CAPÍTULO XXV

Nietzsche

Nietzsche (1844-1900) se consideró a sí mismo, con acierto, como el sucesor de Schopenhauer, al que, sin embargo, es superior en muchos aspectos, particularmente en la solidez y coherencia de su doctrina. La moral oriental de Schopenhauer de la renunciación no parece concordar con su metafísica de la omnipotencia de la voluntad; en Nietzsche, la voluntad tiene primacía ética y metafísica. Nietzsche, aunque profesor, fue un filósofo literario más que académico. No inventó nuevas teorías técnicas en ontología o epistemología; su importancia radica principalmente en la ética y, en segundo lugar, como crítico histórico agudo. Me limitaré casi exclusivamente a su ética y a su crítica de la religión, puesto que éste fue el aspecto de sus escritos que le dio influencia.

Su vida fue sencilla. Su padre era pastor protestante y su educación fue muy piadosa. Se destacó brillantemente en la universidad como clasicista y estudiante de filología, de tal modo que en 1869, antes de haberse graduado, le fue ofrecido un puesto de profesor de filología en Basilea, que aceptó. Su salud no fue nunca buena, y después de varios períodos de permiso por enfermedad se vio obligado a retirarse finalmente en 1879. Después de esto, vivió en sanatorios suizos; en 1888 se volvió loco, siguiendo así hasta su muerte. Tenía una admiración apasionada por Wagner, pero riñó con él, nominalmente por el Parsifal, que creía era demasiado cristiano y demasiado lleno de renunciación. Después de la pelea criticó a Wagner ferozmente, llegando incluso a acusarle de judío. Su criterio general continuó siendo, sin embargo, muy semejante al de Wagner en el Anillo; el superhombre de Nietzsche es muy parecido a Siegfried, excepto en que sabe griego. Esto puede parecer extraño, pero la culpa no es mía.

Nietzsche no fue de modo consciente un romántico; efectivamente, critica a menudo a los románticos. Conscientemente, su actitud era helénica, pero sin el componente órfico. Admiraba a los presocráticos, a excepción de Pitágoras. Tiene una estrecha afinidad con Heráclito. El hombre magnánimo de Aristóteles es muy parecido a lo que Nietzsche llama el «hombre noble», pero en lo principal considera a los filósofos griegos, posteriores a Sócrates, inferiores a sus predecesores. No puede perdonarle a Sócrates su origen humilde; le llama roturier,[11] y le acusa de corromper a la juventud ateniense noble con un prejuicio moral democrático. Platón, especialmente, es condenado a su gusto por la edificación moral. No obstante, Nietzsche no quiere condenarle del todo y sugiere, para excusarle, que quizá era insincero, y que sólo predicaba la virtud como un medio para que las clases inferiores se mantuvieran en orden. Habla de él en una ocasión como de «un gran Cagliostro». Le gustan Demócrito y Epicuro, pero su afición por el último parece algo ilógica, a menos que sea interpretada realmente como una admiración por Lucrecio.

Como era de esperar, tiene una baja opinión de Kant, al que llama «fanático moral a lo Rousseau».

A pesar de la crítica que hace Nietzsche de los románticos, su actitud debe mucho a ellos; es la del anarquismo aristocrático, como la de Byron, y se sorprende uno al ver que admira a éste. Intenta combinar dos series de valores que no armonizan fácilmente: por un lado, le gustan la rudeza, la guerra y el orgullo aristocrático; por otro, ama la filosofía, la literatura y las artes, especialmente la música. Históricamente, estos valores coexistieron en el Renacimiento; el papa Julio II, peleando por Bolonia y empleando a Miguel Ángel, podía tomarse como la clase de hombre que Nietzsche hubiera deseado ver gobernar a los pueblos. Es natural que se compare a Nietzsche con Maquiavelo, a pesar de las importantes diferencias que hay entre ellos. En cuanto a las diferencias: Maquiavelo fue un hombre de negocios, cuyas opiniones se habían formado en estrecho contacto con los asuntos públicos y estaban en armonía con su época; no era pedantesco ni sistemático y su filosofía de la política apenas forma un conjunto coherente; Nietzsche, por el contrario, era un profesor, un hombre esencialmente libresco y un filósofo en oposición consciente a lo que parecía ser la línea política y ética dominante en su tiempo. Las semejanzas son, sin embargo, más profundas. La filosofía política de Nietzsche es análoga a la de El príncipe (no a la de Los discursos), aunque está elaborada y aplicada a un dominio más amplio. Nietzsche y Maquiavelo tienen una moral que apunta al Poder y es deliberadamente anticristiana, aunque Nietzsche es más franco en este aspecto. Lo que César Borgia fue para Maquiavelo, lo fue Napoleón para Nietzsche: un gran hombre derrotado por adversarios minúsculos.

