agradezco mucho a todos —sonrió Adam—, pero ya he encontrado alojamiento aquí, en Yellow Pine. Y muy barato.
—Solo le cobro diez dólares —sonrió Sheila.
—Usted no puede hacer eso —gruñó Graves—. La casa que ocupa es del Ayuntamiento.
—La casa que ocupo es mi casa mientras yo sea la maestra de Yellow Pines, Stanton —replicó Sheila—. Pero no se preocupen, que bien pronto dejaré de serlo. Ustedes me ponen enferma.
Graves palideció. Los otros dos sujetos ensombrecieron todavía más su expresión.
—Será mejor que piense bien lo que hace, Sheila.
—Todo lo que tenía que pensar respecto a este lugar ya está pensado. Me marcharé en cuanto llegue la nueva maestra. Mientras tanto, simplemente, haré lo que me plazca.
—Aténgase a las consecuencias.
—¿Le gustaría que llamase al sheriff y le dijera que usted me está amenazando? —sonrió Sheila.
Stanton Graves soltó otro gruñido, dio la vuelta y se alejó, seguido por los otros dos hombres.
—Tengo la impresión —dijo Adam— de que me he metido en algo que debe ser verdaderamente desagradable.
—En mi casa estaremos mejor —aseguró Sheila, casi riendo—: allí no hay fantasmas.
* * *
Sheila cerró la puerta, lanzó un suspiro, y se quitó el impermeable, mirando a Adam.
—No ha venido usted bien equipado para este lugar, señor Crane.
—Eso parece. Estoy empapado. Pero aquí se está bien.
—De todos modos, debería quitarse la ropa, o podría resfriarse, cuando menos. Le buscaré una toalla grande. No tengo nada de su talla.
—¿Vive usted sola?
—Así es.
—Bueno… Tal vez sería mejor que me fuese a Stibnite, después de todo.
—¿Le parece caro diez dólares?
—Escuche, señorita Weston, dadas las…
—Llámeme Sheila, quédese, y no diga más tonterías. Se me ocurre que podríamos ir los dos en mi coche hasta el suyo, lo trae usted aquí, y así podrá meter sus cosas en la casa.
—Creo que no debo quedarme.
—¡Oh, vamos! —se impacientó ella—. ¿Le preocupa que piensen que vamos a acostarnos juntos? ¿Se trata de eso?
—¿No lo pensarán? Usted resulta demasiado… asequible. Quizá se les ocurra pensar que tiene ganas de hacer algo esta noche.
—Pues no se equivocarían —rio Sheila—. ¿Le gustaría pasar la noche en mi cama, Adam?
—Como gustarme, me gustaría —sonrió él—, pero me parece que está usted bromeando.
—A medias —rio de nuevo Sheila—. Vamos, no sea tonto. Me tiene sin cuidado lo que piense esa gente, y además puedo hacer lo que me dé la gana, ¿no es así?
—Por supuesto.
—Entonces, quédese. Y si nos viene de gusto hacer el amor, lo haremos, y si no nos viene de gusto, pues no lo haremos. ¿Vamos a buscar su coche o prefiere una toalla ahora y dormir desnudo?
—Creo que será mejor que vayamos a por mi coche —terminó por reír Adam Crane.
Veinte minutos más tarde, cambiado ya, Adam se reunió en la salita con Sheila, que también se había desnudado y llevaba ahora solamente una bata. Tenía una garganta espléndida, y se le veían los senos en muy buena parte. Su carne era blanca y prieta, exquisita. Adam miró el escote abierto, y luego los ojos de Sheila, que le ofrecía una copa, sonriendo maliciosamente. Adam tomó la copa, y se sentó, también sonriente. No era ningún cretino, así que sabía que no estaba con una caliente cualquiera, sino con una chica muy natural. A decir verdad, la chica más natural y abierta que había conocido en su vida.
—Si se va a poner nervioso —dijo ella—, iré a ponerme el sujetador y cerraré, más la bata con un imperdible o algo así.
