VI

Viernes, 27 de junio

A la otra mañana se encontró mejor, pero no lo bastante para despreocuparse. Pensó que si tuviera plata iría a la farmacia, se pondría una inyección y quedaría como nuevo (si no ese día, una semana después, cuando le hubieran aplicado la caja entera). Hasta que no cobrara la jubilación, todo gasto que no fuera indispensable quedaba excluido. Si en la farmacia lo atendía el señor Garaventa, no habría dificultades, pues entre hombres uno explica estas cosas; pero si lo atendía doña Raquel, la gestión se volvería espinosa. Agravaba su perplejidad la doble circunstancia de que doña Raquel tenía buena mano y de que el farmacéutico era famoso por carnicero.

Cuando fue al fondo, se encontró con Faber y con Bogliolo que, gesticulante, locuaz, nervioso, narraba algo. Apartando un poco a su interlocutor, preguntó Faber:

—Y usted, ¿dónde se metió anoche? Vidal vaciló, incómodo. Llegó a balbucear:

—Este…

No fue necesario aclarar.

—Lo que es yo —lo relevó Bogliolo— a pesar de que no me sorprenden fácilmente…

Vidal lo miró con alguna curiosidad: hablaba de un modo extraño, con la expresión cambiada.

Levantando la voz, Faber consiguió que lo escucharan:

—Yo alcancé a introducirme en un retrete —explicó—, pero, créanme, pasé una noche de novela. En un momento golpearon a la puerta. Cuando creía que me llegaba el fin, se fueron.

—Lo que es yo —insistió Bogliolo— aunque no me dejo sorprender fácilmente, me vi rodeado por esa muchachada y, como no pierdo la cabeza, opté por seguirles el tren.

—Al alba, cuando encontré la salida expedita —continuó Faber— no podía levantarme. De tanto estar sentado no sé qué me dio, un lumbago o un espasmo en la cintura.

Arrastrado por un impulso fraterno, dijo Vidal:

—Lo mismo que a mí.

—No, no —protestó Faber—. Cuando salí del retrete me mantuve flexionado por un tiempo considerable.

Bogliolo, a pesar de alguna dificultad expresiva, logró acallar a sus interlocutores y retomar el relato:

—Los muchachos entraron en el juego y allá estuvimos conversando y planeando golpes hasta las más altas horas. No crean que mi situación era cómoda: la procesión iba por dentro y, aunque lo disimulara, estaba nervioso. Cuando la reunión se disolvió, traté de quedarme, pero porfiaron que los acompañara. Quise acoplarme al grupo de su hijo, que al fin es un conocido, pero dos me tomaron de los brazos y conversando como amigos caminamos una enormidad, en dirección del Pacífico. Cerca de los depósitos del vino Giol uno, al que apodaban el Nene, sin alteración de su tono cordial, me dijo que me olvidara de cuanto había oído esa noche. El otro elogió mi dentadura y con el pretexto de examinarla me la sacó de un tirón. Ustedes no van a creer: cuando la reclamé, el más petizo me dijo que si quería volver a casa prácticamente entero, no perdiera tiempo.

—De todos modos, la sacamos bastante más barato que Huberman —observó Faber.

Con la empacada afectación a que echaba mano en ocasiones delicadas, aventuró Bogliolo:

—Su hijo, don Isidro, me impresionó como un mozo responsable. ¿Usted se anima a sondearlo?

—¿A sondearlo? —preguntó Vidal.

—Para que inicie una exploración del terreno, para ver si tengo una chance de recuperarla. Usted sabe lo que vale una dentadura.

—No voy a saber.

—¿Cuento con usted?

