Capítulo XIII

EL desconcierto de Adam Crane duró poco.

Muy poco, porque lo sustituyó el horror. Un horror tan profundo que, de súbito, por fin, se sintió enfermo de miedo y náuseas, y cerró los ojos. Oyó los pasos de Rebeca acercándose, supo que se había detenido ante él, y que lo estaba mirando, pero no quería abrir los ojos.

—Adam… ¿Qué te pasa? —preguntó Rebeca.

Adam Crane no contestó. Hubiese querido, en aquellos momentos, ser mudo, sordo y, sobre todo, ciego. Sí, valía más ser ciego que ver aquello. Aquello que aunque ahora no quería mirar estaba impreso en sus pupilas, pues lo había visto…, y jamás podría olvidarlo.

—Adam, querido…, ¿te encuentras mal? ¿Te ocurre algo? Soy yo, Rebeca, con Pamela. Hemos venido las dos otra vez.

Adam Crane apretó más los párpados, mientras sentía como algo amargo que se iba deslizando lentamente desde su garganta hacia el estómago. Hizo todo lo que se le ocurrió para borrar la imagen: quiso imaginarse hermosas playas, puestas de sol, amaneceres, bellos cuadros, elegantes edificios, bosques, ríos refulgentes de aguas de cristal…

Era inútil.

La imagen de Pamela Hereford seguía estando como impresa en sus pupilas. La Pamela Hereford física, la que Rebeca Graham había robado de la tumba, los despojos abrasados de lo que alguna vez, dos años atrás, había sido un cuerpo humano bellísimo. Ahora, era una calavera renegra con los pavorosos agujeros, algunos jirones de materia abrasada y seca en los hombros, y le faltaban las dos piernas. Pero lo que quedaba estaba allí, ante él, sostenido por Rebeca Graham…, y ataviado con un bonito vestido de primavera, azul estampado en flores violetas y rosas.

Y todo esto lo sostenía Rebeca en brazos, como acunándolo. En la mano derecha empuñaba el revólver de Stanton Graves.

—¡Adam! ¿Qué te pasa, amor mío?

—Por lo que más quieras, Rebeca —consiguió gemir Adam—, ¡llévate eso de aquí!

—Claro que no. ¡Ella también tiene que verlo! ¡Ella tiene que ver la gran sorpresa agradable que quiero darle a Stanton! Oh, vamos, Adam, no seas antipático. ¿No quieres saludar a Pamela? Te aseguro que ahora no es su fantasma, es ella en carne y hueso. Además, también es su fantasma. Ella se ha escondido en su cuerpo, porque se ha enfadado conmigo. Pero pronto se le pasará el enfado, ya lo veras…

Adam Crane no se movió. Permaneció con los ojos cerrados. Durante un minuto no oyó nada. Luego, oyó moverse a Rebeca. Entreabrió los ojos, y la vio depositando cuidadosamente aquellos despojos en el suelo, como sentándola, muy cerca de Graves.

—Stanton no tardará en despertar… —dijo Rebeca—. ¡Ya verás qué sorpresa tan agradable va a tener!

No era demasiado difícil imaginarse la agradable sorpresa que iba a llevarse Stanton Graves. ¿Qué se proponía Rebeca? Seguramente, mostrarle al alguacil su obra de dos años atrás. Sí, iba a hacerle expiar su crimen de un modo espeluznante. Le haría contemplar el cadáver de Pamela, y luego le haría ver su fantasma. ¡Dios mío, él sí se había vuelto loco! Tenía que estar loco, porque de otro modo era imposible que hubiera visto realmente el fantasma de un ser humano. Pero, si no estaba loco… ¿Existía el fantasma de Pamela Hereford?

—Mira, Pamela —dijo Rebeca—: Stanton ya está despertando.

Adam abrió bruscamente los ojos. Se había quedado como traspuesto, como alejado de allí con sus pensamientos. Quizás había pasado un minuto, quizás una hora. No tenía idea.