La crítica nietzscheana de las religiones y de las filosofías está dominada enteramente por motivos éticos. Admira ciertas cualidades que cree (quizá con razón) que sólo son posibles en una minoría aristocrática; en su opinión, la mayoría debía ser solamente un medio para la perfección de los pocos y no había de atribuírsele ningún derecho independiente a la felicidad o al bienestar. Alude de modo habitual a los seres humanos ordinarios como los «remendados y chapuceados», y no ve ninguna objeción a sus sufrimientos si son necesarios para la producción de un gran hombre. Así, toda la importancia del período que va desde 1789 a 1815 está compendiada en Napoleón: «La Revolución hizo posible a Napoleón: ésa es su justificación. Debíamos desear el colapso anárquico de toda nuestra civilización si tal recompensa iba a ser su resultado. Napoleón hizo posible el nacionalismo: ésa es la excusa del segundo». Casi todas las más altas esperanzas de este siglo, dice, se deben a Napoleón.

Es aficionado a expresarse paradójicamente y a sorprender a los lectores convencionales. Lo logra empleando las palabras bien y mal con sus significados ordinarios y diciendo luego que prefiere el mal al bien. Su libro Más allá del bien y del mal, intenta realmente cambiar la opinión del lector sobre lo que es bueno y malo, pero se dedica, salvo algunos momentos, a elogiar lo que es malo y a desdeñar lo que es bueno. Dice, por ejemplo, que es un error considerar como deber aspirar a la victoria del bien y a la aniquilación del mal; este criterio es inglés y típico de «ese tonto, John Stuart Mill», por quien siente un desdén especialmente virulento. Dice de él:

«Aborrezco la vulgaridad del hombre cuando dice: “Lo que es lícito para un hombre es lícito para otro”; “No hagas a los otros lo que no quisieras que hicieran contigo”.[12] Tales principios establecerían de buena gana todas las relaciones humanas sobre la norma del servicio mutuo, de suerte que cada acción aparecería como el pago de algo que nos han hecho. Esta hipótesis es innoble hasta el último grado: se da por sentado que hay alguna clase de equivalencia de valor entre mis acciones y las tuyas».[13]

La verdadera virtud, como cosa opuesta a la convencional, no es para todos, sino que debe seguir siendo la característica de una minoría aristocrática. No es provechosa ni prudente; aísla a su poseedor de los demás hombres; es hostil al orden, y perjudica a los inferiores. Es necesario para los hombres más elevados el hacer la guerra con las masas y resistir a las tendencias democráticas de la época, pues en todas las direcciones la gente mediocre junta las manos para hacerse los dueños. «Todo lo que mima, lo que ablanda, lo que trae al pueblo o a la mujer a primer plano opera en favor del sufragio universal, es decir, del dominio de los hombres inferiores». El seductor fue Rousseau, que hizo a la mujer interesante; luego vinieron Harriet Beecher Stowe y los esclavos; luego los socialistas con su defensa de los trabajadores y del pobre. Todos éstos tienen que ser combatidos.

