Los utilitaristas[14]
Durante el período que va de Kant a Nietzsche, los filósofos profesionales de Gran Bretaña permanecieron casi en absoluto ajenos a la influencia de sus contemporáneos alemanes, con la única excepción de sir William Hamilton, que fue poco influyente. Coleridge y Carlyle, es cierto, fueron influidos profundamente por Kant, Fichte y los románticos alemanes, pero no eran filósofos en el sentido técnico. Alguien parece haber mencionado una vez a Kant delante de James Mill, quien, después de una inspección precipitada, observó: «Me doy bastante cuenta de lo que sería el pobre Kant». Pero este grado de reconocimiento es excepcional; en general, hay un silencio completo respecto a los alemanes. Bentham y su escuela derivaron su filosofía, en todas sus líneas principales, de Locke, Hartley y Helvecio; su importancia no es tanto filosófica como política, como caudillos del radicalismo británico y como los hombres que inintencionadamente prepararon el camino para las doctrinas socialistas.
Jeremías Bentham, cabeza reconocida de los «radicales filosóficos», no era el tipo de hombre que espera uno hallar a la cabeza de un movimiento como éste. Nació en 1748, pero no se hizo radical hasta 1808. Era terriblemente tímido y no podía, sin gran azoramiento, soportar la compañía de gente extraña. Escribió mucho, pero nunca se molestó en publicar; lo que se publicó con su nombre había sido amistosamente hurtado por sus amigos. Lo que más le interesaba era la jurisprudencia, campo en que reconocía a Helvecio y Beccaria como sus predecesores más importantes. A través de la teoría de la ley es como llegó a interesarse por la moral y la política.
Basa toda su filosofía en dos principios: el «principio de asociación» y el «principio de la mayor felicidad». El primero había sido puesto de relieve por Hartley en 1749; antes de él, aunque la asociación de ideas se admitía que ocurría, era considerada, por ejemplo por Locke, sólo como una fuente de triviales errores. Bentham, siguiendo a Hartley, hizo de él el principio básico de la psicología. Reconoce la asociación de ideas y lenguaje, y también la asociación de ideas e ideas. Por medio de este principio, se propone una explicación determinista de los sucesos mentales. En esencia, la doctrina es la misma que la teoría más moderna del «reflejo condicionado», basado en los experimentos de Pavlov. La única diferencia importante es que el reflejo condicionado de Pavlov es fisiológico, mientras que la asociación de ideas era puramente mental. La obra de Pavlov es, por tanto, susceptible de una explicación materialista, tal como la daban los behavioristas, mientras que la asociación de ideas conduce más bien a una psicología más o menos independiente de la fisiología. No puede caber ninguna duda de que, científicamente, el principio del reflejo condicionado es un avance sobre el principio anterior. El principio de Pavlov es éste: Dado un reflejo según el cual un estímulo B produce una reacción C, y dado que cierto animal ha experimentado frecuentemente un estímulo A al mismo tiempo que el B, ocurre a menudo que con el tiempo el estímulo A producirá la reacción C incluso cuando B está ausente. Determinar las circunstancias bajo las cuales ocurre esto es una cuestión de experimento. Claramente, si sustituimos A, B y C por ideas, el principio de Pavlov se convierte en el de la asociación de ideas.
Ambos principios, indudablemente, son válidos hasta cierto punto; la única cuestión controvertible es la extensión de este punto. Bentham y sus seguidores exageraron la extensión del dominio del principio de Hartley, lo mismo que hicieron ciertos behavioristas en el caso del principio de Pavlov.
Para Bentham, el determinismo en psicología era importante, porque deseaba establecer un código de leyes —y, más generalmente, un sistema social— que haría automáticamente virtuosos a los hombres. Su segundo principio, el de la mayor felicidad, se hizo necesario en este punto para definir la virtud.
Bentham mantenía que lo que es bueno es el placer o la felicidad —empleaba estas palabras como sinónimas— y lo malo es el dolor. Por tanto, una situación es mejor que otra si implica una mayor cantidad de placer que de dolor, o una menor cantidad de dolor que de placer. De todas las situaciones posibles, la mejor es la que implica la mayor diferencia entre la cantidad de placer y la de dolor.
