CAPÍTULO XXVII

Karl Marx

A Karl Marx se le considera habitualmente como el hombre que ha creado el socialismo científico, y ha hecho más que nadie para crear el poderoso movimiento que, por atracción y rechazo, ha dominado la historia europea reciente. Rebasaría los límites de esta obra considerar su parte económica o política, salvo ciertos aspectos generales; sólo como filósofo, además de la influencia que ha tenido en la filosofía de otros, me propongo estudiarlo aquí. En este aspecto es difícil de clasificar. Desde un punto de vista, es una consecuencia, como Hodgskin, de los radicales filosóficos, cuyo racionalismo y oposición a los románticos continúa. En otro es un renovador del materialismo, al que da una nueva interpretación y una nueva conexión con la historia humana. En otro aspecto más es el último de los grandes constructores de sistemas, el sucesor de Hegel, creyente, como él, en una fórmula racional que resume la evolución de la humanidad. La acentuación de cualquiera de estos aspectos a expensas de los otros, da una idea falsa y desequilibrada de su filosofía.

Los acontecimientos de su vida explican en parte esta complejidad. Nació en 1818, en Tréveris, como San Ambrosio. Tréveris recibió una profunda influencia francesa durante la era revolucionaria y napoleónica y tenía un criterio mucho más cosmopolita que muchas partes de Alemania. Sus antepasados habían sido rabinos, pero sus padres se habían hecho cristianos cuando él era niño. Se casó con una gentil aristócrata, por la que sintió afecto toda su vida. En la universidad recibió la influencia del aún dominante hegelianismo, lo mismo que la de la rebelión de Feuerbach contra Hegel hacia el materialismo. Ensayó el periodismo, pero la Rheinische Zeitung, que editaba, fue suprimida por las autoridades a causa de su radicalismo. Después de esto, en 1843, marchó a Francia a estudiar el socialismo. Aquí se encontró con Engels, que era director de una fábrica de Manchester. Por medio de él llegó a conocer las condiciones del trabajo en Inglaterra y la economía inglesa. De este modo adquirió, antes de las revoluciones de 1848, una cultura internacional extraordinaria. Por lo que respecta a la Europa occidental, no mostraba ningún prejuicio nacional. No puede decirse lo mismo de la Europa oriental, pues siempre despreció a los eslavos.

Tomó parte en las revoluciones francesa y alemana de 1848, pero la reacción le obligó a buscar refugio en Inglaterra, en 1849. Pasó el resto de su vida, con unos pocos y breves intervalos, en Londres, abrumado por la pobreza, la enfermedad y las muertes de sus hijos, pero no obstante, escribiendo infatigablemente y acumulando conocimientos. El estímulo de su obra fue siempre la esperanza de la revolución social, si no en su vida, por lo menos en un futuro no muy distante.

Marx, lo mismo que Bentham y James Mill, no mostraba ningún interés por el Romanticismo; su intención fue siempre ser científico. Su economía es un producto de la economía británica clásica, cambiando sólo la fuerza impulsora. Los economistas clásicos, consciente o inconscientemente, procuraban siempre el bienestar del capitalista, frente al terrateniente y al asalariado; Marx, por el contrario, se lanzó a representar los intereses de los asalariados. Tuvo en su juventud —como se ve en el Manifiesto Comunista de 1848— el fuego y la pasión necesarios para un nuevo movimiento revolucionario, lo mismo que lo había tenido el liberalismo en la época de Milton. Pero siempre tuvo la preocupación de servirse de pruebas, no habiéndose apoyado nunca en ninguna intuición extracientífica.

Se califica a sí mismo de materialista, pero no del tipo del siglo XVIII. Su materialismo que, por influencia de Hegel, llamó dialéctico, difería en un aspecto importante del materialismo tradicional y era más afín a lo que ahora se llama instrumentalismo. El viejo materialismo, decía Marx, consideraba erróneamente la sensación como algo pasivo, atribuyendo así primordialmente la actividad al objeto. En la tesis de Marx, toda sensación o percepción es una interacción entre sujeto y objeto; el objeto puro, aparte de la actividad del percipiente, es una mera materia prima, que se transforma mediante el proceso que la lleva a ser conocida. El conocimiento, en el antiguo sentido de contemplación pasiva, es una abstracción irreal; el proceso que se efectúa, en realidad, es un proceso de manipulación de cosas. «La cuestión de si la verdad objetiva pertenece al pensamiento humano no es una cuestión teórica, sino práctica», afirma. «La verdad, es decir, la realidad y el poder del pensamiento tienen que demostrarse en la práctica. La discusión en cuanto a la realidad o no realidad de un pensamiento aislado de la práctica es una cuestión puramente escolástica… Los filósofos solamente han interpretado el mundo de diversos modos, pero la tarea real es alterarlo».[15]

