XLIV

La Esquinita era un lugar claro, de paredes blanqueadas. Vidal echó una ojeada desde la puerta: había un solo parroquiano, un hombre flaquísimo, que soplaba la taza que sostenía entre las manos. «Aquí no pregunto nada», dijo Vidal y se alejó por Güemes.

Se bajaba a FOB por una escalera de caracol, bastante angosta. Aquello parecía una carbonera: un cuartito minúsculo y, sobre todo, oscuro. Si Nélida estaba ahí, tenía tiempo de irse antes de que él acostumbrara los ojos a la penumbra. ¿Por qué atribuir a Nélida una voluntad opuesta a la suya? La chica lo había tratado siempre generosamente, pero tal vez porque estaba un poco desesperado temía que el amor fuera un sentimiento esencialmente inseguro, que podía volverse en contra de individuos imbéciles como él, incapaces de dominar los nervios, de quedarse en casa y esperar, como estaba convenido… Por si acaso, más le valía no cambiar de sitio hasta acostumbrarse a la oscuridad. Seguía con la mano izquierda apoyada en la baranda de la escalera; procuraba discernir las caras de los asistentes y se decía: «Ojalá que no llame la atención. Que no vengan a ofrecerme una mesa». Sin duda estaba perturbado: cuando una mano se apoyó en la suya, el corazón le palpitó fuertemente. Del otro lado de la baranda lo miraba, casi invisible, una mujer. Pensó: «Mientras los ojos no se acostumbren a la oscuridad, puede ser cualquiera. Lo más probable es que sea Nélida. Ojalá que sea Nélida». Era Tuna.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Tuna—. ¿No te sentás conmigo?

La siguió. Ahora veía, como si la oscuridad se hubiera disipado.

—¿Qué toman? —inquirió el mozo.

—¿Te importa? —dijo Tuna—. Si no pedimos algo, rezongan. Dentro de un rato salimos.

—Pedí lo que quieras.

Estaba seguro de que Nélida no estaba ahí. Se preguntó si ahora diría o no la verdad y, antes de resolverse, explicó:

—Ando buscando a una amiga que se llama Nélida.

—Déjate de embromar.

—¿Por qué?

—Por todo. Primero por la pesadez y después…

—No entiendo.

—¿Cómo no entiendo? Un momento de ofuscación y te arrepentís el resto de la vida.

—No estoy loco, che.

—Perfectamente. Pero un hombre no se presta a situaciones que son un verdadero compromiso. Llegas, como decís, con la santa intención, pero da la casualidad que la encontrás en brazos del otro y perdés la cabeza. Puede suceder.

—No creo.

—No creo, no creo. ¿Por qué? ¿Porque es una santa? Si preguntás por ella, ni el más desgraciado te dirá que la vio, aunque termine de irse.

—¿Y si uno la busca porque la quiere?

—¿Cómo el que garabateaba Angélica siempre te busco en las paredes del hotel de Vilaseco? Mira, la gente está escamada, evita complicaciones y todo el mundo apoya al que se desbanda.

—Yo tengo que hablar con una muchacha que se llama Nélida, o si no con un tal Martín.

—Dejalos que se diviertan juntos y venite al hotelito de la otra cuadra. Te dan todas las comodidades. Hasta música funcional.

—No puedo, Tuna.

—Hoy en día no conviene ofender a una mujer joven.

—Yo no quiero ofenderte.

Tuna sonrió. La palmeó en el brazo, pagó y se fue.