CAPÍTULO XXX

John Dewey

John Dewey, que nació en 1859, es reconocido generalmente como el primer filósofo viviente de América, en cuya apreciación coincido. Ha tenido una profunda influencia, no sólo entre los filósofos, sino entre los pedagogos, en la estética y en la teoría política. Es un hombre de elevado carácter, de criterio liberal, generoso y amable en el trato personal, infatigable en el trabajo. Con la mayor parte de sus opiniones estoy casi en completo acuerdo. Por el respeto y la admiración que siento por él, tanto como por mi experiencia personal de su amabilidad, quisiera estar totalmente de acuerdo con él, pero a mi pesar, me veo obligado a disentir de su doctrina filosófica más característica, o sea: la sustitución de verdad por indagación (inquiry) como concepto fundamental de la lógica y de la teoría del conocimiento.

Como William James, Dewey es originario de Nueva Inglaterra, y continúa la tradición del liberalismo de esta región, que ha sido abandonada por algunos de los descendientes de los grandes liberales de aquel país de hace algo más de cien años. Nunca ha sido lo que podía llamarse un mero filósofo. La educación, especialmente, fue una de sus principales preocupaciones, y su influencia en la pedagogía americana muy profunda. Yo, con mi capacidad más reducida, he intentado tener una influencia en la educación muy semejante a la suya. Quizá él, lo mismo que yo, no se ha sentido siempre satisfecho con la conducta de los que han declarado seguir su doctrina, pero toda doctrina nueva está expuesta, en la práctica, a alguna extravagancia y exceso. Sin embargo, esto no tiene tanta importancia como podría pensarse, porque los defectos de lo nuevo se ven con mucha mayor facilidad que los de lo tradicional.

Cuando Dewey fue nombrado profesor de filosofía en Chicago, en 1894, la pedagogía estaba incluida entre sus materias. Fundó una escuela progresiva y escribió mucho sobre educación. Lo que escribió en esta época quedó resumido en su libro La escuela y la sociedad (1899), considerado como el escrito suyo de mayor influencia. Toda su vida ha continuado escribiendo sobre educación, casi tanto como de filosofía.

Otras cuestiones sociales y políticas han absorbido también una gran parte de su pensamiento. Como yo, fue muy influido por sus visitas a Rusia y China, negativamente en el primer caso y positivamente en el segundo. Apoyó de mala gana la Primera Guerra Mundial. Tuvo un papel importante en la investigación sobre la supuesta culpabilidad de Trotski y si, por un lado, estaba convencido de que los cargos eran infundados, por otro creía que el régimen soviético no hubiera tenido un curso satisfactorio si, en vez de Stalin, hubiera sido Trotski sucesor de Lenin. Se persuadió de que la revolución violenta, que lleva a la dictadura, no es el camino para lograr una sociedad buena. Aunque muy liberal en todas las cuestiones económicas, nunca ha sido marxista. Le oí decir una vez que, después de haberse emancipado con alguna dificultad de la tradicional teología ortodoxa, no iba a encadenarse a otra. En todo esto, su punto de vista es casi idéntico al mío.

Desde el punto de vista estrictamente filosófico, la principal importancia de la obra de Dewey radica en su crítica de la noción tradicional de verdad, incorporada en la teoría que llama instrumentalismo. La verdad, según la conciben la mayoría de los filósofos profesionales, es estática y final, perfecta y eterna; en terminología religiosa, puede ser identificada con los pensamientos de Dios y con aquellos que, como seres racionales, compartimos con Dios. El modelo perfecto de la verdad es la tabla de multiplicar, precisa y cierta, y libre de toda escoria temporal. Desde Pitágoras y todavía más desde Platón, la matemática ha estado ligada a la teología y ha influido profundamente en la teoría del conocimiento de la mayor parte de los filósofos profesionales. La preocupación de Dewey es más biológica que matemática, y concibe el pensamiento como un proceso de evolución. El criterio tradicional admitiría, sin duda, que los hombres llegan gradualmente a saber más, pero cada fragmento de conocimiento, cuando se ha logrado, es considerado como algo final. Hegel, es cierto, no considera de este modo el pensamiento humano. Lo concibe como un todo orgánico, cada una de cuyas partes se desarrolla gradualmente, y ninguna de éstas es perfecta hasta que el todo lo es. Pero aunque la filosofía de Hegel influyó en Dewey en su juventud, ésta tiene todavía su Absoluto y su mundo eterno que es más real que el proceso temporal. Éstos no pueden tener ningún sitio en el pensamiento de Dewey, para quien toda realidad es temporal, y el proceso, aunque no es evolutivo, como para Hegel, el desenvolvimiento de una Idea eterna.