En efecto, Stanton Graves se estaba moviendo, suspirando y farfullando algo. Adam miró a, Rebeca, que estaba sentada en el suelo junto a Pamela. El recuerdo de la fotografía de Pamela Hereford apareció en la mente de Adam Crane. Así terminaba todo, un día u otro, para los seres humanos. Todo se reducía a eso, finalmente, por hermoso e inteligente que uno hubiera sido.

Oyó el entrecortado grito de Graves y lo miró. Todavía aturdido, Graves había visto a Rebeca y a Pamela, y la visión de esta última le había hacho gritar. Adam pensó que en realidad Graves había sido moderado. Debió lanzar un alarido, en lugar de un simple grito.

—Dios mío… —dijo Graves, con voz pastosa—. ¿Qué… qué es eso…?

—Hola, Stanton… —dijo Rebeca—. Es Pamela, ¿no la recuerda?

—Di-Dios m-mío…

—Ustedes la llevaron al cementerio, pero yo sabía que Pamela preferiría estar conmigo, de modo que una noche fuimos a buscarla Myrna y yo. Desde entonces estamos siempre juntas, muy cerca una de la otra. Como siempre, ¿se acuerda de eso?

La horrorizada mirada de Stanton Graves se apartó de Pamela, se posó un instante en Rebeca y, luego, como presintiendo la presencia de Adam, giró la cabeza hacia el otro lado, y lo vio.

—Crane… —jadeó—. Crane, ¿qué es esto?

Adam se sorprendió grandemente a sí mismo hablando con serenidad.

—No es ni más ni menos que lo que está viendo, Graves: el cadáver de Pamela Hereford, a la que usted mató cuando fue a violarla con sus amigos Morley y Benton.

—Pero… esta mujer está loca… ¡Está loca!

—No.

—¡Está loca!

—Allá usted con su opinión. Para mí no está loca. Eso sí: ustedes provocaron en ella un estado mental poco propicio para querer darle explicaciones ahora. Se lo digo para que sepa que si lo intenta solo conseguirá perder el tiempo.

—¿Qué hace usted así?, ¿qué… qué le pasa?

—Estoy atado de pies y manos. Fui narcotizado antes que usted, y arrastrado hasta aquí. Es un túnel que comunica las bodegas de las casas de Pamela y Rebeca. Nadie podrá encontrarnos nunca aquí, Graves. Nadie, nunca…

Adam dejó de hablar y se quedó mirando hacia Pamela con tal expresión que Graves volvió la cabeza. Se quedó helado de espanto cuando vio desprenderse de aquellos restos el blancoazulado resplandor, que, en cuanto estuvo separado del cuerpo, comenzó a tomar forma, y, rápidamente, el contorno adquirió aquella tonalidad rojoamarillenta…, que Adam ya había clasificado: el fantasma de Pamela Hereford estaba enfadado.

Tan enfadado que, de pronto, se desplazó velozmente hacia Graves, y entró en contacto con este. Graves lanzó un alarido, y dio un brinco alejándose, pero el fantasma le persiguió, volvió a entrar en contacto con él, y Graves volvió a chillar agudamente, despavorido:

—¡Me quema! ¡Me está quemando…!

—¡Pamela, déjalo! —ordenó Rebeca—. ¡Déjalo, tenemos que darle la sorpresa que tanto va a gustarle! ¡Déjalo!

Pero el fantasma seguía arremetiendo contra Graves, que se alejaba a gatas hacia el extremo más oscuro del túnel, sin dejar de gritar que se estaba abrasando. Hubo un momento en que pareció que el fantasma penetrase completamente en su cuerpo, y Graves se retorció en el suelo sin dejar de chillar como enloquecido, hasta que pareció que también Rebeca se enfadaba, y gritaba:

—¡Pamela, te digo que lo dejes, o se va a morir, y no podremos darle la sorpresa!

El fantasma se separó lentamente de Graves, que quedó tendido de bruces en el suelo, sollozando. Estuvo así un par de minutos antes de ir calmándose poco a poco. Y cuando comenzaba a estar suficientemente calmado vio el cadáver de Myrna Dawson, apenas a medio metro de él. Se quedó mirándolo como aturdido, y acto seguido lanzó otro grito y quedó sentado.

