Capítulo Primero

EN principio, y a decir verdad, a Adam Crane le gustó el pueblecito apenas verlo, y ello a pesar de que ofrecía un aspecto no poco sombrío a aquella hora de la tarde, ya casi de noche.

Ciertamente, era pequeño; apenas contaba con quinientos habitantes, lo que sin duda debía conferirle una tranquilidad y un sosiego de vida que tenían que resultar muy agradables, sobre todo viniendo de Boise, la capital del estado. No es que Boise fuese una locura, como por ejemplo Nueva York o Chicago, pero allá siempre había ruido, y la gente, como en todas partes, siempre tenía prisa.

No parecía que en Yellow Pine nadie pudiera tener prisa para nada. Aparecía en calma, recortado sobre la oscura mole de las Rainbow Mountain, que con sus tres mil metros de altitud y situadas a unos treinta kilómetros del pueblo, parecía un gran fantasma bajo los nubarrones. Seguramente llovería aquella noche.

Pero, en fin, tras el viaje nada cómodo desde Boise, allá estaba Adam Crane, en su viejo automóvil, entrando en Yellow Pine, pueblecito del estado de Idaho. Pronto vio el letrero que indicaba el nombre de la avenida principal, Pine Avenue, y eso le ahorró la molestia inicial de preguntar, ya que él, precisamente, tenía que dirigirse al número doce de esa avenida. Así pues, todo lo que tenía que hacer era buscar el número doce, y habría llegado a destino.

No había mucha gente en la calle. Apenas pudo ver una docena de personas caminando apresuradamente. Hacía frío todavía a principios de primavera, y sin duda en casa se debía estar mucho mejor que en la calle. En primavera, y por supuesto en verano, Yellow Pine tenía que resultar sencillamente encantador. Pero ahora…

Sí, sombrío.

El número 12 de Pine Avenue estaba en el otro extremo del pueblo, distancia que Adam Crane recorrió en pocos segundos. Cuando divisó la casa que ostentaba este número, Crane desvió un poco el coche, y lo detuvo junto a la acera de enfrente. Paró el motor, miró su reloj y, tras titubear, encendió un cigarrillo.

Mientras fumaba, miraba la casa. No había en ella ni una sola luz, y todo estaba cerrado. Tan cerrado como si nadie viviera en ella. En las dos casas de los costados sí había luz. Bueno, en realidad había luz prácticamente en todas las casas del pueblo, menos en aquella. También estaba ya encendida la iluminación pública, y hasta había un simpático letrero luminoso que anunciaba la presencia de un bar-restaurante llamado Harris. El luminoso era rojo, y daba una cierta vivacidad a la solitaria avenida. Como si pretendiera ambientarla cálidamente.

Adam volvió a mirar su reloj. Faltaban diez minutos para la hora convenida, lo que le satisfizo. Había calculado muy bien el tiempo al salir de Boise, pues no le habría parecido correcto llegar con retraso a la primera cita.

Aunque… ¿realmente le estaba ella esperando en aquella casa?

—Quizá me haya equivocado de número —pensó Adam.

En realidad estaba seguro de que no estaba equivocado, pero sacó la carta de un bolsillo interior de la chaqueta, y miró en ella la dirección. No había duda: 12, Pine Avenue.

Reflexionó sobre la conveniencia de invertir aquellos diez minutos sobrantes en buscar alojamiento, pero desechó la idea. Podía requerir más de diez minutos, y entonces, después de tanto asegurarse la puntualidad, llegaría tarde. Además, solo llevaba un maletín de mano y una maleta, así que no sería en absoluto difícil instalarse en un hotel o pensión.

Frunció el ceño. No había visto ninguna indicación de hotel o pensión al recorrer la avenida. Claro que podía haber un establecimiento adecuado en cualquiera de las callecitas laterales…

Una vez más, Adam Crane se quedó mirando la fotografía de la muchacha que había sacado del sobre. Era tan hermosa que, al verla la primera vez, se había quedado sin aliento. Incluso le había dicho a su amigo que debía tratarse de una tomadura de pelo. Pero su amigo le había asegurado que no, que los anuncios del The Banner de Boise eran muy serios, que tenía que ser verdad, y que debía ir allá, a Yellow Pine.

Tomadura de pelo o no, la belleza de la muchacha de la fotografía era incuestionable. Era un primer plano del rostro, a todo color, y si la belleza del cuerpo correspondía a la del rostro, la chica tenía que ser algo sensacional. Sus ojos eran grandes, azules, risueños. Su boca, llena, ofrecía una dulce sonrisa. Su frente era despejada, formando un armónico conjunto con el óvalo del rostro delicado. Una espléndida cabellera rubia completaba magníficamente el conjunto.

