SOLAMENTE caían cuatro gotas cuando Adam Crane llamaba a la puerta de la casa de la señorita Graham. No había mucha gente en la calle, pero todo tenía aceptables apariencias de normalidad. De una cosa estaba seguro Adam Crane: el alguacil, el alcalde, y posiblemente el inteligente y reposado doctor Hartley estaban manipulando a la gente del pueblo, dictándoles su comportamiento. Estaba claro que a las fuerzas vivas de Yellow Pine no les seducía en modo alguno la probable futura notoriedad de su pueblo en ese sentido fantasmal, y estaban haciendo todo lo que podían para evitarlo.
Hasta aquí, y en este sentido, bien. Pero de eso a admitir la sarta de tonterías, como bien había dicho Sheila, había una gran diferencia. De todos modos, él seguiría el juego el tiempo que fuese necesario…
La puerta se abrió, y Rebeca le sonrió inmediatamente, muy brillantes los ojos.
—He venido a devolverte las llaves de la otra casa —dijo Adam.
Ella parpadeó, como desconcertada. Pero volvió a sonreír.
—Pasa.
Adam entró y cerró la puerta. Ella encaró el sillón hacia su despachito, y él lo empujó. Pamela lo hizo girar una vez en su despacho, enfrentándose a Adam.
—No debiste abandonarme de aquella manera —susurró.
—Lo siento. Me pareció que era lo mejor. Estabas tan profundamente dormida, que no quise molestarte.
—No me habrías molestado, Adam. Las personas que amamos nunca nos molestan… Nunca. Y yo te amo a ti.
—Pensé que solo querías tener una experiencia.
—No. Te amo para siempre. Y lo que he estado pensando es que quizá fuiste tú quien quiso tener una experiencia extraordinaria. Supongo que has hecho el amor con muchas mujeres, pero nunca con una paralítica.
Adam se estremeció.
—Te aseguro que no fue esa mi intención, Rebeca.
—Entonces… ¿por qué lo hiciste? ¿Porque también me amas?
—Sinceramente, no lo sé. Creo que te amaba en aquel momento, pero no estoy muy seguro ahora. Es decir, no lo estaba cuando venía hacia aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando te veo… mis ideas se aclaran en ese sentido. Me sucede una cosa extraña en ese sentido.
—Debo interpretar —sonrió de nuevo Rebeca— que en este momento sí me estás amando.
—No quiero engañarte… —murmuró Adam—. No sé si es amor o es simple deseo de una muchacha tan hermosa como tú.
—¿Es decir, que me deseas, al menos?
—Sí.
Rebeca estuvo mirándolo fijamente durante varios segundos. Por fin, movió el sillón hacia la puerta del despachito. Salió de este, volvió la cabeza, y sonrió.
—Adam, ven.
Él salió, empujando de nuevo el sillón. No hicieron falta indicaciones. La llevó al dormitorio, entraron ambos y él cerró la puerta. Rebeca llevaba un jersey abierto y una blusa transparente. Cuando se quitó el jersey, Adam se dio cuenta de que no llevaba sujetador. En la fina tela se marcaban deliciosamente los pezones. Fugazmente, Adam Crane pensó en Sheila, pero aquella cosa extraña le estaba ocurriendo de verdad; había visto a Rebeca y la había deseado. Y ahora la deseaba todavía más. Se sentía confuso, pero la deseaba. Tenía la sensación de que perdía su voluntad.
Ella se quitó también la blusa, descubriendo completamente sus bellísimos pechos, y tendió los brazos a Adam, en silencio. Él tampoco dijo nada. La alzó del sillón, la depositó en la cama y se desnudó. Se sentía como flotando. En el momento en que se tendía en la cama junto a ella, recordó que en la tarde anterior no se había visto en los ojos de Rebeca, como en los de Sheila. Lo que había visto en los ojos de Rebeca fueron das manchitas pequeñas, como diminutas llamas de vela.