—¡Es Myrna! —aulló.

—Esa es la sorpresa para usted, Stanton… —dijo Rebeca—. ¿No le gusta a usted Myrna?

Graves volvió la cabeza y se quedó mirando sin comprender a Rebeca, que sonreía extrañamente.

—¿Qué… qué…?

—¿No le parece que Myrna es hermosa? No es tan joven como Pamela, ni es tan hermosa, pero sí lo suficiente, ¿no está de acuerdo?

—Pe-pero está… está muerta…

—Oh, sí. Hace más de dos semanas que la tengo aquí esperándole a usted.

—¿Espe… esperándome… a mí?

—¡Claro! ¿No le gustan a usted las muertas? ¡Pues ahí tiene una! Y voy a decirle algo que todavía hará más grata la sorpresa: Myrna es virgen. Debido a su peculiar afición sexual, ella es virgen de hombre. ¿No le satisface eso? ¡Es virgen, como Pamela!

—Yo… yo no entiendo…

—Claro que lo ha entendido —susurró Adam—: lo que Rebeca quiere es que usted haga el acto sexual con Myrna Dawson.

—No… ¡No, no, NOOOOO!

—¿Por qué no? —dijo Rebeca, poniéndose en pie—. Es lo que a usted le gusta, ¿no es así? ¡Pues hágalo!

—No… No, no, no, no… ¡Está muerta!

—Ya sabemos todos que está muerta, Stanton… —Rebeca se acercó a él y le apuntó con el revólver—. Pero sabemos también que a usted no le importan esos pequeños detalles. Haga lo que le ha dicho Adam, o Pamela y yo le vamos a atacar. ¿Cuál de las dos prefiere que le ataque? ¿Ella con su fuego de rencor…, o yo con su revólver? ¿Prefiere arder vivo…, morir…, o hacer el amor?

La enloquecida mirada de Stanton Graves saltó de nuevo hacia Adam.

—Crane… Crane, por el amor de Dios, ayúdeme… Esta mujer se ha vuelto loca… ¡Ayúdeme!

—No puedo, Graves.

—Pe-pero yo… Esto no… no es verdad, no… Esto no tiene sentido… No es cierto, estoy… estoy drogado…

Miró vivamente a Rebeca cuando oyó el suave sonido del mecanismo del percutor del revólver al ser alzado. El arma le estaba apuntando al centro del pecho.

—Hágalo, Stanton.

—¡No! ¡No lo haré aunque me mate!

—Pues entonces…

—Rebeca —llamó suavemente Adam—, espera un momento. ¿No crees que ya ha sido suficiente? Has conseguido aterrorizarlo, has conseguido que comprenda lo abominable de su crimen, pero no tiene objeto que lo mates. Sería mejor que lo entregásemos a la Policía, para que todos supieran la verdad y lo castigaran adecuadamente…

—Adam, mi amor: Yo lo estoy castigando adecuadamente. Además, no puedo ir a la Policía, porque se enterarían de que yo maté también a los demás y nos separarían. Y yo no quiero separarme de ti. Nunca, amor mío. Eres tan bueno que pretendes que no le ocurra nada a Stanton, pero eso no puede ser; tiene que pagar su culpa, como los demás, como la pagarán todos los del pueblo. Y bien, Stanton: ¿Lo hace o no lo hace?

—¡No! —chilló Stanton.

El estampido del revólver sonó en el túnel como dentro de un cubo de agua, blando y ahogado. Stanton Graves recibió la bala en el centro del pecho, y saltó violentamente hacia atrás, gritando. Rebotó sobre sus piernas flexionadas, quedó de bruces, y alzó la cabeza. En su rostro iluminado por el fantasma de Pamela había una expresión de puro y simple estupor.