Creo poder interpretar a Marx afirmando su pretensión de dar a entender que el proceso llamado por los filósofos búsqueda del conocimiento, no es, como se ha pensado, un proceso en el que el objeto es constante, mientras toda la adaptación corresponde al conocedor. Por el contrario, sujeto y objeto, el conocedor y la cosa conocida, están en un continuo proceso de adaptación mutua. Llama al proceso dialéctico porque nunca se completa del todo.

Es esencial para esta teoría el negar la realidad de la sensación, tal como la conciben los empiristas británicos. Lo que ocurre, cuando se acerca más a lo que ellos entienden por sensación, sería mejor llamarlo percepción, que implica actividad. De hecho —diría Marx— sólo nos damos cuenta de las cosas como parte del proceso de su actuación, y toda teoría que separe la acción es una abstracción perturbadora.

Si no me engaño, Marx fue el primer filósofo que criticó la noción de verdad desde este punto de vista activista. En su obra no se destaca mucho esta crítica y, por lo tanto, no diré más de ello ahora, dejando el examen de la teoría para un capítulo posterior.

La filosofía de la Historia de Marx es una mezcla de Hegel y de la economía británica. Como Hegel, cree que el mundo se desenvuelve conforme a una fórmula dialéctica, pero disiente totalmente de Hegel en cuanto a la fuerza impulsora de este desenvolvimiento. Hegel creía en una entidad mística llamada Espíritu, que es lo que hace que la historia humana se desarrolle de acuerdo con las etapas de la dialéctica, según se expone en su Lógica. Por qué tiene el Espíritu que recorrer estas etapas, no está claro. Se siente uno tentado a suponer que el Espíritu está tratando de comprender a Hegel y que a cada etapa objetiva aplica lo que ha estado leyendo. La dialéctica de Marx no tiene nada de esta cualidad, salvo cierta fatalidad. Para Marx, la materia, no el espíritu, es la fuerza impulsora. Pero la materia en el sentido peculiar que hemos examinado, no la materia totalmente deshumanizada de los atomistas. Esto significa que para Marx la fuerza impulsora es realmente la relación del hombre con la materia, de la que su parte más importante es el modo de producción de éste. En este aspecto, el materialismo de Marx, en la práctica, se convierte en económico.

La política, la religión, la filosofía y el arte de cualquier época de la historia humana son, según Marx, una consecuencia de sus métodos de producción y, en menor grado, de los de distribución. Creo que no mantendría que esto se aplica a todos los primores de la cultura, sino sólo a sus líneas generales. La doctrina se llama el «concepto materialista de la Historia». Ésta es una tesis muy importante; en particular, concierne al historiador de la filosofía. Yo no acepto la tesis tal como es, pero creo que contiene muy importantes elementos de verdad y sé que ha influido en mis ideas sobre el desenvolvimiento filosófico, tal como está expresado en este libro. Consideremos, para empezar, la historia de la filosofía en relación con la doctrina de Marx.

Subjetivamente, a cada filósofo le parece estar empeñado en la persecución de lo que puede llamarse la verdad. Los filósofos pueden diferir en cuanto a la definición de verdad, pero de todos modos, ésta es algo objetivo, algo que, en algún sentido, todo el mundo debe aceptar. Nadie se empeñaría en la persecución de la filosofía si pensara que toda filosofía es meramente una expresión de prejuicios irracionales. Pero todo filósofo estará de acuerdo en que muchos otros filósofos han sido movidos por un prejuicio y que han tenido razones extrarracionales, de las que eran habitualmente inconscientes, para muchas de sus opiniones. Marx, como el resto, cree en la verdad de sus doctrinas; no las considera sino como la expresión de los sentimientos naturales de un judío alemán rebelde de la clase media, a mediados del siglo XIX. ¿Qué puede decirse acerca de este conflicto entre los puntos de vista subjetivos y objetivos de una filosofía?

