Aunque le faltaban fuerzas para mantenerse en pie, todavía postergó el momento de la decisión de tirarse a la cama o retomar la calle para averiguar por los amigos; primero retemplaría el cuerpo con unos mates. Esperaba que se calentara el agua, comía pan, cuando apareció Nélida. La muchacha lo miró en los ojos y le dijo:
—Perdone que entre sin golpear. Una mala costumbre.
—No. ¿Por qué?
—Siempre lo interrumpo en lo mejor. Pero quería prevenirlo.
—¿De qué me quiere prevenir, Nélida?
—De algunas hipócritas que muestran buena cara y por la espalda, si conviene, lo denuncian. Una amiguita suya, que habla con Bogliolo, ha de estar perfectamente enterada de que el sobrino…
—Sí, ya sé, Nélida. Esa persona vino a prevenirme.
—¿Y de paso?… Todas vienen porque están locas por él.
—No diga eso, Nélida. Madelón no está loca por mí ni es mi amiguita.
—¡Madelón! Si no hay nada entre ustedes, ¿por qué Bogliolo permite que el sobrino lo delate? ¿Sabe por qué? Porque usted si quiere lo desbanca.
—No, Nélida, yo no desbanco a nadie.
—Y yo me pregunto qué le verá a esa vieja.
—Nada, Nélida. ¿Se enoja si le digo una cosa? Me caigo de sueño. Ahora mismo iba a meterme en cama. Estaba por desvestirme.
—¿Quién se lo impide?
—Pero, Nélida… —protestó y, resignado, apagó el calentador.
—Pero ¿qué?
La vio sentada en el borde de la cama, ocupada en quitarse tranquilamente zapatos y medias, y admiró esa tranquilidad y la gracia de las manos que bajaban las medias a lo largo de las piernas y las tiraba sobre una silla. Con gratitud se dijo: «¿Será posible que yo tenga esta suerte?». La muchacha se incorporó; como si nadie estuviera con ella, se miró un instante en el espejo y en un solo movimiento —así por lo menos le pareció a él— descubrió su desnudez, tan blanca en la penumbra del cuarto. Trémulo por la revelación, oyó que le decían de muy cerca: «Sonso, sonso». Lo estrecharon, lo acariciaron, lo besaron, hasta que la empujó un poco, para mirarla.
—¿Sabés una cosa? —dijo—. Me muero por vos, me muero y soy tan sonso que nunca me hubiera animado.
Una segunda revelación le deparó la boca abierta; cayó abrazado a Nélida y como ya no podía hablar, la apretó contra sí: era como perderse en ese olor de alhucemas. Después de un rato, cuando se apartó, Nélida lo abofeteó violentamente.
—¿Por qué? —preguntó quejumbrosa—. ¿Por qué?
—¿Por qué me pegas? —preguntó Vidal—. Yo quería…
—Es asunto mío —replicó ella.
Pasó pronto el enojo. Vidal comentó:
—¿No habrá sido todo un sueño? Tengo que desconfiar, porque me duermo a cada rato.
—¿También esto es un sueño? —preguntó riendo Nélida y le puso una mano en la cara—. Si querés dormimos.
—¿Antonia y su madre no te esperan?
—Como estoy de mudanza, han de pensar que me quedé en lo de mis tías.
—¿De mudanza?
—¿No sabes? Anteanoche murió la pobre tía Paula, la que preparaba, ¿te acordás?, los pastelitos. Por costumbre dije siempre «las tías», pero ya no quedaba más que una. Me aconsejan que me vaya cuanto antes a la casa, no sea que se meta alguien adentro.
—¿Es lejos de aquí? —preguntó alarmado.
—No: en Guatemala, al llegar a Julián Álvarez.
—Mis antiguos barrios.
—¿No digas? Contame.
—Nací en la calle Paraguay. Seguramente lo más lindo de la casa era el patio, con la glicina. Yo tenía un perro que se llamaba Vigilante. Pero no te voy a aburrir con estas cosas. Cómo te van a extrañar Antonia y su madre.
—Mirá, no sé, ya era una situación insostenible. A lo mejor la pobre Antonia prefiere no tener testigos, porque al fin y al cabo es su madre. La señora está que no se aguanta. Los años la han trasformado en un hombrón horrible: imagínate, le dicen el Soldadote. A mí me preocupa por las criaturas. Pero, pobrecito, no te dejo dormir.
Se le cerraban los ojos, no se resignaba a interrumpir la conversación… Alguna vez, a lo mejor, lejos en el tiempo, habría sentido un bienestar comparable, «pero», reflexionó «este es un lujo al que ahora no estoy acostumbrado y que no desperdiciaré».