Adam Crane cerró los ojos antes de que Rebeca disparase de nuevo. No vio cómo la bala se hundía en el suelo cerca del rostro de Graves, que volvió a gritar, se encogió y se puso en pie. Quedó encorvado, como jorobado, tambaleante, fijos sus ojos en Rebeca, que le apuntaba de nuevo.

—Maldita seas… —jadeó Graves—. ¡Malditas seáis las dos!

Se abalanzó hacia Rebeca dando bandazos de una a otra pared, agarrándose a ella, cayendo de rodillas un par de veces. Cuando quedó de nuevo en pie estaba apenas a dos metros de Rebeca, que volvió a disparar. El rostro de Stanton Graves fue sacudido por la bala y se cubrió de sangre en un instante, mientras la cabeza iba hacia atrás, arrastrando el cuerpo. Todavía otro balazo acertó a Graves, en el pecho, y terminó de derribarlo violentamente. Adam Crane comenzó a toser, como Rebeca, debido al humo de los disparos. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Pero, a través de las lágrimas, todavía pudo presenciar el increíble y definitivo final de Stanton Graves: el fantasma de Pamela se lanzó sobre él, rojo encendido como nunca y, en un instante. Las ropas de Graves estallaron en una suave llamarada que pronto envolvió el cadáver, del cual comenzó a emanar un acre olor a ropa y carne quemada… Adam tosía cada vez con más fuerza, y las náuseas lo estremecían brutalmente.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que se recuperó aceptablemente. Rebeca estaba arrodillada frente a él, con un pañuelito en las manos, y comenzó a limpiarle el rostro cariñosamente.

—Ya ha pasado, Adam, amor mío… ¿Estás bien? ¿Estás bien, cariño?

¿Bien? Adam Crane se sentía morir de horror y náuseas. Se sentía tan mal que no acertaba a coordinar sus pensamientos, ni podía ver bien a Rebeca, cuya dulzura lo estremecía de pavor.

—Ahora todos estaremos más tranquilos —dijo Rebeca—. Pero todavía queda algo por hacer: convertiremos Yellow Pine en cenizas. Pamela y yo lo haremos, las dos juntas, como siempre. Sin embargo, esto no será esta noche. Esperaremos un, día o dos, a que todos tengan mucho miedo, y todos hagan su penitencia por su cobardía, o su complicidad, o su silencio… Y cuando estén convencidos de que todo es culpa de todos, arderán todos, todos…, menos nosotros. Nos salvaremos aquí abajo, y saldremos de entre las cenizas de la justicia. ¡Y ya siempre estaremos juntos los tres, mi amor!

—Rebeca. —Consiguió jadear Adam—. Rebeca, por el amor de Dios, ya es suficiente… ¡Ya es suficiente! Escucha: si tú quieres, nos quedaremos juntos los tres, pero no hagas nada más, no lastimes a nadie más… Piensa que hay niños en el pueblo… ¿También ellos tienen culpa de algo?

—¿Los niños? —se sorprendió Rebeca—. ¿Los niños?

—¿No habías pensado en ellos?

—La verdad es que no.

—Pues piensa ahora.

—Sí, estoy pensando… ¿Y quieres que te diga una cosa, Adam? Los niños de hoy serán los hombres de mañana. Y esos hombres, como todos menos tú, harán lo mismo que Stanton y los otros dos siempre que puedan. Siempre estarán haciendo el mal, sea como sea y a quien sea. De modo que ellos también perecerán bajo las llamas. ¡Oh, Pamela y yo hemos estado esperando mucho tiempo para hacer eso, para hacer con todo el pueblo lo que hemos hecho con Stanton Graves! ¡Arderán todos, todos! ¡Todo el pueblo será una hoguera donde será incinerado el mal! Pero, no esta noche… Esta noche, vamos a amarnos. Primero tú y yo solos, y luego… Luego Pamela y yo seremos una sola, y así, como cuando yo escribía con su letra, ella sentirá mis emociones y sensaciones físicas por fin… Adam, ¿no te das cuenta? ¡Serás el único hombre del mundo que habrá tenido a dos mujeres a la vez!

Adam movió la cabeza.