Hasta aquí, estoy de acuerdo con Dewey. Tampoco es éste el final de mi acuerdo. Antes de meterme en la discusión de los puntos en que difiero, diré unas palabras sobre mi punto de vista sobre la verdad.

La primera cuestión es: ¿Qué tipo de cosa es eso de verdadero o falso? La respuesta más sencilla sería una frase: «Colón cruzó el océano en 1492» es verdadero; «Colón cruzó el océano en 1776» es falso. Esta respuesta es correcta, pero incompleta. Las frases son verdaderas o falsas, según los casos, porque son significantes y su significación depende del lenguaje usado. Si estuviéramos traduciendo un relato de Colón en árabe, tendríamos que cambiar 1492 por el año correspondiente de la hégira. Frases en diferentes idiomas pueden tener la misma significación y ésta, no las palabras, hace que la frase sea verdadera o falsa. Cuando pronunciamos una frase, expresamos una creencia, que puede traducirse perfectamente en un idioma distinto. La creencia, cualquiera que sea, es lo verdadero o falso o «más o menos verdadero». De este modo nos vemos impulsados a la investigación de la creencia.

Ahora bien, una creencia, siempre que sea suficientemente sencilla, puede existir sin ser expresada en palabras. Sería difícil, sin usar palabras, creer que la razón de la circunferencia respecto al diámetro es aproximadamente 3,14159, o que César, cuando decidió cruzar el Rubicón, marcó el destino de la constitución romana republicana. Pero en casos simples, las creencias no verbalizadas son comunes. Supongamos, por ejemplo, que al descender una escalera nos confundimos, creyendo, sin ser cierto, que hemos llegado al final: damos un paso necesario para pisar en tierra y nos caemos. El resultado es un violento choque de sorpresa. Diremos naturalmente «Pensé que había llegado al final», pero de hecho, no estábamos pensando en la escalera, pues en este caso no nos hubiéramos equivocado. Nuestros músculos estaban preparados para tropezar con el piso cuando todavía no estábamos en él. Fue nuestro cuerpo más que nuestra mente quien cometió la equivocación —al menos, ése sería un modo natural de expresar lo sucedido—. Pero de hecho, la distinción entre mente y cuerpo es dudosa. Será mejor hablar de un organismo, dejando la división de sus actividades entre la mente y el cuerpo imprecisa. Podemos decir, entonces: nuestro organismo estaba dispuesto de un modo que hubiera sido adecuado si hubiéramos estado al pie de la escalera, pero de hecho no estaba adecuado. Esta falta de ajuste constituyó un error y se puede decir que abrigábamos una creencia falsa.

