Cuando volvieron a la casa de Néstor, notaron que los amigos parecían preocupados. Arévalo susurró:
—Aquí ha pasado algo.
—Es que llegó ése —explicó Vidal, señalando al sobrino de Bogliolo.
Pensó: «Toda persona que llega renueva la tristeza. Lo he comprobado. Los que ya están en el velorio aceptan la ley de las cosas: la vida sigue, no hay más remedio que distraerse; pero los recién venidos ponen en evidencia al muerto».
Como si despertara oyó las palabras que articulaba Dante:
—Dicen que lo secuestraron a Jimi.
—¿Quién dice? —preguntó Arévalo.
—En círculos juveniles —afirmó el sobrino de Bogliolo— corre la voz.
Rey emitió una suerte de bramido sordo, se congestionó visiblemente, resopló. «Enojado este hombre debe convertirse en una bestia, en un verdadero toro», reflexionó Vidal y en seguida pasó a lamentarse por lo indecisos que Arévalo y él se habían mostrado. No debieron volver sin averiguar si Jimi estaba en casa. Comentó:
—No insistimos bastante, che. Apenas llamamos dos veces.
—Si hubieran insistido —argumentó Dante—, y averiguaban que no estaba Jimi, no hubieran ganado mucho: agitar a las mujeres.
—Uno debe saber a qué atenerse —replicó Vidal.
—El pobre dijo que iba a buscarte —explicó Rey—. Salió por esa puerta. Ya no volvimos a verle.
Vidal llevó a un extremo del salón al sobrino de Bogliolo y con firmeza le dijo:
—Le hablo confidencialmente. Si es verdad que lo agarraron a Jimi, trate de ver a los secuestradores y por favor dígales que lo suelten. Cuando protesten, les dice que se entiendan conmigo.
—Señor, ¿cómo puedo contactarlos? —preguntó el sobrino, en tono gemebundo.
Vidal pensó: «¿Me dejé llevar por un impulso? Algo tenía que hacer por Jimi. Los otros días me quedo como un sonso mirando por esa ventana y lo pongo en evidencia. Ahora salgo para alardear coraje y lo secuestran».
Volvió con los amigos. Imponente en su enojo, Rey mascullaba algo contra el hijo de Néstor y el sobrino de Bogliolo.
—¿Cómo? —inquirió Dante, con una sonrisa—. ¿Cómo decís?
—La verdad es que resulta sospechoso —convino Arévalo. Los círculos juveniles lo informaron demasiado ligero.
Vidal recordó el orgullo de Néstor por su hijo. Después pensó en Isidorito; se preguntó si estaría enterado de los últimos atropellos y si tendría el valor de no aprobarlos.
Rey aseguró:
—Nuestra pasividad peca de indigna. Si he de morir, que me quede el consuelo de haber despanzurrado a tres o cuatro. Le dicen a ese que le llaman de adentro y le llevan al servicio.
—¿Y una vez que lo tiene ahí? —preguntó el de las manos enormes.
—Pues nada, que le acogoto —contestó Rey.
—¿No será una barbaridad? —interrogó el de la cara en punta.
—Es como si hubiera un acuerdo tácito —observó Arévalo—. Una mitad de la sociedad puede desmandarse, la otra no. Siempre fue así.
Rey declaró:
—Yo no comulgo con eso. Como ganas no me faltan ni fuerzas tampoco, gracias a Dios, me daré el gusto de escarmentar a uno de estos gallardos mozalbetes… pero —exhaló un ronco gemido— ¡se nos escapó el pajarraco!
Todos miraron hacia la puerta y vieron cómo el sobrino de Bogliolo saludaba y se iba. Vidal se preguntó si debía alegrarse. Nuevamente apareció la vecina, con la bandeja del café.
—Señora —la interpeló Dante—, ¿no podría usted explicarnos en qué se basa para afirmar que el entregador de Néstor fue el propio hijo?
—No diga lo que no es —protestó la mujer—. Yo no acuso a nadie y no me gusta que me acusen.
Arévalo limpió el cristal de sus lentes y comentó con voz asmática:
—El miedo no es sonso. Uno de estos jovencitos le habrá dicho que si vuelve a hablar le rompe el alma a patadas.
—Amedrentan, matan —observó Rey— y nosotros nos cruzamos de brazos. Vidal oyó un zumbido de motor, un chirrido de frenos.
—Hay otra posibilidad —opinó Arévalo—. Que la vieja astuta huela en el aire un cambio para peor.
—¿No será más bien que ante las preguntas directas la señora, cómo diré, se apabulló? —inquirió el de las manos enormes—. En los exámenes ocurre.
—Che, che, che —susurró el de la cara en punta—. No miren. Traten de conversar, como si nada.
