CAPÍTULO XXXI

La filosofía del análisis lógico

Desde la época de Pitágoras ha habido siempre en filosofía una oposición entre los hombres cuyo pensamiento ha estado influido principalmente por la matemática y quienes se hallaban más influidos por las ciencias empíricas. Platón, Tomás de Aquino, Spinoza y Kant pertenecen a lo que pudiéramos llamar el partido matemático; Demócrito, Aristóteles y los empiristas modernos, a partir de Locke, pertenecen al partido opuesto. En nuestro tiempo ha surgido una escuela filosófica que se propone eliminar el pitagorismo de los principios de la matemática y combinar el empirismo con el interés por las partes deductivas del conocimiento humano. Los objetivos de esta escuela son menos espectaculares que los de la mayoría de los filósofos del pasado, pero algunas de sus realizaciones son tan sólidas como las de los hombres de ciencia.

El origen de esta filosofía se halla en las realizaciones de los matemáticos que se propusieron limpiar su materia de sofismas y de razonamientos en pantuflos. Los grandes matemáticos del siglo XVII fueron optimistas y anhelaban resultados rápidos; la consecuencia de ello es que dejaron inseguros los cimientos de la geometría analítica y del cálculo infinitesimal. Leibniz creía en los infinitesimales reales, pero aunque su creencia convenía a su metafísica no tenía ninguna sólida base matemática. Weierstrass, poco después de mediados del siglo XIX, mostró la forma de establecer el cálculo sin infinitesimales, y de este modo lo hizo lógicamente seguro. Luego vino Georg Cantor, que desarrolló la teoría de la continuidad y del número infinito. La continuidad había sido, hasta que él la definió, una palabra vaga, conveniente para filósofos como Hegel, que deseaba introducir los embrollos metafísicos en la matemática. Cantor dio a la palabra un significado preciso y mostró que la continuidad, según la definía él, era el concepto que necesitaban matemáticos y físicos. De este modo una gran cantidad de misticismo, como el de Bergson, quedó anticuado.

Cantor superó también los acertijos lógicos sobre el número infinito. Tomemos la serie de los números enteros a partir del 1; ¿cuántos hay? Es indudable que el número no es finito. Hasta mil hay mil números; hasta el millón hay un millón. Cualquiera que sea el número finito que mencionemos, hay evidentemente más números que ése, porque, desde 1 hasta el número en cuestión, hay justamente ese número de números y luego hay otros que son más grandes. El número de números enteros finitos tiene que ser, por consiguiente, un número infinito. Pero ahora surge un hecho curioso: el número de números pares tiene que ser el mismo que el número de todos los números enteros. Considérense las dos filas:

1, 2, 3, 4,  5,  6, …
2, 4, 6, 8, 10, 12, …

Por cada partida de la fila superior hay una en la inferior; por consiguiente, el número de las dos filas tiene que ser el mismo, aunque la fila de abajo conste de sólo la mitad de los términos de la fila de arriba. Leibniz, que advirtió esto, lo creyó una contradicción y concluyó que, aunque hay colecciones infinitas, no hay números infinitos. Georg Cantor, por el contrario, negó audazmente que esto fuera una contradicción. Tenía razón; es solamente una singularidad.

Georg Cantor definió la colección infinita, como aquella que tiene partes que contienen tantos términos como la colección entera. Sobre esta base pudo construir una teoría matemática muy interesante de los números infinitos, llevando así al reino de la lógica exacta toda una región entregada hasta entonces al misticismo y a la confusión.

El siguiente hombre de importancia resultó Frege, quien publicó su primera obra en 1879, y su definición del número en 1884; pero a pesar de que sus descubrimientos pertenecen a la clase de los que hacen época, permaneció en la oscuridad hasta que yo llamé la atención sobre él en 1903. Es notable que, antes de Frege, todas las definiciones del número sugeridas contenían errores lógicos elementales. Era habitual identificar número con pluralidad. Pero un ejemplo de número es un número particular, 3, pongamos por caso, y un ejemplo del 3 es un terno particular. El terno es una pluralidad, pero la clase de todos los ternos —que Frege identificó con el número 3— es una pluralidad de pluralidades y el número en general, del que 3 es un ejemplo, es una pluralidad de pluralidades de pluralidades. El error gramatical elemental de confundir esto con la simple pluralidad de un terno dado, hizo de toda la filosofía del número, antes de Frege, un tejido de desatinos en el sentido más estricto del término desatino.

De la obra de Frege se deduce que la aritmética y la matemática pura, en general, no es más que una prolongación de la lógica deductiva. Esto significaba una desaprobación de la teoría kantiana de que las proposiciones aritméticas son sintéticas y envuelven una referencia al tiempo. El desarrollo de la matemática pura desde la lógica fue expuesto en detalle por Whitehead y por mí, en Principios de matemática.