La prueba del error en el ejemplo anterior es la sorpresa. Creo que esto es cierto generalmente de las creencias que pueden ser verificadas. Una creencia falsa es la que, en circunstancias adecuadas, motiva que la persona, que la abriga, experimente sorpresa, mientras que una creencia verdadera es la que no produce ese efecto. Pero, aunque la sorpresa es un buen criterio, cuando es aplicable, no da el sentido de las palabras verdadero y falso, y no es siempre aplicable. Supongamos que estamos paseando en medio de una tormenta, y nos decimos: «No es nada probable que me caiga un rayo». Al momento siguiente nos cae, pero no experimentamos sorpresa, porque estamos muertos. Si un día hace explosión el Sol, como parece esperar sir James Jeans, pereceremos todos instantáneamente, y, por consiguiente, no nos sorprenderemos, pero, a menos que hayamos esperado la catástrofe, todos habremos estado equivocados. Tales ejemplos sugieren una objetividad en la verdad y en la falsedad: lo que es verdadero (o falso) es un estado del organismo, pero es verdadero (o falso), en general, en virtud de sucesos ocurridos fuera del organismo. A veces son posibles pruebas experimentales para determinar la verdad y la falsedad, pero otras veces no lo son; en este caso, sigue quedando la alternativa, a pesar de todo, y es significativa.

No seguiré desarrollando mi criterio sobre la verdad y la falsedad; examinaré ahora la doctrina de Dewey.

Dewey no aspira a juicios que sean absolutamente verdaderos, ni condena a sus contradictorios como absolutamente falsos. Según su opinión, hay un proceso llamado indagación, que es una forma de ajuste mutuo entre un organismo y su contorno. Si deseara, desde mi punto de vista, acercarme todo lo posible a un acuerdo con Dewey, empezaría por un análisis del sentido o significación. Supongamos, por ejemplo, que el lector está en el parque zoológico, y que oye por un megáfono una voz que dice: «Se acaba de escapar un león». El lector, en ese caso, obraría como si hubiera visto al león —es decir—, huiría lo más rápidamente posible. La frase «se ha escapado un león» significa un suceso determinado, en el sentido de que da motivo a la misma conducta que originaría el hecho si hubiera sido visto por el lector. Generalizando: una frase S significa un acontecimiento E si da motivo a la conducta que E hubiera originado. Si, de hecho, no ha habido tal suceso, la frase es falsa. Lo mismo es aplicable a una creencia no expresada en palabras. Podemos decir: una creencia es un estado de un organismo, que promueve la conducta que promovería cierto suceso si estuviera sensiblemente presente; el suceso que promovería esta conducta es la significación de la creencia. Esta exposición está indebidamente simplificada, pero puede servir para indicar la teoría que estoy defendiendo. Hasta aquí, no creo que Dewey y yo tengamos mucho desacuerdo. Pero con sus posteriores desarrollos me encuentro en profundo desacuerdo.

Dewey hace de la indagación la esencia de la lógica, no la verdad ni el conocimiento. Define la indagación así: «La indagación es la transformación controlada o dirigida de una situación indeterminada en otra tan determinada, en sus distinciones y relaciones constitutivas, que convierte los elementos de la situación original en un todo unificado». Añade que la «indagación se ocupa de las transformaciones objetivas de la cuestión objetiva». Esta definición es claramente inadecuada. Tómese como ejemplo la actitud de un instructor con un grupo de reclutas, o la de un albañil con un montón de ladrillos; esto se acomoda exactamente a la definición que da Dewey de la indagación. Como no incluye claramente esto, tiene que haber algún elemento en su noción que se ha olvidado de mencionar en la definición. Intentaré determinar en su momento qué elemento es éste. Pero antes consideremos lo que resulta de su definición, tal como aparece.

