Capítulo XI

HABÍA una luz encendida en alguna parte, pero Adam Crane tardó casi un minuto en localizarla. Simplemente, veía luz, pero no sabía de dónde procedía. Ni siquiera sabía dónde estaba él. Lo que sí sabía era que tenía frío, que aquel lugar era húmedo y tétrico. Y, muy pronto, supo también que tenía las manos atadas a la espalda con algo que le lastimaba si daba tirones.

Supo qué era muy poco después, cuando tampoco pudo mover los pies cómo deseaba y pronto comprobó que tenía los tobillos sujetos uno al otro por anchas tiras de esparadrapo. Igual que las manos.

—¡Rebeca! —gritó.

Tuvo la extraordinaria y desagradable impresión de que su voz se convertía en algo así como una manta húmeda que caía sobre él. Llegó a poquísima distancia. Apenas a un metro por encima de él, es decir, hasta el techo de tierra húmeda y curvado. Estaba dentro de un túnel excavado en la tierra, eso era todo. Un túnel que permitía el paso de una persona inclinada, y cuya anchura era apenas de un metro. La luz estaba al principio de ese túnel, llegaba mortecinamente hasta Adam y luego parecía ir disolviéndose hacia el otro extremo, que estaba a oscuras. De todos modos, Adam sabía que, a medida que sus pupilas se fueron acomodando a aquella luz, iría viendo más cosas, incluso seguramente distinguiría el extremo oscuro del túnel.

No estaba demasiado sorprendido. Alguna explicación debía existir respecto al sonido del piano. Alguien lo tocaba, posiblemente alzando la tapa grande y golpeando las cuerdas directamente. Luego, por si entraban en la casa de Pamela Hereford, escapaba por el túnel hacia la casa de Rebeca Graham. Es decir, que ambas bodegas estaban comunicadas.

Pero… ¿quién tocaba el piano? Rebeca, no, porque si estaba paralítica no podía desplazarse por el túnel. ¿Quién más había allí? Tenía que haber alguien más en la casa de Rebeca, o en la de Pamela Hereford, bien escondido… ¿Quién?

Abrió la boca para llamar de nuevo a Rebeca, pero desistió de ello. Sabía que ni Rebeca ni nadie podría oír allá dentro, por mucho que gritase. Aparte, era evidente que si Rebeca no estaba con él era porque no podía o no lo deseaba en aquel momento.

—Dios mío, me narcotizó… —jadeó Adam—. Ha debido utilizar pastillas para dormir, y yo estaba tan absorto leyendo el cuento que, ni siquiera noté gusto extraño al café…

El cuento.

El cuento de Rebeca Graham. «Dos veces muerta», se titulaba. Por supuesto que no era ninguna ficción. Era ni más ni menos lo que le había sucedido a Pamela Hereford: tres hombres la habían violado, dos de ellos estando ya muerta, y luego la habían despeñado por el barranco, cerca de Yellow Pine.

Y hasta sabía los nombres de dos de esos tres hombres: Jess Morley, el cartero, y James Benton, el mecánico. El primero había muerto solo y de una manera horrible. El segundo, en compañía de su mujer, y de un modo también horrible. Pero… ¿por qué matar a la mujer de Benton?

Un profundo hedor estaba llegando al olfato de Adam Crane, pero este se hallaba tan absorto en sus deducciones que todavía no reparaba conscientemente en él.

Sí, dos de aquellos hombres habían sido Jess Morley y James Benton. ¿Y el tercero? ¿Quién había sido el tercer hombre?

* * *

La señora Graves estaba a punto de tomar un baño caliente cuando oyó de nuevo el teléfono en la salita. Casi enseguida, escuchó la voz de su marido contestando y su gesto se ensombreció. ¿De modo que con él hablaban y con ella no?

Habían llamado antes dos veces, en poco tiempo, y las dos veces, al contestar ella, habían colgado, sin más. La primera vez pensó que algo andaba realmente mal en las líneas telefónicas. Pero no la segunda, cuando todavía estaba Stanton en el bar de Harris. La segunda había insistido, irritada, pero de nuevo colgaron sin que hubiera escuchado ni siquiera una respiración. Como si la persona que estaba al otro lado del teléfono ni siquiera respirase. Luego, habían colgado.