—No me pondré nervioso; —aseguró—. Simplemente, lo pasaré bien. ¿En qué me he metido exactamente al llegar aquí preguntando por Pamela Hereford?
—Ella murió, hace un par de años. Y ahora, parece ser que su fantasma anda de un lado a otro por el pueblo. Ha sido visto por muchos de los vecinos.
—Supongo —sonrió Adam— que ni siquiera vale la pena que le diga que yo no creo en fantasmas.
—¿Y en la música? ¿Cree usted en la música?
—No comprendo lo que quiere decir.
—Desde hace unos días, coincidiendo con las apariciones fantasmales, se oye en alguna que otra ocasión el piano de la señorita Hereford. Se oye perfectamente. Yo lo he oído. Oh, por supuesto de noche…
—Claro, no sea que fuesen a asustarse los niños.
—Me parece que no se lo está tomando usted en serio.
—¿Usted sí? —se sorprendió Adam.
—Bueno, yo no he visto el fantasma por ahora, pero sí he oído la música del piano. Supongo que va a decirme que un piano puede tocarlo cualquiera…
—Yo no. No sé hacerlo. Así que ya tenemos dos sospechosos menos. Me refiero a lo de tocar el piano. Uno de los sospechosos soy yo, que no sé ni pulsar una tecla. Y por supuesto, la otra persona no sospechosa de tocar el piano es la señorita Pamela Hereford. Y, puestas así las cosas, es evidente que tampoco ha podido ser ella quien me ha estado escribiendo a Boise desde hace cuatro meses, ni quien me ha enviado la fotografía.
—Explíqueme bien eso, por favor.
—Ya le dije que soy periodista. Pues bien, se me ocurrió, no sé por qué, echar un día un vistazo a esos anuncios que aparecen en los periódicos pidiendo relaciones. Ya sabe, esas secciones llamadas de los corazones solitarios.
—¿Es usted un corazón solitario, Adam?
—En absoluto. Fue curiosidad profesional. Yo trabajo para el Sun Valley Star, pero allí no insertamos esa clase de anuncios, así que eché un vistazo al The Banner. Algunos anuncios eran realmente risibles, otros tenían gracia, algunos resultaban patéticos, o ridículos… Pero bueno, hay de todo, claro. Se me ocurrió que podría conseguir un interesante reportaje escribiendo a varias de las chicas que aseguraban ser corazones solitarios, y me puse manos a la obra; eligiéndolas bien diferentes. ¡La de tonterías que tuve que leer y escribir! Sin embargo, una de las comunicantes era… especial, y poco a poco me fui interesando por ella.
—Se refiere, claro está, a Pamela Hereford.
—Al principio ella no firmaba con su nombre. Ni yo tampoco. Nos escribíamos utilizando yo un apartado de Correos de Boise y ella uno de Stibnite, un pueblo situado a unos quince kilómetros de Yellow Pine… Ella firmaba las cartas simplemente como Mary, y yo, claro, las firmé como John.
—Hasta que se fueron comprendiendo.
—La verdad es que sí. Yo me preguntaba cómo era posible que una chica como Mary fuese un corazón solitario. Estaba bien claro que, aunque un poco cursi, era una mujer culta. ¿Sería fea, tal vez? ¿Jorobada, tuerta, epiléptica, manca…? Tenía que haber alguna razón, y me propuse averiguarlo. Para entonces había cortado ya toda correspondencia con las demás, que no podían ofrecerme nada más para mi reportaje.
—Eso es un poco cruel, ¿no?
—Si escribo ese reportaje, utilizaré nombres ficticios sobre los que ya de por sí lo eran en su mayoría, así que no lastimaré a nadie.
—Me refiero a dejarlas de lado.
—Oh, bueno, estoy seguro de que ellas se escribían además con otros hombres. Van buscando, prueban… No creo haber roto el corazón de nadie. En fin, que me quedé solo con Mary y me propuse averiguar cómo era físicamente. Así que le dije mi nombre verdadero, le di mi dirección en Boise, y le envié una fotografía mía. Ella me contestó enviándome una fotografía suya, diciéndome que vivía aquí, en el número doce de Pine Avenue, y que me esperaba hoy a las siete de la tarde, que también creía que debíamos conocernos mejor antes de seguir adelante con la correspondencia. ¿Quiere ver la fotografía?