Vidal miró: habían irrumpido en el comedor cuatro muchachos. No sólo miró, sostuvo (tal vez porque no comprendió inmediatamente lo que sucedía) la mirada de uno que parecía el jefe. Al cabo de algunos instantes de muda confrontación, el individuo se acercó al muchacho bajo y al de los granos; cuando los otros lo siguieron en tropel, los pasos resonaron estrepitosamente: hasta entonces la gente en esa casa había caminado en puntas de pie y hablado en murmullos. El reloj de péndulo echó a andar. Como si padeciera de afonía, comentó el de las manos enormes:
—No pueden negar lo que son.
—¿Qué son? —preguntó Dante, con inquietud.
—Unos guarangos que no respetan la casa mortuoria —explicó el de las manos.
—Guarangos y descomedidos —afirmó en un hilo de voz el de la cara en punta.
Aguadamente los recién llegados, el bajo y el de los granos discutían. De vez en cuando dirigían alguna mirada al grupo de los mayores o sin mirar los apuntaban con el dedo. El péndulo del reloj aumentaba la expectativa.
—De aquí a la puerta calculo cuatro o cinco pasos —dijo el de la cara en punta.
—Una vez afuera estamos a salvo —afirmó el de las manos enormes.
Rey amenazó.
—Quietos o les tumbo.
Con la indiferencia de un lejano espectador, Vidal seguía los hechos. «Dentro de un rato me entrará el miedo» pensó, para en seguida preguntarse qué llegaría antes, el miedo o la agresión.
La agresión no llegó. Tan intempestivamente como habían venido, los cuatro muchachos partieron. Porque no querían confesar la ansiedad que pasaron, los amigos no se movieron de donde estaban. Afuera se puso en marcha y se alejó un automóvil. Arévalo fue el primero en abordar al otro grupo.
—¿Querían achurarnos? —preguntó.
—No sería para tanto —dijo el muchacho bajo—. Pero por ahí andaba la cosa.
—Nadie da la cara. Él y yo dimos la cara —explicó el muchacho de los granos.
—Por el señor Néstor, que fue un padre para nosotros —reconoció el más bajo.
—Hicimos ver que el grupo ya pagó su cuota en la persona del señor Néstor —aclaró el otro.
—Que fue un padre para ustedes —apuntó Arévalo.
—La verdad —observó agresivamente Vidal— es que en este país nadie quiere efusión de sangre. Solamente la mala suerte explica las desgracias, porque todos aprovechamos el primer pretexto para retirarnos.
—De eso yo no me quejaría —dijo Arévalo.
—No crea, señor Vidal —dijo el más bajo—. Porfiaron que el señor —señaló a Dante— y que el señor —señaló a Rey— entraban perfectamente en la categoría de viejos.
—Su abuela —dijo Dante.
—Querían llevárselos —afirmó el más bajo.
—A dar un paseíto. Hicimos notar que el señor no luce una sola cana y que el señor se mantiene vigoroso —dijo el de los granos.
—¿No les dije que estábamos en una ratonera? —preguntó Dante—. ¿Querían llevarme? ¿Para qué? ¿Para pegarme cuatro tiros? La gente está loca. Descubrir tanto odio, en mis propios compatriotas, les juro, me entristece.
—Esta es la juventud, que debía pensar por sí misma —adujo Arévalo—. Piensa y actúa como una manada.
—Te equivocas —declaró Rey—. Como una piara. Una piara de cerdos.
—Pero —interrogó el de las manos enormes— ¿los cerdos no somos nosotros?
—Ya no hay lugar para individuos —aseguró flemáticamente Arévalo—. Sólo hay muchos animales, que nacen, se reproducen y mueren. La conciencia es la característica de algunos, como de otros las alas o los cuernos.
El miedo y quizá el enojo los estimulaba. Dante dijo:
—Es horrible. Siempre hay más gente, aunque ya no queda sitio. Todos pelean, unos contra otros. ¿No estaremos en vísperas de una gran hecatombe?
—¿No sentís que el alma y la ilusión de inmortalidad hoy parecen preocupaciones de aldea? Se pasó de la aldea al enjambre —reflexionó Arévalo.
—Para donde extiendan la vista —continuó Dante— encontrarán maldad y orden subvertido. Sin ir más lejos, ¿qué me dicen de la manera de vestirse de las mujeres? ¿No es el acabóse? ¿No estaremos en vísperas del fin del mundo?
Vidal había seguido el diálogo con interés. De pronto se impacientó y se fue a mirar a Néstor. «Era un deber» pensó, y luego: «Con los ojos cerrados no tiene cara de pollo. Está muy bien, el pobrecito». A poco de dicho pobrecito, sintió lágrimas en la cara.