XXV

Cuando llegó a casa de Néstor, la conversación trataba de viejos que habían sido arrojados, más por diversión que por saña, a las hogueras de San Pedro y San Pablo. Se tenía noticia de cuatro o cinco incineraciones parciales ocurridas dentro del perímetro del barrio: las víctimas atendieron sus chamuscaduras en la farmacia de Garaventa, salvo una, con quemaduras de segundo grado, que fue curada en el hospital Fernández. También se habló de secuestros, nueva modalidad en esta guerra, donde el afán de lucro apuntaba por primera vez, dijo Vidal.

—Con tal de que sea un secuestro lo de Jimi. No sé por qué acepté en seguida la idea…

—¿Y ahora se te ocurre que pueda ser algo peor? —preguntó Arévalo.

—Con estos brutos…

—No hay que perder la serenidad —objetó el de las manos grandes.

—¡La serenidad! A puñetazos la impondremos —bramó Rey, amenazador—. Averigüen ustedes el paradero de nuestro amigo. Doy fe que le rescato.

Compararon ventajas, inutilidad y riesgos de una denuncia a la policía. Vidal estuvo a punto de predecir: «A lo mejor lo sueltan si está secuestrado», pero se contuvo, porque esas palabras lo hubieran expuesto a incómodos pedidos de aclaración.

Luego la conversación volvió al amigo que velaban y a su entierro, ya inminente. Sobre la ausencia del hijo, observó el señor de la cara en punta:

—La considero francamente irregular.

—La juventud —aseguró el de las manos grandes, con su acostumbrada indulgencia— está en lo suyo. ¿No se ha dicho: Dejad que los muertos entierren…?

—A su abuela —protestó Dante, que parecía mejor del oído.

Rey propuso:

—Antes de encaminarnos a la Chacarita, ¿por qué no damos una vuelta a la manzana, con el catafalco a pulso? Se estila, en lances de muerte violenta. Con Néstor en alto haremos frente al enemigo.

Vidal miró a los dos extraños —primero al de las manos grandes, después al de la cara en punta— porque esperaba sus objeciones. Ambos callaron. Tras un silencio en que se oyó cómo el primero de esos caballeros cambiaba de postura, para acomodarse mejor en la silla, Dante opinó:

—No creo que estemos en posición de provocar a nadie.

—Menos con el catafalco en alto —agregó Arévalo.

Vidal admiró la astucia de los extraños; persuadidos del triunfo de la cordura, para no entorpecerlo, no abogaron por él. Cuando pareció que todos (con excepción de Rey) se mostraban partidarios de la moderación, el de las manos grandes argumentó:

—Además, ¿no cometeríamos una falta de responsabilidad si expusiéramos a los muchachos de la cochería?

—Gente de trabajo, inocente —agregó el de la cara en punta.

La reacción fue inmediata y por un instante pudo temerse la derrota de los moderados. Un hecho distrajo a unos y a otros, y en definitiva protegió a todos, porque descartó los planes peligrosos: la llegada del hijo de Néstor. Agradeció conceptuosamente el muchacho la presencia de los amigos y dijo que tan magnífica prueba de fidelidad o consolaba, con creces, de la angustia de no acompañar a su padre en el velorio: la policía, rama al fin de la implacable burocracia, atenta: a trámites e interrogatorios, no consultaba el dolor filial.

En un aparte susurró Arévalo:

—¿No me digas que estás llorando?

—Pobre tipo, da lástima —Vidal reconoció.

—¿Le creéis comprometido? —preguntó Rey.

—Si en medio de esta guerra lo demoraron hasta ahora —opinó Arévalo— su comportamiento en la tribuna habrá sido francamente monstruoso.