No hay nada nuevo en esta doctrina, que se llamó utilitarismo. Había sido defendida por Hutcheson en 1725. Bentham la atribuye a Priestley que, no obstante, no tiene ningún derecho especial a ella. Está virtualmente contenida en Locke. El mérito de Locke no consiste en la doctrina, sino en la vigorosa aplicación que hizo de ella a diversos problemas prácticos.
Bentham no sostuvo solamente que el bien es la felicidad en general, sino que cada individuo persigue siempre lo que cree que es su propia felicidad. El papel del legislador consiste, por tanto, en producir la armonía entre los intereses públicos y los privados. Por interés del público es por lo que debo abstenerme de robar, pero éste no es mi interés, salvo donde hay una ley penal efectiva. De esta suerte, la ley penal es un método de hacer coincidir los intereses del individuo con los de la comunidad; ésta es su justificación.
Los hombres tienen que ser castigados por la ley penal con el fin de impedir el crimen, no porque odiemos al criminal. Es más importante que el castigo sea cierto que severo. En su época, en Inglaterra, muchos delitos totalmente insignificantes estaban sujetos a la pena de muerte con el resultado de que los jurados se negaban con frecuencia a admitir la convicción del delito, porque creían excesivo el castigo. Bentham abogó por la abolición de la muerte para todos los delitos, excepto los más graves, y antes de morir él, había sido suavizada en este aspecto la ley penal.
La ley civil, dice, debe tener cuatro finalidades: la subsistencia, la abundancia, la seguridad y la igualdad. Se observará que no menciona la libertad. En efecto, se preocupó poco de la libertad. Admiraba a los autócratas benévolos que precedieron a la Revolución francesa —Catalina la Grande y el emperador Francisco—. Sentía un gran desprecio por la doctrina de los derechos del hombre. Los derechos del hombre, decía, son pura estupidez; los derechos imprescriptibles del hombre, una estupidez sobre zancos. Cuando los revolucionarios franceses hicieron su Déclaration des droits de l’homme, Bentham la calificó de «una obra metafísica, el non plus ultra de la metafísica». Sus artículos, dijo, pueden dividirse en tres clases: 1) los ininteligibles, 2) los falsos, 3) los que son ambas cosas.
El ideal de Bentham, como el de Epicuro, era la seguridad, no la libertad. «Las guerras y las tormentas son buenas para leídas, pero la paz y las calmas son mejores de sufrir».
Su gradual evolución hacia el radicalismo tuvo dos motivos: por un lado la creencia en la igualdad, deducida del cálculo de los placeres y de las penas; por otro, una inflexible determinación a someterlo todo al arbitrio de la razón, según él la entendía. Su amor a la igualdad le condujo en seguida a defender la división de la propiedad de un hombre en partes iguales entre sus hijos y a oponerse a la libertad testamentaria. En años posteriores le llevó a oponerse a la monarquía y a la aristocracia hereditaria, y a abogar por una democracia completa, incluso el voto de la mujer. Su negativa a creer sin bases racionales le llevó a rechazar la religión, incluyendo la creencia en Dios; esto le condujo a criticar agudamente los absurdos y anomalías de la ley, por venerable que fuera su origen histórico. No excusaba nada, basándose en que era tradicional. Desde muy joven se opuso al imperialismo, tratárase del de los ingleses en América o del de otras naciones; consideraba las colonias como una tontería.
La influencia de James Mill fue la que indujo a Bentham a tomar parte en la política práctica. James Mill tenía veinticinco años menos que él y era un ardoroso seguidor de sus doctrinas, pero también un radical activo. Bentham dio a Mill una casa (que había pertenecido a Milton) y le ayudó económicamente mientras escribía la historia de la India. Cuando terminó la historia, la Compañía de las Indias Orientales dio un puesto a James Mill, lo mismo que hicieron luego con su hijo, hasta que la Compañía fue suprimida a consecuencia de la rebelión. James Mill admiraba grandemente a Condorcet y a Helvecio. Como todos los radicales de ese período, creía en la omnipotencia de la educación. Practicó sus teorías con su hijo John Stuart Mill, con resultados en parte buenos, en parte malos. El más importante de los malos fue que John Stuart no pudo nunca desprenderse de su influencia incluso cuando se daba cuenta de que el criterio de su padre había sido estrecho.