Impresionante.

Al pie de la fotografía, con letra menuda, elegante, incluso graciosa, estaba la dedicatoria: A Adam Crane, con mi naciente amor. Pamela.

Era una cursilada. Naciente amor…

Adam Crane movió la cabeza, guardó la fotografía en el sobre, y este de nuevo en el bolsillo, y metió en el cenicero la punta del cigarrillo. Volvió a mirar su reloj. Perfecto.

Salió del coche, lo cerró, y se dirigió hacia la casa que parecía desocupada. Pero no debía estar desocupada. Si Pamela Hereford había citado allí, en aquel día y hora, a Adam Crane, la muchacha tenía que estar en casa. Era simple.

O parecía simple.

Adam cruzó la calle, subió al porche de la casa, y pulsó el timbre de la puerta. No oyó sonido alguno. Pocos segundos más tarde, se convenció de que el timbre no funcionaba, así que golpeó la madera con los nudillos.

Nada.

Ninguna respuesta.

—Si ya lo sabía yo —pensó irritado Adam—, ¡tenía que ser una tomadura de pelo! Maldita sea, venir desde Boise para esto…

Retrocedió en el porche, bajó de nuevo a la calzada y miró las ventanas, mosqueado. Era una broma idiota. Hacer recorrer a un hombre doscientos cincuenta kilómetros de carretera ascendente, con un último tramo en el que podía despeñarse con el coche por poco que se descuidase, y encontrarse luego con aquello, era una broma idiota. Había para partirle la cara al gracioso, vamos.

Adam volvió al porche y llamó más fuerte. Era ya noche completa. Alrededor de la pequeña localidad de Yellow Pine, la sombría noche encapotada parecía como una gran piel húmeda que pudiera provocar la asfixia de cualquier signo de vida.

Pero bien que había luces en las demás casas del pueblo, ¿no? Y en todo el maldito pueblo.

De pronto, mientras llamaba una vez más a la puerta, Adam captó a su derecha el resplandor de las luces de un automóvil. Giró la cabeza y se quedó mirando el vehículo que se acercaba lentamente y que se detuvo justamente delante de la casa. En la portezuela, Adam pudo ver el distintivo de la Policía del condado. Vaya, menos mal, allá tenía a alguien que podría aclararle el asunto.

Se volvió completamente, y vio salir al hombre alto y recio, que llevaba la gorra reglamentaria y, sobre el uniforme, una pelliza muy adecuada al lugar y al clima. El policía rodeó el coche, se detuvo ya en la acera, y se quedó mirando a Adam Crane.

—¿Busca a alguien? —preguntó.

—Así es —se le acercó Adam, sonriendo lo mejor que pudo—. Acabo de llegar a Yellow Pine…

—No acaba de llegar. Llegó usted hace diez minutos, y ha estado dentro del coche todo ese tiempo.

—Sí, es cierto —se desconcertó Adam—. Bueno, la cita era a las siete en punto, así que decidí esperar unos minutos.

—¿Tiene usted una cita con alguien de aquí? Me sorprende, porque en Yellow Pine no gustamos de los forasteros. Déjeme ver su documentación.

Una vez más desde que había llegado a Yellow Pine, frunció el ceño Adam Crane. Al mismo tiempo, veía tres hombres que se acercaban rápidamente, al parecer procedentes del bar. En la acera de enfrente, un hombre y una mujer se habían detenido y contemplaban también la escena…

Adam miró de nuevo al policía.

—¿Puedo saber antes quién es exactamente usted? —preguntó.

—Cómo no: soy Stanton Graves, alguacil de Yellow Pine, a las órdenes del sheriff del condado.

—Está bien. En cuanto a mí, solo llevo el permiso de conducir.

—No es gran cosa.

—Pues no tengo otra aquí. ¿Quiere verlo?

Graves tendió en silencio la mano izquierda, mientras dejaba la derecha colgando suavemente junto a la funda del revólver. El gesto le hizo gracia a Adam, que sacó el permiso de conducir de su billetera y lo tendió al alguacil. Los otros tres hombres llegaron junto a Graves, y se quedaron mirando fijamente a Adam Crane, que de nuevo frunció el ceño.

No le gustaba aquello. No le gustaba nada.

—Está bien… —dijo el alguacil, devolviendo el permiso de conducir—. ¿A quién busca usted exactamente, señor Crane?

—Bueno, ante todo, veamos: esta casa es el número doce de Pine Avenue, ¿no es cierto?

—Es cierto.

