William James
William James (1842-1910) fue primordialmente psicólogo, pero tuvo importancia en filosofía por dos motivos: inventó la doctrina que llamó «empirismo radical» y fue uno de los tres protagonistas de la teoría llamada pragmatismo o instrumentalismo. En su madurez fue, como era justo, el jerarca reconocido de la filosofía americana. El estudio de la medicina le llevó a la consideración de la psicología; su gran libro sobre el tema, publicado en 1890, tuvo extraordinario valor. Sin embargo, no me ocuparé de él, pues su contribución fue para la ciencia, más que para la filosofía.
Hay dos aspectos en la preocupación filosófica de James, uno científico y otro religioso. En el aspecto científico, el estudio de la medicina ha dado a sus pensamientos un sesgo hacia el materialismo que, sin embargo, mantuvo a raya su emoción religiosa. Sus sentimientos religiosos eran muy protestantes, muy democráticos y muy llenos de una cálida benevolencia humana. Se negó por completo a seguir a su hermano Henry en su fastidioso esnobismo. «El príncipe de las tinieblas —decía— puede ser un gentleman, según nos dicen que es, pero dondequiera que esté el Dios de los Cielos y la Tierra seguramente no puede haber ningún gentleman». Ésta es una declaración muy característica.
Su cordialidad y su carácter encantador le hicieron casi universalmente querido. El único hombre que conozco que no sintió afecto por él es Santayana, cuya tesis doctoral había calificado James como «la perfección de la putrefacción». Había entre estos dos hombres una oposición temperamental que nada pudo vencer. Santayana sentía también apego por la religión, pero de un modo distinto. Era con un sentimiento estético e histórico, no como auxiliar para una vida moral; como era natural, prefería con mucho el catolicismo al protestantismo. Intelectualmente no aceptaba ninguno de los dogmas cristianos, pero estaba contento de que otros creyeran en ellos y apreciaba lo que consideraba como el mito cristiano. Para James, tal actitud no podía ser sino inmoral. Él conservaba de su linaje puritano una arraigada creencia de que lo más importante es la buena conducta, y su sentir democrático le impedía asentir a la idea de que hubiera una verdad para los filósofos y otra para el vulgo. La oposición temperamental entre protestante y católico persiste entre lo no ortodoxo: Santayana era un católico librepensador y William James un protestante, aunque herético.
La doctrina de James del empirismo radical fue publicada por primera vez en 1904, en un ensayo titulado: «¿Existe la conciencia?». El fin principal de este ensayo era negar que la relación sujeto-objeto fuera fundamental. Hasta entonces había sido dado por sentado por los filósofos que hay una especie de hecho llamado conocer, en el que un ente, el que conoce o sujeto, tiene noticia de otro, la cosa conocida u objeto. El que conoce era considerado como una mente o alma; el objeto conocido podía ser un objeto material, una esencia eterna, otra mente o, en la conciencia de sí mismo, idéntico al que conoce. Casi todo, en la filosofía admitida, está ligado con el dualismo de sujeto y objeto. La distinción de mente y materia, el ideal contemplativo y la idea tradicional de verdad, todo necesitaba ser radicalmente examinado de nuevo si la distinción de sujeto y objeto no era aceptada como fundamental.
Por mi parte, estoy convencido de que James tenía razón en esta cuestión, y sólo por esto merecería un alto lugar entre los filósofos. Yo pensaba de otro modo hasta que él, y los que coinciden con él, me convencieron de la verdad de su doctrina. Veamos ahora sus argumentos.
