II

Jueves, 26 de junio

La impaciencia por acudir al velorio lo despertó. Últimamente se impacientaba con facilidad.

En el calentador a querosén preparó unos mates, que despachó a la disparada, con dos o tres mordiscos de pan de la víspera. Su desayuno estaba perfectamente calculado; no se permitía un exceso en los mates o en el pan, sin que empezara ese ardor que lo asustaba un poco. Se lavó los pies, las manos, la cara, el cuello. Se peinó con agua de violetas y brillantina. Ni bien se vistió, se presentó en el taller de las chicas y preguntó si podía usar el teléfono. La dentadura se había convertido en manía. Hubiera jurado que las chicas lo miraban y comentaban, como si fuera un monstruo o tal vez el primer hombre con dientes nuevos. Una circunstancia lo extrañó: aunque estaba prevenido, no sorprendió una sola sonrisa, ni nada que sugiriera la burla. Vio caras graves, preocupadas, asombradas, quizá temerosas y aun coléricas. Todo esto le pareció inexplicable.

Llamó a casa de Jimi, pero no obtuvo comunicación. En casa de Rey una de las hijas le advirtió que el padre había salido y le aconsejó que no molestara. Mientras tanto, una de las chicas del taller, una trigueña de piel blanca, llamada Nélida, que le recordaba, siquiera por el nombre, a la Nélida de otros tiempos, lo miraba con alguna obstinación, como si quisiera decirle algo. Si realmente quería hablarle, la muchacha encontraría oportunidades, pues vivía en el inquilinato (en las piezas de su amiga Antonia y de la madre de ésta, doña Dalmacia). A Vidal siempre le molestaba que lo miraran cuando hablaba por teléfono. Se perturbaba como si lo distrajeran en medio de una prueba difícil; más molesto aun resultaba que lo miraran cuando su parte en la conversación era deslucida. ¿Una puerilidad? A veces Vidal se preguntaba qué aprendemos a lo largo de los años, ¿a resignarnos a nuestras deficiencias? De soslayo miró los ojos que lo observaban, la piel cercana, la tricota con la forma del pecho, y se dijo que para un admirador de la belleza no había nada como la juventud. Imprevistamente angustiado pensó también que las chicas de esa edad son capaces de cualquier locura, pero que él, plantado ahí, con aire de no entender nada, pasaría por tonto. Dejó en la repisa el importe de las comunicaciones y se retiró para no abusar del teléfono.

Iría al restaurante y hablaría con toda comodidad por el teléfono público. Además compraría el diario, para ver si ya pagaban, como dijeron Faber y otros, la jubilación de mayo. Antes de salir se fijó si no rondaba el encargado, un gallego acriollado y anarquista, que defendía celosamente los intereses del propietario. Por suerte tampoco estaba en el zaguán el señor Bogliolo, que por un sordo aborrecimiento al género humano, honorariamente oficiaba de policía del gallego. Hasta alrededor del 20, en que solía cobrar la jubilación y pagar el alquiler, todos los meses Vidal evitaba con el mayor cuidado a esos dos individuos.

Encontraba agrado en caminar por el barrio en un día de sol, en «desentumir» las tabas, como decía Jimi. La mañana se presentaba limpia y, de acuerdo con las previsiones de los muchachos, el frío no había disminuido. En cuanto asomó a la calle advirtió que el taller del tapicero estaba cerrado. Sin amargura comentó:

—Todavía no es mediodía y ya bajaron la cortina. La gente de hoy no quiere trabajar. Qué vidurria.

Notó que nunca le faltaba el pretexto para hablar solo y ensayar una sentencia de moralista.

El teléfono del restaurante exhibía, como de costumbre, el letrerito No funciona. Mientras caminaba por Las Heras, en dirección a la plaza, en voz alta se preguntó qué tenía esa mañana la ciudad, porque parecía más linda y más alegre. La verdad es que algunos transeúntes lo miraban con insistencia, de manera para él incómoda. Consideró extraño que un arco dental llamara tanto la atención, y arguyó: «Al fin y al cabo va dentro de una boca cerrada, o poco menos». ¿Su dentadura y las miradas que provocaba eran la causa de la angustia que sentía en el pecho? No, había que buscarla, tal vez, en los atractivos de esa muchacha, que a lo mejor se ofreció, y en su retirada, rápida como una fuga. Inexplicablemente su timidez había aumentado con los años; como si no creyera en sí mismo, por si acaso estaba siempre retirándose. ¿O la verdadera causa de la angustia se ocultaba en la jubilación impaga, en las preocupaciones de dinero, ahora primordiales?

Tras un cordial saludo, en que volcó una afabilidad llana, pero generosa, preguntó al diarero de Salguero y Las Heras:

—¿Dónde velan a don Manuel?

—Todavía no salió de la morgue —repuso el hombre en un tono que Vidal se atrevió a calificar de neutro.

—El fin de semana —explicó, guiñando un ojo—. Apostaría que el médico forense aprovecha el fin de semana y no quiere que le hablen de cadáveres.