—No podrá ser, Rebeca… No podré hacerlo, mi cuerpo no reaccionará, no podré hacerlo de ese modo.

—¿Qué quieres decir?

—No podría hacerlo… ¡El sexo no obedece siempre las órdenes de la voluntad, no reaccionará mientras mi cerebro sepa lo que el sexo pretende hacer! Tienes que comprenderlo… Mi mentalidad no puede cambiar así, tan fácilmente. Tú estás viva, tienes que entenderlo, tienes que terminar con esta locura…

—¿Quieres decir que sabiendo que yo tengo dentro de mí a Pamela tu sexo se inhibiría…, que no podría… darme tu amor?

—¡Claro que no! Y ahora mismo… no podría hacer nada… ¡Por el amor de Dios, estás sacando las cosas de quicio, esto no es así, no es de este modo! ¡Podría amarte a ti, pero a ti sola, no a las dos, de ese… de ese modo…! ¿No puedes comprenderlo?

Rebeca estuvo mirándolo fijamente varios segundos antes de murmurar:

—Sí, te entiendo. Lo comprendo. Adam. Y no hay más solución que una, porque yo te amo: serás para mí solo. Le explicaré a Pamela…

La mirada de Adam saltó hacia el fantasma de Pamela, que de pronto había adquirido el contorno de coloración rojiza, con una intensidad increíble. Rebeca también miró el fantasma, y frunció el ceño.

—Pamela, tú también tienes qué comprenderlo —dijo—. Lo que dice Adam es verdad, es razonable, y… ¡Pamela, no! ¡Te estoy diciendo que no!

Rebeca se irguió cuanto pudo, su cabeza quedó tocando el bajo techo del túnel. El fantasma se acercaba ella, destellando como una auténtica llamarada. Se veía la silueta femenina envuelta en luz roja, con los brazos tendidos hacia Rebeca, que comenzó a retroceder.

—No, Pamela… No. A él no, no quiero que le hagas lo mismo que a Stanton… A él no.

Adam comprendió lo que sucedía. Pamela no estaba atacando a Rebeca, como de momento había creído, sino que se proponía exterminarlo a él, que era el causante de la desunión de ambas. La comprensión de esto lo dejó mudo una vez más, y paralizado, por el espanto. El fantasma estaba a menos de medio metro de él cuando Rebeca gritó de nuevo:

—¡Te digo que a él no, Pamela!

Pero Pamela seguía acercándose a Adam, que comenzó a sentir el intenso calor de la furia, del rencor… Entonces sonó el disparo. El fantasma se detuvo. Adam miró con expresión desorbitada a Rebeca, que todavía estaba apuntando a Pamela. Rebeca volvió a disparar, y, como la vez anterior, la bala, simplemente, atravesó la llama fantasmagórica, que, de pronto, todavía ardió con más intensidad y se desplazó velozmente hacia Rebeca, penetrando en ella en un instante.

Rebeca lanzó un grito, tiró el revólver y comenzó a darse manotazos en todo el cuerpo. En vano intento de desprenderse de aquella unión que en modo alguno podía controlar. De su boca comenzaron a brotar palabras, pero no con su voz, sino con otra voz femenina que Adam no conocía…, pero que supo inmediatamente que era la de Pamela Hereford:

—¡Me dijiste que siempre estaríamos juntas! —chillaba Rebeca con la voz desconocida—. ¡Me lo dijiste, y quiero que sea así, siempre estaremos juntas, en tu mundo o en el mío, porque te amo, Rebeca…!

Súbitamente, la ropa de Rebeca Graham estalló en una llamarada. Rebeca quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos. Dirigió la mirada hacia Adam Crane, y sonrió dulcemente; mientras las llamas la iban envolviendo.

—Adam, no temas… —dijo Rebeca con su propia voz—. No temas, a ti no te haremos nunca ningún daño… No temas, amor mío…

Adam Crane cerró una vez más los ojos. Se sentía tan angustiado que no le habría sorprendido morirse en aquel mismo instante. Oyó el impacto de algo contra el suelo. El olor a tela y carne quemadla era nauseabundo, las náuseas volvieron de nuevo, y, bruscamente, comenzó a vomitar café, con una amargura espantosa.

