Bergson
Henri Bergson ha sido el primer filósofo francés del siglo actual. Influyó en William James y Whitehead y tuvo un efecto considerable en el pensamiento francés. Sorel, que era un vehemente defensor del sindicalismo y autor de un libro llamado Reflexiones sobre la violencia, empleó el irracionalismo bergsoniano para justificar un movimiento revolucionario obrero que no tiene ningún fin definido. Al final, Sorel abandonó el sindicalismo y se hizo monárquico. El principal efecto de la filosofía de Bergson fue conservador y armonizó fácilmente con el movimiento que culminó en Vichy. Pero el irracionalismo de Bergson tuvo una amplia acogida totalmente desligada de la política, como en Bernard Shaw, cuya Vuelta a Matusalén es bergsonismo puro. Olvidando la política, aquí lo consideramos en su aspecto puramente filosófico. Me ocuparé de él con más extensión porque ejemplifica admirablemente la rebelión contra la razón que, empezando en Rousseau, ha ido dominando gradualmente zonas cada vez más amplias de la vida y del pensamiento del mundo.
La clasificación de las filosofías se hace, por lo general, atendiendo a sus métodos o a sus resultados: empírica y a priori es una clasificación por métodos; realista e idealista, por resultados. El intento de adscribir la filosofía de Bergson a cualquiera de estos modos tiene pocas probabilidades de triunfo, puesto que no se acomoda a ninguna de las divisiones reconocidas.
Mas hay otra manera de clasificar las filosofías, menos precisa, pero quizá más útil para los no filosóficos; consiste en dividirlas conforme al deseo predominante que ha llevado al filósofo a filosofar. Así, tendremos filosofías del sentimiento, inspiradas por el amor a la felicidad; filosofías teóricas, inspiradas por el deseo de conocimiento, y filosofías prácticas, inspiradas por el afán de la acción.
Entre las primeras colocaremos las que son primordialmente optimistas o pesimistas, todas las que ofrecen planes de salvación, o tratan de probar que la salvación es imposible; a esta clase pertenecen la mayoría de las filosofías religiosas. Entre las teóricas colocaremos la mayoría de los grandes sistemas, pues aunque el deseo de conocimiento es raro, ha sido la fuente de lo mejor de la filosofía. Las filosofías prácticas, por otra parte, serán las que consideran la acción como el bien supremo, estimando la felicidad como un efecto y el conocimiento como un mero instrumento de la actividad triunfadora. Filosofías de este tipo hubieran sido frecuentes entre los europeos occidentales si los filósofos hubieran sido hombres corrientes; como no es así, han sido escasas hasta tiempos muy recientes; de hecho, sus principales representantes son los pragmatistas y Bergson. En la aparición de esta clase de filosofía podemos ver, como Bergson, la rebelión del moderno hombre de acción contra la autoridad de Grecia, y más particularmente de Platón; o podemos relacionarla, como el doctor Schiller, con el imperialismo y el automóvil. El mundo moderno reclama una filosofía y así el éxito que ésta ha logrado no debe sorprender.
La filosofía de Bergson, a diferencia de la mayoría de los sistemas del pasado, es dualista: para él, el mundo está dividido en dos porciones desiguales: la vida por un lado, la materia por otro, o más bien, ese algo inerte que el intelecto mira como materia. El Universo es el choque y conflicto de dos movimientos opuestos: la vida, que asciende, y la materia, que cae. La vida es una gran fuerza, un vasto impulso vital, dado de una vez para siempre desde el principio del mundo, que tropieza con la resistencia de la materia, luchando por abrirse camino a través de la materia, aprendiendo gradualmente a usar la materia por medio de la organización; dividida por los obstáculos que encuentra en corrientes divergentes, como el viento en la esquina de una calle; en parte subyugada por la materia por medio de las adaptaciones que la materia le obliga a hacer, aunque conservando siempre su capacidad para la actividad libre, luchando siempre para hallar nuevas salidas, buscando siempre una mayor libertad de movimiento entre las murallas frontales de la materia.
La evolución no es primordialmente explicable por la adaptación al medio; la adaptación explica sólo los giros y revueltas de la evolución, como las vueltas de una carretera que se aproxima a una ciudad a través de un terreno montañoso. Pero este símil no es del todo adecuado; no hay ninguna ciudad, ninguna meta definida al final del camino por donde marcha la evolución. El mecanismo y la teleología sufren del mismo defecto; ambos suponen que no hay ninguna novedad esencial en el mundo. El mecanicismo mira el futuro como implícito en el pasado, puesto que cree que el fin, que ha de alcanzarse, puede ser conocido de antemano, y niega así que esté implicada en el resultado ninguna novedad esencial.
Frente a ambos criterios, aunque con más simpatía por la teleología que por el mecanicismo, Bergson mantiene que la evolución es verdadera creadora, como la obra de un artista. Un impulso a la acción, un deseo indefinido, existen de antemano, pero hasta que el deseo sea satisfecho, es imposible conocer la naturaleza de lo que lo satisfará. Por ejemplo, podemos suponer algún vago deseo, en los animales que no ven, de poder tener noticia de los objetos antes de tropezar con ellos. Esto condujo a esfuerzos que finalmente trajeron por resultado la creación de los ojos. La vista satisfizo el deseo, pero no podía haber sido imaginada de antemano. Por esta razón la evolución es impredecible, y el determinismo no puede refutar a los defensores del libre albedrío.
Este amplio esquema queda completado por un relato del real desenvolvimiento de la vida en la Tierra. La primera división de la corriente fue en plantas y animales; las plantas pretendían acumular energía en un depósito y los animales pretendían usar la energía en movimientos súbitos y rápidos. Pero entre los animales apareció una nueva bifurcación en una etapa posterior: instinto e intelecto se separaron más o menos. Nunca han estado totalmente separados, mas, en lo principal, el intelecto es la desgracia del hombre, mientras que el instinto se mira como lo mejor en las hormigas, en las abejas y en Bergson. La división entre intelecto e instinto es fundamental en su filosofía: parte de ella es una especie de Sandford y Merton, donde el instinto es el buen muchacho y el intelecto el malo.