Está claro que la indagación, tal como la concibe Dewey, forma parte del proceso general de intentar hacer al mundo más orgánico. «Todos unificados» tienen que ser el resultado de las indagaciones. El amor de Dewey por lo orgánico se debe en parte a la biología, en parte a la influencia posterior de Hegel. A no ser sobre la base de una inconsciente metafísica hegeliana, no veo por qué tengan que resultar de la indagación «todos unificados». Si me dan una baraja en desorden y se me pide que indague sobre su correlación, primero, si sigo la prescripción de Dewey, tengo que ordenarlas, y luego diré que éste era el orden resultante de la indagación. Habrá, es cierto, una «transformación objetiva de una materia objetiva» mientras estoy ordenando las cartas, pero la definición permite esto. Si, al final, me dicen: «Necesitábamos conocer el orden de las cartas cuando se las dieron a usted, no después de que usted las ha vuelto a ordenar», replicaré, si soy discípulo de Dewey: «Sus ideas son demasiado estáticas. Yo soy una persona dinámica, y cuando indago una materia, la altero primero para hacer fácil la indagación». La idea de que tal procedimiento es legítimo, sólo puede estar justificada por una distinción hegeliana de apariencia y realidad: la apariencia puede ser confusa y fragmentaria, pero la realidad es siempre ordenada y orgánica. Por tanto, cuando ordeno las cartas estoy sólo revelando su verdadera naturaleza eterna. Pero esta parte de la doctrina no aparece nunca explícita. La metafísica del organismo subyace en las teorías de Dewey, pero no sé hasta qué punto se da cuenta de este hecho.

Tratemos de hallar ahora el suplemento a la definición de Dewey que se requiere para distinguir la indagación de otras clases de actividad organizadora, tales como la del instructor y la del albañil. Anteriormente se habría dicho que la indagación se distingue por su finalidad, que es averiguar alguna verdad. Pero para Dewey la verdad ha de ser definida en términos de indagación, no viceversa; cita con aprobación la definición de Pierce: Verdad es «la opinión que está destinada a ser últimamente aceptada por todos los que investigan». Esto nos deja completamente a oscuras sobre lo que están haciendo los investigadores, pues no podemos, sin incurrir en círculo vicioso, decir que están esforzándose por averiguar la verdad.

Creo que la teoría del doctor Dewey podría exponerse como sigue: las relaciones de un organismo con su contorno son a veces satisfactorias para el organismo, y otras veces son insatisfactorias. En este último caso, la situación puede mejorarse por ajuste mutuo. Cuando las alteraciones mediante las cuales se mejora la situación provienen principalmente del lado del organismo —nunca provienen totalmente de un lado— el proceso implicado es llamado indagación. Por ejemplo, durante una batalla estamos interesados principalmente en alterar el contorno, es decir, el enemigo; pero durante el período precedente de reconocimiento, estamos interesados principalmente en adaptar nuestras propias fuerzas a sus disposiciones. Este período previo es un período de indagación.

La dificultad de esta teoría, a mi juicio, estriba en el corte de la relación entre una creencia y el hecho o hechos que comúnmente se diría que la comprueban. Continuemos examinando el ejemplo de un general que planea una batalla. Sus planes de reconocimiento le indican ciertos preparativos enemigos y él, en consecuencia, hace ciertos contrapreparativos. El sentido común diría que los informes, con arreglo a los cuales actúa, son verdaderos si, de hecho, el enemigo ha efectuado los movimientos que aquéllos dicen que ha hecho, y que, en este caso, los informes siguen siendo verdaderos aunque el general pierda luego la batalla. Este criterio es rechazado por Dewey. Él no divide las creencias en verdaderas y falsas, pero tiene dos clases de creencias, que llamaremos satisfactorias, si el general gana, y no satisfactorias, si es derrotado. Hasta que haya ocurrido la batalla, no puede decir lo que piensa sobre los informes de sus exploradores.