Pero ahora, cuando miró los ojos de la muchacha, se vio a sí mismo. Suspiró y la besó en la boca, mientras comenzaba a acariciarla. Los pechos de Rebeca eran finos y elásticos, de una blancura maravillosa, los pezones, rosados y grandes, atrajeron inmediatamente sus besos. Rebeca gemía y suspiraba, y había estremecimientos de placer en sus blancas y tersas carnes.
—Adam… ¡Adam! —pidió.
Cuando Adam Crane la penetró, y percibió su estremecimiento de gozo, su grito de placer, quedó con la mente en blanco.
* * *
—Nunca creí que se pudiese ser tan feliz —susurró Rebeca—. ¿Sientes lo mismo que yo, Adam?
Todavía estaban en la cama, todavía desnudos, ella acariciándole a él, y él a ella. Para Adam Crane aquel cuerpo contenía la mayor fuente de placer de la que había bebido en su vida. Era cierto y bien cierto que Rebeca no estaba muerta, solo paralítica. Sus sensaciones sexuales eran tan vigorosas y completas que Adam todavía no podía creerlas.
—No sé lo que siento —sonrió—, pero desde luego no es desagradable.
—¿Y todavía no sabes si me amas? —rio ella.
—Me parece que tendríamos que hacer antes una definición muy concreta de lo que es el amor. Tal vez podrías hacerlo tú, que eres escritora.
—No te burles de mí… ¡Solo escribo cuentos! Oh, bueno, y algunas poesías… ¿Te gustaría leer alguno de mis cuentos? Dime que sí, por favor.
—Sé lo que estás tramando —sonrió Adam—: quieres que ahora me ponga a leer para retenerme aquí todo el tiempo posible. Pero, Rebeca, tengo que marcharme…
—¿Por qué?
—Si me quedase toda la noche, las cosas se complicarían mucho para los dos. Todavía no te he explicado lo que ha sucedido esta mañana.
—Pues explícamelo ahora.
Adam la besó en la boca, y propuso:
—Haremos un trato: mientras nos vestimos los dos te explicaré lo de esta mañana. Luego, tomaremos un café en tu despacho mientras leo uno de tus cuentos, y luego me iré. ¿Estás conforme?
—No —sonrió Rebeca—, pero supongo que no tengo más remedio que aceptar.
Media hora más tarde, ya llegada la noche, Adam Crane, acomodado en uno de los sillones del despachito de Rebeca, comenzaba la lectura de uno de los cuentos, fumando y tomando el café preparado por la muchacha.
* * *
«DOS VECES MUERTA» por Rebeca Graham.
Era una muchacha preciosa y dulce, tan maravillosa como no podía haber otra en el mundo. Tan hermosa era que los ojos de los hombres debían haber reventado al mirarla, porque en todos ellos aparecía la suciedad del deseo más repugnante.
Y esa expresión sucia, ese deseo repugnante que veía en los ojos de los hombres, tenía tan aterrorizada a la dulce Rachel que siempre los rehuía, no quería relacionarse con hombre alguno. De modo que llevaba una vida tranquila y delicada, incluso romántica. Había encontrado un amor más puro, tierno y delicado, y todos los días de su vida, todos los segundos de su existencia, pensaba en ese amor.
Aquella noche, Rachel salió al jardín de su casa. Era una noche de primavera, el aire estaba tibio, y olía a flores. En el jardín había un columpio en el que Rachel solía mecerse mientras se entregaba a sus pensamientos. Las noches tibias de primavera, y sobre todo las de verano, se mecía, se mecía, se mecía siempre, mientras pensaba y gozaba de sus pensamientos, o cantaba quedamente…
Y así estaba aquella noche cuando oyó ruido en el jardín, detrás de ella.
¿Era un gatito?
¿Era un ratoncito de campo?
¿Un perro perdido? ¿Un ave nocturna, tal vez…?
No. Eran tres hombres, que salieron rápidamente de la oscuridad; y se acercaron a ella. Rachel se asustó mucho, porque eran hombres. Pero lo que más la asustó de aquellos hombres era que llevaban unas capuchas negras que ocultaban sus rostros, toda su cabeza.
