VII

Estaba aliviado. El largo día de haraganear en la pieza lo había mejorado notablemente. Si no salió fue por consejo de Nélida. A las doce, cuando iba al restaurante, se encontró con ella en la puerta cancel. La chica le dijo:

—No salga. Salir así a la calle me parece una imprudencia. Hoy se toma un descanso y mañana estará bien.

—No se vive del aire. Créame, ni para hervir fideos tengo disposición.

—Mi tía Paula me trajo una fuente de pastelitos. ¿Me deja que lo convide?

—Si viene a comerlos conmigo.

—No, eso no. Por favor, no lo tome a mal. Usted sabe cómo está la gente.

Primero uno, después otro más, comió media docena de los pastelitos de Nélida, una verdadera exquisitez, que luego hizo bajar con mates. De todos modos le cayeron pesados y durmió una larga siesta, de esas de antes, de las que uno por fin despertaba desorientado, sin saber si era de día o si era la mitad de la noche. Mateó de nuevo en vano esperó que Isidorito le trajera la radio que por último llevó a componer, se resignó a hervir los fideos, los comió con queso rayado, con pan de la víspera, con vino tinto y, cuando no quedaban sino migas, entró Jimi.

—¿Llego tarde? —preguntó.

—Por increíble que parezca. Ya no hay nada.

—¿No me vas a decir que no tenés un postre en el ropero? ¿Un budín? ¿Siquiera una barra de chocolate?

—Bueno, el chocolate de Isidorito. Te va a caer como plomo.

—No te preocupés, yo todavía digiero —declaró mientras mordía rápidamente la barra—. Espero no causar una desavenencia entre ustedes. A propósito: esta noche vamos a jugar en lo de Néstor, que se lleva bien con su hijo. Es más seguro. ¿Venís?

Vidal pensó que podía aceptar porque Nélida no se enteraría y porque a él le haría bien reunirse con los muchachos, ventilarse un poco, renovar las ideas que se le habían puesto lúgubres a lo largo de ese día de quietud y de indigestión. Preguntó:

—¿Sigue el fresco, che?

—Abrígate, que están caras las coronas. Vidal se cubrió los hombros con el ponchito y salieron a la noche.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jimi—. Te veo medio envarado.

—Nada. Un dolor de cintura.

—Los años, viejo, los años. El hombre astuto despliega a tiempo su estrategia contra la vejez. Si piensa en ella se entristece, pierde el ánimo, se le nota, dicen los demás que se entrega de antemano. Si la olvida, le recuerdan que para cada cosa hay un tiempo y lo llaman viejo ridículo. Contra la vejez no hay estrategia. Mira, en la esquina veo gente, a lo mejor es una patota, o uno de esos piquetes de represión, como los llaman… No cuesta nada dar la vuelta a la manzana y evitarlos.

—Uno se resigna a todo. ¿Vos crees que dos viejos señores argentinos, de tiempos de nuestra juventud, se resignarían a esta prudencia?

—Mirá, en esa época todos eran coléricos, pero si nadie los veía, quién sabe.