Capítulo XII

REPARÓ de pronto en aquel hedor. Y al mismo tiempo que lo admitía constantemente comprendía que desde el primer momento lo había estado percibiendo.

Era un hedor horrible.

Un hedor de muerte.

Despacio, volvió la cabeza hacia su derecha, es decir, hacia el extremo no iluminado del angosto túnel húmedo. Aunque el hedor lo impregnaba todo, estaba seguro de que por allí era más intenso. Sus ojos, en efecto, se estaban adaptando rápidamente a la escasa iluminación de aquella parte. Vio el bulto tendido en el suelo y tardó algunos segundos en identificarlo como un cuerpo humano. Un cuerpo de mujer, a juzgar por las ropas.

Un largo estremecimiento recorrió el cuerpo de Adam Crane de cabeza a pies.

Durante más de un minuto estuvo sin saber qué hacer. Lo único que se le ocurría era no respirar para no percibir el hedor, pero, claro, esto era imposible, tenía que respirar. No podía dejar de inhalar aquel hedor de muerte.

¿Quién era la muerta? El pensamiento lógico se impuso rápidamente: no podía ser otra que Pamela Hereford, cuyo cadáver no había sido hallado en su ataúd. Por el amor de Dios… ¡Rebeca había robado el cadáver de su querida amiga para llevarlo allí, para tenerlo en aquel túnel húmedo y helado! Pero ¿cómo había podido hacer Rebeca semejante cosa, si estaba paralítica? ¿O no lo estaba? Su cuerpo… ¡Cómo había reaccionado con el acto sexual! Había sido algo en verdad explosivo, increíble. Cada vez que él la hacía gozar, gritaba. Gritaba fuertemente, gritaba de auténtico placer. Si en lugar de estar en una casa aislada hubiesen estado en un edificio de apartamentos, los vecinos la habrían oído, desde luego.

No recordaba si ella había movido las piernas en algún momento durante los actos sexuales. Quizá lo hubiera hecho, pero él también se sentía poseído por el placer, su mente estaba ofuscada para cualquier otra cosa. ¿Había movido las piernas, podía andar?

Como fuese, allá estaba el cadáver de Pamela Hereford…

Pero… no. ¡No podía ser! Pamela Hereford había muerto hacía dos años, de modo que su cuerpo no podía desprender ya hedor alguno. Aparte de que había sido devorado en mayor o menor medida por el fuego, en dos años cualquier cadáver deja de oler; se seca, se acartona, queda como… como yeso, como simples cenizas, como polvo.

No podía ser el cadáver de Pamela Hereford, sino otro mucho más reciente.

Mucho más reciente…

De nuevo intentó Adam soltar sus manos o sus pies, pero no era posible. Se tendió de lado en el suelo, y comenzó a desplazarse dificultosamente hacia el cadáver. Tardó casi cinco minutos en llegar junto a la mujer. El hedor era insoportable, pero quería verle la cara, quería saber quién era…, si es que la conocía.

No. No la conocía. Finalmente, vio el rostro de la mujer, confusamente. Le pareció que había sido una mujer hermosa, de unos cincuenta años quizá. Parecía dormida. Dormida… Nada de dormida: simplemente, Rebeca Graham la había matado, la había envenenado, seguramente, porque no había en su cuerpo ninguna señal de violencia. Si, igual que a él lo había narcotizado, a aquella mujer la había envenenado.

Tenía un cuerpo pleno, de formas rotundas, que se iban consumiendo en su putrefacción, contenida por el frío del lugar. Si hubiera sido un lugar caliente, su hedor de muerte habría sido absolutamente insoportable, él se habría desvanecido al percibirlo. Pero allí era como… como si estuviese en una cámara frigorífica.

Y, de pronto, supo quién era aquella mujer. Lo supo con toda certeza, lo comprendió de modo inobjetable: era la criada de Rebeca. No se había marchado a Florida, claro que no. Allá la tenía, muerta, fría y seca, tiesa, con los ojos cerrados, como si estuviese durmiendo.

Jadeando, Adam se alejó de la mujer, en dirección al extremo del túnel iluminado. Se alejó cuanto pudo, mirando aquella solitaria bombilla en lo alto de una puerta tosca.

—¡Rebeca! —gritó—. ¡REBEEEECAAAAA…!