Uno de los hombres, el más alto y fuerte, sacó una navaja, y puso la punta de la afilada hoja en la garganta de Rachel, mientras decía, en voz baja y grosera:
—No grites, o te corto el gaznate.
Y Rachel no podía gritar, de tan asustada que estaba. No podía gritar, ni hablar, ni moverse siquiera. Así que uno de los hombres dijo, tomándola de un brazo.
—Ven con nosotros y nada malo te ocurrirá.
Rachel lo miró con los ojos asustados. Quiso agarrarse al columpio, pero el tercer hombre ayudó al anterior, y entre los dos la arrancaron del columpio a la fuerza, mientras el otro seguía amenazándola con la navaja.
La llevaron arrastrándola hacia lo hondo, del jardín, entre las matas en las cuales habían estado antes escondidos espiándola. Y cuando estuvieron allí, los tres hombres que la habían arrastrado la sujetaron fuertemente, mientras el otro guardaba la navaja y sacaba un rollo de esparadrapo. Cortó un gran trozo, y lo puso en la boca de Rachel, que entonces sí quería gritar, pero tampoco podía hacerlo.
Y ya no pudo hacerlo, porque el esparadrapo mantenía cerrada su boca, y le hacía daño.
Entonces, el de la navaja, el más alto y fuerte, dijo:
—Venga, vamos a desnudarla, quiero verla bien.
Rachel intentó huir, pero pronto comprendió que nunca podría hacerlo. Los tres hombres, naturalmente, eran mucho más fuertes que ella, y comenzaron a desnudarla. Uno de ellos quiso romperle la ropa para terminar antes, pero otro dijo:
—No hagas eso. Desnudémosla despacio y bien, para ir disfrutando de su belleza lentamente. No tenemos prisa. Tenemos toda la noche por delante.
Dijo esto el hombre porque sabía que Rachel vivía sola y que, dado lo tardío de la hora, todo el mundo estaba en sus casas, y que nadie iría a visitar a Rachel, y que si la llamaban por teléfono creerían que estaba durmiendo y que por eso no contestaba.
Así que como no tenían prisa y querían gozar del espectáculo, fueron desnudando a Rachel entre los tres, siempre sujetándola de tal modo que aunque intentó varias veces escapar, nunca pudo conseguirlo, nunca pudo salir de entre las matas.
Por entre las matas y entre dos abetos del jardín, se filtraba la luz de la luna menguante. Era una luz casi blanca, un poco como de leche sucia, y a esa luz, los tres hombres fueron viendo el hermoso cuerpo de Rachel poco a poco, hasta que la tuvieron completamente desnuda. Los tres hombres jadeaban, y estaban muy impresionados, porque, como uno de ellos dijo, Rachel era mucho más hermosa de lo que habían pensado.
Parecían de plata sus pechos, y su vientre era tierno y dulce como fruta fresca. Los tres hombres tenían las manos muy frías, y tocaban con ellas el cuerpo de Rachel, mientras temblaban. La estuvieron tocando mucho, apretaban sus carnes en todas partes, hasta que el más alto y fuerte, puso una mano con fuerza en el sexo de Rachel, y dijo, con voz ahogada y temblorosa:
—Yo voy a hacerlo primero. Sujetadla bien.
Tendieron en el suelo a Rachel sin dejar de sujetarla, y el hombre se tendió sobre ella y la violó brutalmente, salvajemente. Estuvo haciéndolo hasta que consiguió lo que quería y, después de rugir como una bestia su placer, se apartó de ella, quedando a un lado, en el suelo.
Uno de sus compañeros dijo:
—Sujétala tú. Ahora me toca a mí.
—Será mejor que no lo hagas —dijo el alto y fuerte—: está muerta.
Los otros dos quedaron quietos y aturdidos. Luego, uno de ellos dijo que no, que no podía ser, que si acaso se habría desmayado. El otro puso la cabeza sobre los mancillados pechos de Rachel, estuvo así un rato, y luego dijo:
—Es verdad… ¡Está muerta! ¡La has matado!