James Mill, como Bentham, considera el placer como el único bien y el dolor como el único mal. Pero como Epicuro, estimaba mucho el placer moderado. Consideraba los goces intelectuales como los mejores, y la templanza era para él la virtud principal. «Lo intenso era en él una muletilla de desdeñosa desaprobación», dice su hijo, quien añade que ponía reparos a la acentuación moderna del sentimiento. Como toda la escuela utilitaria, era totalmente opuesto a toda forma de romanticismo. Pensaba que la política podía ser gobernada por la razón y esperaba que las opiniones de los hombres fueran determinadas por el peso de la evidencia. Si los lados opuestos de una controversia se presentan con igual habilidad, hay una certeza moral —sostenía— de que el mayor número juzgará rectamente. Su criterio estaba limitado por la pobreza de su naturaleza emotiva, pero dentro de sus limitaciones tenía los méritos de su trabajo, desinterés y racionalidad.
Su hijo John Stuart Mill, nacido en 1808, continuó en una forma algo amortiguada la doctrina de Bentham hasta su muerte en 1873.
Durante toda la parte central del siglo XIX, la influencia de los benthamistas en la legislación y en la política inglesa fue asombrosamente grande, teniendo en cuenta su completa carencia de atractivo emocional.
Behtham adelantó varios argumentos en favor de la tesis de que la felicidad general es el summum bonum. Algunos de estos argumentos eran agudas críticas de otras doctrinas éticas. En su tratado sobre los sofismas políticos dice, en un lenguaje que parece presagiar a Marx, que las morales sentimentales y ascéticas sirven a los intereses de la clase gobernante y son el producto de un régimen aristocrático. Los que enseñan la moral del sacrificio, continúa, no son víctimas del error: quieren que otros se sacrifiquen por ellos. El orden moral, dice, resulta del equilibrio de intereses. Las corporaciones gobernantes pretenden que ya hay identidad de intereses entre los gobernantes y los gobernados, pero los reformadores hacen ver con claridad que esta identidad no existe todavía, y tratan de realizarla. Sostiene que únicamente el principio de utilidad puede dar un criterio en moral y legislación y establecer la base de una ciencia social. Su principal argumento positivo en favor de su principio es que está realmente implicado en los aparentemente diversos sistemas éticos. Éste, no obstante, sólo se hace admisible restringiendo enormemente su perspectiva.
Hay una notoria laguna en el sistema de Bentham. Si todo hombre persigue siempre su propio placer, ¿cómo podemos estar seguros de que el legislador persiga el placer de la humanidad en general? La benevolencia instintiva de Bentham (que sus teorías psicológicas le impedían advertir) le ocultó el problema. Si le hubieran encargado de la redacción de un código para algún país, lo hubiera hecho conforme a lo que él creía el interés público, no para beneficiar sus propios intereses ni (conscientemente) los intereses de su clase. Pero si hubiera reconocido este hecho, habría debido modificar sus doctrinas psicológicas. Parece haber pensado que, por medio de la democracia, combinada con una adecuada vigilancia, podían estar los legisladores tan controlados que sólo podrían beneficiar sus intereses particulares, siendo útiles al público en general. En su época no había mucho material para formar un juicio respecto al funcionamiento de las instituciones democráticas, y su optimismo era, por consiguiente, quizás excusable, pero en nuestra más desilusionada época parece algo ingenuo.
John Stuart Mill, en su Utilitarismo, ofrece un argumento tan sofístico que es difícil de comprender cómo pudo haberlo creído válido. Dice: El placer es la única cosa que se desea; por ende, el placer es la única cosa deseable. Arguye que las únicas cosas visibles son las cosas vistas, las únicas audibles, las oídas y, de modo semejante, las únicas cosas deseables son las deseadas. No se da cuenta de que una cosa es visible si puede verse, pero deseable si debe desearse. Así, deseable es una palabra que presupone una teoría ética; no podemos inferir lo que es deseable de lo que es deseado.