Y ahora, la tercera llamada pillaba a Stanton en casa, él contestaba, y, evidentemente, quien llamaba no había colgado esta vez, pues Stanton estaba hablando…, pero ahora en voz baja. No podía entender lo que decía. Su voz llegaba como un grave retumbar sonoro al cuarto de baño. Nada inteligible. ¿Qué estaría tramando ahora aquel canalla? Bueno, no le importaba ni poco ni mucho. Desde hacía dos años, a la señora Graves había dejado de importarle lo que hiciera o dejara de hacer su marido. Y por supuesto, había cortado toda relación sexual con él.

Al principio, aturdida, había seguido, pero pronto comprendió que no podía hacerlo. ¡No podía! Cada vez que él se desnudaba ante ella, y veía su enorme torso velludo, y su… su… No podía evitarlo. Aquella noche reveladora, cuando él la tocó ella gritó, y Stanton Graves se quedó mirándola sobresaltado y desconcertado.

—¿Qué te pasa? —había preguntado.

—Nada.

—¡Cómo que nada…! Tan solo te he tocado y ha parecido que te quemaba… ¿Qué demonios te pasa?

—Ya te he dicho que nada.

—Muy bien, en ese caso hagámoslo.

—No… No. ¡No quiero hacerlo nunca más contigo, nunca más!

—¿Estás loca? —había gritado Stanton.

Tal vez. Sí, tal vez ella estuviera loca entonces, para aceptar aquella situación después de enterarse de lo que había hecho su marido, el honrado alguacil de Yellow Pine en compañía de sus dos amigotes.

Eso había sido tres noches antes. Ella había estado llamando a la oficina de él, y el teléfono no había contestado, pese a que Stanton le había dicho que llegaría un poco tarde porque tenía que resolver asuntos de papeleo. Y como se hacía demasiado tarde, había llamado varias veces, sin obtener respuesta alguna de ellas.

Pero no había sido eso lo peor. Lo peor había sido cuando comenzó a oír los gritos de fuego en la calle. Se había asomado a la ventana y había visto el resplandor del incendio. Del incendio que luego sabrían todos era el del coche de la infortunada Pamela Hereford. Le sorprendió esa noche la actitud de Stanton. Mientras ella miraba, el fuego desde la ventana, él entró precipitadamente en la habitación. Llegaba muy agitado, y estaba lívido. Recordaba perfectamente que ella se había sorprendido al verlo entrar. ¿Acaso no había oído mientras estaba en la calle los gritos de fuego?

Se lo preguntó y él dijo que no. Era imposible, y ambos lo sabían perfectamente. Stanton se acercó a la ventana, miró el incendio y, luego, sin decir palabra, se fue con los demás a ver qué había ocurrido. Pero su actitud le resultó tan extraña a ella que, naturalmente, cuando tuvo ocasión le preguntó dónde había estado y todo lo demás.

Lo estuvo presionando tanto que, finalmente, entre negativas y gritos, a él se le escapó algo que la ayudó a comenzar a intuir que algo había ocurrido. Algo mucho más horrible que un vulgar accidente desconcertante. Finalmente, consiguió que él se lo dijera, que le explicara lo que había ocurrido entre Pamela Hereford, él y sus amigotes Morley y Benton. Solo querían divertirse un poco con ella, dijo. En realidad, habían querido gastarle una broma, eso era todo.