—Cuente, cuente. ¿Cómo fue lo de Huberman? Bogliolo arqueó las cejas con alguna desconfianza. Luego emprendió la explicación:

—El pobre venía con su automovilito por Las Heras… Faber lo apartó un poco y lo interrumpió:

—¿Me deja hablar? Yo recorté en Ultima Hora las declaraciones del homicida —sacó del bolsillo el recorte y cuidadosamente lo desdobló—. No tienen desperdicio. Oigan esto:

«Cuando vi esa calva en el auto de adelante, comprendí que me había equivocado de fila. Confieso que a lo mejor estuve prevenido, irritado de antemano. Pero, créanme señores, todo pasó como lo había previsto: cuando los otros vehículos arrancaron, el que yo tenía adelante, seguía inmóvil, con su conductor, el viejito de la calva, primero a la espera de sus propios reflejos y después preparándose para poner en marcha el auto. Este viejo fue víctima de una irritación que llevo acumulada a lo largo de situaciones parecidas, por culpa de viejos parecidos. Yo me contenía apenas y la tentación de hacer puntería en esa calva, centrada por las orejas bien abiertas, fue demasiado para mí».

Vidal preguntó:

—¿Qué le hicieron a ese loco?

—Bueno, che, no lo tome así —protestó Bogliolo.

—Recuperó inmediatamente su libertad —aseguró Faber. Bogliolo abrió la canilla de una pileta y bebió, ayudándose con la mano. Recomendó a Vidal:

—No se me olvide, si le viene bien, de sondear a su hijo. Se alejó en dirección a las piezas. Los otros lo siguieron lentamente.

—Me da lástima —dijo Faber.

—A mí, ninguna —contestó Vidal.

—Con ese aire de malo, es un pobre diablo, un miserable turiferario del encargado. No sabe para qué lado agarrar.

Se encontraron con Nélida y Antonia. Vidal notó que no saludaban a Faber. Éste se retiró.

—Lo felicito por sus amistades, don Isidro —observó irónicamente Antonia.

—¿Lo dice por Botafogo?

—Botafogo, vaya y pase. A este viejo sinvergüenza no lo trago.

—Tiene razón Antonia —afirmó Nélida.

Vidal miró a esta última, admiró la ligera curva de su cuello, pensó, que podía describirlo como cuello de cisne y que él siempre estaba haciendo descubrimientos en la muchacha. Rápidamente preguntó:

—¿Qué ha hecho?

Antonia se ensañó:

—¿Qué no ha hecho? Es un viejo repugnante. Se lo cuento y me sofoca la rabia. De noche la aborda a una con intenciones de lo más groseras, ¡en los baños y sus inmediaciones! Pregúnteselo a Nélida, si no me cree.

Nélida reconoció:

—Desde las diez de la noche, está agazapado a la espera.

—No puede ser —exclamó Vidal.

—Téngalo por seguro. Si lo sabremos nosotras.

—¿No me digan? ¿No se verá a sí mismo? Estará desesperado y habrá perdido la vergüenza.

Vidal comentó que la conducta de Faber era increíble y abundó en condenaciones.

—A un viejo así —declaró Antonia— yo lo denunciaría sin remordimiento.

Como si conviniera con ella, Vidal lo defendió:

—Es un pobre diablo.

Repitió eso varias veces. Intentó otras defensas, porque los ataques eran despiadados.

—Viejos así no habría que dejar ninguno —sentenció Antonia.

—Bueno. Confieso que tienen razón. Viejos que se meten con mujeres jóvenes dan un espectáculo triste. Repugnante. Ustedes tienen razón. Toda la razón. Pero si los comparan con un delator, con un traidor, con un asesino…

—A usted no lo ofendió Faber. Póngase en mi lugar.

—¿Cómo no va a estar ofendida? —convino Vidal—. Faber no tiene perdón. Pero tal vez el infeliz no vea hasta qué punto es grotesco lo que está haciendo, porque verlo sería reconocer que está viejo y que se acerca a la muerte.

Antonia preguntó:

—¿Eso a mí que me importa?

Vidal juzgó la réplica inapelable; sin embargo, como creyó que debía intentar un último esfuerzo en favor de su amigo, resumió la argumentación en estas palabras:

—Bueno, les doy la razón en todo. Es viejo y es feo, pero esto es algo que no podemos echarle en cara. Nadie es viejo y feo por gusto.

Antonia lo miró moviendo la cabeza, como si hubiera oído algo extravagante y lo perdonara simplemente porque lo aceptaba como era.

—Con don Isidro no se puede. Voy a lavar un poco.

Antes de seguirla, Nélida susurró:

—No hable así delante de Antonia.