Gradualmente se ha ido haciendo notorio que una gran parte de la filosofía puede ser reducida a lo que podemos llamar sintaxis, aunque la palabra tiene que usarse en un sentido algo más amplio que el hasta ahora habitual. Algunos hombres, especialmente Carnap, han expuesto la teoría de que todos los problemas filosóficos son en realidad sintácticos y que, cuando se evitan los errores en la sintaxis, un problema filosófico, o se resuelve, o muestra su insolubilidad. Creo que esto es una exageración, pero no cabe ninguna duda de que la utilidad de la sintaxis filosófica, en relación con los problemas tradicionales, es muy grande.

Ilustraré su utilidad con una breve explicación de la llamada teoría de las descripciones. Por descripción entiendo una frase tal como: «El actual presidente de Estados Unidos», en la que una persona o cosa es designada, no por un nombre, sino por alguna propiedad que se supone o se sabe que le es peculiar. Tales frases han sido causa de muchas complicaciones. Supóngase que digo: «La montaña dorada no existe», y supóngase que el lector me pregunta: «¿Qué es lo que no existe?». Parecería que si digo «la montaña dorada», estoy atribuyendo una especie de existencia a ésta. Es obvio que no hago la misma aseveración que si dijera «El cuadrado redondo no existe». Esto parecería implicar que la montaña dorada es una cosa y el cuadrado redondo otra, aunque ninguna de las dos existe. La teoría de las descripciones estaba destinada a resolver esta y otras dificultades.

Conforme a esta teoría, cuando una aseveración que contiene una frase de la forma «el tal y tal» es analizada acertadamente, la frase «el tal y tal» desaparece. Por ejemplo, tómese la afirmación «Scott fue el autor de Waverley». La teoría interpreta esta aseveración, como queriendo decir:

«Un hombre, y solamente un hombre, escribió Waverley, y ese hombre fue Scott». O, más plenamente:

«Hay un ente c tal que la aseveración “x escribió Waverley”, es verdadera si x es c, y falsa en otro caso; además, c es Scott». La primera parte de esto, antes de la palabra además, se define como queriendo significar: «El autor de Waverley existe (o existió o existirá)». Así, «La montaña dorada no existe», significa:

«No hay ningún ente c tal que “x dorado y montañoso”, sea verdadero cuando x es c, pero no de otro modo».

Con esta definición, la perplejidad en cuanto a lo que damos a entender cuando decimos «La montaña dorada no existe», desaparece.

La existencia, según esta teoría, sólo puede afirmarse de descripciones. Podemos decir: «El autor de Waverley existe», pero decir «Scott existe» es mala gramática, o más bien mala sintaxis. Esto aclara dos milenios de confusión acerca de la existencia, que comienza con el Teetetes de Platón.

Una consecuencia de la obra que hemos considerado es el destronamiento de las matemáticas del elevado lugar que han ocupado desde Pitágoras y Platón y la destrucción del supuesto contra el empirismo que se derivaba de aquél. Es verdad que el conocimiento matemático no se obtiene por inducción, de la experiencia; no es necesario que nuestra razón, para creer que 2 y 2 son 4, haya visto con frecuencia, por observación, que una pareja junto con otra pareja forman un cuarteto. En este sentido, el conocimiento matemático no es aún empírico. Pero tampoco es un conocimiento a priori acerca del mundo. En efecto, se trata de un conocimiento meramente verbal. «3» significa «2 + 1», y «4» significa «3 + 1». De aquí se sigue (aunque la prueba es larga) que «4» significa lo mismo que «2 + 2». De este modo, el conocimiento matemático deja de ser misterioso. Es de la misma naturaleza que la «gran verdad» de que la yarda tiene tres pies.

La física, lo mismo que la matemática pura, ha proporcionado material a la filosofía del análisis lógico. Esto ha ocurrido especialmente por medio de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica.

Lo importante para el filósofo, en la teoría de la relatividad, es la sustitución del espacio y del tiempo por el espacio-tiempo. El sentido común considera el mundo físico compuesto de cosas que persisten durante cierto período de tiempo y se mueven en el espacio. La filosofía y la física desarrollaron la noción de cosa en la sustancia material, y consideraron la sustancia material consistente en partículas pequeñísimas y que persistían durante todo el tiempo. Einstein sustituyó las partículas por sucesos; cada suceso o acontecimiento tenía respecto a los otros una relación llamada intervalo, que podía ser analizada de diversas formas en un elemento-tiempo y un elemento-espacio. La elección entre estas diversas formas era arbitraria, y ninguna de ellas era preferible teóricamente a cualquiera de las demás. Dados dos sucesos A y B, en regiones distintas, podía ocurrir que según una convención fueran simultáneos; según otra, A fuera anterior a B; y, según otra, B fuera anterior a A. Ningún hecho físico corresponde a estas diferentes convenciones.