Pero, a medida que le fue sonsacando toda la verdad aprovechando el estado de ánimo de él, fue comprendiendo que no había sido una broma, que aquellos tres canallas habían planeado lisa y llanamente violar a Pamela Hereford una noche, y que finalmente lo habían hecho, y que ella había muerto de un colapso, y que…

Bien, se enteró de todo. Y por último, aquella noche, cuando él la tocó y gritó, comprendió que ya nunca podría hacerlo con él, nunca, nunca más, aunque ambos viviesen mil años. Durante varias semanas lo pasó muy mal. Su conciencia le decía que debía denunciar aquel crimen repugnante y malvado. Pero Gladys, la mujer de Benton, que también había sonsacado a su marido, puso las cosas en su punto. ¿Por qué complicarse ellas la vida? Todo había sucedido ya, nada tenía remedio, y si ellas denunciaban el hecho lo único que conseguirían seria complicarse la vida. Se quedarían sin maridos, tendrían que marcharse de Yellow Pine… ¿Qué harían entonces? Las dos eran ya mayorcitas, llevaban allí una vida apacible y agradable. ¿Valía la pena perderlo todo por algo de lo que ellas no tenían culpa alguna?

De modo que decidieron callar y seguir viviendo con sus maridos como si nada hubiera ocurrido, como si no supieran nada, como si todo, en efecto, hubiera sido un simple y desdichado accidente. Pero, eso sí, Sara Graves decidió que aquel hombre que lo había estado haciendo con una muerta nunca más lo haría con ella. ¡Nunca más, aunque la amenazara de muerte! Gladys Benton se lo había tomado de otro modo. Más fríamente en todos los aspectos. Continuó haciendo vida normal con Jim, a pesar de saber lo que este había hecho, que había violado a una chica muerta de un colapso. Incluso, en alguna ocasión, Gladys, a la que le gustaba mucho el sexo, le había dicho que tenía su emoción aquello de hacerlo con Jim recordando lo que él había hecho…

Sara Graves se estremeció.

Estaba inclinada sobre la bañera, con una mano dentro del agua, comprobando la temperatura, y se había quedado así, primero escuchando a su marido, luego absorta en sus pensamientos.

Tras el estremecimiento, reaccionó. Escuchó atentamente. Stanton había dejado de hablar por teléfono. Le oyó caminar de un lado a otro por el dormitorio. Luego, sus pasos acercándose al cuarto de baño. Instintivamente, Sara cogió una toalla, y se la puso ante el cuerpo desnudo. Stanton apareció en la puerta.

—Voy a salir —dijo.

—¿Tardarás mucho? La cena está lista, había pensado servirla después de bañarme.

—No sé cuánto tardaré.

—¿Adónde vas?

—No te importa —replicó él acremente.

Ella encogió los hombros.

—Como quieras —replicó con indiferencia—. Si cuando me haya bañado no has vuelto, cenaré sola.

Él miró con rencor la toalla con la que se ocultaba y, sin decir nada más, se marchó, Sara todavía esperó casi un minuto para dejar la toalla y meterse en la bañera. Necesitaba aquel baño caliente, porque estaba muy nerviosa. Y Stanton también lo estaba. Ninguno de los dos lo había mencionado, pero ambos debían pensar en lo extraño que resultaba que hubieran muerto Jess Morley y Jim Benton, así como su esposa Gladys. Parecía… como un castigo. Un castigo del fantasma de Pamela Hereford. Y era natural que Stanton estuviera nervioso, porque siguiendo la lógica de todo aquello algo podía ocurrirle a él muy pronto, podía tocarle su turno.

Incluso a ella misma podía ocurrirle algo, como a Gladys. Pero no, a ella no, porque ella no había hecho nada. Nada absolutamente. Aunque esto era discutible, ya que sí había hecho algo: callar lo que sabía. Y con su silencio, al igual que Gladys Benton, había permitido que tres repugnantes degenerados asesinos continuasen en libertad. Por egoísmo, por comodidad, para no complicarse la vida, eso habían hecho ella y Gladys Benton.

¿Adónde debía ir ahora Stanton? ¿Tal vez había encontrado en el pueblo alguna mujer que se prestase a aliviarlo de su soledad sexual? Todo podía ser, porque todo era un asco.