La moral de Nietzsche no es de indulgencia consigo misma en ningún sentido corriente; cree en la disciplina espartana y en la capacidad de soportar el dolor, lo mismo que en la de causarlo, para fines importantes. Admira la fuerza de voluntad por encima de todo. «Pruebo el poder de una voluntad —dice— por la cantidad de resistencia que puede ofrecer y la cantidad de dolor y de mortificación que puede soportar y por la forma de saberlo redundar en beneficio propio; no señalo el mal y el dolor de la existencia con el dedo del reproche, sino más bien mantengo la esperanza de que un día pueda la vida llegar a ser más mala y más llena de sufrimiento de lo que ha sido nunca». Mira la compasión como una debilidad que hay que combatir. «El objeto es alcanzar esa enorme energía de grandeza que puede modelar al hombre del futuro por medio de la disciplina y también por medio de la aniquilación de millones de desharrapados y que pueda, no obstante, evitar el desplomarse ante la vista del sufrimiento creado por ello, de lo que no se ha visto nunca una cosa semejante». Profetizaba con cierto gozo una era de grandes guerras; uno se pregunta si hubiera sido feliz, de haber vivido bastante para ver el cumplimiento de su profecía.

Sin embargo, no es un adorador del Estado; lejos de ello, es un individualista apasionado, un creyente en el héroe. La miseria de toda una nación, dice, tiene menos importancia que el sufrimiento de un gran individuo: «Las desventuras de toda esta pequeña gente no constituyen una suma total, salvo en los sentimientos de los hombres poderosos».

Nietzsche no es nacionalista y no muestra una excesiva admiración por Alemania. Necesita una raza gobernante internacional, que sea la dueña de la Tierra: «una nueva aristocracia basada en la más severa auto-disciplina, en la que la voluntad de los hombres de poder filosófico y de los artistas-tiranos quede impresa en miles de años».

Tampoco es decididamente antisemita, aunque cree que Alemania contiene tantos judíos como es capaz de asimilar y que no debe permitirse ninguna nueva influencia de judíos. No le gusta el Nuevo Testamento, pero sí el Viejo, del que habla en términos de la más alta admiración. Haciéndole justicia a Nietzsche, es preciso recalcar que muchos modernos desarrollos, que tienen cierta relación con su criterio ético general, son contrarios a sus opiniones claramente expresadas.

Dos aplicaciones de su ética merecen mención: primero, su desprecio por las mujeres; segundo, su agria crítica del cristianismo.

No se cansa nunca de menospreciar a las mujeres. En su obra seudo-profética Así hablaba Zaratustra, dice que las mujeres no son, todavía, capaces de amistad; son aún gatos, o pájaros o, a lo más, vacas. «Los hombres deben ser adiestrados para la guerra y las mujeres para el recreo de los guerreros. Toda otra cosa es tontería». El recreo del guerrero ha de ser de una forma peculiar si hemos de confiarnos en su enfático aforismo sobre este particular: «¿Vas con una mujer? No olvides el látigo».

No siempre es tan feroz, aunque siempre es igualmente desdeñoso. En La voluntad de Poder dice: «Nos complacemos en la mujer como quizá la más exquisita, delicada y etérea clase de criatura. ¡Qué gusto es encontrar criaturas que sólo tienen en la cabeza bailes, tonterías y finuras! Ellas han sido siempre la delicia de toda alma varonil tensa y profunda». Sin embargo, incluso estas gracias sólo se encuentran en las mujeres mientras son mantenidas en orden por hombres varoniles; tan pronto logran alguna independencia se vuelven intolerables. «La mujer tiene muchos motivos para avergonzarse; en la mujer hay mucha pedantería, superficialidad, suficiencia, presunciones ridículas, licencia, e indiscreción oculta… que hasta aquí ha sido en realidad mejor refrenada y dominada por el miedo al hombre». Así habla en Más allá del bien y del mal, donde añade que debíamos considerar a las mujeres como una propiedad, como los orientales. Todo su juicio sobre las mujeres es ofrecido como una verdad axiomática; no está respaldado por pruebas históricas o por su propia experiencia, que, en lo que respecta a las mujeres, casi se redujo a su hermana.