—¡Yo no la he matado! —protestó el alto y fuerte—. ¡Ella se ha muerto! No queríamos matarla, ¿verdad? Solo queríamos gozar de ella, porque estábamos locos por su cuerpo, y solo podíamos mirarlo…
—Pero ahora está muerta. ¿Qué hacemos?
—No sé. Si no estuviese muerta haríamos lo que planeamos: la dejaríamos aquí para que volviera a su casa sola, y nunca diría nada, pues no querría que se supiera que había sido violada. Pero no sé qué podemos hacer ahora.
—¡Y yo ni siquiera he podido hacerlo! —se lamentó otro.
Eran tres hombres sin piedad, sin entrañas, y pronto lo demostraron, porque después de consultarse, los dos que no lo habían podido hacer lo hicieron entonces, aunque sabían que Rachel estaba muerta. Pero todavía estaba caliente su cuerpo yerto, y lo hicieron los dos, mientras el otro pensaba el modo de solucionar la situación.
Y cuando los dos hubieron terminado, el más alto y fuerte dijo:
—He tenido una idea. Vamos a hacer lo que os diré y ya veréis cómo nunca sabrá nadie lo que ha pasado aquí esta noche. Nosotros hemos hecho lo que tantas veces hemos dicho que nos gustaría hacerle a Rachel, pero nadie lo sabrá nunca.
Después de escuchar al más alto y fuerte, los otros dos hombres estuvieron conformes con su plan. De modo que uno de ellos fue a buscar el coche de Rachel y lo llevó silenciosamente hacia la salida del pueblo, mientras los otros dos cargaban con el cadáver y lo llevaban también hacia la salida del pueblo, pero por detrás de las casas, para que nadie pudiera verlos.
Cuándo se encontraron allí, metieron el cadáver de Rachel dentro del coche, y el más alto y fuerte se puso ante el volante, y los otros dos también entraron en el coche. Se fueron con él hacia la carretera, y después de recorrer una corta distancia, se detuvieron al borde de un barranco, lo prepararon todo para que pareciera un accidente, y empujaron el coche al barranco. Lo vieron caer dando vueltas y vueltas, y finalmente; tal como habían preparado, se incendió, con el cadáver de Rachel dentro.
Y en cuanto vieron que todo salía como ellos habían preparado, los tres hombres regresaron a toda prisa al pueblo, siempre por detrás de las casas, y cada uno entró en la suya.
Mientras tanto, en el barranco, seguía ardiendo el coche, y dentro de él estaba el cuerpo de Rachel, a la que habían matado dos veces.
* * *
El cuento terminaba aquí. Muy despacio, Adam Crane alzó la mirada hacia Rebeca Graham, que le contemplaba con graciosa expectación.
—¿Te ha gustado? —preguntó ella.
—Es horrible lo que hicieron esos hombres —jadeó Adam.
—Sí, pero solo se trata de un cuento.
Adam Crane suspiró profundamente. Se sentía cansado, agotado, soñoliento. Y no debía ser así, porque el cuento le había impresionado mucho: No por el cuento en sí, ni por el deficiente estilo literario, sino porque él sabía que aquello no era solamente un cuento inventado por Rebeca Graham. Lo sabía ahora con toda certeza, estaba seguro.
—No —dijo quedamente—, no se trata solo de un cuento, Rebeca.
—¿Por qué dices eso? —se sorprendió ella.
Adam Crane se puso en pie, dispuesto a acercarse a Rebeca. Por un instante, la cabeza le dio vueltas. La sacudió fuertemente, y todo volvió a la normalidad. Se acercó a la muchacha, sintiendo más y más profundamente aquella somnolencia tan incomprensible e inoportuna. Se detuvo delante de Rebeca, y se inclinó sobre ella. Al hacerlo, de nuevo su cabeza dio vueltas. Volvió a sacudirla, agitó los párpados, se esforzó, pero la imagen de Rebeca seguía apareciendo borrosa, y parecía alejarse. Sí, se alejaba como entre brumas.
Se inclinó todavía más, y su rostro quedó muy, muy cerca del de Rebeca.
Entonces, pudo verle los ojos.
