XLVI

Al doblar por Vicente López divisó las cúpulas y los ángeles que asoman por arriba del paredón de la Recoleta y con desagrado descubrió que esa noche todas las casas le parecían bóvedas. El paredón, hacia Guido, estaba roto como si hubiera reventado. En la calle había cascotes, tierra desparramada, maderas, fragmentos de cruces y de estatuas. Un señor bajo, extremadamente blanco, fofo y cabezón, que apenas retenía por la correa a un perrito tembloroso, le habló.

—La barbarie —dijo, con voz no menos temblorosa que el perrito—. ¿Oyó las bombas? La primera estalló en el propio Asilo de Ancianos. La segunda, vea lo que ha hecho. Suponga, mi señor, que hubiéramos adelantado nuestro paseo. Hágase cargo.

El perrito husmeaba frenéticamente. De pronto Vidal imaginó que toda la tristeza del cementerio desbordaba por esa abertura y que él la absorbía por los sentidos; tuvo que cerrar los ojos, como si fuera a desmayarse. Reflexionó que esa tristeza debía de corresponder a una gran desgracia. «Pero», se dijo, «lo raro es que la desgracia no ha sucedido». Recordó a Nélida y pidió: «Que no le suceda nada».

Contra la vereda había un camión colorado, adornado con dibujos blancos. Vidal pasó de largo, entró en el garage, buscó a Eladio o al peón, leyó el letrero Prohibida la entrada a toda persona ajena al garage, olvidó lo que había leído, porque estaba tan cansado que olvidaba todo, como si pensara soñando. Contra los automóviles alineados en el fondo apareció una figura con los brazos en alto. Distraídamente oyó que lo llamaban:

—¡Viejo!

Por un instante interpretó ese llamado como una acusación, pero en seguida reconoció la voz de su hijo. Vio al muchacho, con los brazos en alto, corriendo hacia él. «Contento de verme. Qué raro» comentó sin ironía y también sin la menor sospecha de que muy pronto se arrepentiría del comentario. Hubo una alteración en las imágenes. Vio la desaforada mole, oyó el alarido, oyó los vidrios y los hierros que seguían cayendo interminablemente. Después, en un instante de absoluto silencio —quizá el encontronazo paró el motor— entendió por fin: contra los automóviles del fondo, el camión había atropellado a Isidorito. Los hechos en ese punto se confundían, como si lo hubieran emborrachado. Las escenas mantenían la vividez, pero estaban barajadas en cualquier orden. Su atención desesperadamente se dirigía hacia una especie de arlequín reclinado contra un automóvil. El camión retrocedía despacio, con mucho cuidado. Vidal notó que le hablaban. El camionero le explicaba con una sonrisa casi afable:

—Un traidor menos.

Si le hablaban, pensó Vidal, no oiría los lamentos ni la respiración de su hijo. Ahora lo abrazaba un extraño que decía:

—No mirar —Vidal reconoció la voz de Eladio—. Y armarse de coraje.

Por encima de un hombro vio en el piso verduras caídas del camión y cristales rotos y una mancha de sangre.