XXIII

Lunes, 30 de junio

Tiesamente sentado, Vidal se restregó los ojos y miró a su alrededor. Una fría luz blancuzca entraba en el salón, proyectando sombras que destacaban la quietud de las cosas. Amanecía. Al impasible péndulo se mezclaban el murmullo de la conversación de los dos muchachos y los ronquidos de Rey, que dormía con la boca despectivamente abierta. Arévalo fumaba ensimismado y Dante, adormecido, parecía feliz. Por todas partes había un ligero desorden, con cigarrillos aplastados y ceniza volcada. Ocasionales recuerdos de Néstor, que ya señalaban la presencia del olvido, añadían remordimiento al cansancio. De esas memorias pasó a otras, de los últimos días de su padre. Lo recordaba, tan cercano y ya tan fuera de alcance, en el miedo y el dolor de la muerte. Cada cual está en sí mismo y nada puede por el prójimo. Vidal sintió una desolada certidumbre acerca de la inutilidad de todo. ¿Qué era ese afán de hablar, pura vanidad, que les había dado esa noche? Entre ellos de antemano sabían lo que uno u otro iba a decir. Pensó que hablar así, en el velorio de un amigo, constituía una culpa repugnante y que ahora él seguía hablando. Parecía ayer cuando llevaban una existencia despreocupada; de improviso, la condición misma de la vida se había vuelto intolerable. Lo acometió el anhelo de huir. Por segunda o tercera vez en las últimas horas quiso estar afuera. De todo acto cabían repeticiones aquella noche.

La meditación, imperceptiblemente, debió de convertirse en sueño, porque de pronto Vidal miró a la vieja que lloraba en un taxi frente a la plaza Las Heras, creyó que por haber él mirado esa cara desconsolada, Néstor había muerto, y con sobresalto notó la presencia de un individuo demasiado blanco, tal vez recubierto de harina, que lo contemplaba con afabilidad y le ofrecía un envoltorio. Era un peón de la cuadra de Rey, que traía mediaslunas frescas y galletas de grasa para el desayuno y que sin duda no se atrevía a despertar a su patrón. Este despertó de buen ánimo, se mostró alborozado, invitó a los amigos a que pasaran a la cocina, a preparar el café con leche.

—¿Qué tendrá este día? —comentó Dante—. Estamos contentos, ¿no es verdad? Vidal preguntó:

—¿Se puede saber por qué?

—Es muy sencillo, aunque a lo mejor vos no lo entendés —explicó Dante—. Soñé que Excursionistas ganaba un partido bárbaro.

Rey insistió:

—Pasen a la cocina, señores. Hay que preparar el desayuno.

—Total —observó Dante, con sonrisa de travesura— después de tanto tiempo, hemos adquirido los derechos del dueño de casa.

Vidal pensó que los sentidos deteriorados forman una caparazón que recubre a los viejos.

Jovialmente lo alentó Rey:

—A comer se ha dicho.

Como si tuviera la intención de seguirlos después, Vidal quedó rezagado. Cuando se fueron, se dirigió a la puerta de calle y salió. Era de día. Tras caminar una cuadra notó que el poncho, sobre los hombros, le molestaba. Había, pues, llegado finalmente el veranillo de San Juan. Más allá de los restos humeantes de una fogata, de puerta en puerta un diarero dejaba diarios. Para comprarle uno, Vidal metió la mano en el bolsillo, pero el hombre le avisó:

—No, abuelo. Para vos no tengo.

Vidal se preguntó si todos los diarios estaban reservados para clientes o si a él se los negaban, por viejo.

En la casa de Jimi seguían cerradas las persianas. Llamó. Aunque se dijo que era absurdo, la verdad es que estaba molesto. Debía apartar la idea de que todos en la calle —primero un lechero, después el vigilante y ahora la mujer que fregaba el zaguán de enfrente— lo miraban con una mal disimulada mezcla de asombro y hostilidad. Por fin se entreabrió la puerta y Leticia, la criada, asomó su minúscula cabeza. Vidal preguntó:

—¿Está Jimi?

—No sé. ¿Qué hora es? El señor a estas horas descansa.

La muchacha lo miraba con ojitos redondos, muy encimados a la nariz. Para mostrar que era amigo de la casa, Vidal comentó:

—Yo creía que usted venía por horas.

—Desde ayer tengo cama adentro —contestó Leticia, con evidente satisfacción.

—¿Se enteró de los tumultos de anoche? Sería una gran tranquilidad para todos sus amigos que Jimi estuviera en casa. Por favor, no lo despierte. Si puede, fíjese.

La muchacha se disponía a dejarlo afuera, pero como si hubiera recapacitado le franqueó la entrada. Por la escalerita de la izquierda, bajaron al sótano donde el día antes había sorprendido las corridas que tanto le llamaron la atención.

—¿Me espera? —dijo la muchacha—. Ya vengo.

Vidal pensó: «Ojalá que esté. No aguanto más desgracias». En los hechos de la vida, que habitualmente el desordenado azar repartía con equidad, por primera vez creía descubrir un designio; desde luego, éste era adverso. Al rato Leticia reapareció. Demasiado impaciente para esperar la respuesta, Vidal la miró en los ojos. La muchacha sonrió. Por último dijo:

—Está la sobrina sola. No la desperté.

—Entonces, ¿Jimi no está?

—Si quiere la llamo a la sobrina y le pregunta.

—No, de ningún modo.

La muchacha sonrió como si entendiera y miró fijamente a Vidal.

—¿Gusta unos mates?

—No, no, gracias —precipitadamente respondió.

Aunque subió lentamente los escalones le pareció que estaba corriendo. Cuando abrió la puerta para salir oyó, abajo, una respiración entrecortada, seguida de algo que primero interpretó como sollozo y después como risa.