El instinto, en su forma mejor, se llama intuición. «Por intuición —dice— quiero dar a entender el instinto que se ha hecho desinteresado, consciente de sí mismo, capaz de reflexionar sobre su objeto y de ampliarlo indefinidamente». El relato de las acciones del intelecto no es siempre fácil de seguir, pero si queremos entender a Bergson tenemos que hacer lo posible por seguirlo.
La inteligencia o el intelecto, «cuando suelta las manos de la Naturaleza, tiene por objeto principal lo sólido inorgánico»; sólo puede formar una idea clara de lo discontinuo e inmóvil; sus conceptos están unos fuera de otros como objetos en el espacio y tienen la misma estabilidad. El intelecto separa en el espacio y fija en el tiempo; no está hecho para pensar la evolución, sino para representar el devenir como una serie de estados. «El intelecto se caracteriza por una incapacidad natural para entender la vida»; la geometría y la lógica, que son sus productos típicos, son estrictamente aplicables a los cuerpos sólidos, pero en otra parte el razonamiento tiene que ser frenado por el sentido común que, como dice Bergson con acierto, es una cosa muy diferente. Se diría que los cuerpos sólidos son algo que la mente ha creado a propósito para aplicarles el intelecto, como ha creado los tableros de ajedrez para jugar al ajedrez sobre ellos. La génesis del intelecto y la de los cuerpos materiales, se nos dice, son correlativas; ambas se han ido desarrollando por adaptación recíproca. «Un proceso idéntico tiene que haber separado materia e intelecto, al mismo tiempo, de una sustancia que contenía a ambas cosas».
Esta concepción del simultáneo desarrollo de materia e intelecto es ingeniosa y merece que la aprehendamos. Poco más o menos creo que significa: el intelecto es la facultad de ver las cosas separadas unas de otras, y la materia es lo que está separado en distintas cosas. En realidad, no hay cosas sólidas separadas, sino sólo una interminable corriente de devenir, en la que nada deviene y no hay nada que esta nada devenga. Pero el devenir puede ser un movimiento ascendente o descendente: cuando lo primero, se llama vida; cuando lo segundo, es lo que, mal entendido por el intelecto, se llama materia. Yo supongo que el Universo es como un cono, con lo Absoluto en el vértice, pues el movimiento ascendente junta las cosas, mientras que el movimiento descendente las separa o, al menos, parece hacerlo así. Con el fin de que el movimiento ascendente de la mente pueda seguir su camino a través del movimiento hacia abajo de los cuerpos que caen, con los que se encuentra, tiene que ser capaz de abrirse paso entre ellos; de este modo, al formarse la inteligencia, aparecieron esquemas y senderos, y el primitivo fluir fue dividido en cuerpos estancos. El intelecto puede compararse con un trinchador, pero tiene la peculiaridad de imaginar que el pollo siempre fue las piezas separadas en que lo divide el cuchillo del trinchador.
«El intelecto —dice Bergson— se comporta siempre como si estuviera fascinado por la contemplación de la materia inerte. Es la vida que mira hacia afuera, lanzándose fuera de sí misma, adoptando las formas de la naturaleza inorgánica en principio, con el fin de dirigirlas de hecho». Si se nos permite añadir otra imagen a las muchas con que se representa la filosofía de Bergson, podemos decir que el Universo es un inmenso tren funicular, en el que la vida es el tren que sube y la materia el que baja. El intelecto consiste en vigilar el tren descendente cuando pasa por el ascendente en que nosotros estamos. La facultad notoriamente más noble que concentra su atención sobre nuestro propio tren es el instinto o la intuición. Es posible saltar de un tren al otro; esto ocurre cuando nos convertimos en las víctimas del hábito automático, y es la esencia de lo cómico. O podemos dividirnos en partes, una que sube y otra que baja; entonces, sólo la parte que baja es cómica. Pero el intelecto no es un movimiento descendente, sino meramente una observación del movimiento descendente por el movimiento ascendente.
El intelecto, que separa las cosas es, según Bergson, una especie de sueño; no es activo, como toda nuestra vida debe ser, sino puramente contemplativo. Cuando soñamos, dice, nuestro yo está diseminado, nuestro pasado está roto en fragmentos, las cosas que realmente se interpenetran unas a otras se ven como unidades sólidas separadas: lo extraespacial se degrada en espacialidad, que no es nada más que separación. Así, todo intelecto, como separa, tiende a la geometría, y la lógica, que se ocupa de conceptos que están totalmente separados entre sí, es, en realidad, un producto de la geometría, siguiendo la dirección de la materialidad. La deducción y la inducción requieren detrás de sí intuición espacial; «el movimiento a cuyo final está la espacialidad traza a lo largo de su curso la facultad de inducción, así como la de deducción: de hecho, la intelectualidad íntegra». Las crea en la mente, y también el orden en las cosas que el intelecto halla allí. Así, la lógica y la matemática no representan un esfuerzo espiritual positivo, sino un mero sonambulismo, en el que la voluntad está en suspenso, y la mente no está ya activa. La incapacidad para las matemáticas, es, pues, un signo de gracia por fortuna muy corriente.
Así como el intelecto está relacionado con el espacio, el instinto o intuición está relacionado con el tiempo. Uno de los rasgos notables de la filosofía de Bergson es que, a diferencia de la mayoría de los escritores, considera el tiempo y el espacio como profundamente dispares. El espacio, la característica de la materia, surge de una disección del flujo, que es realmente ilusoria; útil, hasta cierto punto, en la práctica, pero muy perturbador en la teoría. El tiempo, por el contrario, es la característica esencial de la vida o de la mente. «Dondequiera que vive algo —dice— hay, abierto en algún sitio, un registro en que se inscribe el tiempo». Pero el tiempo, de que se habla aquí, no es el tiempo matemático, la reunión homogénea de instantes mutuamente externos. El tiempo matemático, según Bergson, es realmente una forma del espacio; el tiempo, que es la esencia de la vida, es lo que llama duración. El concepto de la duración es fundamental en su filosofía; aparece ya en su primer libro Tiempo y libre albedrío y es necesario entenderlo si queremos comprender su sistema. Sin embargo, es un concepto muy difícil. Yo mismo no lo he entendido completamente y, consiguientemente, no puedo esperar explicarlo con toda la claridad que sin duda merece.