Y no se vio a sí mismo dentro de ellos, como reflejado en bonitos espejos convexos, sino que vio, en cada ojo, una pequeña llamita blancoazulada que parecía agitarse lenta y suavemente.
Adam Crane quiso decir algo, pero no pudo. Y entonces, de repente, todo su cuerpo se aflojó, se relajó. Tuvo la vaga consciencia de que caía, pero eso fue todo.
La negrura más absoluta le rodeó, lo absorbió.
Durante un par de minutos, Rebeca Graham lo estuvo mirando tendido ante sus pies, boca arriba, dormido profundamente; tan profundamente como nunca en su vida había dormido Adam Crane.
Luego, simplemente, Rebeca Graham se puso en pie.
* * *
Sheila se puso en pie.
—Tengo que saberlo —dijo en voz alta.
La cena estaba preparada y ya estaba fría. Había tenido mucha paciencia, y había sabido reprimir sus deseos de ir a la casa de Rebeca Graham en busca de Adam. O a pedirle una explicación. Aquello no tenía sentido. Si él no quería estar con ella, bastaba decir las cosas claramente, y asunto concluido. Una y otra vez había sabido contenerse, pero aquello no tenía objeto. Si, por lo que fuese, él prefería la compañía de Rebeca Graham, las cosas debían quedar claras de una vez.
Así que tomó su decisión. Abandonó el saloncito, y fue a la puerta de la casa, que abrió. Ya no llovía, pero había aquel viento frío y penetrante. De su maleta abierta sacó el abrigo, se lo puso, salió de la casa, y cerró la puerta.
Poco después se detenía ante la puerta de la casa de Rebeca Graham, a la cual llamó.
Tardó casi medio minuto en escuchar la voz detrás de la puerta:
—¿Quién es?
—Señorita Graham, soy Sheila Weston, la maestra.
Hubo un breve silencio, que Sheila interpretó como de duda. Por fin, la puerta se abrió. Sheila bajó la mirada hacia Rebeca, que llevaba un pañuelo en la cabeza, con cuyos lados ocultaba casi completamente el rostro.
—La he visto algunas veces por la ventana, señorita Weston… —murmuró Rebeca—. ¿Qué desea usted?
—Bueno… Entiendo que el señor Crane está aquí. Quería saber…
—No, no está. Estuvo aquí, es cierto, y estuvimos charlando un buen rato y tomando café, pero ya se fue.
—¿Adónde? —se sorprendió Sheila.
—Eso lo ignoro.
—Pero… Bueno, yo… ¿Él no le dijo nada?
—No. Estuvimos hablando de las cosas que están ocurriendo en el pueblo, me contó lo del cementerio… Dijo algo de que lo del cementerio no le había convencido, pero nada más.
—Dios mío… ¡Quizá haya ido al cementerio!
—Pues no sé. Tal vez.
—¡Pero es de noche!
Rebeca alzó más el rostro, en él aparecía una cierta expresión como de divertido asombro.
—Sí —admitió amablemente—, es de noche.
Sheila Weston estaba atónita mirando aquel rostro bellísimo. La luz que lo iluminaba llegaba desde la calle, y no era excesiva precisamente, pero más que suficiente para poder ver bien aquel rostro de grandes ojos magníficos, en el que no había ni rastro de cicatriz o desperfecto alguno… ¡Y Adam no le había dicho nada de aquello!
—¿Puedo servirla en algo más? —preguntó Rebeca.
—No… —reaccionó Sheila—. No, no. Yo… Bueno, gracias. Perdone si…
—No se preocupe. Cuando vea al señor Crane salúdelo de mi parte, por favor. ¿Lo hará?
—Sí… Desde luego, con gusto.
—Gracias y buenas noches.
El sillón rodante retrocedió un poco. Rebeca miraba a Sheila, que comprendió y dio la vuelta. La puerta se cerró a sus espaldas. Sheila salió a la acera, y miró a todos lados, desconcertada. Había muy pocas personas en la calle. Pocas, pero al menos se veían signos de vida. ¡Al cementerio! ¿Podía haber ido Adam al cementerio?