—Me gustaría. He oído hablar mucho de Pamela Hereford, pero no he conseguido ver ninguna fotografía de ella. Era la maestra del pueblo, ¿lo sabía usted?
—No —se sorprendió Adam—. ¿Fue su antecesora?
—En cierto modo, sí. Cuando ella murió buscaron otra maestra, naturalmente, pero las que venían se iban enseguida. Por fin llegué yo, y no entiendo cómo he podido aguantar tanto tiempo en este lugar.
—A mí me pareció un lugar encantador al verlo —murmuró Adam, tendiendo la fotografía de Pamela Hereford.
—Sí, lo parece —murmuró Sheila, estremeciéndose de pronto—, pero hay algo… No sé. Son cosas que noto, pero que no puedo expresar. Dios mío, ¡qué hermosa es!
La exclamación la soltó al mirar la fotografía. Estuvo unos segundos mirándola como fascinada, y por fin miró a Adam, que sonrió.
—Como comprenderá —dijo—, al ver esa fotografía mi curiosidad aumentó. En efecto, es tan hermosa… Pensé que quizá tenía algún defecto en el cuerpo.
—Por lo que tengo oído, no —devolvió Sheila la fotografía—. Era preciosa en todos los sentidos. Y desde luego no es fácil imaginársela escribiendo cartas a uno o varios hombres por medio de la sección de corazones solitarios de un periódico. Oh, estoy diciendo tonterías: ¡claro que no ha podido ser ella quien le haya escrito, puesto que murió hace dos años!
—¿Cómo murió?
—Tuvo un accidente de coche una noche que se dirigía a McCall. Usted ha tenido que venir por allí, de modo que ya ha visto la carretera. ¡Es terrible!
—No es un camino fácil, desde luego, pero tampoco hay que exagerar. ¿Había niebla, o había nevado y la carretera estaba helada…, en fin, algo así?
—Creo que no. Era plena primavera. En realidad, los dos años de su muerte se cumplirán en mayo.
—Ya. ¿A qué iba a McCall?
—Bueno, iba en dirección a McCall, pero nadie sabe si ese era su destino o quería ir a cualquier otro lugar más alejado. Tampoco saben a qué iba, o si la esperaba alguien… No saben nada. Simplemente, aquella noche, un vecino vio desde la ventana de su dormitorio el resplandor de un fuego, y avisó inmediatamente al alguacil, para que este avisara a los bomberos de McCall o al servicio de vigilancia forestal. Stanton Graves avisó a ambos, y naturalmente se fue para allá con su coche. Resultó que el incendio provenía del coche de Pamela Hereford, que estaba ardiendo en el fondo de un barranco. Cuando sacaron su cuerpo del coche, hubo quien se desmayó. Otros, se preguntaron adónde iba Pamela a aquellas horas.
—¿A aquellas horas? ¿Qué hora era?
—Casi la una de la madrugada.
—Caramba… Un poco trasnochadora sí era. Pero es extraño que nadie supiera adónde iba a aquellas horas. En un pueblo pequeño como este se sabe todo, y con seguridad que alguien debió interesarse por sus escapadas nocturnas a una hora tan…
—Era la primera vez. Hasta entonces, Pamela nunca había salido de Yellow Pine a semejante hora.
—Cabe pensar, entonces, que tendría sus buenos motivos.
—Seguramente. Pero eso ni siquiera Rebeca Graham pudo decirlo.
—¿Quién es Rebeca Graham?
—Una vecina de Pamela Hereford, y su mejor amiga. Habían crecido juntas, fueron juntas a la escuela, a la universidad. Inseparables. Como suele decirse, eran más que hermanas. Por lo que he oído, se querían muchísimo. Hasta el punto de que, cuando fallecieron los padres de Pamela, Rebeca se vino a vivir de nuevo a Yellow Pine, a la vieja casa de sus padres que llevaba cerrada algún tiempo.