Generalizando, podemos decir que Dewey, como todos los demás, divide las creencias en dos clases, unas buenas y otras malas. Sostiene, sin embargo, que una creencia puede ser buena una vez y mala otra; esto ocurre con las teorías imperfectas, mejores que sus predecesoras y peores que sus sucesoras. Que una creencia sea buena o mala depende de que las actividades inspiradoras en el organismo que abriga tal creencia, tengan consecuencias satisfactorias para éste o no satisfactorias. Así, una creencia respecto a algún suceso del pasado ha de clasificarse como buena o mala, no de acuerdo con el hecho de si el suceso aconteció realmente, sino según los efectos futuros de la creencia. Los resultados son curiosos. Supongamos que alguien me dice: «¿Desayunó usted con café esta mañana?». Si soy un hombre corriente, trataré de recordar. Pero si soy un discípulo del doctor Dewey, diré: «Espere un momento; tengo que hacer dos experimentos para poder contestarle». Entonces, me haré creer, primero, que tomé café y observaré las consecuencias, si las hay; luego me haré creer que no tomé café y observaré también las consecuencias, si las hay. Luego compararé las dos series de consecuencias, para ver cuál encuentro más satisfactoria. Si el balance se inclina de un lado, me decidiré por esa respuesta. Si no se inclina por ninguno, tendré que confesar que no puedo contestar a la pregunta.

Pero nuestra preocupación no acaba ahí. ¿Cómo voy a averiguar las consecuencias de creer que desayuné café? Si digo «las consecuencias son tales y tales», esto a su vez tendrá que ser probado por sus consecuencias para poder saber, si lo que he dicho, era una afirmación buena o mala. Y aun superada esta dificultad, ¿cómo voy a juzgar qué serie de consecuencias es la más satisfactoria? Una decisión respecto a si tomé café, puede producirme contento, la otra puede producirme la determinación de alentar el esfuerzo de guerra. Cada una de éstas puede considerarse buena, pero hasta que haya decidido cuál es mejor, no puedo decir si tomé café como desayuno. Seguramente, esto es absurdo.

La divergencia de Dewey con lo que hasta aquí ha sido considerado como sentido común se debe a su negativa a admitir hechos en su metafísica, en el sentido de que los hechos son tenaces y no pueden manipularse. En esto puede ocurrir que el sentido común esté cambiando y que el criterio de Dewey no parecerá contrario a lo que el sentido común llegará a ser.

La principal diferencia que existe entre Dewey y yo es que él juzga una creencia por sus efectos, mientras que yo la juzgo por sus causas cuando se trata de un suceso pasado. Yo considero una creencia de este tipo verdadera, o tan aproximada a lo verdadero como nos es posible, si tiene cierta clase de relación (a veces muy complicada) con sus causas. Dewey sostiene que aquélla posee una «asertabilidad garantizada» —que pone en el lugar de la verdad— si tiene ciertas clases de efectos. Esta divergencia se relaciona con una diferencia de actitud ante el mundo. El pasado no puede ser afectado por lo que yo haga y, por lo tanto, si la verdad está determinada por lo que ha sucedido, es independiente de las voliciones presentes o futuras; representa en forma lógica las limitaciones del poder humano. Pero si la verdad, o más bien la «asertabilidad garantizada», depende del futuro, entonces, en la medida en que se halle en nuestro poder alterar el futuro, estará en nuestro poder alterar lo que deba aseverarse. Esto amplía el sentimiento del Poder y de la libertad del hombre. ¿Cruzó César el Rubicón? Yo consideraría una contestación afirmativa como inalterablemente necesaria para un acontecimiento pasado. El doctor Dewey decidiría el sí o el no mediante una apreciación de acontecimientos futuros, y no hay ninguna razón para que estos acontecimientos futuros no puedan ser dispuestos por el Poder humano de un modo que haga más satisfactoria una respuesta negativa. Si encuentro muy desagradable la creencia de que César cruzó el Rubicón, no tengo que desesperarme; puedo, si tengo la habilidad y el poder suficientes, ordenar un medio social en el que la afirmación de que no cruzó el Rubicón tendrá una «asertabilidad garantizada».