De nuevo pareció que su voz, su aliento, se convertía en una manta húmeda que desde el techo caía sobre él. Era como estar en una tumba. O quizá como un gusano metido en los pasadizos de su oscuro y frío habitáculo. Sí, él era un gusano metido allí dentro. Sentía unas frías gotas de sudor en la frente y en el cuello. Seguramente era la primera vez en su vida que sentía auténtico miedo, verdadera angustia.

Una luminosidad blancoazulada comenzó a aparecer a su derecha. Volvió la cabeza vivamente y vio la gran llama de vela que se iba formando, adquiriendo más y más luz. No se movió, y durante unos segundos estuvo sin respirar. Luego, lo hizo despacio, como si temiera hacer ruido. A unos cuatro metros de él la llama se iba definiendo, se iba moldeando. El cuerpo de mujer, es decir, las formas, iban siendo más y más nítidas: Finalmente, alcanzó a distinguir las facciones del rostro, la forma de los pechos, los hombros y las caderas… La espléndida cabellera suelta se movía. Ahora, la iluminación era intensa en el túnel. Fría, lívida, pero intensa. Era como… como estar metido en una cueva con paredes de hielo azulado.

El truco, pensó Adam. ¿Dónde estaba el truco, cuál era el truco? Miró a todos lados, pero no vio nada que delatara la presencia de truco alguno. No se veía el cono de luz de un proyector, ni pantalla, ni nada de nada. Simplemente, estaba el fantasma de Pamela Hereford.

Pero esto no podía ser. Se convenció a sí mismo de ello. Claro que no podía ser, así que no era. Tarde o temprano descubriría el truco, sabría qué y cómo lo hacía Rebeca Graham. Se quedó mirando el fantasma, que permanecía suspendido. Movía los brazos, se alzaba los cabellos. Quizá… quizá había una sonrisa en las facciones como hechas de humo azul… Quizá. Los ojos eran como dos agujeros oscuros, y lo mismo la boca.

Adam Crane notó la corriente de aire y su cabeza giró rápidamente hacia el otro extremo del túnel, hacia aquel en el que estaba la pequeña y tosca puerta. Debía haber otra parecida al final del túnel en la parte oscura. Y cada una de ellas, por supuesto, daba a la bodega de una casa. ¡Y él había estado en ambas bodegas y no había sabido ver ninguna puerta! Claro que no se le había ocurrido registrar las bodegas, simplemente había echado un vistazo. Debían estar detrás de algunos toneles vacíos…

Reconoció inmediatamente a Rebeca, pese a que entraba de espaldas… y caminando. Iba un poco encorvada.

—¡Rebeca! —aulló Adam.

Ella volvió la cabeza, y le sonrió. Su rostro destacó, azulado, más al resplandor del fantasma que de la bombilla que tenía sobre su cabeza en aquel momento. Le sonrió, pero no dijo nada. Continuó entrando, arrastrando algo que debía pesar bastante. Adam identificó pronto el cuerpo de un hombre pero no supo quién era hasta que Rebeca lo hubo entrado del todo y comenzó a arrastrarlo hacia el centro del túnel: era Stanton Graves, el alguacil de Yellow Pine. Enseguida comprendió que, como él, Graves había sido narcotizado. Quería preguntarle tantas cosas a Rebeca que no supo por cuál empezar, así que permaneció en su muda indecisión, en su aturdimiento.

Rebeca soltó las axilas de Graves, cuyo torso sonó blandamente contra el suelo. Se quedó mirando cariñosamente a Adam.

—¿Te encuentras bien, amor mío? —preguntó.

Adam quiso decir algo, pero todo lo que consiguió fue tartamudear. No quería admitirlo, le parecía infantil, pero estaba asustado.

—No temas… —dijo Rebeca, sentándose ante él con las piernas cruzadas—. No va a ocurrirte nada malo.

—Pe-pe-pero… ¿qué…? To-todo esto…

—No creas que es propiamente una venganza. Eso sería demasiado mezquino. Es un castigo, Adam. Todos los que cometen una mala acción deben ser castigados, ¿no estás de acuerdo?

—Sí… Sí, sí, pero…

—No debes preocuparte, a ti no va a ocurrirte nada.

Adam Crane dejó caer la cabeza, y estuvo así unos segundos, serenándose. Luego, miró hacia el fantasma, que seguía moviéndose, agitándose como una auténtica llama al viento.

—Rebeca… —susurró—, ¿qué es eso?

—Oh, es el fantasma de Pamela, querido.

—¡Quiero saber la verdad!

—Pero si es la verdad, ¿cómo podría convencerte?