¿Y lo que habían querido hacer con el cadáver de Pamela Hereford aquella mañana? Stanton había convencido a sus vecinos de que los fantasmas solo aparecen cerca del lugar donde han sido enterrados sus cuerpos. De modo que se habían armado bien, por si aparecía el fantasma de Pamela Hereford, y se habían ido todos al cementerio, para desenterrar el ataúd y llevarlo bien lejos de allí. Habían querido llevarlo en una camioneta hacia las Rainbow Mountain, enterrarlo allí, sin más, bien hondo, de manera que si el fantasma se desprendía del cuerpo de Pamela estuviera vagando por las montañas…

Todo era horrible. Y el alcalde, el inmaculado John Newberry, que miraba con ojos de hambre especialmente a las niñas, había aceptado, porque no quería complicaciones en el pueblo, igual que los demás vecinos. Nadie quería que Yellow Pine fuese el pueblo de un fantasma. Pero aún había hecho más el alcalde: había retirado de la escuela todos los escritos de puño y letra de Pamela Hereford. Y ello, porque todos estaban empezando a convencerse de que había sido ella, en efecto, la que había escrito al periodista Crane para que fuese a Yellow Pine y lo descubriese todo.

¿Y lo de Rebeca Graham, aquella pobre muchacha que estaba pagando las consecuencias de la muerte de Pamela de aquel modo tan horrible? El disgusto que se había llevado al conocer su muerte había arruinado su vida. Pese a esto, Stanton había tenido la desfachatez de ir a pedirle que negase que la letra de las cartas recibidas por el periodista era la de Pamela Hereford. Pero Rebeca Graham había dicho que sí lo era.

Y, bueno, esto era imposible, ¿no? Porque imaginarse a un fantasma escribiendo cartas y enviando fotografías ya era demasiado. Aunque tal vez no. El fantasma, según decían, vagaba por el pueblo, muchos lo habían visto. Ella no, pero sí muchos, sobre todo la noche anterior.

La señora Graves se llevó una mano al corazón. Desde entonces no lo tenía muy bien. Si a ella le diesen un disgusto como el que había recibido la pobre Rebeca, le daría un síncope. Oh, sí, seguro, ella no quedaría inválida, pero le daría un síncope.

Verdaderamente, Pamela y Rebeca se habían querido muchísimo. Esto lo envidiaba la señora Graves. Le habría gustado poder querer así a alguien, poder amar con aquella intensidad total. Claro que aquellas dos jovencitas eran tan especiales, tan delicadas, tan sensibles…, tan extrañas. Como la criada de Rebeca, Myrna Dawson, que se había marchado a Florida hacía quince días. Esto todavía no lo había comprendido Sara Graves. Myrna Dawson siempre había estado con los Graham, adoraba a Rebeca, y cuando esta decidió regresar a vivir en el pueblo se volvió loca de alegría. Y luego, cuando la pobre chica más la necesitaba, inválida y triste, la dejaba sola y se iba a Florida. ¡Qué extraño, qué triste, qué deprimente era todo!

El agua se estaba enfriando, y ella ni siquiera había comenzado a enjabonarse. Suspirando, Sara Graves tomó la botellita de gel y se dispuso a echarse un chorrito entre los pechos. Todavía estaban de buen ver. Bueno, tampoco se podía exigir demasiado, a sus casi cincuenta años, pero…

La luz se apagó de pronto.

Se apagó de un modo extraño, como si algo en alguna parte estallara, como si se partiese alguna cosa.

Sara Graves soltó un respingo y luego quedó inmóvil. Podía ser una avería momentánea, de esas brevísimas que ocurren a veces. Sí, seguramente la luz volvería de un momento a otro.

Pero no.

La luz no volvió.

Es decir, apareció una luz, pero no era la luz habitual de la casa, sino una luz de una tonalidad diferente y localizada en la puerta del cuarto de baño, donde apareció súbitamente. La estupefacción de la señora Graves duró un par de segundos. Luego, el frasco de gel escapó de su mano y cayó en el agua, produciendo un leve plop. La señora Graves abrió la boca para gritar, pero no pudo hacerlo. Estaba sintiendo una opresión en el pecho. Tenía las manos alzadas ante ella, como dispuesta a utilizar el gel, la cabeza vuelta hacia la puerta.

Estaba mirando aquella luz alargada, vertical, que parecía una llama de tonalidad blancoazulada, y que se agitaba suavemente. Sí, como una llama al viento. Pero no era una llama. Era una forma diferente.

