XXIV

Ajustó la corbata, acomodó el ponchito sobre los hombros y caminó con despreocupado aplomo. Pensó: «Que pronto la pervirtieron. No, habría que decirlo de otra manera: ayer la corrían, hoy me corre». Deploró que tales miserias lo ocuparan cuando acababa de recibir indicios fehacientes —empleó estas mismas palabras— de que algo le había ocurrido a Jimi. Enseguida se representó a la muchacha adelantando su doble manojo de dedos gordos y paspados. Alguien, acaso Jimi, más probablemente Arévalo, había dicho que alguna fealdad extrema podía resultar estimulante para el amor, que necesitaba de muy poco para convertirse en locura. Trató de imaginar a la muchacha como quizá pudo verla. Sintió gran debilidad, un desmayo que amagaba. «Qué vergüenza» murmuró. Se acordó de que no comía desde quién sabe cuándo y se dirigió a la panadería. Se dijo que debió aceptar los mates de Leticia, aunque tal vez no hubiera sólo mates en el ofrecimiento. Ni bien llegara a su casa calentaría el agua: cuatro o cinco mates y unos bocados de pan remediarían esa languidez inoportuna. Le parecía que lejos del velorio estaba en falta. No había dientes en la panadería, cuando entró: únicamente las hijas de Rey. Omitió el saludo (por cortedad nomás), y pidió:

—Seis felipes, cuatro medias lunas y una tortita guaranga.

—¿El viejo quedó en el velorio? —preguntó una de las hijas.

—Para que los maten a todos juntos —contestó otra.

Quizá porque estaba cansado se acongojó. Creyó que le faltarían fuerzas e ilusión para aguantar la vida. La amistad era indiferente, el amor bajo y desleal y sólo se daba con plenitud el odio. Se había cuidado y seguiría cuidándose de los ataques de los jóvenes (al respecto no cabían dudas), pero al llegar a la calle Paunero entrevió, como una solución que valía la pena no descartar, su propia mano, provista de un revólver imaginario, que apuntaba a la sien. Esta visión, que a lo mejor no era más que un juego de su momentánea angustia, lo llevó a protestar contra todo, y particularmente contra sí mismo, porque primero defendía a cualquier precio lo que después quería romper.

Madelón que estaba lavando la vereda frente al taller de tapicería, con un ademán le pidió que la esperara; entró el cepillo y el balde, cerró la puerta, cruzó. Vidal consideró que si llevaba mucho tiempo lo que Madelón tenía que decirle, se desmayaría. Ya no podía postergar el pan y el mate.

—Necesito hablarte —anunció la mujer—. Es muy importante. No quiero que nos vean juntos. ¿Puedo acompañarte a la pieza?

Entraron. Vidal se disponía a dejar sobre la mesa de luz el paquete, cuando pensó que si la convidaba, decorosamente podía comer en seguida un pedazo de pan. Entreabrió el papel y ofreció.

—¿Querés?

—¿En estos momentos? ¿Cómo se te ocurre? —protestó Madelón y se puso a llorar.

—¿Qué pasa? —preguntó Vidal, con un gemido.

Lo tomó de las manos (las de ella estaban mojadas), lo apretó contra su cuerpo. Vidal identificó olores a jabón amarillo, a lavandina, a ropa, a pelo. Oyó:

—¡Mi querido!

Advirtió el aliento y pensó: «Todavía no ha desayunado». Mientras lo abrazaban vio de cerca piel amarillenta y sudada, lunares, uñas cortas, recubiertas de una gruesa capa de barniz colorado. Con algún orgullo se dijo que Nélida lo incapacitaba para Madelón. Con el pretexto de hablarle, la apartó de sí. Preguntó:

—¿Qué pasa?

—Tengo que decirte algo muy importante —repitió mientras vigorosamente lo estrechaba.

En postura incómoda, casi dolorosa, porque un duro antebrazo le apretaba el cuello y le imponía una ligera inclinación oblicua, se preguntó porqué esa mañana lo buscaban las mujeres. Se le ofrecían cuando estaba más triste, peor dispuesto, ¿no debía interpretar el hecho como una prueba del carácter antagónico de las cosas? Otra explicación posible (y menos pesimista) sería que todo se da en rachas. En seguida se preguntó si realmente Madelón se le ofrecía o si quería decirle algo. Como si lo hubiera oído, la mujer explicó:

—Huguito me dijo que su sobrino, que es un chico que está en todo, le dijo… ¡Ay! No puedo creerlo.

—¿Qué le dijo? —preguntó Vidal, disimulando apenas la irritación.

—Le dijo que estás marcado y que sos la próxima víctima.

Sintió un violento despecho contra la mujer, como si fuera culpable de lo que anunciaba. La reputó muy estúpida por suponer que, informado de esa noticia, tendría ganas de abrazarla. Mientras pensaba esto notó que lo apretaba, con particular ahínco, debajo de la cintura. Objetivamente, pero también con la zozobra de quien no ignora que en cualquier momento se verá envuelto en la acción, Vidal se preguntó qué sucedería después, qué podía hacer con esa mujer que jadeaba entre sus brazos. Porque no olvidaba a la Madelón de antes y porque era naturalmente compasivo, no quería rechazarla, pero se preguntó si en tal situación la conducta dependería de la voluntad. Quiso imaginarla joven; la veía y la olía como era ahora. Para ganar tiempo comentó:

—Esos Bogliolo, tío y sobrino…

—Olvídalos —aconsejó Madelón—. El peligro, ¿no te da ganas? A mí, sí.

Se entreabrió la puerta y oyeron:

—Perdonen.

A Nélida le bastó esa palabra para comunicar la intensidad de su enojo. La cara de la muchacha parecía extrañadamente gris, con efusiones rosadas, y los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Tras la aparición, muy breve, resonó el portazo. Vidal se apesadumbró como si hubiera ocurrido una catástrofe y, en el primer momento, culpó sin vacilaciones a Madelón; sin embargo, antes de hablar, consideró que tal vez la mujer veía las cosas de otra manera y se limitó a decir:

—En este cuarto no se puede estar tranquilo. Isidorito en la otra pieza… Nunca falta alguien que asome…

—Cerrás las puertas con llave y chau —replicó Madelón.

—Sí, che, pero ya me han puesto nervioso. Vos sabes cómo soy cuando me pongo nervioso. Te juro, no valgo para nada.

—No exagerés.

—Además ya se ha hecho tarde y tengo que volver al velorio. A mí me gusta hacer las cosas con tiempo. Cualquiera de estas noches nos vemos.

La mujer débilmente protestó, pidió que fijaran la hora de la entrevista y le ofreció el taller, para que se ocultara, porque no había que echar en saco roto la advertencia de Huguito. Empujándola suavemente la llevó hasta la puerta y cuando quedó solo, como si estuviera con sus compañeros, fingió un gran alivio, que no sentía; por el contrario, empezaba a cavilar sobre el verdadero motivo de su retirada y sintió el temor de haberse mostrado descomedido con Madelón o desleal con Nélida. Desechó este último escrúpulo, ya que nada lo autorizaba a pensar que entre la muchacha y él hubiera algo más que una relación de amistad. Sobre el verdadero motivo de su retirada sin duda volvería y machacaría después. Renunció al mate (se había hecho tarde) y, mordiendo un pan, salió de su cuarto, con la esperanza de no encontrar, en la calle, a Madelón. Pasaría por el baño. En el segundo patio se cruzó con Nélida, que le dio vuelta la cara. Apenado balbuceó explicaciones, que debió interrumpir porque apareció Antonia.