—¡No vas a convencerme de ninguna manera!

—Está bien, cálmate.

—Creo que… que estoy calmado. ¿Qué hace aquí Graves?

—Lo he traído para darle una agradable sorpresa —sonrió Rebeca.

—¿Qué sorpresa?

—Ya lo verás. Adam, no estás enfadado conmigo, ¿verdad?

—¡Enfadado! Ni siquiera sé qué pensar de ti… Rebeca, me has estado engañando, puedes caminar…

—Ah, sí, hace tiempo de eso. Al principio no, era cierto qué estaba paralítica. Fue debido a la impresión al conocer la muerte de Pamela. Y me salieron unos granos supurantes realmente horribles. Pero cuando estuve un poco repuesta del shock ella vino a visitarme y entonces comencé a ponerme bien muy rápidamente.

—¿Quién vino a visitarte?

—Ella —señaló Rebeca el fantasma—: Pamela. No me asusté en absoluto. Al contrario, me llevé una alegría tan grande… Me dijo lo que había ocurrido, y sentí pena y odio. ¡Oh, creí que iba a morirme de odio! Hasta que comprendí que no era yo quien debía morir, sino ellos.

—Los del cuento… —murmuró Adam—. Sucedió realmente, ¿no es cierto? Sucedió con Pamela, y los causantes fueron Morley, Benton y… Graves, según creo comprender ahora. La Rachel del cuento era Pamela, y sucedió así, ¿no?

—Sí, sucedió realmente como digo en el cuento, y fueron ellos tres. Pero sus esposas fueron luego cómplices con su silencio; y todos los demás también. ¡Todos son culpables de algo en Yellow Pine! Unos más y otros menos, pero todos son culpables. Los más culpables ya han muerto, menos Stanton…

—¿Quieres decir… que los has matado tú?

—Claro —sonrió Rebeca—. Íbamos las dos a visitarlos, y mientras Pamela los asustaba y los acusaba, yo los mataba. El más difícil fue Benton, porque tuve que subirlo con las cadenas, y no sabía bien cómo se hacía… Pero todo ha salido bien, he podido hacerlo todo.

Incapaz de hablar, Adam Crane miraba horrorizado a Rebeca, que volvió a sonreír, se inclinó hacia él y lo besó en los labios. Adam se estremeció, pese a que los labios de la muchacha estaban tibios y tiernos, deliciosos. Tenía la sensación de estar sumergido en una pesadilla, y la cabeza parecía que se le iba hinchando de aire caliente.

—No eres muy guapo —dijo dulcemente Rebeca—, pero sí eres amable y cariñoso, y fuerte, tal como comprendí por tus cartas. Por eso quise conocerte a ti. Había escrito a otros, pero ninguno me parecía adecuado. Tú sí.

—¿Has estado escribiendo a otros hombres por medio de los anuncios de los periódicos? ¿Y siempre utilizando el mismo sistema?

—Sí.

—Pero la letra de Pamela… Bueno, ¿no era de ella?

—Oh, claro que sí. Pero no tenía ninguna dificultad en escribir con la letra de Pamela.

—¡La has estado falsificando!

—De ninguna manera. Es mucho más simple y fácil, querido: Pamela entraba en mí, y entonces yo escribía como ella, y sabía todo lo que sabía ella del mundo de los vivos y del mundo de los muertos…

—¡Rebeca, déjate ya de tonterías!

—Pamela contó lo que le habían hecho los tres, y yo lo supe todo, pero no podía sentirlo, así que pensé en conseguir un hombre que me lo hiciera. Por eso buscaba un hombre en los anuncios, pero me… me repugnaban todos, no sé por qué. Hasta que me escribiste tú.

—¿Quieres decir que me atrajiste aquí con la idea preconcebida de hacer el amor conmigo?

—Claro. Quería saber qué se sentía cuando un hombre la penetra a una… Nunca lo había hecho antes, ¿sabes? Oh, ya te dije eso, ya te dije que Pamela y yo éramos vírgenes. Pero yo amo tanto a Pamela que cuando ella me dijo lo que le habían hecho, lo que había sufrido con aquello, quise sufrirlo yo también…

—Por el amor de Dios… ¡No estás hablando en serio! Además, ¿para qué complicarlo todo tanto haciendo creer a todos que quien me había escrito era Pamela?