La objeción de Nietzsche contra el cristianismo es que éste dio como resultado la aceptación de lo que él llama «moral de esclavo». Es curioso observar el contraste entre sus argumentos y los de los philosophes franceses que precedieron a la Revolución. Éstos sostenían que los dogmas cristianos no eran verdaderos; que el cristianismo enseña la sumisión a lo que se juzga ser la voluntad de Dios, mientras los seres humanos que se respeten no deben inclinarse ante ningún Poder más alto, y que las Iglesias cristianas se han hecho aliadas de los tiranos y ayudan a los enemigos de la democracia a negar la libertad y a continuar oprimiendo al pobre. A Nietzsche no le interesa la verdad metafísica del cristianismo ni de ninguna religión; convencido de que ninguna religión es realmente verdadera, juzga todas las religiones enteramente por sus efectos sociales. Coincide con los philosophes en la objeción contra la sumisión a la supuesta voluntad de Dios, pero él la sustituiría por la voluntad de los terrenos «artistas-tiranos». La sumisión es lícita, salvo para los superhombres, pero no la sumisión al Dios cristiano. En cuanto a que las Iglesias cristianas «sean aliadas de los tiranos y enemigas de la democracia», eso, dice, es el verdadero reverso de la verdad. La Revolución francesa y el socialismo son, según él, esencialmente idénticos en espíritu al cristianismo; a todo ello se opone, y por la misma razón: él no tratará a todos los hombres como iguales en ningún aspecto.

El budismo y el cristianismo, dice, son las dos religiones nihilistas, en el sentido de que niegan cualquier diferencia última de valor entre un hombre y otro, pero el budismo es con mucho la menos refutable de las dos. El cristianismo produce la degeneración, está lleno de elementos de decadencia y excrementicios; su fuerza conductora es la rebelión de los desharrapados. Esta rebelión fue iniciada por los judíos y traída al cristianismo por los «santos epilépticos», como San Pablo, que no tenía ninguna honestidad. «El Nuevo Testamento es el evangelio de una especie de hombre completamente innoble». El cristianismo es la mentira más fatal y seductora que ha existido jamás. Ningún hombre de nota se ha parecido nunca al ideal cristiano; considérese, por ejemplo, los héroes de las Vidas de Plutarco. El cristianismo debe ser condenado por negar el valor del «orgullo, el sentimiento de las distancias, la gran responsabilidad, el humor exuberante, el animalismo espléndido, los instintos de guerra y conquista, la deificación de la pasión, la venganza, la cólera, la voluptuosidad, la aventura, el conocimiento». Todas estas cosas son buenas y todas éstas dice el cristianismo que son malas, afirma Nietzsche.

El cristianismo, continúa, se propone domesticar el corazón del hombre, pero esto es un error. Un animal salvaje tiene cierto esplendor, que pierde cuando se le domestica. Los criminales de Dostoiewski eran mejores que él, porque tenían más respeto por sí mismos. A Nietzsche le dan náuseas el arrepentimiento y la redención, lo que califica de folie circulaire. Es difícil librarnos de este modo de pensar respecto a la conducta humana: «somos herederos de la vivisección de la conciencia y la auto-crucifixión de dos mil años». Hay un pasaje muy elocuente acerca de Pascal, que merece ser citado, porque muestra del modo más perfecto la objeción de Nietzsche al cristianismo: «¿Qué es lo que combatimos en el cristianismo? Su aspiración a destruir a los fuertes, a quebrantar su espíritu, a explotar sus momentos de cansancio y debilidad, a convertir su orgullosa seguridad en preocupación y ansiedad; porque sabe envenenar los instintos más nobles e infectarlos con la enfermedad hasta que su fortaleza, su voluntad de Poder, se vuelven hacia dentro, contra sí mismos —hasta que los fuertes perezcan por su excesivo desprecio de sí mismos y su propia inmolación: esa horrenda forma de perecer, de la que Pascal es el ejemplo más famoso».

En el lugar del santo cristiano desea ver Nietzsche lo que llama el hombre noble, no, desde luego, como tipo universal, sino como aristócrata gobernante. El hombre noble será capaz de crueldad y, en ocasiones, de lo que vulgarmente se considera como crimen; sólo reconocerá deberes respecto a sus iguales. Protegerá a los artistas y a los poetas y a todos los que lleguen a ser maestros de alguna pericia, y los hará miembros de un orden más alto que el de quienes sólo sepan cómo se hace algo. Del ejemplo de los guerreros aprenderá a asociar la muerte con los intereses por los que se combate; a sacrificar el número y a tomar su causa suficientemente en serio para no ahorrar hombres; a practicar una disciplina inexorable, y a permitirse la violencia y la astucia en la guerra. Reconocerá el papel desempeñado por la crueldad en la perfección aristocrática: «casi todo lo que llamamos alta cultura está basado en la espiritualización e intensificación de la crueldad». El hombre noble es, esencialmente, la encarnación de la voluntad de Poder.