Asimismo: si cada hombre de hecho e inevitablemente persigue su propio placer, no tiene ningún objeto decir que debe hacer alguna otra cosa. Kant afirmaba que «tú debes» implica «tú puedes»; inversamente, si tú no puedes, es necio decir que debes. Si cada hombre tiene que perseguir siempre su propio placer, la moral se reduce a la prudencia; podemos actuar bien para favorecer los intereses de los otros con la esperanza de que ellos a su vez favorezcan los nuestros. Análogamente, en política, toda cooperación es una cuestión de componendas. De las premisas de los utilitaristas no se puede deducir válidamente ninguna otra conclusión.
Hay dos cuestiones distintas implicadas en esto. Primera: ¿persigue cada hombre su propia felicidad? Segunda: ¿es la felicidad general el recto fin de la acción humana?
Cuando se dice que cada hombre desea su propia felicidad, la afirmación es susceptible de tener dos sentidos, uno de los cuales es una perogrullada y el otro es falso. En cualquier cosa que se me pueda ocurrir desear, obtendré algún placer en realizar mi deseo; en este sentido, cualquier cosa que desee es un placer, y puede decirse, aunque algo imprecisamente, qué placeres son los que deseo. Éste es el sentido de la doctrina, que es una perogrullada.
Pero si lo que se da a entender es que, cuando deseo algo, lo deseo a causa del placer que me dará, es habitualmente incierto. Cuando tengo hambre, deseo comida, y mientras dure mi hambre, me dará placer la comida. Pero el hambre, que es un deseo, viene primero; el placer es una consecuencia del deseo. No niego que hay ocasiones en que hay un deseo directo del placer. Si hemos decidido dedicar una tarde libre al teatro, elegiremos el teatro que pensamos que nos dará más placer. Pero las acciones determinadas, de este modo, por el deseo directo del placer son excepcionales y sin importancia. Las principales actividades de todo el mundo están determinadas por deseos que son anteriores al cálculo de placeres y dolores.
Cualquier cosa puede ser un objeto de deseo; un masoquista puede desear su propio dolor. El masoquista saca placer, sin duda alguna, del dolor que ha deseado, pero el placer se debe al deseo, no viceversa. Un hombre puede desear algo que no le afecta personalmente, salvo a causa de su deseo —por ejemplo, la victoria de una parte en una guerra en que su país es neutral—. Puede desear un aumento de la felicidad general, o una mitigación del sufrimiento general. O puede, como Carlyle, desear exactamente lo contrario. Sus placeres varían a medida que varían sus deseos.
La ética es necesaria porque los deseos de los hombres pugnan entre sí. La causa primordial del conflicto es el egoísmo: la mayoría de las gentes están más interesadas en su propio bienestar que en el de los demás. Pero los conflictos son igualmente posibles cuando no hay ningún elemento de egoísmo. Un hombre puede desear que todo el mundo sea católico y otro puede desear que todo el mundo sea calvinista. Tales deseos, no egoístas, están implicados frecuentemente en los conflictos sociales. La ética tiene un doble propósito: primero, hallar un criterio para distinguir los buenos y los malos deseos; segundo, por medio del elogio y la censura, fomentar los buenos deseos y frustrar los malos.
La parte ética de la doctrina utilitaria, que es lógicamente independiente de la parte psicológica, dice: Son buenos los deseos y acciones que fomentan efectivamente la felicidad general. Esto no tiene que ser la intención de una acción, sino solamente su efecto. ¿Hay algún argumento teórico válido en pro o en contra de esta doctrina? Nos hemos enfrentado con una cuestión parecida en relación con Nietzsche. Su ética difiere de la de los utilitaristas, puesto que ésta sostiene que sólo una minoría de la raza humana tiene importancia moral: la felicidad o infelicidad del resto debe ser ignorada. No creo que este desacuerdo pueda demostrarse con argumentos teóricos como los que podrían emplearse en una cuestión científica. Como es obvio, los excluidos de la aristocracia nietzscheana objetarán, convirtiéndose de este modo la cuestión en una cosa política más que teórica. La ética utilitaria es democrática y antirromántica. Los demócratas es probable que la acepten, pero los que prefieren un concepto del mundo más byroniano, sólo pueden, a mi juicio, ser refutados prácticamente, no con consideraciones que apelen sólo a los hechos, como cosa opuesta a los deseos.