—Para terminar de asustarlos. Pamela ya hacía días que paseaba por el pueblo, y yo quise convencerlos definitivamente a todos de que su fantasma estaba con nosotros y que podía hacer cosas como escribir a un hombre, enviarle su foto, matar a algunas personas… Por eso utilicé la letra de Pamela. Pero lo que realmente deseaba era sentirme violada, como Pamela…

—¡Yo no te violé! ¡Tú quisiste hacerlo conmigo!

—Sí, pero el hecho físico es el mismo, ¿verdad? Y resulta que no es… ninguna brutalidad, ni algo terrible; solo un poco doloroso, pero el placer lo compensa sobradamente. Es decir, que me engañaron. Las dos me engañaron.

—¿Las dos? ¿Te refieres a Pamela… y a esa mujer que hay muerta allá?

—Sí. Se llamaba Myrna Dawson, y siempre dijo que me quería muchísimo. Y quizá fuese cierto, a su manera, porque me ayudó en todo: ella traía los periódicos, iba a cursar las cartas a Stibnite, traía las tuyas, sacó las copias de las fotografías de Pamela, me compró los medicamentos y drogas que le pedí… Le dije lo que quería hacer, vengar a Pamela, matar a sus criminales, y ella dijo que estaba de acuerdo, que me ayudaría en todo. Así que lo fuimos preparando con tiempo… Oh, sí, teníamos mucho tiempo, ninguna prisa. Cuando pude caminar, decidimos no decírselo a nadie. Sería mejor así, porque de ese modo, cuando yo matase a los criminales de Pamela, nadie podría sospechar de mí, y sí creerían, sobre todo después de ver a Pamela paseando por la calle, que había sido ella. ¡Era el mejor modo de asustarlos muchísimo! La mujer de Stanton, por ejemplo, hace poco que ha muerto, en su bañera, al ver a Pamela… Sí, Myrna me ayudó en todo, incluso en la construcción de este túnel. ¡Tardamos más de seis meses en hacerlo!

—¿Y dónde está la tierra que sacasteis de aquí?

—Repartida en los toneles de las dos bodegas —rio Rebeca—. ¡Era todo tan emocionante! A veces, por la ventana, miraba pasar a Graves, a Morley, a Benton, al alcalde, al doctor Hartley… Y me reía. ¡No sabían lo que les esperaba! ¿Y lo del piano? ¡Esto era lo mejor de todo!

—Lo tocabas por dentro, ¿verdad?

—¿Cómo has podido saberlo? —exclamó Rebeca.

—No era tan difícil. Si el piano sonaba, de algún modo tenía que ser. Levantabas la tapa grande, golpeabas las cuerdas con un martillito, bajabas la tapa corrías a la bodega y, por medio de este túnel, regresabas a tu casa. No te habrían encontrado jamás allá dentro, claro.

—Claro… —rio Rebeca—. ¡Qué emocionante ha sido todo! Pero me engañaron. ¡Las dos me engañaron!

—En el caso de Pamela, no creo. No es lo mismo hacerlo porque lo deseas que hacerlo forzada con brutalidad por un hombre, Rebeca.

—Bueno, pero el acto en sí es agradable, ¿no?

—Cuando se hace como lo hemos estado haciendo nosotros, sí.

—Pues quizá Pamela no supiera eso, pero sí tenía que saberlo Myrna. Y si no lo sabía, ¿por qué no lo admitió? ¿Por qué no se limitó a decirnos que no lo sabía, en lugar de hacernos creer siempre que era algo horrible, desde que éramos unas niñas?

—¿Qué? —exclamó Adam.

—Sí… Eso hizo Myrna. ¡Nos engañó! Siempre nos tuvo asustadas, siempre nos dijo que los hombres hacían daño a las mujeres, siempre, siempre, siempre. Y no es cierto siempre, Adam, porque tú me lastimaste, pero de un modo… tan maravilloso. Yo sentía algo que nunca antes había sentido con Myrna, ni con Pamela…

—¿Con…? ¿Qué quieres decir?

—Myrna era muy cariñosa con nosotras. Siempre que nos decía lo malos y dañinos qué eran los hombres, nos besaba y nos acariciaba mucho, y luego dijo que debíamos querernos entre nosotras, así que… Pamela y yo nos amamos mucho. Y ella, Myrna, también nos amaba. Decía que eso era amor de verdad.

—Por todos los… ¡Rebeca, me estás hablando de una lesbiana que os pervirtió!