«La duración pura —dice— es la forma que nuestros estados conscientes asumen cuando nuestro yo se permite vivir, cuando se abstiene de separar su estado presente de sus estados anteriores». Forma el pasado y el presente en un todo orgánico, donde hay penetración mutua, sucesión sin distinción. «Dentro de nuestro yo, hay sucesión sin exterioridad mutua; fuera del yo, en el espacio puro, hay exterioridad mutua sin sucesión».
«Las cuestiones referentes a sujeto y objeto, a su distinción y su unión, debían ponerse en términos de tiempo más bien que de espacio». En la duración en que nos vemos actuando, hay elementos disociados; pero en la duración en que actuamos, nuestros estados se funden entre sí. La duración pura es lo que está más alejado de la exterioridad y menos penetrado de exterioridad, una duración en la que el pasado está preñado con un presente absolutamente nuevo. Pero entonces nuestra voluntad experimenta una tensión extrema; tenemos que reunir el pasado, que está deslizándose, y meterlo todo e indiviso en el presente. En tales momentos, nos poseemos verdaderamente, pero estos momentos son raros. La duración es el verdadero tejido de la realidad, que está perpetuamente deviniendo y nunca es algo hecho.
Es sobre todo en la memoria donde la duración se muestra, pues en la memoria el pasado sobrevive en el presente. Así, la teoría de la memoria adquiere gran importancia en la filosofía de Bergson. Materia y memoria se ocupa de mostrar la relación entre mente y materia, de las que afirma que ambas son reales, por un análisis de la memoria, que es «justamente la intersección de mente y materia».
Hay, dice, dos cosas radicalmente diferentes, a las que comúnmente se les da el nombre de memoria; la distinción entre ambas es muy destacada por Bergson. «El pasado sobrevive —dice— bajo dos formas distintas: primero, en los mecanismos motores; segundo, en recuerdos independientes». Por ejemplo, se dice que un hombre recuerda un poema si lo puede repetir de memoria, es decir, si ha adquirido cierto hábito o mecanismo que le permite repetir una acción anterior. Pero podría, al menos teóricamente, ser capaz de repetir el poema sin ningún recuerdo de las ocasiones anteriores en que lo ha leído; así, no hay ninguna conciencia de los acontecimientos pasados envuelta en esta clase de memoria. El segundo tipo, que es el único que realmente merece el nombre de memoria, se muestra en los recuerdos de ocasiones separadas en que ha leído el poema, cada una de ellas única y con una fecha. Aquí, piensa Bergson, no puede tratarse de hábito, puesto que cada hecho sólo ocurrió una vez, y tuvo que hacer su impresión inmediatamente. Se insinúa que, de algún modo, todo lo que nos ha sucedido es recordado, mas por lo general, sólo lo que es útil pasa a la conciencia. Aparentes fallos de memoria, se arguye, no son en realidad fallos de la parte mental de la memoria, sino del mecanismo motor que pone la memoria en acción. Este criterio es apoyado por una discusión de la fisiología del cerebro y de los casos de amnesia, de la que se deduce que la verdadera memoria no es una función del cerebro. El pasado tiene que ser actuado por la materia, imaginado por la mente. La memoria no es una emanación de la materia; en realidad, lo contrario estaría más cerca de la verdad, si entendemos la materia como captada en la percepción concreta, que ocupa siempre cierta duración.
«La memoria tiene que ser, en principio, una facultad absolutamente independiente de la materia. Si, pues, el espíritu es una realidad, es aquí, en los fenómenos de la memoria, donde podemos entrar en contacto con él experimentalmente».
En el extremo opuesto de la memoria coloca Bergson la percepción pura, en relación con la cual adopta una posición ultrarrealista. «En la percepción pura —dice— somos realmente colocados fuera de nosotros mismos, tocamos la realidad del objeto en una intuición inmediata». Tan completamente identifica la percepción con su objeto que casi se niega a llamarla mental. «La percepción pura, que es el grado más bajo de la mente —mente sin memoria— es realmente parte de la materia, según entendemos la materia». La percepción pura está constituida por la acción de aparecer, su actualidad radica en su actividad. Es en este aspecto en el que el cerebro se hace apropiado para la percepción, pues el cerebro no es un instrumento de acción. La función del cerebro es limitar nuestra vida mental a lo prácticamente útil. Si no fuera por el cerebro —pensamos— todo sería percibido, pero de hecho sólo percibimos lo que nos interesa. «El cuerpo, vuelto siempre hacia la acción, tiene como función esencial limitar, con vistas a la acción, la vida del espíritu». Es, de hecho, un instrumento de elección.
Tenemos que volver ahora al sujeto del instinto o intuición, como opuesto al intelecto. Era necesario primero dar alguna idea de la duración y la memoria, puesto que las teorías bergsonianas de la duración y la memoria están presupuestas en esta descripción de la intuición. En el hombre, tal como existe ahora, la intuición es la orla o penumbra del intelecto; ha sido desplazada del centro por ser menos útil en la acción que el intelecto, pero tiene usos más profundos que hacen deseable volver a darle una preeminencia mayor. Bergson desea hacer que el intelecto «torne hacia sí mismo y suscite las potencias de intuición que aún dormitan en él». La relación entre instinto e intelecto es comparada a la que hay entre vista y tacto. El intelecto, se nos dice, no proporcionará conocimiento de cosas distantes; en realidad, se dice, la función de la ciencia es explicar todas las percepciones en términos del tacto. «Sólo el instinto es conocimiento a distancia. Tiene la misma relación con la inteligencia que la visión con el tacto». Podemos observar de paso que, según aparece en muchos pasajes, Bergson es un fuerte visualista, cuyo pensamiento se guía siempre por medio de imágenes visuales.
