VIII

Néstor vivía con su mujer y con su hijo, que también se llamaba Néstor, en la calle Juan Francisco Seguí, en una casita compuesta de comedor y una pieza al frente, otra pieza y las dependencias al fondo, sobre un jardín o terreno. Cuando los dos amigos llegaron, los otros estaban reunidos en el comedor. En una de las paredes había un reloj de péndulo, detenido en las doce. La señora, doña Regina, según su costumbre no se dejaba ver por los amigos del marido; para contestar una pregunta sobre ella, éste vagamente señaló los fondos.

El hijo explicaba:

—Me esperan en un café del otro lado de la avenida.

—Alvear —precisó Dante.

Todos rieron. Con la mayor seriedad Jimi explicó:

—Nuestro viejito es prehistórico.

El hijo de Néstor corrigió cortésmente:

—El señor Dante quiso decir la avenida del Libertador.

—Tiene razón Dante —observó Arévalo—. Hay que oponerse al cambio de nombres. Cada veinte años cambian las casas, cambian los nombres de las calles…

—Cambia la gente —señaló Jimi y se puso a tararear—:

¿Dónde está mi Buenos Aires?

—No hay razón para considerar que es la misma ciudad —aseguró Arévalo.

El muchacho se despedía de los invitados de su padre. Vidal se disculpó:

—Qué manera de invadir la casa.

—Hasta lo obligamos a salir —añadió Arévalo.

—Lo principal es que estén a gusto —aseguró el muchacho—. Por mí no se hagan problema.

—Es una barbaridad que tenga que irse por nosotros —dijo Arévalo.

—¿Qué es eso, comparado? —protestó el muchacho—. Yo estoy con los amigos de papá. —En un balbuceo, agregó—: Caiga quien caiga.

Afectuosamente palmeó en el hombro a su padre. Sonrió, saludó con la mano en alto, partió.

—Un buen chico —dijo Vidal.

—Un charlatán —murmuró Jimi.

Néstor sirvió el fernet, los maníes, las aceitunas. Rey adelantó una mano ávida. Tiraron a reyes; le tocó a Vidal jugar con Jimi y Arévalo, de modo que esa noche, antes de empezar, los partidos estaban ganados.

—¿Qué me dicen del tapicero? —comentó Rey, con la boca llena. Vidal preguntó a Néstor:

—¿Lo conocías?

—Lo he visto mil veces, frente a tu casa. Aunque Néstor pronunció frente con una erre marcadamente francesa, nadie sonrió, salvo Jimi, que también guiñó un ojo.

—¿De quién hablan? —preguntó Dante.

—Noto con alarma un gran cambio —dijo Arévalo.

—Del abuelo de Rey —dijo Jimi, sofocando la risa.

—No te creo —replicó Dante.

—Noto con alarma un gran cambio —insistió Arévalo—. Estas cosas pasaban antes en las noticias de policía, a desconocidos; ahora a personas del barrio.

—Cuyas caras conocemos —añadió, truculento, Rey.

—Otro pasito y ¡pobres de nosotros! —gimió Jimi, guiñando un ojo.

—Tú no tienes alma —dijo Rey, como si lo descalificara—. ¿Por qué el gobierno tolera que ese charlatán, desde la radio oficial, difunda la ponzoña?

Vidal habló en tono reflexivo:

—Yo creo que Farrell ha dado conciencia a la juventud. Si estás en contra de las charlas de fogón, todavía te van a confundir con los matusalenes.

—Qué razonamiento —dijo Arévalo, con una sonrisa.

Señaló Rey:

—¿Veis la ponzoña? Nuestro propio Isidro nos habla con los terminachos del demagogo.

—De acuerdo —concedió Arévalo— pero a vos, Leandro, se te va la mano. Sos demasiado conservador.

—¿Por qué no he de serlo?

—¿Por qué se vuelven odiosos los viejos? —argumentó Arévalo—. Están demasiado satisfechos y no ceden su lugar.

—Al Ponderoso, ¿quién lo mueve de la registradora? —preguntó Jimi.

—¿Cederé a chapuceros, porque son jóvenes? ¿Abandonaré el fruto de mi trabajo? ¿Dejaré el timón?

Guiñando un ojo, Jimi cantó:

¡Cómo rezongan los años!

—Mucha broma —comentó Néstor, y sin perdonar una erre francesa, continuó—: pero si la autoridad no para esta ola, ¿quién estará seguro?

—¿Recuerdan la ricachona de Ugarteche? —preguntó Rey.

—¿La vieja de los gatos? —preguntó Arévalo.

—La vieja de los gatos —asintió Rey—. ¿Qué podían echarle en cara? Una extravagancia, alimentar gatos. Pues nada, ayer en la esquina de su casa, una cáfila de muchachuelos la mató a golpes, a vista y paciencia de los transeúntes.