De todo esto parece deducirse que los sucesos, no las partículas, tienen que ser la «materia o elemento» de la física. Lo que se ha considerado como una partícula debe considerarse como una serie de acontecimientos. La serie de acontecimientos que reemplaza a una partícula tiene ciertas propiedades físicas importantes y, por consiguiente, solicita nuestra atención; pero no tiene más sustancialidad que cualquier otra serie de acontecimientos que pueda reunirse arbitrariamente. Así, la materia no forma parte de la materia última del mundo, y es meramente una forma conveniente de coleccionar acontecimientos en haces.

La teoría del cuanto refuerza esta conclusión, pero su principal importancia filosófica estriba en que considera los fenómenos físicos como posiblemente discontinuos. Sugiere que, en un átomo (con la interpretación aludida), persiste durante algún tiempo un cierto estado de cosas y luego, de súbito, es éste reemplazado por un estado de cosas finitamente distinto. La continuidad del movimiento, que siempre se dio por supuesta, parece haber sido un mero prejuicio. La filosofía apropiada a la teoría del cuanto no fue, sin embargo, desarrollada de un modo adecuado. Sospecho que exigirá un abandono de la doctrina tradicional del espacio y del tiempo aún más radical que el que exigió la teoría de la relatividad.

Al mismo tiempo que la física ha venido haciendo a la materia menos material, la psicología ha estado haciendo a la mente menos mental. En un capítulo anterior tuvimos ocasión de comparar la asociación de ideas con el reflejo condicionado. El último, que ha reemplazado a aquélla, es claramente mucho más fisiológico. (Esto es sólo un ejemplo; no quiero exagerar el alcance del reflejo condicionado). Así, desde ambos extremos, la física y la psicología se han ido acercando y haciendo más posible la doctrina del «monismo neutral» sugerida por la crítica de la conciencia de William James. La distinción de espíritu y materia vino a la filosofía desde la religión, aunque, durante algún tiempo, pareció tener bases sólidas. Creo que tanto el espíritu como la materia son meramente formas convenientes de agrupar acontecimientos. Algunos de éstos, debo admitirlo, pertenecen sólo a grupos materiales, pero otros pertenecen a ambos grupos a la vez y son, por ende, mentales y materiales a la par. Esta doctrina da motivo a una gran simplificación en nuestra imagen de la estructura del mundo.

La física y la fisiología modernas arrojan nueva luz sobre el viejo problema de la percepción. Si hay algo que pueda llamarse percepción tiene que ser en alguna medida un efecto del objeto percibido y ha de parecerse más o menos al objeto, si ha de ser una fuente de conocimiento del objeto. El primer requisito puede llenarse solamente si hay cadenas causales que sean, en grado mayor o menor, independientes del resto del mundo. Según la física, así es. Las ondas luminosas viajan desde el Sol hasta la Tierra, y al hacerlo así, obedecen a sus propias leyes. Esto es verdad sólo a grandes rasgos. Einstein ha mostrado que los rayos luminosos son afectados por la gravitación. Cuando llegan a nuestra atmósfera, sufren una refracción y algunos se esparcen más que otros. Cuando llegan a un ojo humano, ocurre en éste una serie de cosas que no suceden en otras partes, terminando con lo que llamamos «ver el Sol». Pero aunque el Sol de nuestra experiencia visual es muy diferente del Sol del astrónomo, es aún una fuente de conocimiento respecto al segundo, porque el «ver el Sol» difiere del «ver la Luna», en modos que se hallan relacionados de una forma causal con la diferencia que hay entre el Sol del astrónomo y la Luna del astrónomo. Lo que de este modo podemos saber de los objetos físicos se limita, sin embargo, a ciertas propiedades abstractas de la estructura. Podemos saber que el Sol es redondo en un sentido, aunque no es totalmente el sentido en el que vemos que es redondo; pero no tenemos ninguna razón para suponer que es brillante o cálido, porque la física puede explicar que parezca ser de ese modo sin suponer que lo sea. Nuestro conocimiento del mundo físico es, por lo tanto, sólo abstracto y matemático.

El moderno empirismo analítico, del que he dado un bosquejo, difiere del de Locke, Berkeley y Hume por la incorporación de la matemática y el desarrollo de una poderosa técnica lógica. De este modo es capaz, respecto a ciertos problemas, de lograr respuestas definidas, que tienen una calidad científica más que filosófica. Tiene la ventaja, en comparación con las filosofías de los constructores de sistemas, de poder enfrentarse con sus problemas uno a uno, en vez de tener que inventar de golpe toda una maciza teoría del conjunto del Universo. Sus métodos, en este aspecto, se asemejan a los de la ciencia. No me cabe ninguna duda de que, en la medida en que el conocimiento filosófico sea posible, con métodos es como debe buscársele; tampoco me cabe duda de que, con estos métodos, pueden resolverse del todo muchos antiguos problemas.