¿Qué pensar de las doctrinas de Nietzsche? ¿Hasta qué punto son ciertas? ¿Son útiles en algún grado? ¿Hay en ellas algo objetivo o son meras fantasías de Poder de un inválido?

Es innegable que Nietzsche ha tenido una gran influencia, no entre los filósofos técnicos, sino entre las personas de cultura literaria y artística. Debe reconocerse también que sus profecías en cuanto al futuro han resultado, hasta ahora, más próximas a la verdad que las de los liberales y socialistas. Si él es un mero síntoma de enfermedad, ésta tiene que estar muy extendida en el mundo moderno.

No obstante, hay mucho en él que debe ser descartado como meramente megalomaniaco. Hablando de Spinoza, dice: «¡Cuánta timidez y vulnerabilidad revela esta máscara de un solitario achacoso!». Exactamente lo mismo puede decirse de él, con menos repugnancia, puesto que él no ha vacilado en decirlo de Spinoza. Es obvio que en sus sueños es un guerrero, no un profesor; todos los hombres que admiraba eran militares. Su opinión de las mujeres, como la de todos los hombres, es una objetivación de su propia emoción respecto a ellas, que es claramente una sensación de temor. «No olvides tu látigo», pero de cada diez mujeres, nueve le hubieran arrebatado el látigo, y él lo sabía, por lo que se apartaba de ellas, curando su vanidad herida con observaciones desagradables.

Condena el amor cristiano porque lo considera un producto del temor: Yo temo que mi vecino me haga daño y por eso le aseguro que le amo. Si yo fuera más fuerte y más audaz, mostraría abiertamente el desprecio que, sin duda, siento hacia él. No se le ocurre a Nietzsche la posibilidad de que un hombre sienta de verdad un amor universal, notoriamente porque él mismo siente casi universal odio y temor, que trata de disimular con una indiferencia altiva. Su hombre noble —que es él mismo en sueños— es un ser totalmente desprovisto de simpatía, rudo, astuto, cruel, preocupado sólo de su propio Poder. El rey Lear, en el límite de la locura, dice:

Haré tales cosas

—no sé todavía cuáles— pero serán

el terror de la Tierra.

Ésta es la filosofía de Nietzsche en una palabra.

No se le ocurrió nunca a Nietzsche pensar que el afán de Poder, con que adorna a su superhombre, es un producto del temor. Los que no temen a sus vecinos no ven la necesidad de tiranizarlos. Los hombres que han vencido al miedo no tienen la cualidad frenética del «artista-tirano» de Nietzsche. Nerón, que trata de gozar de la música y de los asesinatos, mientras su corazón está lleno del temor de la inevitable revolución del palacio. No negaré que, en parte como resultado de su doctrina, el mundo real se ha convertido en algo muy parecido a una pesadilla, pero eso no la hace menos horrible.

Hay que reconocer que se da cierto tipo de moral cristiana al que puede aplicarse la severa crítica nietzscheana. Pascal y Dostoiewski —sus propios ejemplos— tienen algo abyecto en su virtud. Pascal sacrificó su magnífico talento matemático a su Dios, atribuyéndole por tanto una barbaridad que era una ampliación cósmica de sus enfermizas torturas mentales. Dostoiewski no sabía qué hacer con el orgullo; pecaría para arrepentirse y gozar del deleite de la confesión. No voy a discutir la cuestión de hasta qué punto pueden atribuirse justamente al cristianismo tales aberraciones, pero admito que coincido con Nietzsche en considerar despreciable la postración de Dostoiewski. Cierta rectitud y orgullo y hasta cierta afirmación de sí mismo son, he de admitirlo, elementos del mejor carácter; ninguna virtud que tenga sus raíces en el temor debe admirarse mucho.