A medida que aquella luminosidad iba tomando aquella forma, los ojos de Sara Graves se iban abriendo más y más, y lo mismo su boca; el rostro se iba desencajando. Cuando la forma se definió visiblemente como un cuerpo de mujer, un ronco suspiro brotó de la abierta boca de la señora Graves. Un suspiro largo, prolongado, más bien como un ronquido entrecortado, que se cortó de pronto cuando la forma de mujer alzó los brazos, y metió las manos en la nuca, agitando sus hermosos cabellos.

La señora Graves sintió súbitamente un horrendo frío en todo el cuerpo, pero no se estremeció. Simplemente, sintió frío, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y luego, lentamente, su ahora relajado cuerpo se fue deslizando hacia el fondo de la bañera.

* * *

Le pareció que regresaba del fondo de un pozo.

Luego, se encontró sentada en el suelo, rodeada de oscuridad, excepto por una parte, donde se divisaba un resplandor: las luces del pueblo.

En este instante lo recordó todo, lanzó un grito, se puso en pie de un salto y miró despavorida a su alrededor. Estaba rodeada de tumbas, eso era todo. Tumbas cuyas blancas lápidas tenían una siniestra tonalidad grisazulada. Volvía a hacer viento, y los cipreses oscilaban suavemente, y parecían gemir.

Sheila lanzó otro grito y, sin más, echó a correr alejándose de la tumba de Pamela Hereford, tropezando continuamente y emitiendo a cada tropezón un nuevo grito de espanto. Salió del cementerio corriendo como nunca había corrido en su vida.

Tras ella, dentro de un blanco ataúd, solo quedaba una linterna encendida.

* * *

No había ninguna luz encendida en la parte de atrás de la casa de Rebeca Graham, pero esto, además de ser lo acordado, le convenía a Stanton Graves. Sí, era mejor que nadie le viese visitando a aquella hora y por la puerta de atrás a la señorita Graham. Ella se lo había pedido por teléfono, pero además Graves ya había estado pensando en visitarla en cualquier momento para pedirle explicaciones a solas, porque la jugarreta que le había hecho con lo de las cartas supuestamente escritas por Pamela Hereford se había pasado, de la raya. Era imposible que esto fuese así, y Graves había estado reflexionando sobre el mejor modo de interrogar a Rebeca para que le explicara los motivos de su mentira.

De modo que, si ella le había citado, mejor.

Llamó quedamente con los nudillos, mientras miraba a derecha e izquierda. Y al mirar hacia su derecha vio la casa de Pamela Hereford, y, en la parte de atrás, relativamente cerca de él, vio el sofá-columpio.

El sofá-columpio donde aquella noche había estado meciéndose apaciblemente Pamela Hereford, mientras tarareaba una canción. Bueno, no la tarareaba, sino que la musitaba como hacia dentro: mmmmm… mmmmmmm… mmmmmmm… Se habían quedado unos minutos observándola y escuchándola, escondidos entre las matas.

Lo recordaba todo como si hubiese ocurrido hacía solo unos minutos. Recordaba aquella especie de ahogo que había sentido al verla allí tan hermosa. El mismo ahogo que sentía cuando la veía pasar por la calle, siempre acompañada por Rebeca Graham. Bueno, casi siempre. En cuanto a Rebeca Graham, había estado en un tris que no fuese ella la que corriese la suerte de Pamela Hereford. En realidad, Rebeca les debía la vida a él y a Benton. Morley había dicho que, puestos a hacer una cosa como aquella, él quería hacerla con Rebeca Graham porque le gustaban las morenas. Pero a él y a Benton les gustaban las rubias, así que, democráticamente, ganó la mayoría, y fueron a por Pamela Hereford, sin desdeñar la idea de Benton en el sentido de que si aquello salía bien, y, tal como calculaban, Pamela Hereford no diría a nadie lo ocurrido, más adelante podían hacerlo con Rebeca Graham.

La idea les había hecho gracia. Sí, había tenido mucha gracia: ellos se habrían tirado a dos auténticas bellezas y nadie sabría nada, porque ellas no lo dirían. No, no eran de las que luego acuden a la Policía a decir que han sido violadas. Tenían demasiada clase, demasiado orgullo.