Queda, no obstante, un vasto campo, tradicionalmente incluido en la filosofía, donde los métodos científicos son inadecuados. Este campo incluye cuestiones últimas de valor; la ciencia sola, por ejemplo, no puede probar que es malo gozar con la aplicación de un tormento. Todo lo que puede conocerse, puede ser conocido por medio de la ciencia; pero las cosas que son legítimamente cuestiones de sentimiento se quedan fuera de su dominio.

La filosofía, a lo largo de su historia, ha constado de dos partes mezcladas inarmónicamente: por un lado, una teoría sobre la naturaleza del mundo; por otro, una doctrina ética o política sobre el mejor modo de vida. El no haber logrado separar las dos con claridad suficiente ha sido el origen de mucho pensamiento confuso. Los filósofos, desde Platón hasta William James, han dejado que sus opiniones sobre la constitución del Universo fueran influidas por el deseo de edificación moral; sabiendo, según ellos suponían, qué creencias harían virtuosos a los hombres, han inventado argumentos, con frecuencia muy sofísticos, para probar que estas creencias eran verdaderas. Por mi parte, repruebo esta tendencia, tanto por razones morales como intelectuales. Moralmente, un filósofo que emplea su competencia profesional para algo que no sea la búsqueda desinteresada de la verdad, es reo de una especie de traición. Y cuando da por supuestas, antes de haberlas indagado, que ciertas creencias, verdaderas o falsas, son capaces de fomentar la buena conducta, está limitando de ese modo el alcance de la especulación filosófica y haciendo filosofía trivial; el verdadero filósofo está dispuesto a examinar todos los conceptos previos. Cuando se ponen límites, consciente o inconscientemente, a la búsqueda de la verdad, la filosofía se paraliza por el temor y se prepara el terreno para una censura gubernamental que castigue a los que expresan «pensamientos peligrosos» —de hecho, el filósofo ha establecido ya tal censura sobre sus propias investigaciones.

Intelectualmente, el efecto de las consideraciones morales erróneas sobre la filosofía ha sido el de impedir el progreso en una medida extraordinaria. No creo que la filosofía pueda ni probar ni refutar la verdad de los dogmas religiosos, pero desde Platón la mayoría de los filósofos han estimado como parte de su misión idear pruebas de la inmortalidad y de la existencia de Dios. Han hallado defectos en las pruebas de sus antecesores —Santo Tomás rechazó las pruebas de San Anselmo, y Kant las de Descartes—, pero han aportado otras propias. Con el fin de darles la apariencia de validez, han tenido que falsear la lógica, hacer mística la matemática y pretender que prejuicios muy arraigados eran intuiciones bajadas del Cielo.

Todo esto ha sido rechazado por los filósofos que hacen del análisis lógico la principal tarea de la filosofía. Éstos confiesan francamente que la inteligencia humana es incapaz de hallar respuestas concluyentes a muchas cuestiones de profunda importancia para la humanidad, pero se niegan a creer que hay algún modo de conocer más elevado, por medio del cual se pueden descubrir verdades ocultas a la ciencia y al intelecto. Por esta renuncia se han visto recompensados con el descubrimiento de que muchas preguntas, hasta ahora oscurecidas por la niebla de la metafísica, pueden ser contestadas con precisión, y por medio de métodos objetivos que no introducen nada del temperamento del filósofo, salvo el deseo de comprender. Tómense cuestiones como éstas: ¿Qué es número? ¿Qué son el espacio y el tiempo? ¿Qué es espíritu y qué es materia? Yo no digo que podamos, aquí y ahora, dar respuestas definitivas a todas estas viejas cuestiones, pero sí digo que ha sido descubierto un método por medio del cual, lo mismo que en la ciencia, podemos hacer aproximaciones sucesivas a la verdad, donde cada etapa resulta de un perfeccionamiento, no de una negación, de lo hecho anteriormente.

En la agitación de los fanatismos en pugna, una de las pocas fuerzas unificadoras es la veracidad científica, con lo que quiero dar a entender el hábito de basar nuestras creencias en observaciones e inferencias tan impersonales y tan apartadas de todo prejuicio local y temperamental como es posible en los seres humanos. Haber insistido en la introducción de esta virtud en la filosofía y haber inventado un poderoso método mediante el cual puede hacerse fecunda, son los méritos principales de la escuela filosófica a que pertenezco. El hábito de cuidadosa veracidad adquirido en la práctica de este método filosófico puede extenderse a todas las esferas de la actividad humana, produciendo, dondequiera que exista, una disminución del fanatismo y un incremento de la capacidad de simpatía y de entendimiento mutuo. Al abandonar una parte de sus pretensiones dogmáticas, la filosofía no deja de sugerir e inspirar un modo de vida.