Podemos decir, de un modo amplio, que la filosofía griega hasta Aristóteles expresa la mentalidad apropiada a la Ciudad-Estado; que el estoicismo es apropiado a un despotismo cosmopolita; que la filosofía escolástica es una expresión intelectual de la Iglesia como organización; que la filosofía, desde Descartes o, en todo caso, desde Locke, tiende a incorporar los prejuicios de la clase media mercantil, y que el marxismo y el fascismo son filosofías apropiadas al moderno Estado industrial. Esto, creo yo, es verdadero e importante. Sin embargo, creo que Marx está equivocado en dos extremos. Primero, las circunstancias sociales que hay que tener en cuenta son tanto políticas como económicas; tienen que ver con el Poder, del que la riqueza es sólo una forma. Segundo, la causalidad social cesa en gran medida de aplicarse tan pronto como un problema se hace detallado y técnico. La primera de estas objeciones la he expuesto en mi libro Poder, y, por consiguiente, no diré más acerca de ella. La segunda interesa más íntimamente a la historia de la filosofía, y daré algunos ejemplos de su alcance. Tomemos, primero, el problema de los universales. Este problema fue discutido primero por Platón, luego por Aristóteles, por los escolásticos, por los empiristas británicos y por la mayoría de los lógicos modernos. Sería absurdo negar que el prejuicio ha influido en las opiniones de los filósofos sobre esta cuestión. Platón fue influido por Parménides y el orfismo; deseaba un mundo eterno y no podía creer en la realidad última del fluir temporal. Aristóteles era más empírico y no sentía ninguna repugnancia por el mundo cotidiano. Los empiristas modernos completos tienen un prejuicio que es opuesto al de Platón: consideran desagradable la perspectiva de un mundo suprasensible y están dispuestos a todo con tal de no tener que creer en él. Pero estos tipos opuestos de prejuicios son perennes y tienen solamente una conexión algo remota con el sistema social. Se dice que el amor a lo eterno es característico de una clase ociosa, que vive del trabajo de los demás. Dudo que esto sea verdad. Epicteto y Spinoza no eran señores ociosos. Puede argüirse, por el contrario, que el concepto del cielo como lugar de descanso es el de fatigados trabajadores que no desean otra cosa que no trabajar más. Tal argumentación puede prolongarse indefinidamente y no conduce a ninguna parte.

Por otro lado, cuando llegamos al detalle de la controversia sobre los universales, encontramos que cada parte puede inventar argumentos que la otra debe admitir como válidos. Algunas de las críticas que hizo Aristóteles de Platón sobre esta cuestión, han sido aceptadas casi universalmente. En tiempos muy recientes, aunque no se ha llegado a ninguna decisión, se ha inventado una nueva técnica y muchos problemas incidentales se han resuelto. No es insensato esperar que antes de mucho tiempo puedan llegar los lógicos a un acuerdo definitivo sobre este asunto.

Tomemos, como segundo ejemplo, el argumento ontológico. Lo inventó, como hemos visto, San Anselmo, lo rechazó Santo Tomás, lo aceptó Descartes, lo refutó Kant y lo restableció Hegel. Creo puede decirse de un modo totalmente definitivo que, como resultado del análisis del concepto de existencia, la lógica moderna ha demostrado que este argumento no es válido. No se trata de una cuestión de temperamento ni del sistema social; es una cuestión puramente técnica. La refutación del argumento no da, desde luego, ninguna razón para suponer que su conclusión, o sea la existencia de Dios, no sea verdadera; si así fuera, podemos suponer que Tomás de Aquino no hubiera rechazado el argumento.

O tomemos la cuestión del materialismo. Ésta es una palabra susceptible de muchos sentidos; hemos visto que Marx alteró radicalmente su significado. Las animadas controversias respecto a su verdad o falsedad han dependido en gran medida, para su continua vitalidad, de haber soslayado la definición. Cuando se define el término se ve que, según algunas posibles definiciones, el materialismo es evidentemente falso; según otras, puede ser verdadero, aunque no hay ninguna razón positiva para creerlo; según otras más, hay algunas razones en su favor, aunque no son decisivas. Todo esto depende asimismo de consideraciones técnicas y no tiene nada que ver con el sistema social.

