Tal vez porque era una mañana fría y húmeda, Vidal no encontró en el trayecto un solo piquete de represión. «Feroces», pensó, «pero no hasta el punto de cometer imprudencias con la salud». En la plaza Güemes recordó que ahí, de vuelta de la Chacarita, había conseguido el taxi: le parecía increíble que el hecho no hubiera ocurrido en un pasado lejano, sino la víspera. Amparado por los troncos oscuros de grandes árboles que entrelazaban arriba un follaje delicado y verde, caminó por Guatemala, atento a la numeración de las casas y a que los muchachones reunidos en una esquina más adelante —la de Aráoz, quizá— no lo vieran. Resultó que el número buscado —el 4174— correspondía a una casa de dos cuerpos, con jardín en el medio, una magnolia, un reloj de sol. Empujó el entreabierto portón de la verja, entró, consultó el papelito, con la llave más grande abrió una puerta, no encontró a nadie en el vestíbulo, subió la escalera, abrió otra puerta, siguió un largo corredor, entre una baranda a la izquierda, que daba a un patio, y una pared con sucesivas puertas a la derecha. En la segunda o en la tercera estaba asomada una mujer joven, que lo miro con desparpajo. Pensó Vidal: «Pobre Nélida. Tanto hablar de su casa, para mudarse a otro conventillo». Consultó de nuevo las instrucciones, trepó una escalerita de caracol, gris verdosa, de hierro, y se encontró frente a una puerta, con un redondel blanco, enlozado, con el número 5, Golpeó, para no entrar por sorpresa, y cuando se disponía a insertar la llave abrió Nélida.
—¡Qué suerte! —exclamó—. Yo tenía miedo de que te echaras atrás y no vinieras. Entra. Ahora me parece que nada malo puede sucedemos.
Con admiración pensó: «Otras no dejan ver que lo quieren a uno. Se cuidan. No están seguras de sí ni son tan fuertes». La casa lo deslumbró: «Una casa de verdad. No exageraba». Estaban en un salón, que le pareció enorme, de alto cielo raso con guirnaldas, virtualmente convertido en dos cuartos: en un extremo, el comedor, con la mesa, las sillas, el aparador, la heladera; en el otro, una sala con una mesa, un sofá de mimbre, sillones, una mecedora, la televisión. Entrevió parte de la cama y del ropero del contiguo dormitorio. Pensó que la circunstancia de atravesar todos esos corredores, puertas y escaleras, aumentaba la sorpresa de encontrarse de pronto en una casa tan bien amueblada y confortable.
—Me alegro de estar aquí —dijo.
—No trajiste casi nada.
—Vos me recomendaste que no llamara la atención con la mudanza.
—¿Venís a quedarte? —preguntó Nélida.
—Si me aceptás.
—Te aguantas unos días y cuando calme el ambiente vamos a buscar tus cosas. ¿Me esperas un momento?, me ocupo del almuerzo…
Mientras Nélida trabajaba en la cocina, Vidal recorría la casa. Vio un patio, con plantas de flores y el dormitorio, con la cama camera, el ropero, las mesas de luz y en dos grandes marcos ovalados, de caoba, fotografías, que parecían dibujos a la pluma, de una señora y un señor de otra época. Preguntó:
—¿Quiénes son los de las fotografías?
—Mis abuelos —gritó, desde la cocina, Nélida—. No te preocupes; ya los voy a sacar. Me dio no sé qué hacerlo ni bien llegada.
Iba a contestar que a él no le molestaban, pero se contuvo, porque temió que la frase resultara de mal gusto. Estaba cómodo en la casa. Pensó que era una lástima no haber traído todo y que su única mortificación era la idea de volver un día, por un rato, a la calle Paunero. En medio de ese bienestar caviló: «¿Podré vivir aquí sin parecer un mantenido?».