XV

Con alegría divisó a Jimi. Inconfundible en su viejo sobretodo gris, con los dorados relumbrones de plancha, estaba sentado en uno de los bancos próximos al monumento. El sol le daba de lleno en la cara, rosada y afilada, cubierta de pelos blancos. Una cara de zorro que no se afeita todos los días. Como el zorro, parecía dormido, pero no se dejaba sorprender.

—Ahora uno está más seguro afuera que en su casa —comentó Jimi—. ¿Vos también lo descubriste?

El tono era de felicitación, ligeramente despectivo. Vidal lo miró con afecto, porque sabía que esas bromas más o menos injuriosas corresponderían a una manera de ser, a una idiosincrasia de Jimi, no necesariamente a su opinión sobre el interlocutor. Una vieja amistad es como una casa grande y cómoda, en que uno vive a gusto.

Tal vez porque había dejado atrás malos momentos —el ataque de que fue víctima, el odio de los testigos, la disparada a toda carrera, la prolongada escena con la muchacha, favorable en general, pero arruinada por una indecisión que sugería falta de coraje y por la frustrada terminación— quizá porque todo eso quedaba atrás, más aún porque él se hallaba restablecido, dispuesto a olvidar los fracasos, a enfrentar lo que viniera, sintió una incontenible euforia manifestada en locuacidad. Como quien entona un himno antes del combate, dijo para sí unos versos, olvidados desde la infancia, que su padre solía recitar:

Qué me importan los desaires

con que me trate la suerte.

y despreocupadamente preguntó:

—¿A qué no sabés qué me pasó ayer?

Refirió el episodio del hotel de citas. Jimi se mostró embelesado. Conteniendo apenas una risa apagada y convulsiva, que le mojaba de lágrimas la rojiza cara descompuesta, declaró:

—Mira que son infames los viejos. El pobre Rey no se contenta con hacer porquerías. Quiere que lo miren.

—Es que no hizo porquerías.

—Ahí está lo bueno —exclamó Jimi, divertido—. Quiere rebajarse en público.

—¿Cómo va a querer semejante cosa?

—No sabes lo inmunda que es la debilidad de un viejo.

Vidal imaginó a Faber, al acecho de las muchachas, agazapado junto a las letrinas, a Rey besuqueando las manos de Tuna, a Jimi prendido como perro.

—Resultan grotescos, pero no hacen reír —comentó—. Más bien ofenden.

—A mí no me ofenden. La gente se ha puesto demasiado delicada. Yo encuentro que todo viejo se trasforma en una caricatura. Es para morirse de risa.

—O de tristeza.

—¿Tristeza? ¿Por qué? ¿No será el miedito de entrar vos también en el corso?

—Quizás tengas razón.

—En el gran desfile de máscaras.

Vidal convino:

—Cada cual suministra de a poco su disfraz.

—Que sin embargo no le cae del todo bien —respondió Jimi, visiblemente estimulado por la colaboración del amigo—. Parece un disfraz alquilado. El paño sobra. Un espectáculo cómico.

—Horrible, che. Todo es humillación. Uno se resigna a ser deficiente, como los sinvergüenzas.

—A ser un asco. Una especie de molusco, temblando y babeando. Yo no creí que Rey llegara a eso. Tan majestuoso detrás de la registradora y nos ocultaba entretelones interesantes, el pozo negro…

—No es para tanto.

—¿Querés algo más triste? ¿La besuqueaba con la angurria que pone para manotear el queso y el maní?

Impulsivamente Vidal contestó:

—O que vos ponés para prenderte de Leticia.

Sus palabras lo consternaron. Quería defender a Rey, no herir a Jimi.

No lo hirió. Jimi celebró esa contestación con una carcajada evidentemente alegre.

—Ah, ¿me viste desde la vereda? Me parecía que eras vos, pero no tuve tiempo de fijarme. No iba a permitir que la estúpida se me escapara de nuevo. Yo soy de la teoría de que no hay que perder la oportunidad. ¿Vos no?

—Hay oportunidades y oportunidades.

—Después te trabaja la duda.

—Con tu amiguita, no creo, che.

—¿Qué tiene mi amiguita, cómo decís? Todas las mujeres en el fondo son iguales y una como esta no te trae lo que se llama el menor inconveniente.

—Bueno, che, con tu perdón, no es muy linda.

—Pienso en otra. Lo fundamental es que alguna te gaste. Si por más que revuelvas en tu cabeza no encontrás una sola que te guste, alármate de veras, porque entonces llegaste a viejo.

Siempre pasaba lo mismo. Usted lo creía vencido y antes de reaccionar estaba escuchándole consejos de profesor. Jimi era imbatible.

—A vos no te agarran sin perros —comentó Vidal.

Dijo la frase con afectuosa admiración. Le parecía que entre tanta gente dispuesta a ceder, Jimi era un pilar del mundo. Por lo menos del mundo suyo y de los amigos.

Como ya no calentaba el sol, emprendieron la vuelta a las casas. De pronto Jimi se puso a mirar un taxímetro que avanzaba lentamente por Canning.

—¿Vas a tomarlo?

El coche se detuvo a mitad de la cuadra.

—¿Cómo creés? Observo, nomás, observo. Esta no es una época para gente dormida. Apostaría que no te fijaste que al lado del chófer hay un vigilante.

Cruzaron la calle y se acercaron al automóvil. En el interior lloraba una vieja. Vidal preguntó:

—¿Qué habrá pasado?

—Mejor no meterse.

—Qué tristeza de mujer.

—Y qué fealdad. Yo no miro, no se embrome. Ha de tener mala suerte.

—Me voy —dijo Vidal.

Jimi le previno:

—Esta noche jugamos en lo de Rey.

«Tenía razón Jimi», pensó Vidal. «No debí mirar a esa vieja. Total ya sabía que la vida acaba en desconsuelo».