Conciencia, dice, «es el nombre de una entelequia y no tiene derecho a ocupar ningún lugar entre los primeros principios. Los que aún se aferran a ella se aferran a un mero eco, al leve rumor que deja el alma al desaparecer del aire de la filosofía». No hay, continúa, «ningún material aborigen o cualidad de ser, en contraste con aquel de que están hechos los objetos materiales, de donde vayan a formarse nuestros pensamientos». Explica que no niega que nuestros pensamientos realizan una función que es la de conocer y que esta función puede llamarse la de «ser consciente». Lo que niega puede expresarse crudamente diciendo que es el criterio de que esa conciencia es una cosa. Sostiene que hay «solamente un tejido primo o materia prima», del que está formado todo lo del mundo. Este tejido lo llama «experiencia pura». El conocer, dice, es un tipo particular de relación entre dos porciones de experiencia pura. La relación sujeto-objeto es derivativa: «la experiencia, creo, no tiene tal duplicidad interna». Una porción dada de experiencia indivisa puede ser en un contexto un conocedor y en otro algo conocido.
Define la «experiencia pura» como «el flujo inmediato de vida que suministra el material a nuestra reflexión posterior».
Se verá que esta doctrina suprime la distinción entre mente y materia, si se considera como una distinción entre dos clases diferentes de lo que James llama «material, o materia prima». Por consiguiente, los que coinciden con James en esta cuestión sustentan lo que llaman «monismo neutral», según el cual la materia de que está construido el mundo no es ni mente ni materia, sino algo anterior a ambos. El mismo James no desarrolla esta implicación de su teoría; por el contrario, su uso de la frase «experiencia pura» apunta a un quizá inconsciente idealismo berkeleyano. La palabra experiencia es una palabra usada con mucha frecuencia por los filósofos, pero rara vez definida. Consideremos por un momento lo que puede significar.
El sentido común sostiene que muchas cosas que ocurren no son experimentadas; por ejemplo, acontecimientos que suceden en la cara invisible de la Luna desde la Tierra. Berkeley y Hegel, por razones diferentes lo niegan y sostienen que lo que no es experimentado no es nada. Sus argumentos son considerados ahora por muchos filósofos como no válidos; a mi juicio, acertadamente. Si hemos de adherirnos al criterio de que la «materia prima» del mundo es experiencia, será necesario inventar explicaciones detalladas y aceptables de lo que queremos decir con cosas tales como la cara invisible de la Luna. Y a menos que podamos inferir cosas no experimentadas de cosas experimentadas, encontraremos dificultades para hallar razones para creer en la existencia de algo que no seamos nosotros mismos. Es verdad que James niega esto, pero sus razones no son muy convincentes.
¿Qué entendemos por experiencia? El mejor modo de hallar una respuesta es preguntar: ¿Qué diferencia hay entre un acontecimiento no experimentado y otro experimentado? La lluvia vista o sentida caer es experimentada, pero la lluvia que cae en el desierto cuando no hay en él nada vivo no es experimentada. Así llegamos a nuestro primer punto: no hay experiencia sino donde hay vida. Pero experiencia y vida no son coextensivas. Me ocurren muchas cosas de que no tengo noticia; difícilmente puedo decir que las experimento. Claramente experimento lo que recuerdo, pero algunas cosas que no recuerdo explícitamente pueden haber originado hábitos que aún persisten. El niño que se ha quemado huye del fuego, aunque no tenga ningún recuerdo de la ocasión en que se quemó. Creo que podemos decir que un suceso es experimentado cuando produce un hábito. (La memoria es una especie de hábito). Es obvio que los hábitos sólo se originan en los organismos vivos. Un atizador no teme al fuego, por muchas veces que se haya puesto al rojo vivo. En términos de sentido común, por lo tanto, diremos que la experiencia no es coextensiva con la «materia prima» del mundo. No veo ninguna razón válida para separarme del sentido común en este punto.
Salvo en esta cuestión de la experiencia, estoy de acuerdo con el empirismo radical de James.
No ocurre lo mismo con su pragmatismo y la «voluntad de creer». Particularmente esto último me parece destinado a facilitar una defensa especiosa, pero sofistica, de ciertos dogmas religiosos; una defensa, además, que ningún creyente de corazón podría aceptar.
La voluntad de creer se publicó en 1896; Pragmatismo, un nuevo nombre para algunas viejas maneras de pensar se publicó en 1907. La doctrina del último es una ampliación de la del primero.