Los radicales filosóficos fueron una escuela de transición. Su sistema dio origen a otros dos, de más importancia que él: el darwinismo y el socialismo. El darwinismo era una aplicación a toda la vida animal y vegetal de la teoría de la población de Malthus, que era una parte integral de la política y de la economía de los benthamistas: una libre competencia global, en la que la victoria recaía sobre los animales que más se parecían a los capitalistas afortunados. El mismo Darwin estaba influido por Malthus y tenía en general simpatía por los radicales filosóficos. No obstante, había una gran diferencia entre la competencia admirada por los economistas ortodoxos y la lucha por la existencia que Darwin proclamaba como la fuerza motriz de la evolución. «La libre competencia», en la economía ortodoxa, es un concepto muy artificial, saturado de restricciones legales. Puede uno vender a precios mucho más bajos que un competidor, pero no puede matarle. No se pueden emplear las fuerzas armadas de un Estado para aventajar a los fabricantes extranjeros. Los que no tienen la buena fortuna de poseer capital, no pueden mejorar su suerte por medio de la revolución. «La libre competencia», tal como la entendían los benthamistas, no era realmente libre.
La competencia darwiniana no era de esta clase limitada; no había ninguna regla que prohibiera el golpe bajo. La ley no existe entre los animales ni está excluida la guerra como método de competencia. El empleo del Estado para asegurar la victoria en la competición iba contra las reglas, según los benthamistas, pero no podía ser excluido de la lucha darwiniana. De hecho, aunque Darwin era liberal y Nietzsche no lo menciona nunca sino con desdén, «la supervivencia del más apto», de Darwin, condujo, al ser asimilada totalmente, a algo más parecido a la filosofía de Nietzsche que a la de Bentham. Estos desarrollos, sin embargo, pertenecen a un período posterior, puesto que el Origen de las especies, de Darwin, fue publicado en 1859, y sus consecuencias políticas no fueron captadas al principio.
El socialismo, por el contrario, comenzó en el apogeo del benthamismo y como consecuencia directa de la economía ortodoxa. Ricardo, que estaba asociado íntimamente con Bentham, Malthus y James Mill, enseñaba que el valor en cambio de un producto se debe enteramente al trabajo empleado en realizarlo. Publicó su teoría en 1817, y ocho años más tarde, Thomas Hodgskin, un ex funcionario de la marina, publicó la primera réplica socialista, El trabajo, defendido contra las pretensiones del capital. Argüía que si, como Ricardo enseñaba, todo el valor es conferido por el trabajo, entonces toda la recompensa debía ser para él; la parte obtenida ahora por el terrateniente y el capitalista tenían que ser una mera explotación. Mientras tanto, Robert Owen, después de mucha experiencia práctica como fabricante, se había convencido de la doctrina que pronto se llamó socialismo. (El primer empleo de la palabra socialista ocurre en 1827, cuando se aplica a los seguidores de Owen). Las máquinas, dice, están desplazando la mano de obra, y el laissez-faire no da a las clases trabajadoras ningún medio adecuado para combatir el poder de las máquinas. El método, que proponía para combatir el mal, es la forma más antigua del socialismo moderno.
Aunque Owen era amigo de Bentham, quien había invertido considerable cantidad de dinero en los negocios de Owen, los radicales filosóficos no vieron con simpatía la nueva doctrina; de hecho, el advenimiento del socialismo los hizo menos radicales y menos filosóficos de lo que habían sido. Hodgskin consiguió cierta aceptación en Londres y James Mill estaba horrorizado. Escribió: «Sus ideas de la propiedad son horribles…, parecen pensar que no debía existir, y que su existencia es un perjuicio para ellos. Entre ellos hay pícaros, sin duda alguna… Necios, que no ven que cuanto locamente desean traería sobre ellos tal calamidad que ninguna mano, salvo la suya, podría acarrearles».
Esta carta, escrita en 1831, puede considerarse como el principio de la larga lucha entre el capitalismo y el socialismo. En una carta posterior, James Mill atribuye la doctrina al «loco desatino» de Hodgskin, y añade: «Si estas opiniones se difundieran, serían la subversión de la sociedad civilizada; peor que el espantoso aluvión de hunos y tártaros».
El socialismo, en la medida en que es político o económico, no entra en el campo de una historia de la filosofía. Pero en las manos de Karl Marx se convirtió en una filosofía. La examinaremos en el capítulo siguiente.