La característica esencial de la intuición es que no divide el mundo en cosas separadas, como el intelecto; aunque Bergson no emplea estas palabras, podemos calificarle de sintético más que de analítico. Aprehende una multiplicidad, pero una multiplicidad de procesos que se interpenetran, no de cuerpos espacialmente externos. En realidad, no hay cosas: «cosas y estados son sólo visiones, tomadas por nuestra mente, del devenir. No hay cosas; sólo hay acciones». Esta visión del mundo, que parece difícil y no natural al intelecto, es fácil y natural para la intuición. La memoria no proporciona ningún ejemplo de lo que es dado a entender, pues en ella el pasado sigue viviendo en el presente y lo interpenetra. Aparte de la mente, el mundo estaría muriendo de modo perpetuo y volviendo a nacer; el pasado no tendría realidad y, por tanto, no habría pasado. Es la memoria, con su deseo correlativo, la que hace reales el pasado y el futuro y crea, por consiguiente, la verdadera duración y el verdadero tiempo. Sólo la intuición puede comprender esta mezcla de pasado y futuro; para el intelecto siguen siendo externos, espacialmente como si dijéramos, entre sí. Guiados por la intuición, percibimos que la «forma es sólo una instantánea de una transición» y el filósofo «verá el mundo material fundido en un solo fluir».
Estrechamente relacionada con los valores de la intuición está la doctrina bergsoniana de la libertad y su elogio de la acción. «En la realidad, un ser vivo es un centro de acción. Representa cierta suma de contingencia que entra en el mundo, es decir, cierta cantidad de acción posible». Los argumentos contra el libre albedrío se basan, en parte, en el supuesto de que la intensidad de los estados físicos es una cantidad, capaz, por lo menos en teoría, de medida numérica; Bergson trata de refutar esta tesis en el primer capítulo de Tiempo y libre albedrío. El determinismo se basa, en parte, nos dice, en una confusión entre la verdadera duración y el tiempo matemático, que Bergson considera como realmente una forma de espacio. Asimismo, el determinista se apoya en el supuesto no comprobado de que, dado el estado del cerebro, el estado de la mente es teóricamente determinado. Bergson está dispuesto a admitir que lo inverso es verdad, es decir, que el estado del cerebro es determinado, dado el estado de la mente, pero cree que la mente está más diferenciada que el cerebro y sostiene, en consecuencia, que muchos estados diferentes de la mente pueden corresponder a un estado del cerebro. Concluye que la libertad real es posible: «Somos libres cuando nuestros actos brotan de toda nuestra personalidad, cuando la expresan, cuando tienen esa indefinida semejanza con ella que a veces hallamos entre el artista y su obra».
En el bosquejo anterior, me he esforzado principalmente por exponer sólo las opiniones de Bergson, sin dar las razones aducidas por él en favor de la verdad de aquéllas. Esto es más fácil con él que con la mayoría de los filósofos, ya que, por lo general, no da razones para sus opiniones, sino que se apoya en su atracción inherente y en el encanto de un magnífico estilo. Como los anunciantes, confía en la variedad y en la vivacidad, y en la explicación aparente de muchos hechos oscuros. Analogías y símiles, especialmente, constituyen una parte muy considerable de todo el procedimiento con que recomienda al lector sus puntos de vista. El número de símiles que da de la vida en sus obras exceden a los de cualquier poeta conocido por mí. La vida, dice, es como una concha que se rompe en fragmentos que son asimismo conchas. Es como una gavilla. Inicialmente era «una tendencia a acumular en un depósito, como hacen especialmente las partes verdes de los vegetales». Pero el depósito es para llenarse con agua hirviendo de la que sale el vapor; «los chorros tienen que estar cayendo continuamente, cada uno de los cuales es un mundo». Asimismo, «la vida aparece en su integridad como una inmensa ola que, partiendo de un centro, se extiende hacia fuera, y que en la casi totalidad de su circunferencia se para y convierte en oscilación: en un solo punto ha sido forzado el obstáculo, el impulso ha pasado libremente». Luego, hay un punto culminante en el que la vida se compara con una carga de caballería. «Todos los seres organizados, desde el más humilde hasta el más alto, desde los primeros orígenes de la vida hasta la época en que nos hallamos, y en todos los lugares lo mismo que en todos los tiempos, no hacen más que evidenciar un solo impulso, el inverso del movimiento de la materia y en sí mismo indivisible. Todo lo viviente se mantiene unido, y todo se somete al mismo tremendo empuje. El animal pone su huella sobre la planta, el hombre cabalga sobre los animales, y toda la humanidad, en el espacio y en el tiempo, es un inmenso ejército galopando al lado, delante y detrás de cada uno de nosotros en una carga abrumadora capaz de quebrantar toda resistencia y eliminar muchos obstáculos, quizá incluso la muerte».
Mas un crítico frío, que se siente mero espectador, quizá un espectador no entusiasta, de la carga en que el hombre va a lomos de los animales, puede inclinarse a pensar que el pensamiento tranquilo y reflexivo es difícilmente compatible con esta clase de ejercicio. Cuando se le dice que el pensamiento es un simple medio de acción, el mero impulso para evitar obstáculos en el campo, puede creer que tal criterio es apropiado para un oficial de caballería, pero no para un filósofo, cuyo asunto es, después de todo, el pensamiento; puede creer que en la pasión y el barullo del movimiento violento no hay lugar para la suave música de la razón, ningún ocio para la contemplación desinteresada en la que la grandeza se busca, no por la turbulencia, sino por la grandeza del Universo que es reflejado. En tal caso, puede sentirse tentado a preguntar si hay razones para aceptar tal agitada visión del mundo. Y si se pregunta esto, hallará, si no me equivoco, que no hay ninguna razón para aceptar este punto de vista, ya sea en el Universo o en los escritos de Bergson.
Los dos fundamentos de la filosofía de Bergson, en cuanto es algo más que una visión imaginativa y poética del mundo, son sus doctrinas del espacio y del tiempo. La del espacio se requiere por su condena del intelecto, y si él falla en esta condena, el intelecto triunfará en su condena del filósofo, pues entre los dos hay una guerra a muerte. Su doctrina del tiempo es necesaria para su defensa de la libertad, para evadirse de lo que William James llamaba «un Universo bloque», para su doctrina de un perpetuo flujo en la que no hay nada que fluya, y para toda su teoría de las relaciones entre mente y materia. Será, pues, conveniente concentrar la crítica en estas dos doctrinas. Si son verdaderas, esos errores menores e inconsecuencias, de los que no se libra ningún filósofo, no tendrían importancia, pero si son falsas, no queda más que una épica imaginativa, que habría que juzgar desde el punto de vista estético más que desde el intelectual. Empezaré por la doctrina del espacio, la más sencilla de las dos.