La voluntad de creer arguye que con frecuencia nos vemos impelidos, en la práctica, a tomar decisiones para las cuales no existen adecuadas motivaciones teóricas y donde hasta el no obrar significa una decisión. Las materias religiosas, dice James, caen bajo esta rúbrica; tenemos, sostiene, derecho a adoptar una actitud creyente aunque «nuestro intelecto meramente lógico puede no haber sido impelido a ello». Ésta es, esencialmente, la actitud del vicario saboyano de Rousseau, pero el desarrollo de James es nuevo.
El deber moral de la veracidad, se nos dice, consta de dos preceptos iguales: «creer en la verdad» y «esquivar el error». El escéptico sólo atiende, erróneamente, al segundo, y de ese modo deja de creer diversas verdades que un hombre menos cauteloso creerá. Si el creer en la verdad y el evitar el error son de igual importancia, puedo entonces perfectamente, cuando se presenta una alternativa, creer una de las posibilidades a voluntad, pues en ese caso tengo una posibilidad de creer en la verdad, mientras que no tengo ninguna si suspendo el juicio.
La ética que resultaría si esta doctrina fuera tomada en serio sería muy singular. Supongamos que me encuentro en el tren con un extraño y me pregunto: «¿Es su nombre Ebenezer Wilkes Smith?». Si admito que no lo sé, ciertamente no estoy creyendo la verdad acerca de su nombre, mientras que si me decido a creer que ése es su nombre, hay una posibilidad de que esté creyendo la verdad. El escéptico, dice James, tiene miedo a ser engañado, y por su miedo puede perder verdades importantes: «¿qué prueba hay —añade— de que el engaño debido a la esperanza sea peor que el engaño debido al temor?». Parecería deducirse de ello que, si he estado esperando durante años encontrarme con un hombre llamado Ebenezer Wilkes Smith, la veracidad positiva, como opuesta a la negativa debería llevarme a creer que éste es el nombre de cada extraño con que me encuentro, hasta que adquiera una evidencia definitiva de lo contrario.
«Pero —se dirá— el ejemplo es absurdo, pues aunque usted no conoce el nombre del extraño, usted sabe que un tanto por ciento muy pequeño de gente se llaman Ebenezer Wilkes Smith. Por consiguiente, no se halla en el estado de completa ignorancia, presupuesto en su libertad de elección». Ahora bien: por extraño que parezca, James, en todo su ensayo, no menciona nunca la probabilidad y, sin embargo, hay casi siempre alguna consideración discernible de probabilidad en relación con cualquier asunto. Concédase (aunque ningún creyente ortodoxo lo concedería) que no hay ninguna prueba ni en pro ni en contra de ninguna de las religiones del mundo. Supongamos que el lector es chino, puesto en contacto con la religión de Confucio, con el budismo y con el cristianismo. Las leyes de la lógica le impiden suponer que las tres son verdaderas. Supongamos que el budismo y el cristianismo tienen cada uno una posibilidad pareja; entonces, dado que ambas no pueden ser verdaderas a la vez, una de ellas tienen que serlo y, por tanto, la religión de Confucio tiene que ser falsa. Si las tres tienen iguales posibilidades, cada una de ellas tiene que tener más probabilidades de ser falsa que verdadera. De esta forma, el principio de James se derrumba tan pronto como se nos permita entrar en consideraciones de probabilidad.
Es curioso que, a pesar de ser un psicólogo eminente, James se permitiera en este punto una singular tosquedad. Habla como si las únicas alternativas fueran la creencia completa o la completa incredulidad, ignorando todos los matices de la duda. Supongamos, por ejemplo, que estoy buscando un libro en mis estantes. Pienso: «puede estar en este estante», y comienzo a mirar; pero no pienso «está en este estante» hasta verlo. Habitualmente actuamos sobre hipótesis, pero no precisamente como cuando actuamos referente a lo que consideramos cierto; pues, cuando actuamos sobre una hipótesis, mantenemos abiertos los ojos para cualquier prueba nueva.