—Y de los gatos —agregó Jimi, que no toleraba por mucho tiempo las tristezas.

—Husmeaban el cadáver —puntualizó Rey.

Jimi comentó con Vidal:

—Frente al gallego hay que abrir el paraguas. ¿Viste cómo voló el pedacito de maní? Los viejos al hablar escupimos. Yo me venía salvando de esta desgracia; pero ya empecé. Los otros días, no me acuerdo a quién, en el calor de una explicación le apliqué mi redondelito blanco en la manga. Para disimular, yo quería seguir la conversación, pero sólo pensaba: Ojalá que no se de cuenta.

—Peor es el caso del abuelo —dijo Arévalo.

—¿De Rey? —preguntó Dante.

—¿Ustedes no leen los diarios? —preguntó Arévalo.

Era un peso para la familia y fue eliminado por dos nietos de seis y ocho años.

—Respectivamente —concluyó Rey.

—¿Se proponen inquietarme? —preguntó Jimi—. Hablemos de cosas serias. El domingo, ¿gana River?

—En la justa de honor, River se agranda —declaró Rey.

—Por algo te dicen Ponderoso —apuntó Arévalo. Dante preguntó irritado:

—¿Eso qué tiene que ver con su abuelo? Recordaron enormidades que ocurrían en canchas y en tribunas. Rey sostuvo:

—Hoy por hoy, el varón prudente presencia el fútbol ante su pantalla de televisión.

—Lo que es yo —dijo Dante, que por una vez había oído— ahora no voy a la cancha aunque juegue Excursionistas.

Tras mostrarse partidario de una «confrontación actual, directa», Néstor anunció:

—El domingo ya me verán en las tribunas alentando a River.

—No seas inconsciente —rogó Jimi.

—Suicida —flemáticamente sentenció Rey.

Dante explicó:

—Néstor va con su hijo.

—Ah, eso es otra cosa —admitió el mismo Rey.

Ufano en su orgullo de padre, confirmó Néstor:

—¿Vieron? No soy inconsciente ni suicida. El chico me acompaña.

—Mientras tanto, con la conversación —acotó Jimi— da largas al juego y posterga la derrota. ¿Nos tendrá engañados el viejito? ¿Será un vivo?

Cuando la derrota llegó cuatro veces, los perdedores dijeron basta. Dante declaró su intención de acostarse temprano, Néstor ofreció otra vuelta de fernet y de maníes. Rey observó que era medianoche. Pagaron.

—En amor vamos a tener una suerte bárbara —dijo Néstor.

—¿Por qué van a tener? —preguntó Jimi—. No fue por falta de cartas que perdieron. Rey sonrió, movió la cabeza, reprochó afectuosamente:

—Por lo menos déjanos la esperanza.

—Mírenlo —pidió Arévalo—. ¿Dónde está su famoso empaque? Por algo sostenía Novión que la sola idea del amor humaniza.

Salieron juntos, pero cada cual muy pronto se encaminó a su casa, excepto Rey, que dijo:

—Quiero estirar las piernas. Te acompaño, Isidro, hasta la puerta. —En tono de confidencia agregó—: Te ruego que no imagines que el único entretenimiento en mi vida es el de arrellanarme en la butaca, frente al fútbol televisado. Lo digo con el mayor respeto por esos chirimbolos de la técnica. Vidal sintió que esta última frase lo enconaba inexplicablemente contra su amigo. Iban llegando. Rey lo tomó del brazo y le dijo:

—Caminemos un poco más. Ven, acompáñame hasta casa.

Mientras caminaban, Vidal pensó que por su parte quería estar solo, ya en cama, preferiblemente dormido. Para romper el silencio comentó:

—Esta noche el frío amaina.

—Ya viene, con retardo pero ya viene, el veranillo de San Juan.

Vidal se dijo que en la noche, como si hubiera más lugar, solía encontrarse libre de circunstancias que durante el día lo atenaceaban; el lumbago, por ejemplo, se había esfumado, o por lo menos incomodaba apenas. Como llegaban a la panadería, se apresuró a exclamar:

—Hasta mañana.

—Te acompaño hasta tu casa.

A Vidal se le ocurrió, por primera vez, que el otro acaso quería decirle algo importante. Pensó también que así, mientras Rey no se resolvía, caminarían hasta el alba. De nuevo rompió el silencio.

—¿Por qué no estabas ayer en el despacho?

—¿A la mañana? Exageraciones de las chicas…

Sin duda la necesidad y el escrúpulo de hablar lo abstraían, Vidal no era curioso. Con el egoísmo de un hombre cansado resolvió cortar ese ir y venir.

—Hasta mañana —dijo y se metió por el zaguán. Vagamente entrevió la carnosa cara de Rey, que abría la boca.