La teoría del espacio aparece plena y explícita en su Tiempo y libre albedrío; pertenece, por tanto, a la parte más antigua de su filosofía. En su primer capítulo afirma que mayor y menor implican espacio, puesto que él considera lo mayor como siendo esencialmente lo que contiene a lo menor. No presenta ninguna razón, ni buena ni mala, en favor de esta tesis; se limita a exclamar, como si estuviera dando una evidente reductio ad absurdum: «¡Como si se pudiera hablar de magnitud donde no hay multiplicidad ni espacio!». Los casos notorios de lo contrario, tales como el placer y el dolor, le presentan muchas dificultades, pero nunca pone en duda ni reexamina el dogma de que parte.
En el capítulo siguiente mantiene la misma tesis respecto al número: «Tan pronto como deseamos representarnos el número a nosotros mismos, y no meramente cifras o palabras, nos vemos obligados a recurrir a una imagen extensa», y «toda idea clara del número implica una imagen visual en el espacio». Estas dos frases bastan para mostrar, como trataré de probar, que Bergson no sabe lo que es número ni tiene una idea clara de ello. Esto lo demuestra solamente su definición: «El número puede ser definido en general como una colección de unidades o, hablando más exactamente, como la síntesis del uno y los muchos».
Para el análisis de estas afirmaciones, tengo que rogar al lector tenga un poco de paciencia, pues he de llamar la atención respecto a algunas distinciones que pueden, al principio, parecer pedantescas, pero que son realmente vitales. Hay tres cosas enteramente distintas que son confundidas por Bergson en las frases anteriores, a saber: 1) el número, el concepto general aplicable a los diversos números particulares; 2) los diversos números particulares; 3) las diversas colecciones a que son aplicables los diversos números particulares. Es esto último lo definido por Bergson cuando dice que número es una colección de unidades. Los Doce Apóstoles, las doce tribus de Israel, los doce meses, los doce signos del zodiaco, son todas colecciones de unidades; sin embargo, ninguna de ellas es el número 12, y mucho menos el número en general, como debía ser conforme a la anterior definición. El número 12, notoriamente, es algo que todas estas colecciones tienen en común, pero que ellas no tienen en común con otras colecciones, tales como los once del cricket. De aquí que el número 12 no sea ni una colección de doce términos, ni algo que todas las colecciones tienen en común; y número en general es una propiedad del 12 o del 11 o de cualquier otro número, pero no de las diversas colecciones que tienen doce u once términos.
De aquí que, cuando, siguiendo el consejo de Bergson, «recurrimos a una imagen extensa» y representamos, por ejemplo, doce puntos como los de un doble seis de los dados, no hemos obtenido todavía una descripción del número 12. Éste, en efecto, es algo más abstracto que una representación. Para poder decir que tenemos alguna comprensión del número 12, tenemos que saber qué es lo que las diferentes colecciones de doce unidades tienen de común, y esto es algo que no puede representarse, porque es abstracto. Bergson sólo logra hacer aceptable su teoría del número, confundiendo una colección particular con el número de sus términos, y éste, a su vez, con el número en general.
La confusión es la misma que si equiparásemos a un determinado joven con la juventud, y la juventud con el concepto general «período de la vida humana», y fuéramos a argüir que, porque un joven tiene dos piernas, la juventud tiene que tener dos piernas, y el concepto general «período de la vida humana» tiene que tener dos piernas. La confusión es importante porque, tan pronto como nos damos cuenta de ella, la teoría de que el número o los números particulares pueden ser representados en el espacio, se ve que es insostenible. Esto no sólo refuta la teoría bergsoniana del número, sino también su teoría más general de que todas las ideas abstractas y toda la lógica se derivan del espacio.
Pero, aparte de la cuestión de los números, ¿podemos admitir la tesis de Bergson de que toda pluralidad de unidades separadas implica espacio? Él examina algunos de los casos que parecen contradecir esta tesis; por ejemplo, los sonidos sucesivos. Cuando oímos los pasos de un transeúnte en la calle, dice, visualizamos sus posiciones sucesivas; cuando oímos los toques de una campana, o nos la imaginamos balanceándose hacia atrás y hacia adelante, o colocamos los sonidos sucesivos en un espacio ideal. Pero éstas son meras observaciones autobiográficas de un visualista e ilustran la observación, que hicimos antes, de que las tesis de Bergson dependen del predominio en él del sentido de la vista. No hay ninguna necesidad lógica de colocar las campanadas de un reloj en un espacio imaginario: la mayoría de las personas, me imagino, las cuenta sin ningún auxiliar espacial. Bergson no alega ninguna razón en apoyo de la tesis de que el espacio es necesario. Lo sienta como algo obvio y procede en seguida a aplicarlo al caso de los tiempos. Donde parece haber diferentes tiempos separados unos de otros, dice, los tiempos son imaginados como extendiéndose en el espacio; en el tiempo real, tal como es dado por la memoria, los diferentes tiempos se interpenetran y no pueden ser contados porque no están separados.
La tesis de que toda separación implica lugar, se da ahora por establecida y es empleada deductivamente para probar que el espacio está implicado dondequiera que hay claramente separación, por pequeña que sea la razón para sospechar tal cosa. Así, las ideas abstractas, por ejemplo, se excluyen notoriamente: la blancura es diferente de la negrura, la salud es diferente de la enfermedad, la necedad es diferente de la cordura. De aquí, que todas las ideas abstractas impliquen espacio; y, por consiguiente, la lógica, que usa ideas abstractas, es un producto de la geometría, y todo el intelecto depende de un supuesto hábito de representar las cosas unas al lado de otras en el espacio. Esta conclusión, en la que se apoya toda la condena bergsoniana del intelecto, se basa, en la medida en que puede uno descubrirlo, enteramente en un error de una idiosincrasia personal, por una necesidad del pensamiento, es decir, la idiosincrasia de visualizar las sucesiones como extendiéndose sobre una línea. El ejemplo de los números muestra que, si Bergson estuviera en lo cierto, no hubiéramos podido llegar nunca a las ideas abstractas, que se suponen impregnadas de espacio e, inversamente, el hecho de que podamos entender las ideas abstractas (como cosa distinta de las cosas particulares que ejemplifican) parece suficiente para probar que se equivoca al considerar el intelecto como impregnado de espacio.