—¿Rebeca Graham hizo eso solo para que Pamela no se sintiera sola?
—Efectivamente. A Pamela le gustaba ser la maestra de su pueblo, enseñar donde ella había aprendido… En cuanto a Rebeca, no tenía problemas de dinero, así que podía vivir donde quiera. Siempre iban juntas de un lado a otro.
—¿Pero vivían en casas separadas, cada una en la suya?
—Sí. Yo habría hecho lo mismo.
—Creo que yo también —asintió Adam—. Por mucha que sea la amistad, el cariño, y hasta el amor entre dos personas, siempre resulta… relajante tener momentos de aislamiento. Esa señorita Graham… ¿está enferma? ¿O delicada? ¿O algo así?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque el alguacil me habló de una persona delicada que mañana leerá las cartas de Pamela para identificar la letra. He pensado que podría ser Rebeca Graham.
—Tiene que ser ella —asintió Sheila—. Nadie más indicado, por lo que sé. Lo problemático será que les reciba a ustedes.
—¿Por qué razón?
—¿Me creerá si le digo que yo no he conseguido verla desde que llegué a Yellow Pine, y hace de eso más de un año? No sale nunca de casa… Bueno, eso me parece natural, ya que está paralítica, pero al menos podría relacionarse con alguien, ¿no le parece?
—¿Y no lo hace? ¿Nadie la visita?
—Nunca ha querido recibir a nadie. Hasta hace un par de semanas vivía con ella una criada que lo había sido de sus padres, y que entró a su servicio al regresar ella, pero la criada se fue del pueblo hace unos quince días, creo que a Florida, con sus hijos, y desde entonces está sola.
—¿Y cómo se las arregla? Si está paralítica…
—Va en una silla de ruedas de un lado a otro de la casa. Compra las cosas por teléfono, se las llevan a la casa, y así se las va arreglando.
—Caramba, qué vida tan… amarga —murmuró Adam—. ¿Cuántos, años tiene esa mujer?
—La edad que tenía ahora Pamela: veinticinco o veintiséis.
Adam movió la cabeza con un gesto de pesar.
—¿Qué le ocurrió? Me refiero a lo de la parálisis.
—Le sobrevino al enterarse de la muerte de Pamela. He oído decir que fue algo horroroso… No solo quedó paralítica, sino que le salieron una… unos granos tremendos en todo el cuerpo. Estuvo en cama casi cinco meses.
—Por el amor de Dios…
—Sí, fue todo verdaderamente horrible. Y ahora, esto del fantasma de Pamela… Nadie del pueblo lo ha comentado con forasteros, ni siquiera con familiares que viven en otros lugares. Así que, claro, cuando usted dijo que es periodista, además de haberse presentado con todo ese absurdo asunto de las cartas…
—Absurdo lo es —admitió Adam—, pero no falso. Tengo las cartas, tengo la foto de Pamela…
—Y aquí, en Yellow Pine, tenemos el fantasma de Pamela y el sonido de su piano —sonrió Sheila—. Es todo terriblemente emocionante, ¿no le parece?
Adam frunció pensativamente el ceño. ¿Emocionante? Era simplemente absurdo. Incluso estúpido. Evidentemente, alguien le había estado escribiendo haciéndose pasar por Pamela Hereford, y le había enviado una fotografía de esta, le había citado… ¿Quién podía ser? Pero sobre todo… ¿qué pretendía? Porque, a fin de cuentas, por cosas extrañas que estuvieran pasando en Yellow Pine lo seguro era que él no tenía nada que ver absolutamente con lo que fuese, ni con el pasado ni con el presente. Adam Crane jamás había conocido antes a Pamela Hereford, ni a nadie de Yellow Pine. Para llevar el asunto a su límite, en realidad ni había oído mencionar antes el pequeño pueblecito de Yellow Pine.
—Tal vez estamos pensando lo mismo —oyó decir a Sheila.
