XXXII

Martes, 1º de julio

Aparentemente, la irrupción de doña Dalmacia los había deprimido. Callaron. Debía de ser tarde y por aquella época de guerra, los días, cargados de zozobra, resultaban agotadores. En la silenciosa penumbra, Vidal se durmió. Soñó que su mano volteaba la vela, que el altillo se incendiaba y que él, una de las víctimas, aprobaba esa purificación por el fuego. Deseaba ahora, por circunstancias que en el sueño no podía recordar, el triunfo de los jóvenes y explicaba todo con una frase que le parecía muy satisfactoria: «Para vivir como joven, muero como viejo». El esfuerzo para pronunciarla y tal vez el murmullo que produjo con los labios lo despertaron.

Debió de recordar, siquiera instintivamente, que en otra oportunidad amaneció en ese altillo, contraído por el lumbago, porque en seguida ensayó movimientos para indagar la flexibilidad de la cintura: la encontró libre de dolores.

«Como siempre, el primero en despertar», se dijo, con algún orgullo. A la luz del alba, que penetraba por la claraboya, vio a Faber y al encargado. Pensó: «Duermen como dos cadáveres que respiran», y lo admiró el descubrimiento de que respirar constituyera, en ciertos casos, una actividad repugnante. Casi tropezó con el cuerpo de la chiquita, que dormía con los ojos entreabiertos, con el blanco visible, lo que le comunicaba una extraviada expresión de mujer que desfallece. A pocos pasos de ahí estaba desparramada la vieja. En la escalera sintió Vidal una gran debilidad y se dijo que debía comer algo. Hacía muchos años, tal vez cuando era chico, en ayunas le daban esos mareos. Al llegar abajo se detuvo, apoyado en el pasamanos. No se oía nada. Aún la gente dormía, pero no había tiempo que perder, porque no tardarían en levantarse.

Encontró su cuarto sumido en una tiniebla fría y de nuevo tuvo la visión, demasiado frecuente en la última semana, de la quietud de las cosas. Con abatimiento se preguntó si no ocultaría eso un mal signo. Miraba aquellos objetos, dispuestos para él, como si regresara de un largo viaje y estuviera afuera, separado por un vidrio.

Se lavó, se vistió con su mejor ropa, envolvió en un diario una muda y algunos pañuelos. A último momento se acordó de las llaves y del papelito de Nélida. Halló todo en los bolsillos del otro saco. Debajo de la dirección (e indicaciones: puerta 3, subir la escalera, puerta E, seguir el corredor, subir la escalerita al entrepiso, puerta 5), Nélida había apuntado: ¡Te estoy esperando! Vidal pensó que estas delicadezas de las mujeres contaban considerablemente en la vida de un hombre. Luego advirtió que debía dejarle a Isidorito alguna explicación de su ausencia. No sabía qué decirle. No podía quedar allí escrita la verdad, ni veía cómo sustituirla, ni quería demorarse. Por fin escribió: Un amigo me invitó a pasar tres o cuatro días afuera. Allá todo está tranquilo. Cuidate. Antes de salir, agregó: No te pongo detalles, por si esto cae en manos de un extraño. Camino del fondo, donde acudió para estar, por un rato, libre de preocupaciones en casa de Nélida, se cruzó con la menor de la nietas de doña Dalmacia, que tal vez no reparó en él, atenta como iba en no pisar las junturas de las baldosas. Aparte de esta niña, nadie lo vio. En la calle, todavía solitaria, inquisitivamente llevó los ojos al taller de tapicería. De sorprender a Bogliolo en una de las ventanas, no lo hubiera mirado con celos o rencor, sino con una suerte de complicidad fraternal. Tal vez porque no andaba en amores desde muchos años, con algo de joven envanecido, reaccionaba ante la situación, que volvía a resultarle nueva. Pensó que si tuviera ánimo pasaría por lo de Jimi, para preguntar si el amigo había regresado, pero pudo más el impulso de llegar cuanto antes a casa de Nélida, como si junto a ella estuviera a salvo, no de la amenaza de los jóvenes, que ahora casi no lo asustaba, sino del contagio, probable por una aparente afinidad con el medio, de la insidiosa, de la pavorosa vejez.