Uno de los efectos malos de una filosofía anti-intelectual, como la de Bergson, es que medra con los errores y confusiones del intelecto. De aquí que se vea llevada a preferir el pensamiento malo al bueno, a declarar insoluble toda dificultad momentánea y a considerar todo error de poca monta como revelador de la quiebra del intelecto y como un triunfo de la intuición. Hay en las obras de Bergson muchas alusiones a las matemáticas y a la ciencia, que al lector descuidado puede parecerle que fortalecen grandemente la filosofía bergsoniana. En lo referente a la ciencia, especialmente la biología y la fisiología, no tengo competencia para criticar sus interpretaciones. Pero en lo que respecta a las matemáticas, ha preferido deliberadamente los tradicionales errores de interpretación a los criterios más modernos, que han prevalecido entre los matemáticos durante los últimos ochenta años. En esta materia ha seguido el ejemplo de la mayoría de los filósofos. En los siglos XVIII y XIX, el cálculo infinitesimal, aunque bien desarrollado como método, estaba apoyado, en lo referente a sus bases, por muchos sofismas y mucho pensamiento confuso. Hegel y sus seguidores se apoderaron de estos errores y confusiones para apoyar en ellos su intento de probar que todas las matemáticas eran contradictorias. Luego el punto de vista hegeliano sobre estas cuestiones pasó al pensamiento filosófico corriente, donde ha permanecido mucho después que los matemáticos han eliminado todas las dificultades en que los filósofos se apoyaban. Y mientras el principal objeto de los filósofos ha sido mostrar que nada podía aprenderse por medio de la paciencia y del pensar minucioso, sino que más bien debíamos adorar los prejuicios del ignorante bajo el título de razón, si éramos hegelianos, o de intuición, si éramos bergsonianos; mientras tanto, repito, los filósofos han ignorado lo que los matemáticos han hecho para eliminar los errores de que Hegel se aprovechó.
Aparte de la cuestión del número, que ya hemos examinado, el punto principal en que Bergson toca las matemáticas es su repudio de lo que llama la representación cinematográfica del mundo. La matemática concibe el cambio, incluso el cambio continuo, como constituido por una serie de estados; Bergson, por el contrario, afirma que ninguna serie de estados puede representar lo que es continuo, y que en el cambio una cosa no está nunca en ningún estado. El criterio de que el cambio está constituido por una serie de estados cambiantes lo llama cinematográfico; este criterio, dice, es natural al intelecto, pero es radicalmente vicioso. El verdadero cambio sólo puede ser explicado por la verdadera duración; implica una interpretación de pasado y presente, no una sucesión matemática de estados estáticos. Esto es lo que llama una visión dinámica en lugar de una visión estática del mundo. La cuestión es importante y, a pesar de su dificultad, no la podemos pasar por alto.
La posición bergsoniana es ilustrada —y ese ejemplo puede servir también para la crítica— por el argumento de la flecha de Zenón. Zenón arguye que como la flecha se halla en cada momento simplemente en donde está, mientras vuela está siempre en reposo. A primera vista, este argumento puede no parecer muy fuerte. Desde luego, se dirá, la flecha está donde está en un momento, pero en otro momento se halla en algún otro sitio, y esto es justamente lo que constituye el movimiento. Ciertas dificultades surgen, es cierto, de la continuidad del movimiento, si insistimos en dar por supuesto que el movimiento es también discontinuo. Estas dificultades, así obtenidas, han sido durante mucho tiempo manejadas por los filósofos. Pero si, con los matemáticos, evitamos la suposición de que el movimiento es también discontinuo, no caeremos en las dificultades de los filósofos. Un cinematógrafo, en el que hay una cantidad infinita de cuadros —y en el que no hay nunca un cuadro siguiente, porque un número infinito viene entre dos cualesquiera—, representará perfectamente un movimiento continuo. ¿Dónde, pues, estriba la fuerza del argumento de Zenón?
Zenón pertenecía a la escuela eleática, cuyo objeto era probar que el cambio no podía existir. La posición natural para explicarse el mundo es que hay cosas que cambian; por ejemplo, hay una flecha que está ahora aquí, ahora allí. Por bisección de esta opinión, los filósofos han derivado dos paradojas. Los eleáticos decían que había cosas, pero no cambios; Heráclito y Bergson, que había cambios, pero no cosas. Los eleáticos, que había una flecha, pero no vuelo; Heráclito y Bergson, que había vuelo, pero no flecha. Cada partido conducía su razonamiento por medio de la refutación del otro partido. «¡Qué ridículo decir que no hay ninguna flecha!», decía el partido estático. «¡Qué ridículo, decir que no hay vuelo!», dice el partido dinámico. El desgraciado que se encuentra en el centro de estas posiciones y sostiene que hay flecha y vuelo es reputado por los contrincantes como enemigo de ambos; por consiguiente, es atravesado, como San Sebastián, por la flecha de un lado y por su vuelo desde el otro. Pero aún no hemos descubierto dónde radica la fuerza del argumento de Zenón.
Zenón da por supuesta, tácitamente, la esencia de la teoría bergsoniana del cambio. Es decir, daba por sentado que cuando una cosa está en un proceso de continuo cambio, aunque sólo sea de cambio de posición, tiene que haber en la cosa algún estado interno de cambio. La cosa tiene que ser, en cada instante, intrínsecamente diferente de lo que sería si no hubiera ningún cambio. Luego señala que en cada momento la flecha se halla simplemente donde se encuentra, lo mismo que si estuviera en reposo. Deduce de aquí que no puede haber un estado de movimiento y, por tanto, adhiriéndose al criterio de que un estado de movimiento es esencial al movimiento, infiere que no puede haber movimiento y que la flecha está siempre en reposo.