—Sí. Pero tardé mucho tiempo en saberlo. Y esperé. Oh, yo siempre he sabido esperar. Por eso, cuando Myrna ya no podía hacer nada más por mí, la maté. Y también la maté porque ella decía que bien estaba utilizarte a ti, pero que nada de hacer nada contigo en lo sexual, que sería horrible. Pero yo quería hacerlo, de una vez, y precisamente contigo. Quería saber qué era, y ella decía que no, que no, que no, que te mataría antes de permitir eso… Así que la maté. Y mis sospechas han resultado ciertas: me engañó… ¡Nos engañó a las dos, y Pamela murió engañada, violada, sin haber sabido físicamente la verdad, y ya nunca la sabrá! Todos, todos son malos, todos nos mentían, solo querían utilizarnos, con maldad, solo pensaban en ellos… ¡Todos son malos, Adam!

Adam tragó saliva.

¿Se había vuelto loca Rebeca Graham? Pues no, no estaba ni medio loca, ni remotamente loca. Estaba simplemente diciendo verdades. Verdades horribles, que habían costado vidas.

—Rebeca…

—Pero tú no —le sonrió ella—. Tú no eres malo, ni embustero. Estaba segura de ello, lo comprendí al leer tus cartas. Nunca hiciste falsas promesas, ni dijiste mentiras sobre ti. Querías conocerme, que te conociera, querías venir a hablar conmigo…

—Con Pamela.

—¡Conmigo! ¡Porque yo soy Pamela y ella es Rebeca ahora! Y tú… tú eres el hombre que amo. Por eso te quedarás aquí siempre, Adam, conmigo…

—¿Aquí? —respingó Adam—. ¿Dónde? ¿En este túnel?

—Sí. Nunca me has mentido. Ni siquiera me dijiste que me amabas para contentarme. Decías que no sabías si me amabas, pero que sí sabías que me deseabas, y eso lo demostrabas luego muy bien, y lo hacías todo sinceramente. Tú no mentías. Gozabas de mí, pero yo sabía lo que habías dicho, y eso hacías, y además yo gozaba también de ti…, Adam, te amo, te amo… ¡Siempre estaremos juntos los tres!

Adam Crane sintió como un vahído. Miró hacia el fantasma de Pamela Hereford, que seguía en el mismo sitio, agitándose suavemente.

—¿Los… tres? —jadeó.

—¡Claro!

—Rebeca, si permanezco aquí mucho tiempo, moriré. En realidad bastarían unos pocos días. Nadie puede vivir aquí dentro.

—Pero quizá si te dejase subir a la casa querrías marcharte, y nos dejarías solas. Escucha, yo le dije a Pamela lo que se sentía cuando el hombre te apretaba, y ella quiere saberlo. Lo haremos los tres muchas veces, Adam, ¿verdad?

—Escucha… Tú, dices que siempre he sido sincero contigo, y es verdad. Bueno, en realidad no he dicho ninguna mentira que valga la pena de ser tenida en cuenta. Pero tú sí me estás mintiendo.

—No… No, Adam, no… ¡No! Mira, yo creía que tú y la señorita Weston habíais hecho lo que hemos estado haciendo tú y yo, y quise matarla, porque tenía celos. Pero Pamela me dijo que no, que tú no habías querido hacerlo con la señorita Weston, así que no le hemos hecho nada a ella. Solo hemos querido asustarla, para que se vaya, para que se aleje de ti, porque ella también quiere tenerte, y eso no… No. Tú eres para nosotras, y si la señorita Weston insiste entonces tendré que matarla, en lugar de asustarla nada más.

—Está bien. Bueno, suéltame, y yo mismo iré a decirle a Sheila que debe marcharse sin mí.

—No, no quiero. ¡Estarás aquí hasta que ella se haya marchado y esté muy lejos de Yellow Pine!

Adam buscó otra salida. Con la barbilla señaló al dormido Graves.

—¿Y él? ¿También lo vas a tener aquí? Cuando lo echen de menos…

—¿Lo buscarán? ¡Bueno, que lo busquen! ¿Crees que lo encontrarán aquí?

—No… No creo que nos encuentren nunca.

Rebeca sonrió, una vez más. Adam miró hacia la puerta al final del túnel, que comunicaba con la bodega. Cierto, nadie podría encontrarlos jamás a él y a Graves mientras aquella puerta estuviese cerrada y oculta tras un tonel o cualquier otra cosa. Nadie los encontraría jamás.