Y a lo mejor —había dicho después Morley—, si sale bien, podemos ir tirándonos a una y otra durante algún tiempo… ¡Puede que hasta llegue a gustarles que de cuando en cuando las violen tres encapuchados!

Sí, había tenido gracia…, hasta que Pamela Hereford quedó muerta en sus brazos. ¿A qué negarlo? Él se dio perfectamente cuenta del momento en que la muchacha moría. Percibió perfectamente aquel suspiro, supo que acababa de morir de un ataque al corazón o algo así, pero no le importó, en aquel momento. Lo estaba pasando demasiado bien, y el cuerpo estaba caliente…

Stanton Graves se disponía a llamar de nuevo, un poco irritado, cuando la puerta se abrió. Vio relucir algunas partes metálicas del sillón de Rebeca, y la blancura del rostro de ella. No había ninguna luz encendida.

—Pase, Stanton… —susurró Rebeca—. ¿Seguro que no le ha visto nadie?

—Claro que no —dijo Graves, entrando.

Cerró la puerta, y masculló algo.

—El interruptor está a su izquierda junto al marco —dijo Rebeca—. Pero no hace falta que encienda la luz. Agárrese al respaldo del sillón.

Graves lo oyó girar, extendió las manos y tocó el respaldo. Se agarró a él, y luego, cuando Rebeca comenzó a desplazarlo, la ayudó. Al fondo divisó un cierto resplandor. Ah, sí, estaban en el pasillo, y se dirigían hacia el vestíbulo. Pasaron ante las puertas de los dos dormitorios y del cuarto de baño. El pasillo hacía ángulo allí, y se dirigía hacia la cocina. En el vestíbulo se veía bastante bien pese a estar apagadas todas las luces, pues por las ventanas se filtraba el resplandor de las luces de Pine Avenue.

—Vamos a mi despachito —dijo Rebeca—. Tengo preparado café.

Graves frunció el ceño, pero también encogió los hombros. Le estaba esperando la cena, así que no le atraía tomar café, pero ¿qué más daba? Si había que tomar café, pues tomaría café. El caso era escuchar aquello tan importante que Rebeca tenía que decirle.

Entraron en el despachito, y Rebeca encendió un lámpara de pie, junto a la cual quedó, un poco de espaldas, de modo que Graves no podía ver bien su rostro. Además, llevaba uno de sus malditos pañuelos de cabeza.

—Siéntese… —señaló Rebeca un sillón—. Espero que no le haya dicho ni siquiera a su esposa que ha venido aquí.

—A nadie.

—Mejor. Le llamé dos veces antes de encontrarle en casa, y me contestó ella, pero no quise darme a conocer.

—¿A qué viene tanto misterio? ¿Qué ocurre?

—Sírvase el café usted mismo, ¿quiere?

Stanton Graves se resignó. Además, no le venía de unos minutos. No tenía prisa para nada. De modo que se sirvió el café, se sentó, y miró a Rebeca, abriendo la boca para decir algo. Se quedó así, con la boca abierta, estupefacto, contemplando el rostro de Rebeca Graham, ahora a plena luz, pues ella se había colocado adecuadamente, y además se había quitado el pañuelo.

Su gesto fue tan expresivo que Rebeca Graham soltó una carcajada.

—Me parece que se ha sorprendido usted, Stanton.

—Dios mío… ¡Pero si todos dicen que…!

—No se debe hacer caso de las habladurías de la gente. Es cierto que me salieron gran cantidad de horribles granos en todo el cuerpo, incluso en la cara, pero ya ve que no dejaron ninguna señal.

—Sí… Ya lo veo… Bueno, me… me alegro mucho, de veras, Rebeca.

—Gracias. Tampoco quedaron señales en el cuerpo. Ni una sola, vea.

Rebeca se alzó el jersey. No llevaba sujetador, y sus pechos, blancos y firmes aparecieron ante la atónita mirada de Stanton Graves, hermosísimos, de una turgencia impresionante. Los pezones, grandes y rosados, fascinaron al alguacil de Yellow Pine, en cuya mano tembló la taza de café.