Cuando, minutos después, otra vez recuperado, abrió los ojos, vio cerca de él, caído de bruces, el cuerpo de Rebeca Graham, como rebozado en cenizas. En sus propias cenizas. Quiso llamarla, pero no le salió la voz. Aspiró hondo, y pensó que debía serenarse y hacer lo que fuese para salir de allí. El cortaplumas de Graves… ¿Tenía Graves un cortaplumas?

En el momento en que se disponía a arrastrarse hacia el alguacil, una llama blancoazulada empezó a desprenderse del cuerpo de Rebeca, muy lentamente. Luego, quedó flotando cerca del cadáver. Y, al poco, otra llama blancoazulada se desprendió del cuerpo de Rebeca, sobre el cual quedó flotando. Adam Crane ni siquiera respiraba. En su mente había un solo pensamiento aterrador: si las dos se abalanzaban contra él moriría abrasado, como Rebeca, como Graves…, como había muerto por segunda vez Pamela Hereford dos años atrás…

Sin aliento, vio cómo el fantasma de Rebeca se acercaba a él, pero siempre conservando el tono blancoazulado, tenue, bello, delicado… Se tensó cuando el fantasma estuvo tan cerca que le tocó… Es decir, llegó a él, pero no sintió contacto alguno. En un instante, toda la llama entró en él, y en el acto Adam Crane sintió dentro, de sí como una expresión de ternura, de amor, y, simplemente, comenzó a llorar, sabiendo que no era él quien lloraba, sino Rebeca Graham.

El llanto duró apenas quince o veinte segundos, mientras sentía aquella ternura triste, aquel amor, y experimentaba como una sensación de despedida, aquella sensación de un adiós para siempre.

Luego, la llama se desprendió de su cuerpo, y quedó flotando ante él. La otra llama se acercó y quedaron las dos juntas. Las figuras de Rebeca y Pamela se fueron concretando. Pamela alzaba sus cabellos. Rebeca se pasaba las manos por los senos y por el vientre. Extraordinariamente serenos ahora, Adam miraba de una a otra. ¡Qué hermosas habían sido las dos! Se sentía tranquilo, relajado. Ya nada le parecía irreal ni imposible. Así era, así había sucedido, así estaba sucediendo. Fantasmagórico o no, todo era real, y él lo sabía.

Rebeca y Pamela comenzaron a difuminarse lentamente, hasta que desaparecieron.

Y Adam Crane quedó solo en el húmedo túnel silencioso, con tres cadáveres y medio.

El cortaplumas de Graves… ¡Tenía que tener un cortaplumas!

Comenzó a arrastrarse hacia el alguacil de Yellow Pine.

* * *

Yellow Pine entero se estremeció cuando las dos grandes llamas de color rojo subido aparecieron en el centro de Pine Avenue. Al principio, solamente las vieron media docena de personas; dos hombres que caminaban charlando y cuatro personas más que casualmente miraban hacia la avenida por las ventanas…

Pero, como por medio de telepatía, el pavor cundió en la población de Yellow Pine, cuyas ventanas y puertas comenzaron a cerrarse a cal y canto, en un absurdo afán de protección. Absurdo porque no había protección posible.

Lo primero que comenzó a arder, cuando Rebeca y Pamela se filtraron en el interior, fue la oficina de Stanton Graves, que muy pronto se convirtió en una gran llamarada, que comenzó a extenderse a las casas vecinas, de las cuales salieron despavoridos sus ocupantes…

Sheila Weston vio el resplandor del incendio reflejado en una ventana de la salita de su casa, donde, desalentada, seguía esperando a Adam Crane. Se quedó un instante desconcertada, sin comprender. Luego, se puso en pie de un salto y salió disparada de la casa. En Pine Avenue, y por encima de las casas de esta, se veía el resplandor del incendio, y oía ahora los gritos de la gente. Por entre humo negro y gris perla, vio algunas personas corriendo.

