—¡Al altillo, hermano, al altillo! —dijo excitadamente Faber, asomando la canosa cabeza por la puerta que Vidal había entreabierto.
—¿Qué pasa? —preguntó Vidal. Interpuso el cuerpo para que el otro no viera a Nélida.
—¿No oyó las descargas? Uno se creía en el cine. Usted no ha de ser de sueño liviano, don Isidro. Lo que es yo, aunque me estoy quedando sordo, cuando duermo ¡tengo un oído!
Empujaba por entrar, como si maliciara algo o hubiera entrevisto a Nélida. Vidal sujetó con una mano la hoja abierta y se recostó contra la otra. Declaró:
—Ni pienso ir al altillo.
Faber retomó su explicación:
—Como se encontraron con la puerta cerrada —ahora el encargado mete candado y llave— quisieron abrirla a balazos. Menos mal que apareció un patrullero de esos que hacen bandera para que se diga que el orden está asegurado. Pero prometieron volver, don Isidro. Si no me cree, pregunte a los otros. Todo el mundo oyó.
—Le participo que me quedo en mi cuarto. Para empezar, no me considero viejo.
—Está en su derecho, señor —convino Faber—, pero más vale pecar de prudente.
—Y después no me asustan. ¿Cómo me va a asustar la muchachada del barrio, unos pobres infelices que estoy cansado de ver desde que tengo uso de razón? Esa muchachada también me conoce y sabe perfectamente que no soy viejo. Le doy mi palabra: ellos mismos me lo han dicho.
—Los que prometieron volver no son del barrio. Son del Club del Personal Municipal. Se incautaron de los camiones de la División Perrera y recorren las arterias de la ciudad, a la caza de viejos que buscan en sus reductos domiciliarios y se los llevan de paseo, enjaulados, en mi opinión para escarnio y mofa.
—¿Qué les hacen después? —preguntó Nélida. Estaba detrás de Vidal. Éste pensó: «Probablemente Faber le ve los brazos».
—Hay quienes pretenden, señorita, que los exterminan en la cámara para perros hidrófobos. Al gallego encargado, un paisano le aseguró que abren las jaulas al llegar a San Pedrito y que los abandonan después de correrlos a lonjazos en dirección del propio cementerio de Flores.
Nélida ordenó a Vidal:
—Cerrá esa puerta.
Vidal cerró y dijo:
—Está loco. No voy a subir al altillo, con los viejos.
—Mira —aconsejó Nélida—, yo, si fuera vos, me escondía esta noche, y me iba mañana, en la primera oportunidad.
—¿Me iba, dónde?
—A la calle Guatemala. Te venís conmigo, ¿no quedamos en eso? Tratá de no llamar la atención y después, que te descubran, si son brujos.
Había rechazado de plano la proposición de refugiarse en el altillo, pero ahora, presentada como parte del proyecto de Nélida, la idea se volvía atendible. Por de pronto, si no quería llamar la atención (como ella le había aconsejado), no podría llevar muchas cosas. Vale decir que esa mudanza no era un acto definitivo y completo. Con el pretexto de salvar la vida, se permitía la aventura de vivir una semana con una mujer. Quizá después la vuelta no fuera fácil y quizá para aquel entonces ya habría formado una nueva costumbre, la de vivir con Nélida, para oponer a la vieja de vivir con su hijo, que era una manera de vivir solo; pero tan lejos no pensaba.
Se abrazó a Nélida y con algún alborozo le contestó:
—Si me convidás en firme, llego mañana a tu casa.
—No vas a llegar si no te doy la dirección. Además, tomá las llaves, para que no tengás que tocar el timbre y estar esperando. Yo me haré abrir.
En un bolsillo del vestido tenía la llave. Buscaron papel y lápiz; por fin lo encontraron y la chica escribió. Sin leerlo, Vidal guardó el papel.