En todo este libro he tratado, en lo posible, de relacionar las filosofías con el medio social de los filósofos. Me ha parecido que la creencia en el Poder humano y la resistencia a admitir hechos irreductibles estaban relacionadas con la euforia engendrada por la producción mecánica y la manipulación científica de nuestro contorno físico. Este criterio es compartido por muchos de los seguidores de Dewey. Así, George Raymond Geiger, en un elogioso ensayo, dice que el método de Dewey «significaría una revolución en el pensamiento tan de clase media y tan poco espectacular, pero tan estupendo como la revolución industrial de hace un siglo». Yo creía decir lo mismo cuando escribía: «El doctor Dewey tiene un punto de vista que, donde está claro, se halla en armonía con la era del industrialismo y de la empresa colectiva. Es natural que tenga su máxima atracción para los americanos y también que sea casi igualmente apreciado por los elementos progresivos de países como China y México».

Con pesar y sorpresa, esta estimación que yo suponía completamente inofensiva molestó al doctor Dewey, que replicó: «El confirmado hábito de míster Russell de relacionar la teoría pragmática del conocer con aspectos detestables del industrialismo americano…, es tanto como si yo fuera a ligar su filosofía con los intereses de la aristocracia territorial inglesa».

Por mi parte, estoy acostumbrado a que mis opiniones las expliquen (especialmente los comunistas) como debidas a mi relación con la aristocracia británica, y estoy totalmente dispuesto a suponer que mis puntos de vista, como los de otros hombres, están influidos por el medio social. Pero si, en relación con Dewey, estoy en un error respecto a las influencias sociales que obran sobre él, lo lamento. No obstante, veo que no soy solo en hacer tal apreciación. Santayana, por ejemplo, dice: «En Dewey, como en la ciencia y en la ética corriente, hay una penetrante tendencia cuasi-hegeliana a disolver al individuo en sus funciones sociales, lo mismo que todo lo sustancial y real en algo relativo y transitorio».

El mundo de Dewey, a mi juicio, es un mundo en el que los seres humanos ocupan la imaginación; el cosmos de la astronomía, aunque sin duda se reconoce que existe, es ignorado la mayoría de las veces. La suya es una filosofía del Poder, aunque no, como la de Nietzsche, una filosofía del Poder individual; aquí es el Poder de la comunidad el que se estima valioso. Este elemento del Poder social es lo que me parece que hace atractiva la filosofía del instrumentalismo para los que están más impresionados por nuestro dominio sobre las fuerzas naturales que por las limitaciones a que dicho dominio está sujeto todavía.

La actitud del hombre respecto al contorno no humano ha diferido profundamente en los diversos tiempos. Los griegos, con su temor del hubris y su creencia en una Necesidad o Hado superior incluso a Zeus, evitaron cuidadosamente lo que les hubiera parecido una insolencia respecto al Universo. La Edad Media llevó la sumisión mucho más allá: la humildad respecto a Dios era el primer deber del cristiano. La iniciativa se vio obstaculizada con esta actitud, y la gran originalidad era apenas posible. El Renacimiento restableció el orgullo humano, pero lo llevó hasta un punto que condujo a la anarquía y al desastre. Su obra fue deshecha en gran parte por la Reforma y por la Contrarreforma. Pero la técnica moderna, sin ser totalmente favorable a la exaltación individual del Renacimiento, ha reanimado el sentimiento del Poder colectivo de las comunidades humanas. El hombre, antes demasiado humilde, empieza a considerarse casi como un Dios. El pragmatista italiano Papini pide la sustitución de la «Imitación de Cristo» por la «Imitación de Dios».

En todo esto veo un grave peligro, el peligro de lo que podría llamarse impiedad cósmica. El concepto de verdad como algo dependiente de hechos que se hallan muy lejos del control humano, ha sido uno de los modos con que la filosofía ha inculcado hasta aquí el necesario elemento de humildad. Cuando se elimina este freno del orgullo, se da un paso más en el camino hacia un cierto tipo de locura: la intoxicación de Poder que invadió la filosofía con Fichte y a la que los hombres modernos, sean o no filósofos, se sienten predispuestos. Estoy convencido de que esta intoxicación es el mayor peligro de nuestro tiempo, y que cualquier filosofía que, aun sin intención, contribuya a ello, no hace sino aumentar el peligro de un enorme desastre social.