—Tal vez. ¿Qué estaba pensando usted?
—Se me ha ocurrido que quien ha podido estar escribiéndole a usted en nombre de Pamela Hereford es Rebeca Graham.
—¿Con qué objeto?
—Pues no sé… Tal vez espere algo de usted.
—¿Y me envía a la casa de una persona que no existe? Además, ¿cómo habría podido ella enviarme las cartas desde Stibnite, si no sale de casa debido a su parálisis?
—Quizá se las envió desde allá su criada.
—Ya. ¿Y la última? Porque la última, con la fotografía, la recibí hace una semana, es decir, que fue enviada cuando ya la criada de la señorita Graham se había marchado a Florida. Y Stibnite está un poco lejos de Florida, ¿verdad?
—Pues no lo entiendo… Me parece que ha dejado de llover. Lo que significa, si no me equivoco, que esta noche tendremos viento. El viento que nos ha limpiado el cielo.
—Eso es poético —sonrió Adam—. Bueno, se nos ha hecho un poco tarde charlando, y estoy un poco cansado del viaje. Si no le importa, me voy a dormir.
—¡Cómo! —exclamó Sheila, abriendo mucho los ojos—. Entonces… ¿no piensa violarme?
—Tal vez mañana… —rio Adam; se puso en pie y tendió la mano a Sheila—. Es usted una chica muy agradable, Sheila. Gracias por todo.
—Me debe diez dólares.
Se echaron a reír los dos. Adam sacó unos cuantos billetes, separó dos de cinco dólares, y los dejó sobre la mesita. Se despidió de Sheila con un gesto simpático y abandonó la salita.
Cinco minutos más tarde, estaba en la cama, ya apagada la luz. Más que cansado se sentía agotado por la tensión nerviosa. Estaba enervado como nunca recordaba haberlo estado. Pensó en Pamela Hereford, y en Rebeca Graham, su amiga paralítica, que tal vez por la mañana, si accedía a recibirlos a él y a Graves, resolvería el problema de la autenticidad de las cartas. Aunque esto era obvio: si Pamela estaba muerta hacía dos años, no podía haber estado escribiéndole cartas a Adam Crane, naturalmente. ¿Lo había hecho la propia Rebeca Graham? Le pareció simplemente absurdo, pues no debía ser la única que podía identificar la letra de Pamela, y aunque ella hubiera escrito las cartas y dijera que la letra era de Pamela, la verdad podía descubrirse de un momento a otro. Incluso era posible que en la escuela quedaran documentos o notas de puño y letra de Pamela Hereford, de cuando ella era la titular de Yellow Pine, así que podían saber la verdad sin necesitar para nada a la señorita Graham.
No.
No podía haber sido ella. Pamela, evidentemente, tampoco. Ni pensar en Sheila Weston: era demasiado abierta, directa y espontánea para imaginarla ideando cosas absurdas.
«No me sorprendería nada que se hubiera acostado conmigo si se lo hubiera pedido —pensó Adam, sonriendo en la oscuridad—. Bueno, si es que realmente le gusto, claro. No hay que confundir las cosas, no es una golfita cualquiera, ni mucho menos. Diablos de chica, se siente uno muy a gusto a su lado…».
Afuera, en efecto, soplaba el viento, ahora.
Pura y simplemente viento.
Viento y nada más.
Pero no le pareció eso, tan simple, viento y nada más. Era como un lamento prolongado que cambiaba de tono… Adam Crane se esforzó en no pensar en ello. Escuchó con atención los ruidos de dentro de la casa de Sheila. La oía moverse en alguna parte, y hasta le pareció que estaba tarareando una canción por lo bajo. Quizá se está quitando la bata… Le habría gustado verla desnuda. Y de pronto, Adam Crane entró en erección.
—Pues sí que estamos bien —farfulló—. Si me pasa esto solo de pensar en verla desnuda, ¿qué me pasará si la veo?
Decidió dormir.
Afuera, seguía aullando el viento.
Viento… y nada más.