Las manos de Rebeca tomaron el rostro de Adam y la muchacha se inclinó para besarle en los labios lenta y dulcemente. Adam Crane no estaba experimentando en aquel momento ningún placer al ser besado por la encantadora Rebeca. Tenía los ojos abiertos, mirando desesperadamente a todos lados, como si allí, a su alcance, estuviera la solución. Le habría ido mejor teniendo los ojos cerrados.

No habría visto lo que vio.

Y lo que vio fue que el fantasma de Pamela Hereford, el… truco, se acercaba flotando a ellos, parecía entrar en contacto con Rebeca, y, poco a poco, se iba introduciendo en esta, como empapándola, como si fuese humo que se filtraba a través de un fino tejido…, hasta que desapareció completamente dentro del cuerpo de Rebeca.

Entonces, esta se irguió vivamente, y exclamó:

—¡No! ¡Ahora no, Pamela!

Un rayo que hubiese descargado sobre la cabeza de Adam Crane no habría conseguido hacerle reaccionar. Con los ojos dilatados por el más genuino espanto vio cómo Rebeca se ponía vivamente en pie, agitada, haciendo gestos de rechazo y protestando de viva voz:

—¡Te digo que ahora no! —gritaba—. ¡Ya te avisaré! ¡No! ¡Tú estás muerta, y yo estoy viva! ¡Ahora no!

Hubo como un terrible forcejeo en el cuerpo de Rebeca, y, de pronto, la mancha luminosa comenzó a desprenderse de su cuerpo. Ahora, la llama blancoazulada mostraba como un ribete rojoamarillento alrededor mientras se alejaba de Rebeca. Era como un fulgurar de fuego de inéditos colores.

—Dios mío… —suspiró Adam—. ¡Dios bendito!

El fantasma desapareció y Rebeca hizo un gesto de impaciencia.

—¡Oh, no seas tonta! —gritó—. ¡Haz el favor de volver aquí ahora mismo, Pamela! ¡Te digo que vuelvas aquí! ¿No? Bueno, está bien, ya sé dónde estás, y si no vienes iré a buscarte. ¿Vienes o no?

El aterrado Adam Crane miraba en todas direcciones, pero Pamela Hereford no aparecía. Rebeca volvió a hacer un gesto de impaciencia, casi de enfado, y se dirigió hacia la salida del túnel.

—¡Rebeca! —llamó Adam—. ¡Sácame de aquí! Hablemos de…

—Espera un momento, mi amor. Enseguida vuelvo. Voy a buscar a Pamela.

La vio salir del túnel, cerrando la puerta. Todo quedó en silencio, en un silencio de sepulcro para gusanos con hedor a muertos humanos. En el suelo, cerca de Adam, Stanton Graves continuaba durmiendo bajo los efectos del narcótico. ¿Cuánto rato dormiría? Seguramente no mucho, como él. Aunque lo cierto era que no sabía si había dormido mucho o poco. Tenía la impresión de que había sido poco, pero de pronto, todavía fija su mirada en Stanton Graves, Adam sintió como un estampido dentro de su cuerpo, como un ramalazo de esperanza. ¿Y si Graves llevaba alguna navaja o aunque solo fuese un cortaplumas en algún bolsillo? La funda del revólver estaba vacía, y era evidente que el arma la tenía Rebeca, pero si no le había registrado los bolsillos…

Se tendió de nuevo de costado en el suelo y se desplazó de espaldas hacia Graves, hasta que sus atadas manos le tocaron. Al menos era seguro que no estaba muerto, porque estaba caliente… Desplazándose como pudo, sudando intensamente ahora no solo por la angustia, sino también por el esfuerzo y la dificultad, Adam estuvo palpando el cuerpo de Graves, siempre de espaldas a este, inevitablemente… Si encontraba algo que pudiera ser una navaja arrancaría la tela aunque fuese a mordiscos.

Sí, eso podría hacerlo. Si Graves tenía un cortaplumas no tendría demasiada dificultad en cogerlo con las manos y abrirlo. Luego, lo dejaría en el suelo, lo cogería con la boca y entonces cortaría las tiras de esparadrapo.

¡Si Graves tuviese aunque solo fuese un pequeño cortaplumas…!

Respingó fuertemente cuando oyó abrirse la puerta, y se apartó a toda prisa de Stanton Graves, mirando con expresión desorbitada hacia el extremo del túnel.

—¡Bueno! —oyó a Rebeca—. ¡Aquí estamos las dos!