—Entonces no hay error. He venido aquí a visitar a la señorita Hereford. Pamela Hereford.

Se dio cuenta inmediatamente de que había dicho algo inesperado. E inquietante. Uno de los tres hombres recién llegados respingó. Los otros dos solo se movieron un poco, de modo extraño. El aguacil hizo un gesto extraño, pero inmediatamente adoptó una actitud entre desconfiada y hostil ya sin paliativos.

—¿A quién ha dicho usted? —susurró.

—Pamela Hereford. ¿No vive aquí? —señaló con el pulgar hacia la casa por encima del hombro.

—¿Por qué busca a Pamela? —preguntó el alguacil.

—¡Quedamos citados hoy a esta hora!

—¿Con quién?

—¿Cómo que con quién? —gruñó Adam—. Creo estar hablando muy claramente. La señorita Hereford y yo nos citamos hoy en su casa.

—¿Sí? ¿Y cuándo fue eso?

—Hace una semana.

Dos de los tres hombres lanzaron una exclamación. El tercero se estremeció. El alguacil aspiró hondo y entornó los párpados. Los cuatro estaban intensamente pálidos.

—Hace una semana, ¿eh? —susurró por fin Graves.

—Sí.

—Usted, señor Crane, va a venir ahora mismo conmigo a mi oficina. Está detenido.

—¿Detenido? ¿Con qué cargo?

—Con el cargo de burlarse de la Ley.

—Oiga, un momento, yo no me estoy burlando de nadie —comenzó a enfadarse Adam—. Puedo demostrarle…

—Señor Crane: la señorita Hereford está muerta.

Adam Crane se irguió vivamente. De pronto, se sintió aturdido, y, realmente, bastante afligido.

—Vaya, lo siento… —murmuró—. Bueno, no sabí… ¿Qué ocurrió?

—Falleció.

—Sí, sí, de acuerdo, comprendo. Pero me gustaría saber…

—Espere. Y escuche esto: la señorita Hereford falleció hace dos años.

—¡Claro que no! —exclamó Adam.

—No entiendo qué clase de diversión se ha buscado usted a costa nuestra, señor Crane, pero se va a arrepentir de ella, se lo aseguro.

—Maldita sea… —masculló Adam—. ¿Cree que he venido desde Boise para burlarme de usted, a quien en mi vida había visto? ¡Le digo que me cité con Pamela Hereford hace una semana, y puedo demostrárselo! Es más, ¿sabe lo que estoy pensando?: ¡que algún gracioso de Yellow Pine me ha tomado el pelo a mí!

—Le diré una cosa, señor Crane: en Yellow Pine todos queríamos mucho a Pamela Hereford, y le aseguro que no encontrará en el pueblo a nadie dispuesto a gastar bromas con ella. Ninguna clase de bromas, ¿comprende?

—Pues entonces no lo entiendo. Puedo demostrarle que estoy citado con ella. Es más, hace cuatro meses que Pamela y yo nos estamos escribiendo.

—Se está usted complicando la vida, señor Crane, créame.

—He traído todas las cartas —Adam señaló hacia su coche—. ¿Quiere verlas?

—Les echaré un vistazo en mi oficina.

Cinco minutos más tarde, Stanton Graves cerraba la puerta de su oficina, sita en Pine Avenue, dejando afuera a los curiosos, que eran ahora más de veinte. Extraños curiosos, todos ellos sumidos en un silencio qué parecía sepulcral. Incluso parecía que todo sonido hubiera cesado en Yellow Pine.

Graves acercó una silla a su mesa, la señaló a Adam, y él fue a ocupar su sillón giratorio. Tendió una mano a Adam, y este le entregó el fajo de cartas, comentando:

—Francamente, me parece de muy mal gusto todo esto…, empezando por el hecho de que usted lea esas cartas.

—No tengo la menor intención de meterme en asuntos ajenos, señor Crane. Solo quiero echarles un vistazo. Aunque me temo que no servirá de mucho… Pamela nunca se escribió conmigo, así que no podré reconocer su letra. De todos modos, quizá encontremos en la casa algún escrito suyo, y podamos hacer comparaciones.

El alguacil se hizo cargo de las cartas, y las fue examinando rápidamente, más que leyendo la letra. Prestó especial atención a los sobres, tras lo cual miró especulativamente a Adam.

—El matasellos de estos sobres no es de Yellow Pine, sino de Stibnite. ¿Cómo explica eso?

—Supongo que, por el momento, la señorita Hereford no quería que supiera dónde vivía y echaba las cartas en Stibnite. ¿Está muy lejos Stibnite?

—A unos quince kilómetros. ¿Por qué no había de querer ella que usted supiera dónde vivía?