La verdad de la cuestión es en realidad de una gran sencillez. Lo que convencionalmente se llama filosofía consta de dos elementos muy diferentes. Por un lado, hay cuestiones que son científicas o lógicas; éstas pueden sujetarse a métodos respecto a los cuales hay acuerdo general. Por otro, hay cuestiones de apasionado interés para mucha gente, respecto a las cuales no hay ninguna prueba sólida de ninguna forma. Entre las últimas están las cuestiones prácticas, referente a las cuales es imposible quedarse al margen. Cuando hay una guerra, tengo que ayudar a mi país o entrar en un penoso conflicto con mis amigos y con las autoridades. Muchas veces no hay ningún término medio entre apoyar u oponerse a la religión oficial. Por una razón u otra, nos parece imposible mantener una actitud de escéptico alejamiento sobre muchas cuestiones sobre las que la pura razón se mantiene muda. Una filosofía, en un sentido muy común del término, es un todo orgánico de tales decisiones extrarracionales. Tomada la filosofía en este sentido, la tesis de Marx es ampliamente verdadera. Pero incluso en este sentido, una filosofía está determinada por otras causas sociales, tanto como por las económicas. La guerra, especialmente, tiene su parte en la motivación histórica; y la victoria en la guerra no se inclina siempre hacia el lado que tiene mayores recursos económicos.

Marx acomodó su filosofía de la Historia a un molde sugerido por la dialéctica hegeliana, pero de hecho, sólo había un trío que le interesaba: el feudalismo, representado por el terrateniente; el capitalismo, representado por el propietario industrial, y el socialismo, representado por el asalariado. Hegel pensaba que las naciones eran los vehículos del movimiento dialéctico; Marx las sustituyó por las clases. Siempre repudió todas las razones éticas o humanitarias para preferir el socialismo o ponerse al lado del asalariado; mantenía, no que este partido fuera éticamente mejor, sino que era el adoptado por la dialéctica en su movimiento totalmente determinista. Podía haber dicho que él no abogaba por el socialismo, sino que sólo lo profetizaba. Sin embargo, esto no hubiera sido completamente cierto. Él creía indudablemente que todo movimiento dialéctico era, en algún sentido impersonal, un progreso, y sostenía con certeza que el socialismo, una vez instaurado, haría más por la felicidad humana de lo que habían hecho el feudalismo y el capitalismo. Estas creencias, aunque debieron de dirigir su vida, se hallan sólo en el trasfondo de sus escritos. Sin embargo, a veces abandona el tranquilo tono profético para lanzarse a una vigorosa exhortación a la rebelión, y la base emotiva de sus pronósticos ostensiblemente científicos está implícita en todo lo que escribió.

Considerado puramente como filósofo, Marx tiene graves defectos. Es demasiado práctico, está atado en exceso a los problemas de su tiempo. Su perspectiva se reduce al planeta y, dentro del planeta, al Hombre. Desde Copérnico, se ha hecho evidente que el Hombre no tiene la importancia cósmica que anteriormente se le atribuyó. Nadie que haya dejado de asimilar este hecho tiene derecho a calificar su filosofía de científica.

Esta limitación a los asuntos terrenos va unida a una predisposición a creer en el progreso como ley universal. Esta predisposición caracterizó al siglo XIX y existió en Marx tanto como en sus contemporáneos. Sólo por esta creencia en la inevitabilidad del progreso creyó Marx posible prescindir de consideraciones morales. Si el socialismo tenía que venir, era preciso que fuera una mejora. Hubiera admitido con facilidad que no parecía una mejora para los terratenientes o para los capitalistas, pero añadiría que eso sólo indicaba que éstos se hallaban en desacuerdo con el movimiento dialéctico de la época. Marx se declaró ateo, pero conservaba un optimismo cósmico que sólo el teísmo podía justificar.

Hablando en términos generales, todos los elementos de la filosofía de Marx, que derivan de Hegel, no son científicos, en el sentido de que no hay ninguna razón para suponerlos verdaderos.