El precepto de veracidad me parece que no es como James lo cree. Yo diría que es: «Da a cada hipótesis, que valga la pena de examinar, justamente el grado de crédito que la prueba garantiza». Y si la hipótesis es suficientemente importante hay el deber adicional de buscar una prueba mayor. Esto es vulgar sentido común y está en armonía con el procedimiento de los tribunales, pero es totalmente distinto del procedimiento recomendado por James.
Sería injusto respecto a James considerar aisladamente su voluntad de creer; ésta fue una doctrina de transición que condujo por un desarrollo natural al pragmatismo. Éste, tal como aparece en James, es primordialmente una nueva definición de la verdad. Hubo otros dos protagonistas del pragmatismo: F. C. S. Schiller y el doctor John Dewey. De éste me ocuparé en el capítulo próximo; Schiller tuvo menos importancia que los otros dos. Entre James y Dewey hay una diferencia de acento. El criterio de Dewey es científico y sus argumentos derivan en gran parte de un examen del método científico, mientras James se interesa principalmente por la religión y la moral. Hablando en líneas generales, éste se halla preparado para defender cualquier doctrina que tienda a hacer a la gente virtuosa y feliz; si ésta lo logra, es verdadera en el sentido en que emplea esta palabra.
El principio del pragmatismo, según James, fue enunciado primeramente por C. S. Pierce, quien mantenía que, con el fin de lograr claridad en nuestros pensamientos sobre un objeto, necesitamos considerar solamente qué efectos concebibles de tipo práctico puede implicar el objeto. James dice, como aclaración, que la función de la filosofía es hallar qué diferencia se produce en ti o en mí si esta o la otra fórmula es verdadera. En este sentido, las teorías se convierten en instrumentos, no en respuestas a enigmas.
Las ideas, dice James, se hacen verdaderas en la medida en que nos ayudan a entrar en relaciones satisfactorias con otras partes de nuestra experiencia. «Una idea es verdadera mientras se crea que es provechosa para nuestras vidas». La verdad es una especie de bien, no una categoría separada. La verdad pertenece a una idea; queda hecha verdadera por los acontecimientos. Es correcto decir, con los intelectualistas, que una idea verdadera tiene que coincidir con la realidad, pero coincidir no significa copiar. Coincidir en el sentido más amplio con una realidad puede significar solamente ser guiado de modo directo a ella o a sus alrededores, o ser puesto en tal contacto actuante con ella hasta manipularla o a algo relacionado con ella mejor que si no coincidimos. Añade que «lo verdadero» es sólo el expediente en el camino de nuestro pensamiento… a la larga y en todo el recorrido. En otras palabras, «nuestra obligación de buscar la verdad forma parte de nuestra obligación general de hacer lo que compensa».
En un capítulo sobre pragmatismo y religión recoge la cosecha. «No podemos rechazar una hipótesis si derivan de ella consecuencias útiles para la vida». «Si la hipótesis de Dios obra satisfactoriamente en el más amplio sentido de la palabra, es verdadera». «Podemos perfectamente creer, con las pruebas que la experiencia religiosa aporta, que existen más altos poderes y que actúan para salvar al mundo conforme a líneas ideales semejantes a las nuestras».
Encuentro grandes dificultades intelectuales en esta doctrina. Da por supuesto que una creencia es verdadera cuando sus efectos son buenos. Si esta definición fuera útil —y si no lo es será condenada por la prueba pragmática— tenemos que saber: a) lo que es bueno; b) cuáles son los efectos de esta o esa creencia. Y tenemos que saber estas cosas antes de poder saber que algo es verdadero, puesto que sólo después de haber decidido que los efectos de una creencia son buenos es cuando tenemos derecho a llamarla verdadera. El resultado es una complicación increíble. Supongamos que se desea saber si Colón cruzó el Atlántico en 1492. No podemos, como hacen otras personas, mirarlo en un libro. Tenemos que inquirir primero los efectos de esta creencia y en qué difieren de los efectos de creer que lo cruzó en 1491 o en 1493. Esto es bastante difícil, pero es todavía más difícil ponderar los efectos desde un punto de vista ético. Podemos decir que es obvio que 1492 tiene los mejores efectos, puesto que nos sirve para obtener mejores notas en los exámenes. Pero nuestros competidores, que nos hubieran sobrepasado si hubiéramos dicho 1491 o 1493, pueden considerar nuestro éxito moralmente lamentable. Aparte de los exámenes, no se me ocurren otros efectos prácticos de la creencia, salvo en el caso de un historiador.