Hay dos clases de santos: el santo por naturaleza y el santo por temor. El primero tiene un amor espontáneo a la humanidad; hace el bien porque el hacerlo lo hace feliz. El santo por temor, como el hombre que se abstiene de robar sólo por miedo a la policía, sería un malvado si no se viera refrenado por el pensamiento de los fuegos del infierno y por la venganza del prójimo. Nietzsche sólo puede imaginar esta clase de santo; se siente tan lleno de temor y de odio que el amor espontáneo a la humanidad le parece imposible. Nunca ha concebido un hombre que, con toda la ausencia de temor del superhombre y su enorme orgullo, no cause, sin embargo, ningún dolor porque no sienta el deseo de hacerlo. ¿Supone alguien que Lincoln actuara como lo hizo por temor al infierno? Sin embargo, para Nietzsche, Lincoln es abyecto y Napoleón magnífico.

Queda por examinar el principal problema ético suscitado por Nietzsche, a saber: ¿Debe nuestra moral ser aristocrática, o debe, en algún sentido, tratar a todos los hombres por igual? Ésta es una cuestión que, como acabo de exponer, no tiene un sentido muy claro y, como es natural, el primer paso es tratar de hacerla más precisa.

En primer lugar, debemos tratar de distinguir una ética aristocrática de una teoría política aristocrática. El creyente en el principio de Bentham de la mayor felicidad del mayor número tiene una moral democrática, pero puede pensar que la felicidad general se logra mejor con una forma de gobierno aristocrático. Ésta no es la posición de Nietzsche. Éste sostiene que la felicidad de la gente corriente no es parte del bien per se. Todo lo que es bueno o malo en sí mismo existe sólo en los pocos superiores; lo que le pasa al resto no tiene importancia.

La segunda pregunta es: ¿Cómo han de ser definidos los pocos superiores? En la práctica, han sido habitualmente una raza conquistadora o una aristocracia hereditaria —y las aristocracias han sido ordinariamente, por lo menos en teoría, descendientes de razas conquistadoras—. Creo que Nietzsche aceptaría esta definición. «Ninguna moral es posible sin un buen nacimiento», nos dice. Añade que la casta noble es siempre al principio bárbara, pero que toda elevación del Hombre se debe a la sociedad aristocrática.

No está claro si Nietzsche considera congénita la superioridad del aristócrata o debida a la educación y al medio. Si lo último, es difícil defender la exclusión de otros de las ventajas para las que, ex hypothesi, están igualmente cualificados. Así, pues, daré por supuesto que él considera las aristocracias conquistadoras y sus descendientes como biológicamente superiores a sus súbditos, como los hombres son superiores a los animales domésticos, aunque en un grado menor.

¿Qué entenderemos por «biológicamente superior»? Debemos entender, interpretando a Nietzsche, que los individuos de la raza superior y sus descendientes tienen más probabilidad de ser nobles en el sentido nietzscheano: tendrán más fuerza de voluntad, más valor, más afán de Poder, menos simpatía, menos miedo y menos suavidad.

Podemos exponer ahora la moral de Nietzsche. Creo que lo que sigue es un análisis imparcial de la misma.

Los vencedores en la guerra, y sus descendientes, son habitual y biológicamente superiores a los vencidos. Es, pues, deseable que tengan todo el Poder y que dirijan los negocios exclusivamente en su propio interés.

Aquí tenemos que analizar todavía la palabra deseable. ¿Qué es lo deseable en la filosofía de Nietzsche? Desde el punto de vista de un extraño, lo que Nietzsche llama deseable es lo que Nietzsche desea. Con esta interpretación, la doctrina de Nietzsche podría ser expresada más simple y honradamente en una frase: «Deseo haber vivido en la Atenas de Pericles o en la Florencia de los Médicis». Pero esto no es una filosofía; es un hecho biográfico relativo a un determinado individuo. La palabra deseable no es sinónima de lo «deseado por mí»; tiene alguna pretensión, por superficial que sea, a legislar universalmente. Un teísta puede decir que lo que es deseable es lo que Dios desea, pero Nietzsche no puede decir esto. Él podía decir que sabe lo que es bueno por una intuición ética, pero no lo dirá, porque suena demasiado a kantiano. Lo que puede decir, como explicación de la palabra deseable, es esto: «Si los hombres leyeran mis obras, un tanto por ciento de ellos compartiría mis deseos en lo que respecta a la organización de la sociedad; estos hombres, inspirados por la energía y determinación que mi filosofía les diese, podrían conservar y restaurar la aristocracia, con ellos como aristócratas o (como yo) cual sicofantes de la aristocracia. De este modo, lograrían una vida más plena que la que pueden tener como servidores del pueblo».