El argumento de Zenón, por consiguiente, aunque no aborda la explicación matemática del cambio, refuta, prima facie, un concepto del cambio que no difiere del de Bergson. ¿Cómo, pues, afronta Bergson el argumento de Zenón? Negando que la flecha esté nunca en alguna parte. Después de exponer el argumento de Zenón, replica: «Sí, si suponemos que la flecha puede estar alguna vez en un punto de su recorrido. Sí, igualmente, si la flecha, que está en movimiento, coincide alguna vez con una posición, que es inmóvil. Pero la flecha no está nunca en ningún punto de su recorrido». Esta réplica a Zenón, o una muy parecida referente a Aquiles y la tortuga, aparece en sus tres libros. La posición de Bergson es claramente paradójica; si es posible, es una cuestión que requiere una discusión de su concepto de la duración. Su único argumento en favor de ella es la afirmación de que el concepto matemático del cambio «implica la absurda proposición de que el movimiento está hecho de inmovilidades». Pero el aparente absurdo de esta posición se debe meramente a la forma verbal en que la ha expresado y se desvanece tan pronto nos damos cuenta de que el movimiento implica relaciones. Una amistad, por ejemplo, se compone de gente que es amiga, pero no de amistades; una genealogía está compuesta de hombres, pero no de genealogías. Del mismo modo, un movimiento está compuesto por lo que está moviéndose; pero no se compone de movimientos. Expresa el hecho de que una cosa puede estar en diferentes sitios en tiempos diferentes, y que los sitios pueden seguir siendo diferentes por muy próximos que se hallen los tiempos. El argumento de Bergson contra el concepto matemático del movimiento se reduce, por tanto, en último análisis, a un mero juego de palabras. Y con esta conclusión podemos pasar a la crítica de la teoría de la duración.
Ésta se halla ligada con su teoría de la memoria. Según ella, las cosas recordadas sobreviven en la memoria, interpenetrando así las cosas presentes: pasado y presente no son recíprocamente exteriores entre sí, sino que están mezclados en la unidad de conciencia. La acción, dice, es lo que constituye el ser; pero el tiempo matemático es un mero receptáculo pasivo, que no hace nada y, por ende, no es nada. El pasado, dice, es lo que ya no actúa, y el presente es lo que está actuando. Pero en esta afirmación como, en realidad, en toda su descripción de la duración, Bergson está dando por supuesto, inconscientemente, el tiempo matemático ordinario; sin éste, sus expresiones carecen de sentido. ¿Qué se indica al decir que «el pasado es esencialmente lo que ya no actúa» (el subrayado es suyo), sino que el pasado es aquello cuya acción ha pasado?; las palabras «ya no» son palabras expresivas del pasado; para una persona que no tenga el concepto ordinario del pasado como algo fuera del presente, estas palabras no tendrían sentido. Así, su definición es circular. Lo que dice es, en efecto, que «el pasado es aquello cuya acción está en el pasado». Como definición, no puede considerarse como un esfuerzo feliz. Y lo mismo se aplica al presente. El presente, se nos dice, es «lo que está actuando» (el subrayado es suyo). Pero la palabra está introduce justamente aquella idea del presente que iba a ser definida. El presente es aquello que está actuando, en oposición a lo que estaba actuando o a lo que estará actuando. Es decir, es aquello cuya acción está en el presente, no en el pasado ni en el futuro. La definición es también circular. Un pasaje anterior de la misma página aclarará mejor este sofisma. «Lo que constituye nuestra percepción pura es nuestra acción de apercibimiento… La actualidad de nuestra percepción radica así en su actividad, en el movimiento que la prolonga, y no en su mayor intensidad: el pasado es sólo idea, el presente es idea-motor». Este pasaje patentiza que, cuando Bergson habla del pasado, no alude al pasado, sino a nuestra memoria del pasado. El pasado, cuando existió, era justamente tan activo como es ahora el presente; si la versión de Bergson fuera correcta, el momento presente debía ser el único en toda la Historia del mundo que contuviera alguna actividad. En tiempos anteriores hubo otras percepciones, justamente tan activas, tan actuales en su momento, como nuestras percepciones presentes; el pasado, en su momento, no era solamente idea, sino que en su carácter intrínseco era justamente lo que ahora es el presente. Este pasado real, Bergson lo olvida sencillamente; lo que él considera es la idea presente del pasado. El pasado real no se mezcla con el presente, puesto que no es parte de él; pero esto es una cosa muy distinta.
Toda la teoría bergsoniana de la duración y del tiempo descansa totalmente en la confusión elemental entre el hecho presente de un recuerdo y el hecho pasado que se recuerda. Si no fuera por el hecho de que el tiempo nos es tan familiar, el círculo vicioso implicado en su intento de deducir el pasado como lo que ya no es activo sería patente en seguida. Tal como es, lo que Bergson da es una descripción de la diferencia entre la percepción y el recuerdo —ambos hechos presentes— y lo que cree haber dado es una descripción de la diferencia entre el presente y el pasado. Tan pronto como se percibe esta confusión, se ve que su teoría del tiempo es simplemente una teoría que omite totalmente el tiempo.
La confusión entre el recordar presente y el suceso pasado recordado, que parece estar en la base de la teoría bergsoniana del tiempo, es un ejemplo de una confusión más general que, si no estoy equivocado, vicia una gran parte de su pensamiento y, en realidad, una gran parte del pensamiento de la mayoría de los filósofos modernos: quiero decir, la confusión entre un acto de conocimiento y lo que es conocido. En la memoria el acto de conocer está en el presente, mientras que lo conocido está en el pasado; al confundirlos, la distinción entre pasado y presente se hace borrosa.
En toda la Materia y memoria, esta confusión entre el acto de conocer y el objeto conocido es indispensable. Está encerrada en el uso de la palabra imagen, que es explicada en el mismo comienzo de la obra. Aquí afirma Bergson que, aparte de las teorías filosóficas, todo lo que conocemos consiste en imágenes que, en efecto, constituyen todo el Universo. Dice: «Llamo materia al agregado de imágenes, y percepción de la materia, a estas mismas imágenes referidas a la acción eventual de una imagen determinada, mi cuerpo». Se observará que la materia y la percepción de la materia, según él, consisten en las mismas cosas. El cerebro, dice, es como el resto del Universo material, y es, por tanto, una imagen, si el Universo es una imagen.