Pero no acaba aquí la dificultad. Tenemos que sostener que nuestra apreciación de las consecuencias de una creencia, éticas y de hecho, es verdadera, pues si es falsa, nuestro argumento respecto a la verdad de nuestra creencia es erróneo. Pero decir que nuestra creencia respecto a las consecuencias es verdadera, equivale a decir, según James, que ella tiene buenas consecuencias y esto, a su vez, es solamente verdadero si tiene buenas consecuencias, y así sucesivamente ad infinitum. Es obvio que esto no puede ser.
Hay otra dificultad. Supongamos que digo que existió Colón; todo el mundo estará de acuerdo conmigo en que lo que digo es verdad. Pero ¿por qué es verdad? A causa de cierto hombre de carne y hueso que vivió hace 478 años: en una palabra, debido a las causas de mi creencia, no a sus efectos. Con la definición de James podía suceder que «A existe» es verdadero aunque, de hecho, no exista A. Siempre he creído que la hipótesis de Santa Claus «obra satisfactoriamente en el más amplio sentido de la palabra», por consiguiente, «Santa Claus existe» es verdadero, aunque Santa Claus no exista. James dice (yo repito): «Si la hipótesis de Dios obra satisfactoriamente en el más amplio sentido de la palabra, es verdadera». Esto omite sencillamente, como carente de importancia, la cuestión de si Dios está realmente en Su Cielo, si Él es una hipótesis útil, que es bastante. Dios, el arquitecto del cosmos, queda olvidado; todo lo que se recuerda es la creencia en Dios, y sus efectos sobre las criaturas que habitan nuestro pequeño planeta. No es extraño que el Papa condenara la defensa pragmática de la religión.
Llegamos ahora a una diferencia fundamental entre el punto de vista religioso de James y el de la gente religiosa del pasado. James se interesa por la religión como un fenómeno humano, pero muestra poco interés por los objetos que la religión contempla. Él quiere que la gente sea feliz y, si la creencia en Dios hace a ésta feliz, la deja que crea en Dios. Hasta aquí, esto es sólo benevolencia, no filosofía; se convierte en filosofía cuando dice que si la creencia hace a la gente feliz, entonces es verdadera. Para el hombre que desea un objeto de adoración, esto no es satisfactorio. A éste no le interesa decir: «Si creyera en Dios, sería feliz», sino «Creo en Dios y, por consiguiente, soy feliz». Y cuando cree en Dios, cree en Él como cree en la existencia de Roosevelt o Churchill o Hitler; Dios, para él, es un Ser real, no meramente una idea humana que tiene efectos buenos. Es esta creencia auténtica lo que tiene buenos efectos, no el sustituto mutilado de James. Es obvio que si digo «Hitler existe», no quiero dar a entender que «los efectos de creer que Hitler existe son buenos». Y para el creyente genuino ocurre lo mismo respecto a Dios.
La doctrina de James es un intento de construir una superestructura de creencia sobre una base de escepticismo y, como todos los intentos de esta clase, se asienta en sofismas. En este caso, los sofismas surgen de un intento de ignorar todos los hechos extrahumanos. El idealismo berkeleyano combinado con el escepticismo le hace sustituir a Dios por la creencia en Dios y pretender que esto servirá tan bien como aquello. Pero es sólo una forma de la locura subjetivista, característica de la mayor parte de la filosofía moderna.