Cuando se dio cuenta, Sheila estaba caminando en dirección al cementerio. Pero se detuvo de pronto. ¿Estaba loca? ¡Por nada del mundo iba a ir al cementerio, sola y de noche…! Bueno, tanto como por nada del mundo… Por Adam, sí. Por Adam ella era capaz de cualquier cosa. Se había enamorado verdaderamente de él, con todas sus fuerzas. ¿Y si Adam había vuelto a casa por otro camino?
Este pensamiento la reanimó. Sí, eso debía ser. Emprendió el regreso a casa, diciéndose que no era una disculpa que se daba a sí misma para no ir al cementerio. Claro que no.
Adam Crane no estaba en casa. Pensó en esperarlo un rato más, pero tuvo que admitir por fin que se estaba dando excusas a sí misma para no ir al cementerio. Lo amaba, ¿no era así? Pues podía, demostrárselo incluso de aquel modo. Buscó una linterna en la cocina, comprobó que funcionaba y volvió a salir de la casa, caminando decididamente. Y su decisión no disminuyó ni siquiera cuando el pueblo fue quedando atrás y ante ella tuvo solamente las negras sombras de la noche ventosa.
Pocos minutos después, estaba muy cerca del cementerio, al que llegó caminando lentamente, con mucha menos decisión que antes. Se detuvo en el límite del cementerio y se estremeció al oír silbar el viento entre los cipreses y los abetos. Había oído decir tiempo atrás que en los cementerios suelen flotar a ras de tumbas unos fluidos luminosos procedentes de los huesos de los cadáveres, los llamados fuegos fatuos, y se consideraba mentalmente preparada para afrontar esta visión.
Pero no vio fuegos fatuos. No vio nada. No oyó nada, salvo el viento incesante.
—¡Adam! —llamó—. ¡ADAM!
El viento le dio la única respuesta. Como si sus pies fuesen de plomo, Sheila fue adentrándose en el cementerio, sin dejar de llamar a Adam. No sabía qué fuerza la impulsaba, qué valor extraño y desconocido hasta entonces le permitía caminar por entre tumbas llamando al hombre que amaba. Tal vez, porque tenía el presentimiento de que a Adam Crane le había ocurrido algo, y ella podría ayudarle. Sí, quizá Adam hubiera acudido a la tumba de Pamela Hereford en busca de algo revelador. Más… ¿qué podía haber de revelador en una tumba vacía?
—¡ADAAAAMMMM…!
Incluso el viento se había detenido en aquel momento, y el silencio no podía ser más sepulcral. Sheila recordaba vagamente dónde estaba la tumba de Pamela Hereford, pues a su llegada a Yellow Pine, y tras escuchar la historia de la bellísima muchacha muerta en tan trágico accidente, había sentido curiosidad, y, en cuanto tuvo oportunidad, es decir, cuando acompañó al cementerio los restos del abuelo de uno de sus alumnos, buscó la tumba de Pamela Hereford.
—¡ADAMMM…!
La luz de la linterna iba de un lado a otro, hasta que, de pronto, Sheila recordó el lugar. Se acercó temblando, y la luz de la linterna iluminó la lápida de mármol con el nombre de Pamela Hereford inscrito, colocada de cualquier manera junto a la tumba vacía. El ataúd seguía fuera de esta, ni se habían molestado en colocarlo de nuevo en su sitio, y en tapar la tumba… Claro. ¿Para qué iban a meter un ataúd vacío en una tumba, y tapar esta?
La gran llama blancoazulada apareció de pronto justo frente a Sheila, con una luminosidad increíble, y contorneada como de un halo rojoamarillento. La linterna escapó de la mano de Sheila, y cayó dentro del abierto ataúd. Los ojos de la muchacha se pusieron en blanco, todo su cuerpo pareció desarticularse y, al fin, se desplomó.
Dentro del ataúd, la linterna estaba apuntando su luz hacia uno de los lados forrados de blanco satén, esparciendo una pequeña luminosidad que ni siquiera podía verse a más de diez pasos.
El fantasma de Pamela Hereford estuvo allí durante siete u ocho segundos. Luego, de repente, desapareció…, se apagó.