Intuyó de improviso que su locuacidad, o quién sabe qué en su persona, molestaba al individuo. La sola presunción lo ofendió. ¿No era el muerto un diarero, un colega de este joven ingratamente hosco? La exquisita deferencia que él manifestaba, tanto más valiosa por provenir de alguien ajeno al gremio, ¿merecía el desdén? Opinó que no era necesario criar cuervos para cosecharlos. La fe en la esencial camaradería de los hombres lo movió a dar otra oportunidad:

—¿Lo velan en Gallo?

—Usted lo dice.

—¿Usted va? —insistió.

—¿A santo de qué?

—Y… yo pienso ir.

Tal vez porque una chiquilina pidió una revista, el muchachón le volvió la espalda. Vidal pensó que para no humillarse del todo no le compraría el diario. Ya se alejaba, deprimido, cuando oyó una frase que lo desorientó:

—Los que provocan, no se quejen.

Consideró la posibilidad de pedir explicaciones, pero recordó la espalda ancha, los músculos ajustados por el saquito gris, y admitió que algunas mañanas despertaba con dolor de cintura, como si el esqueleto se encontrara trabado y hasta enclenque. La aceptación de las propias limitaciones eventualmente es una sabiduría triste.

Cruzó la plaza en diagonal, no sin detenerse frente al monumento, para leer la inscripción. La sabía de memoria, pero cuando pasaba por ahí la leía. En una corazonada se dijo que este país, en la época de sus guerras, no debió de ser inamistoso.

Desde el teléfono público del café, trató en vano de comunicarse con los amigos. En casa de Arévalo no contestaban. La vecina de Néstor, que por lo general accedía a llamarlo (si le preguntaban sin apuro por la salud y por la familia), murmurando improperios cortó la comunicación. Siempre interesado en la meteorología, Vidal observó que si bien la temperatura estaba en ascenso, la gente seguía destemplada. En un nuevo intento de comunicarse con Jimi, empleó la última moneda. Se felicitó de que no contestara su llamado la sirvienta, una muchacha primaria, que apenas hablaba y casi no oía. La sobrina, Eulalia, le explicó:

—A la tarde lo visitará en su casa. Traté de disuadirlo, señor, pero me dijo que iría.

Vidal todavía le daba las gracias por la amabilidad, cuando Eulalia cortó. Se dirigió a la panadería. Al enfrentar el pasaje El Lazo, los recuerdos de la pesadilla de la noche anterior lo entristecieron. Con alguna contrariedad notó que el pasaje había recuperado su aspecto habitual, que no quedaban rastros ni pruebas del suceso. Ni siquiera había allí un vigilante. Si no fuera por el tacho de basura, se figuraría que la muerte del diarero había sido una alucinación. Bien sabía Vidal que la vida siempre sigue, que nos deja atrás, pero se preguntó ¿por qué esta urgencia? En el mismo lugar en que horas antes un hombre de trabajo había caído asesinado, un grupo de chiquitines jugaba al fútbol. ¿Solamente él advertía la profanación? También lo ofendía la circunstancia de que esos mismos menores, mirándolo con una cara que parodiaba ingenuidad y comunicaba menosprecio, a un tiempo entonaran el cantito:

Viene llegando la primavera

que siembra flores en la vejez.

Vidal reflexionó que últimamente había hecho méritos para graduarse en ese coraje, desde luego pasivo o negativo, que nos permite desoír los escarnios.

Al pasar frente a una casa en demolición, miró un cuarto desprovisto de techo, pero todavía encuadrado en fragmentos de paredes y conjeturó: «Debió de ser una sala». En la panadería le esperaba una sorpresa. Leandro Rey no ocupaba su puesto detrás de la caja registradora. Preguntó a una de las hijas del panadero:

—¿Le pasa algo a don Leandro?

Esta cortesía no cayó bien. En voz bastante alta, para lucirse quizá, en un tono sequito, moviendo sus labios oscuros, gruesos y húmedos, como si preparara un moño para regalo, la muchacha interpeló a Vidal:

—¿No ve que hay gente en la cola? Si no va a comprar, haga el favor de retirarse.

Enmudecido por el injusto maltrato, no encontró respuesta adecuada. Para salvar la dignidad, no le quedaba otro recurso que dar media vuelta y salir. Con increíble sangre fría, sin mover un músculo, esperó hasta recuperar el uso de la palabra; entonces, en medio de la expectativa general, articuló la enumeración:

—Seis felipes, cuatro medias lunas y una tortita guaranga.

Risas contenidas festejaron esa tortita guaranga como si fuera una respuesta cargada de intención. No hubo tal cosa. Las propias hijas de don Leandro después admitirían que Vidal se limitó a repetir su pedido habitual. ¿Por qué no se alejó dignamente? Porque le gustaba el pan de la panadería de Leandro. Porque las otras no quedaban cerca. Porque no sabía qué explicación dar a su amigo, si mañana le preguntaba por qué no compraba en su casa. Porque últimamente se había aficionado a la fidelidad: era fiel a los amigos, a los lugares, a cada uno de los proveedores y a su local de venta, a los horarios, a las costumbres.

La gente afirma que muchas explicaciones convencen menos que una sola, pero la verdad es que para casi todo hay más de una razón. Diríase que siempre se encuentran ventajas para prescindir de la verdad.