—Cuidado con el café —rio Rebeca—. Será mejor que se lo beba.

Graves asintió, y se bebió el café de un trago. En su mente comenzaba a formularse la lógica pregunta: ¿para qué le había citado tan misteriosamente Rebeca Graham? ¿Qué pretendía? ¿Provocarlo? Dejó la taza sobre la mesita, sin dejar de mirar los pechos de Rebeca, que parecía haberse olvidado de que tenía alzado el jersey.

—¿Siempre va usted armado? —preguntó Rebeca.

—¿En…? Oh, bueno, sí. Es una costumbre. Pero en realidad nunca utilizo el revólver. No es necesario en Yellow Pine.

—Entonces, ¿por qué lo lleva?

—Bueno, es el reglamento. Además, nunca se sabe lo que puede ocurrir.

—Eso es cierto. Nunca he tenido un arma en las manos… ¿Me permite ver la suya, Stanton?

—Sí, cómo no —sonrió Graves—. Pero tenga cuidado, pues está cargada, naturalmente. Espere, le pondré el seguro.

Se había puesto en pie, acercándose a la muchacha y sacando él revólver de la funda. Le puso el seguro, y se lo entregó, volviendo a mirar los espléndidos pechos. Maldita sea, ¿qué estaba tramando aquella chica? Miró el revólver en sus blancas, delicadas, bellísimas manos. Ella le miró a él.

—No tiene que permanecer de pie, Stanton —dijo amablemente, sonriente—. Por favor, siéntese o va a dolerme el cuello de mirar hacia arriba. ¿Tiene seis balas, esta pistola?

—Sí. Es un revólver.

—Oh, bueno, qué más da. ¿Quiere más café?

Graves, que se había sentado, negó con la cabeza. Rebeca volvió a mirar el revólver con mucha atención.

—Supongo —dijo, sin alzar la cabeza— que disparar con esto tiene que resultar muy fácil. Debe bastar con apretar el gatillo, ¿verdad?

—Si le ha quitado el seguro, sí —sonrió Graves.

Ella quitó el seguro. El suave chasquido fue como un aldabonazo de alarma para Stanton Graves. Se inclinó un poco hacia delante, dispuesto a ponerse en pie, pero el revólver le apuntó directamente. Ya definitivamente alarmado, Graves miró los ojos de Rebeca, que dijo:

—Siga sentado, Stanton.

—Rebeca, no debe manipular las armas si no sabe utilizarlas. Es peligroso, créame.

—En realidad sí sé un poco —murmuró ella—. Quiero decir que es tan sencillo disparar. Y eso es lo que haré si usted se mueve de ese sillón. Si intenta acercarse a mí, le dispararé al vientre. Creo que no fallaré.

Stanton Graves palideció. Se quedó inmóvil, olvidándose súbitamente de los magníficos pechos que tenía ante él.

—¿Qué clase de tontería es esta? —masculló.

—No es ninguna tontería. ¿Sabe usted que su esposa acaba de morir? Y con ella no ha hecho falta tijeras, ni cuchillos, ni cadenas, ni golpes en la cabeza, ni nada de nada… Sabíamos que moriría solo de miedo. Y así ha sido.

—¿Se ha vuelto loca? —jadeó ahora Graves.

—Estuve a punto de volverme loca, pero no ahora. ¿Por qué lo hicieron, Stanton?

—Hicimos… ¿qué? ¿A quiénes se refiere…, a qué se refiere?

—Me refiero a usted, Morley y Benton. ¿Por qué hicieron una cosa tan… tan cruel y horrible? Con Pamela, ya sabe a qué me refiero.

Stanton Graves sentía la boca seca y una extraña pesadez en la cabeza. Pero todavía estaba alerta, todavía estaba consciente. ¿Los había visto Rebeca desde su casa, aquella noche? Todas las luces estaban apagadas, pero… ¿había estado Rebeca en alguna ventana lateral o de la parte de atrás, y los había visto?

—¿Qué es lo que sabe usted? —susurró.

—Todo. Absolutamente todo.