—Bueno, ya sabe cómo son estas cosas… —sonrió desganadamente Adam—. Al principio se va con muchas precauciones, porque uno puede encontrarse gente desagradable en esos contactos por medio de anuncios en los periódicos.

—¿Quiere decir que entraron en contacto por medio de un anuncio en algún periódico?

—Sí. En el The Banner, de Boise. Nos hemos estado escribiendo durante cuatro meses, y finalmente ella debió quedar satisfecha de mi modo de ser, y me dijo que le gustaría que nos viésemos. Me dio entonces su verdadera dirección, y quedamos citados hoy a las siete en su casa. Tengo esa última carta. Y una fotografía de ella.

—¿Una fotografía? Ah, eso puede aclarar muchas cosas. Si no es usted quien está gastando una broma estúpida, ahora podremos quizá encontrar alguna explicación. ¿Puedo ver eso?

Adam sacó el sobre del bolsillo interior, y se lo entregó al alguacil. Este sacó la carta y la fotografía. Al mirar la fotografía palideció. Estuvo unos segundos mirándola, como alucinado. Cuando, por fin, miró a Adam Crane, este ya sabía lo que iba a decir.

—Es ella —susurró Graves.

—¿Es Pamela Hereford?

—Sí. Señor Crane, esto no me gust…

—Escuche, si vuelve a decir que he venido aquí a tomarles el pelo a unas personas que ni sabía que existían va a terminar cabreándome. Y ya lo estoy bastante, ¿entiende? Y que quede esto bien claro: si a alguien le están tomando el pelo es a mí.

Graves se quedó mirando a Adam Crane. La idea de irritar al forastero no parecía precisamente juiciosa. Medía más de metro ochenta y, aunque era atractivo y podía parecer simpático, también había en su rostro como un ramalazo de mala gaita muy digno de ser tenido en cuenta. Esto aparte, parecía tener músculos más que sobrados para cumplir su amenaza de romper varias caras sin gran esfuerzo.

—Como usted comprenderá —murmuró por fin Graves— esto tiene que aclararse, señor Crane.

—Ya lo creo que sí. Y si llego a conocer al gracioso tendrá que comprarse una dentadura postiza.

—¿Puedo quedarme con todo esto? —señaló Graves las cartas y la fotografía—. Hay en el pueblo una persona, ahora que recuerdo, que nos dirá en el acto si la letra es o no de Pamela Hereford. En cuánto a la fotografía, no hay la menor duda, desde luego.

—¿Quién es esa persona? Vamos a verla y…

—No esta noche, señor Crane. Es ya un poco tarde para ella. Está un poco delicada. Lo mejor será que vuelva usted a Yellow Pine por la mañana, y entonces iremos a verla.

—¿Que vuelva? ¿Quiere eso decir que tengo que marcharme?

—Ya le he dicho que no nos gustan los forasteros. Tal vez por eso no tenemos hotel, ni pensión alguna. Pero como ya le he dicho, Stibnite está solo a quince Kilómetros. Allá encontrará alojamiento.

—No me seduce en absoluto conducir de noche por estas montañas. No conozco los caminos. Prefiero quedarme.

—Se irá —gruñó Graves.

—Si usted está pretendiendo dárselas de listo conmigo, se equivoca —dijo firmemente Adam—. Y para demostrárselo, lo primero que voy a hacer es quedarme con mis cartas.

—Las dejará aquí.

Adam Crane ladeó la cabeza. Sonrió. Luego, se puso en pie, se inclinó, y comenzó a recoger las cartas. Una mano de Graves intentó apartar la suya, pero la otra mano de Adam le sujetó por la muñeca, solo con dos dedos: Fue como una tenaza de acero, que hizo comprender a Stanton Graves que las cosas podían ponerse difíciles para él si pretendía recurrir a la fuerza física. En cuanto a dispararle con el revólver al forastero, eso habría complicado las cosas mucho más de lo que ya lo estaban… incluso antes de la llegada de Adam Crane.

Simplemente, Adam recogió sus cartas, se las guardó, y se dirigió hacia la puerta.

Cuando salió estaba lloviendo. Mansamente, de momento, pero con densidad. La lluvia, formaba como una cortina de seda negra manchada de luces. Ahora no había nadie ante la oficina de Graves. En cuanto al coche de Adam, estaba a la suficiente distancia como para quedar empapado si iba hacia él.

En cambio, el bar-restaurante Harris estaba a su izquierda, muy cerca, y en la misma acera.

Con unos cuantos saltos largos y fáciles, Adam Crane alcanzó la entrada del bar, y se metió dentro.