XXXI

Cuando se encontró en la empinada y frágil escalerita comprendió que antes no se había equivocado: subir al altillo era una humillación. Ya arriba, el techo demasiado bajo, el olor, la suciedad, las plumas, confirmaron su desaliento. Como en el fondo de un túnel —el altillo se extendía por toda el ala izquierda del caserón— divisó a lo lejos la lumbre de una vela y dos figuras desdibujadas por la oscuridad. Las identificó: Faber y el encargado. Se arrastró hacia ellos.

—Aquí viene el hijo pródigo —comentó Faber—. Sólo falta Bogliolo. El encargado respondió:

—Ése no viene, que se refugia con la hija del tapicero. Ahora, que falleció el padre, en la propia casa recibe a los hombres.

—Hay muchos que se esconden en casa de sus amigas —aseguró Faber.

—Sí, muy orgullosos —convino el encargado—. Pero como lo primero que averigua la gente es con quien anda el prójimo, los atrapan cuando quieren.

Probablemente, el encargado y Faber hablaban sin mala intención. Para probar o tal vez para probarse que nada de eso lo afectaba, Vidal intervino en el diálogo.

—Parecería —dijo— que esta guerra de los cerdos o de los viejos, después de amainar un poco, recrudeció con virulencia.

—Últimos estertores antes del colapso —explicó Faber, con esa voz de cornetilla que le salía de un tiempo a esta parte—. La juventud es presa de la desesperación.

—Carecen de efectividad —alegó Vidal—. En esta guerra no pasa nada; puras amenazas. Yo puedo hablar así porque me encontré en más de un entrevero.

El encargado protestó gravemente:

—Usted puede hablar así, pero a su amigo Néstor, ¿no lo mataron? Y su amigo Jimi, ¿no desapareció? Ojalá que reaparezca vivo.

—La juventud es presa de desesperación —repitió Faber—. En un futuro próximo, si el régimen democrático se mantiene, el hombre viejo es el amo. Por simple matemática, entiéndanme. Mayoría de votos. ¿Qué nos enseña la estadística, vamos a ver? Que la muerte hoy no llega a los cincuenta sino a los ochenta años, y que mañana vendrá a los cien. Perfectamente. Por un esfuerzo de la imaginación ustedes dos conciban el número de viejos que de este modo se acumulan y el peso muerto de su opinión en el manejo de la cosa pública… Se acabó la dictadura del proletariado, para dar paso a la dictadura de los viejos.

Paulatinamente la cara de Faber se ensombrecía.

—¿En qué piensa? —preguntó el encargado—. Parece afligido.

—Le hablo con sinceridad —dijo Faber—: en que debí pasar por el fondo antes de subir. ¿Ustedes me entienden?

El encargado aseguró:

—Si lo entenderé: desde hace rato que estoy con esa misma preocupación.

—Yo no pienso en otra cosa —admitió Vidal.

Rieron, se palmearon, fraternizaron. El encargado avisó:

—No me sacudan o soy hombre al agua.

—Cuidado con la vela —previno Faber y la sostuvo.

—Si esta cajonería agarra fuego, le ahorramos el trabajo a los jóvenes.

—No se embromen.

—¿Y si arriesgáramos una rápida excursión al fondo? —propuso Faber.

—No podemos, por los muchachos de la casa —declaró el encargado—. Han dicho que nos hemos ido y suponga que los otros nos ven cuando bajamos. Los comprometemos.

—Entonces yo vuelvo a la primera infancia —dijo Faber, llorando de risa.

—¿No habrá, aquí arriba, un lugar aparente? —inquirió el encargado.

—A lo mejor detrás de las últimas jaulas —opinó Vidal.

El encargado preguntó:

—¿No quedan encima de la pieza de Bogliolo?

—Ah, tanto como eso no sé —contestó Vidal.

—Acabáramos —exclamó el encargado—. Usted fue el que la otra vuelta le mojó el cielo raso. Ahora se lo va a mojar un trío.

Entorpecidos por risa convulsiva —la contenían, pero resultaba estrepitosa— llegaron, arrastrándose, hasta el sitio que indicó Vidal. Ahí permanecieron un rato.

—Si no alquila un bote, se ahoga —vaticinó Faber.

Emprendieron el regreso. Refiriéndose a Faber, susurró el encargado:

—Está cambiando la voz. Una voz gangosa.

—De pato —afirmó Vidal.

Callaron repentinamente, porque un tumulto, abajo, los alarmó. Oyeron cuchicheos, golpes como de gente empujada y por último una sola palabrota soltada por un vozarrón.

—Dios mío, ¿qué es eso? —preguntó con trémula voz gangosa Faber.

Los otros no contestaron.

Pesados pasos, acompañados de un éxtasis de crujidos, avanzaban con lentitud hacia arriba. Cuando apareció la mole, Vidal por primera vez tuvo miedo. No la reconoció en el acto, hasta que la chiquilina la iluminó con la linterna: enorme, cilíndrica, hinchada, broncínea como un indio, canosa y desgreñada, doña Dalmacia los miraba con expresión de encono y ojos vagos.

—¿Quiénes son esos? —preguntó la señora.

—El señor encargado, Faber y Vidal —contestó la nieta.

La señora manifestó su imponente desprecio:

—Tres maricas. Los nenes los asustan y se esconden. Sepan; maricas, que yo quería quedarme abajo. Déjenlos que vengan; de un pechazo los volteo. Pero mi hija me manda arriba porque es una porquería y dice que estoy ciega.

Hubo un silencio. Vidal preguntó:

—¿Ahora qué pasa?

—Nos ha olvidado. Está jugando con la nieta —explicó Faber.

—Yo no sé cómo le dejan la criatura —comentó el encargado—. Hoy por hoy esa mujer es un hombre asqueroso. Caprichos de la vejez.