Como el cerebro, que nadie ve, no es, en el sentido corriente, una imagen, no nos sorprende su frase de que una imagen puede ser sin ser percibida; pero explica luego que, en lo que respecta a las imágenes, la diferencia entre ser y ser percibida conscientemente es sólo una diferencia de grado. Esto quizá se explique en otro pasaje en que dice: «¿Qué puede ser un objeto material no percibido, una imagen no imaginada, a menos que sea una especie de estado mental inconsciente?». Finalmente, dice: «Toda realidad tiene una afinidad, una analogía, en una palabra, una relación con la conciencia: esto es lo que concedemos al idealismo por el hecho mismo de llamar a las cosas imágenes». No obstante, intenta calmar nuestra duda inicial diciendo que está empezando en un punto antes de que se haya introducido ninguno de los supuestos de los filósofos. «Supondremos por el momento que no sabemos nada de las teorías de la materia y del espíritu, nada de las discusiones respecto a la realidad o idealidad del mundo exterior. Aquí estoy en presencia de imágenes». Y en la nueva introducción que escribió para la edición inglesa, dice: «Por imagen quiero dar a entender una determinada existencia que es más que lo que el idealista llama una representación, pero menos que lo que el realista llama una cosa, una existencia situada a mitad del camino entre la cosa y la representación».
La distinción que Bergson tiene en la cabeza aquí no es, me parece, la distinción entre el imaginar como suceso mental y la cosa imaginada como un objeto. Está pensando en la distinción entre la cosa según es y la cosa según parece. La distinción entre sujeto y objeto, entre la mente que piensa y recuerda y tiene imágenes, por un lado, y los objetos pensados, recordados o imaginados: esta distinción, a mi entender, está totalmente ausente de su filosofía. Su ausencia es la deuda real del filósofo al idealismo, y es una deuda muy infortunada. En el caso de las imágenes, como acabamos de ver, le permite hablar de imágenes como cosa neutral entre mente y materia, y afirmar, luego, que el cerebro es una imagen a pesar del hecho de que nunca ha sido imaginado, y sugerir, más tarde, que la materia y la percepción de la materia son la misma cosa, pero que una imagen no percibida (como el cerebro), es un estado mental inconsciente; mientras, por último, el uso de la palabra imagen, aunque no implica ninguna teoría metafísica, de ninguna clase, implica, no obstante, toda esa realidad que tiene «una afinidad, una analogía, en resumen, una relación» con la conciencia.
Todas estas confusiones se deben a la confusión inicial de lo subjetivo y objetivo. El sujeto —pensamiento, imagen o memoria— es un hecho presente en mí; el objeto puede ser la ley de la gravitación o mi amigo Jones, o el viejo Campanile de Venecia. El sujeto es mental y está aquí y ahora. Por consiguiente, si sujeto y objeto son uno, el objeto es mental y está aquí y ahora; mi amigo iones, aunque se cree en Sudamérica y existiendo por su propia cuenta, está realmente en mi cabeza y existe en virtud de mi pensar en él; el Campanile de San Marcos, a pesar de su gran tamaño y del hecho de que dejó de existir hace cuarenta años, existe aún, y se halla completo dentro de mí. Esta exposición no es una parodia de las teorías bergsonianas del espacio y el tiempo; es simplemente un intento de mostrar cuál es el sentido actual concreto de las mismas.
La confusión de sujeto y objeto no es peculiar de Bergson, sino común a muchos idealistas y a muchos materialistas. Muchos idealistas dicen que el objeto es realmente el sujeto y muchos materialistas dicen que el sujeto es realmente el objeto. Coinciden en pensar que estas afirmaciones son diferentes, mientras sostienen que sujeto y objeto no son diferentes. En este aspecto, podemos admitir que Bergson tiene el mérito, pues está tan dispuesto a identificar sujeto con objeto como a identificar éste con aquél. Tan pronto se rechaza esta identificación, todo su sistema se derrumba: primero sus teorías espacio-temporales, luego su creencia en la contingencia real, luego su condena del intelecto y, finalmente, su concepto de las relaciones de mente y materia.
Sin duda, una gran parte de la filosofía de Bergson, probablemente la parte a que se debe su mayor popularidad, no se basa en argumentos y no puede rebatirla con argumentos. Su pintura imaginativa del mundo, considerada como esfuerzo poético, no es, en lo fundamental, susceptible de aprobación o de desaprobación. Shakespeare dice que la vida no es más que una sombra errabunda, Shelley dice que es como una cúpula de cristales multicolores, Bergson dice que es una concha que se quiebra en partes que son conchas a su vez. Si preferimos la imagen de Bergson, es tan justo como legítimo.
El bien que Bergson espera ver realizado en el mundo es la acción por la acción. Toda contemplación pura la llama sueño, condenándola con toda una serie de epítetos agrios: estática, platónica, matemática, lógica, intelectual. A los que desean alguna previsión del fin que ha de realizar la acción se les dice que un fin previsto no sería nada nuevo, porque el deseo, como la memoria, está identificado con su objeto. De este modo, estamos condenados, en la acción, a ser ciegos esclavos del instinto: la fuerza vital nos empuja desde atrás, constante e incansablemente. No hay lugar en esta filosofía para el momento de percepción contemplativa en que, elevándonos sobre la vida animal, adquirimos conciencia de los fines mayores que redimen al hombre de la vida de los brutos. Aquellos para quienes la actividad sin finalidad parece un bien suficiente, hallarán en los libros de Bergson una agradable pintura del Universo. Pero aquellos para quienes la acción, si ha de tener algún valor, tiene que estar inspirada por alguna visión, por alguna percepción imaginativa de un mundo menos doloroso, menos injusto, menos lleno de lucha que el mundo de nuestra vida cotidiana; aquellos, en una palabra, cuya acción está edificada sobre la contemplación, no hallarán en esta filosofía nada de lo que buscan, y no lamentarán que no haya ninguna razón para creer que sea verdadera.