—¿Quién se lo ha dicho? ¿Sara, tal vez?

—¿Su esposa? Claro que no. Pamela me lo dijo. Tardó algunos meses, hasta que me repuse lo suficiente del disgusto para poder saber la verdad de lo ocurrido. Entonces ella vino a verme y me lo contó todo.

Rebeca bajó el jersey. Graves dejó de ver las blancas manchas de los pechos. Sí, eran… habían sido unas manchas blancas desde hacía unos segundos. Parpadeó con fuerza. No veía bien. Pero todavía razonaba.

—Creo que usted está loca —dijo, con voz torpe.

—Claro que no. Usted mismo, al preguntarme si me lo había dicho su mujer, ha admitido los hechos. Es cierto, podía habérmelo dicho su mujer…, o la de Benton. Podían haberlo dicho, no a mí, sino a quien correspondía, para que ustedes tres pagasen su culpa al menos en parte. Pero no lo hicieron. Fueron cobardes, egoístas y malvadas al encubrirlos a ustedes. Por eso, ellas también han muerto.

—¿Quiere decir… que las ha matado… usted?

—Con la ayuda de Pamela.

Graves se pasó una mano por la frente. Comenzaba a notar una pesadez de cabeza excesiva, y ya no coordinaba bien. Tenía sueño. Exactamente, eso era lo que le ocurría: tenía sueño.

—Pero no solo ustedes cinco eran culpables del silencio, sino otros muchos más. Por ejemplo, el doctor Hartley, que aceptó la… sugerencia de usted para no hacer la autopsia de los restos de Pamela. Y algunos vecinos, que seguramente vieron o sospecharon algo. Y por supuesto, el señor Newberry, que siempre anda mirando a las chicas jóvenes con cara de sátiro. Y la esposa de él, que seguramente sabe de alguna que otra porquería suya, pero que, como las de usted y Benton, siempre ha callado. Y, en fin, todos los vecinos de este pueblo, que sabían que era muy extraño que Pamela saliese aquella noche en su coche en dirección a McCall, cosa que nunca había hecho ni tenía por qué hacer. Eso lo sabían todos, sabían que había algo extraño, pero nadie dijo nada. Ustedes, los más importantes, dieron una versión, y todos callaron. ¿Para qué complicarse la vida, para qué indisponerse con el médico, el alcalde, el alguacil…? Algo extraño había pasado, pero no era cuenta de ellos. Por eso, todos, absolutamente todos, tendrán que pagar, Stanton. Primero ustedes, los culpables directos. Luego, todos los demás. Lo pagarán.

La voz de Rebeca Graham se había ido alejando, alejando… Eso le parecía a Stanton Graves, al menos. Sí, llegaba como de muy lejos. Y ya apenas veía a la muchacha, era como una sombra ante él.

De pronto, le pareció que se ponía en pie.

Pero no, esto ya no podía ser. Rebeca Graham no podía ponerse en pie porque estaba paralítica. Y sin embargo, la estaba viendo, confusamente, acercándose a él. Graves sintió como un tirón en la cabeza. No, había sido en la barbilla. Movió los párpados, y la imagen del rostro de Rebeca se aclaró ante sus ojos. La vio, de pronto, perfectamente.

—Tengo algo para usted, Stanton… —dijo Rebeca—. ¡Algo que le va a gustar mucho!

La oyó, pero de momento no asimiló bien las palabras, Estaba contemplando, incrédulamente, las dos manchitas que parecían la llama de una vela, igual que… igual que el fantasma de Pamela Hereford. ¿Algo que le iba a gustar mucho? ¿Qué podía ser? ¿De qué estaba hablando aquella muchacha?

Hubo como apagones repetidos en sus ojos, y en su mente. Oscuridad, luz, oscuridad, luz, oscuridad… Supo que Rebeca acababa de soltar su barbilla. La cabeza le pesó mucho hacia delante, y arrastró el cuerpo, que rodó por el suelo quedando cerca de los pies de Rebeca Graham.

Algo que le iba a gustar mucho.

Algo que le iba a gustar mucho.

Algo que le iba a gust…