XLIX

—Ahora voy a cerrar la puerta —anunció Nélida—. ¿A que no adivinas lo que estoy pensando? Ojalá que nos hayan visto, así saben cómo me querés.

—Tengo hambre —dijo Vidal.

—Me abrazabas como si fueras a comerme. Voy a preparar la cena. Mientras tanto echate un sueñito.

Probablemente Vidal no oyó la última frase porque se durmió en seguida. Como en los cuentos, al despertar lo esperaba el festín: mesa tendida con mantel y servilletas, dos platos, postre, vino tinto. Viéndolo comer, Nélida exclamó:

—Estás desconocido.

—¿Qué tengo?

—No sé, hoy te encuentro tan bien dispuesto para cualquier cosa.

—¿Te desagrada?

—Al contrario. Es como si por primera vez estuvieras todo aquí, conmigo. Ahora me parece que puedo contar con vos —ni bien afirmó esto, Nélida se alarmó—. ¿Te vas a quedar, no es verdad?

Vidal contestó:

—No. Ahora tengo que hacer.

—¿Vas a volver esta noche?

—Si puedo, sí.

La besó. Nélida le dijo:

—Lleva el poncho, que ha refrescado.

En lugar de los chicos, a la salida encontró un grupo de muchachones distribuidos en dos filas, contra las casas y en el cordón de la vereda. Mientras pasaba por el medio, uno canturreó:

Cómo se pianta la vida del muchacho calavera.

—Les prevengo que todo eso ya se acabó —dijo Vidal y siguió de largo.

En el café de la plaza Las Heras los amigos lo recibieron con aplausos.

—Eladio reemplaza a Néstor —explicó Dante.

El mismo Jimi admitió que esa noche Vidal jugó bien. Por lo demás, Jimi se mostró astuto como siempre, Rey angurriento de aceitunas y maníes, Arévalo irónico, Dante lento y sordo: de modo que todo estaba en orden, y cuando Eladio dijo que el hombre se hallaba a gusto en reuniones como esa, manifestó el sentir general. Sin embargo, como el bando de Vidal ganaba todos los partidos, los perdedores no tardaron en quejarse de la suerte que tienen algunos. Jugaron hasta muy altas horas. Después Rey preguntó:

—Isidro, ¿dónde vas?

—No sé —contestó Vidal y resueltamente se alejó en la noche, porque deseaba volver solo.