Quizá el ropaje filosófico que Marx dio a su socialismo no tenía en realidad mucho que ver con la base de sus opiniones. Es fácil de exponer la parte más importante de lo que tenía que decir sin hacer ninguna referencia a la dialéctica. Marx se sintió impresionado ante la terrible crueldad del sistema industrial que existía en Inglaterra hace cien años, que conoció con todo detalle por Engels y por los informes de las Comisiones Reales. Vio que el sistema iba a evolucionar probablemente de la competencia libre al monopolio, y que su injusticia tenía que producir un movimiento de rebelión en el proletariado. Sostenía que en una comunidad totalmente industrializada la única alternativa para el capitalismo privado era que el Estado fuese dueño de la tierra y del capital. Ninguna de estas proposiciones son asunto de la filosofía y, por lo tanto, no examinaré su verdad o falsedad. La cosa es que, si son verdaderas, bastan para establecer lo prácticamente importante de su sistema. El bagaje podía, por consiguiente, abandonarse provechosamente.

La historia de la fama de Marx ha sido peculiar. En su país, sus doctrinas inspiraron el programa del partido socialdemócrata, que fue creciendo continuamente hasta lograr en las elecciones generales de 1912 un tercio de los votos emitidos. Inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, el partido socialdemócrata estuvo durante un tiempo en el Poder, y Ebert, el primer presidente de la República de Weimar, pertenecía a él; pero entonces, el partido había dejado de seguir la ortodoxia marxista. Mientras tanto, en Rusia habían adquirido el Poder fanáticos creyentes en la doctrina marxista. En el Occidente, ningún gran movimiento obrero ha sido totalmente marxista; el partido laborista inglés ha parecido moverse, en ocasiones, en esa dirección, pero nunca se ha adherido a un tipo empírico de socialismo. Sin embargo, gran número de intelectuales han sido profundamente influidos por Marx, tanto en Inglaterra como en América. En Alemania ha sido suprimida por la fuerza toda defensa de sus doctrinas, pero es de esperar que revivan cuando los nazis sean derrocados.[16]

La Europa moderna ha estado dividida, política e ideológicamente, en tres campos. Los liberales, que aún siguen a Locke o a Bentham, pero con diversos grados de adaptación a las necesidades de la organización industrial. Los marxistas, que gobiernan en Rusia y van camino de adquirir mayor influencia en otros varios países. Estos dos sectores de opinión no se hallan muy separados filosóficamente; ambos son racionalistas y, en la intención, científicos y empíricos. Pero desde el punto de vista de la política práctica, la división es tajante. Aparece ya en la carta de James Mill, citada en el capítulo anterior, donde dice que «sus ideas de la propiedad parecen endiabladas».

Ha de admitirse, no obstante, que hay ciertos aspectos en los que el racionalismo de Marx está sujeto a limitaciones. Aunque sostiene que su interpretación del curso del desarrollo es verdadera y que será confirmada por los acontecimientos, cree que el argumento sólo tendrá fuerza (aparte de raras excepciones) para aquellos cuyo interés de clase esté de acuerdo con él. Espera poco de la persuasión y todo de la lucha de clases. De esta forma se ve llevado a tratar del Poder político y de la doctrina de una clase dominante, aunque no la de una raza dominante. Es verdad que, como resultado de la revolución social se espera que la división de clases acabe por desaparecer, dando paso a una completa armonía política y económica. Pero éste es un ideal distante, como la segunda venida del Mesías; mientras tanto, hay guerra y dictadura e insistencia en la ortodoxia ideológica.

El tercer sector de opinión moderna, representada políticamente por nazis y fascistas, difiere filosóficamente de los dos anteriores mucho más profundamente que éstos entre sí. Es antirracional y anticientífico. Sus progenitores filosóficos son Rousseau, Fichte y Nietzsche. Destaca la voluntad, especialmente la voluntad de Poder; cree que éste debe concentrarse principalmente en ciertas razas e individuos que, por tanto, tienen derecho a mandar.

Hasta Rousseau, el mundo filosófico tuvo cierta unidad. Ésta ha desaparecido de momento, pero quizá no por mucho tiempo. Puede ser recobrada por una reconquista racionalista de las mentes humanas, pero no de ningún otro modo, puesto que las pretensiones de dominio sólo pueden engendrar la lucha.