—Dios mío… —murmuró Sheila—. ¡Adam!

Corrió hacia Pine Avenue estaba ya ardiendo y envuelto en humo. Sheila salió a la avenida, corriendo hacia el centro de la calzada, donde no alcanzaban las llamas, debido a su amplitud. Por allí, abrazados unos a otros, todos corrían, gritando y llorando. Algunas mujeres corrían con sus hijos en brazos y los más mayores corrían junto a sus padres, muy abiertos los ojos. Para ellos era un incendio, y nada más. Por fortuna para ellos, eso era todo. Un incendio que atraería a los bomberos de McCall… ¡El gran espectáculo!

Y de pronto, Sheila Weston vio, desplazándose, volátiles, por encima de las llamas, cruzando la avenida, las dos llamas rojas, juntas. Supo inmediatamente lo que eran. Pero… ¿dos?

Para Sheila Weston todo fue como una súbita revelación.

—¡ADAM! —gritó, echando a correr.

Llegó en cuestión de segundos a la casa de Rebeca Graham, adonde todavía no había alcanzado el fuego que se iba extendiendo como un gigantesco manto sobre los tejados. El viento agitaba las llamas, y las avivaba, las revolvía, las hacía saltar.

Sheila Weston estuvo golpeando la puerta de la casa de Rebeca hasta comprender que nadie le abriría. Entonces se quitó el jersey, se envolvió el brazo derecho con él, y golpeó los cristales de una de las ventanas. Pasó al interior de la casa envuelta en cortinas, de las que se desprendió rápidamente.

—¡ADAM!

Sabía que él estaba allí. Lo sabía con toda seguridad. No lo había encontrado en parte alguna, de modo que tenía que estar allí. Corrió por toda la casa, sin encontrarlo, y finalmente llegó a la cocina, donde tampoco estaba… La mirada de Sheila se clavó en la puerta que cerraba la bodega. La abrió, encendió la luz, y bajó rápidamente. Hacía frío allí dentro. Un frío como lento y taimado.

—¡Ad…!

Se quedó con la boca abierta, mirando el tonel colocado a un lado del hueco en el cual había una luz amarillenta. Se acercó rápidamente, vio sobre ella la bombilla, y, hacia el fondo, el túnel fantasmagóricamente iluminado. Se metió dentro, y en el acto percibió aquel insufrible hedor que casi la desvaneció.

—¡ADAM!

—¡Sheila, no entres! —le llegó la voz de Adam—. ¡No entres aquí, por lo que más quieras! ¡Voy a salir dentro de unos minutos!

—¡Adam, ¿dónde estás?! —gritó Sheila, avanzando hacia el túnel.

—¡No entres, no te acerques…!

Pero Sheila corría ya túnel adentro, llenos de lágrimas los ojos. Lágrimas de náuseas, de repugnancia. Santo cielo, ¿a qué olía allí? Pasó por encima de algo que parecía un cuerpo, y vio algo que se movía más adelante. Llegó en un instante junto a Adam, que, sentado en el suelo, atados los pies y con las manos a la espalda, la miraba con expresión desencajada.

—Tengo una navaja en las manos… —jadeó él—. ¡Corta el esparadrapo, pronto! ¡Y no mires nada, solo a mí!

Sheila se arrodilló detrás de Adam y vio el cortaplumas entre sus dedos ensangrentados. Lo cogió, cortó las tiras de ancho esparadrapo y luego hizo lo mismo con las que sujetaban sus tobillos.

—Cierra los ojos… —dijo Adam—. ¡Sheila, cierra los ojos, yo te sacaré de aquí, no mires nada!

Sheila Weston asintió, cerró los ojos y, cuando sintió en su mano la de Adam Grané, se dejó llevar, como una ciega. Si Adam decía que ella no debía mirar, ella no miraría.

Y cuando, al sentir el viento al mismo tiempo que el calor del incendio, abrió los ojos y miró a su alrededor, pensó que habría sido mejor mantenerlos cerrados mucho más tiempo.