Hay otro elemento en Nietzsche, que es íntimamente afín a la objeción planteada por los «individualistas rabiosos» contra los sindicatos. En una lucha de todos contra todos, es verosímil que el vencedor posea ciertas cualidades que Nietzsche admira, tales como el valor, la habilidad para resolver las situaciones y la fuerza de voluntad. Pero si los hombres que no poseen estas cualidades aristocráticas (que son la inmensa mayoría) se unen, pueden ganar, a pesar de su inferioridad individual. En esta lucha de la canaille colectiva contra los aristócratas, el cristianismo es el frente ideológico, como la Revolución francesa fue el frente combatiente. Por consiguiente, debemos oponernos a toda unión entre los individualmente débiles, por temor a que su Poder combinado supere al de los individualmente fuertes; por otra parte, debemos fomentar la unión entre los elementos vigorosos y viriles de la población. El primer paso hacia la creación de tal unión es la predicación de la filosofía de Nietzsche. Se verá que no es fácil mantener la distinción entre la moral y la política.

Supóngase que deseamos —yo, desde luego, lo deseo— hallar argumentos contra la moral y la política de Nietzsche. ¿Qué argumentos podremos hallar?

Hay argumentos prácticos de peso, que muestran que el intento de asegurar los fines que se proponía, dan, de hecho, un resultado completamente distinto. Las aristocracias de sangre están actualmente desacreditadas; la única forma practicable de aristocracia es una organización como el partido fascista o el nazi. Tal organización suscitó oposición y fue derrotada en la guerra; pero si no hubiese sido derrotada, habría tenido que convertirse, antes de mucho, en un Estado policía, donde los gobernantes viviesen con el terror de ser asesinados y los héroes en campos de concentración. En tal comunidad, la fe y el honor estarían minados por la delación, y la presunta aristocracia de superhombres degeneraría en una banda de poltrones temblorosos.

Éstos son, sin embargo, argumentos para nuestro tiempo; no hubieran sido mantenidos en épocas pasadas, cuando la aristocracia no era puesta en duda. El Gobierno egipcio se condujo durante varios milenios con arreglo a los principios nietzscheanos. Los Gobiernos de casi todos los Estados grandes fueron aristocráticos hasta las revoluciones francesa y americana. Tenemos, por tanto, que preguntarnos si hay alguna razón fuerte para preferir la democracia a una forma de gobierno que ha tenido tan larga y afortunada historia, o más bien, puesto que estamos ocupándonos de filosofía, y no de política, si hay razones objetivas para rechazar la ética con que Nietzsche apoya a la aristocracia.

La cuestión ética, como opuesta a la política, se refiere a la simpatía. La simpatía, en el sentido de hacernos desgraciados el sufrimiento de los otros, es en cierta medida natural a los seres humanos; los niños se disgustan cuando oyen llorar a otros niños. Pero el desarrollo de este sentimiento es muy diferente en las distintas personas. Algunos hallan placer en la imposición de castigos; otros, como Buda, sienten que no pueden ser completamente felices mientras haya un ser vivo que sufra. Mucha gente divide sentimentalmente a la humanidad en amigos y enemigos, sintiendo simpatía por los primeros, pero no por los segundos. Morales como la cristiana o la budista tienen su base emotiva en la simpatía universal; la de Nietzsche, en una ausencia total de simpatía. (Frecuentemente predica contra la simpatía, y en este aspecto sentimos que no tiene ninguna dificultad en obedecer sus propios preceptos.) La cuestión es: Si Buda y Nietzsche fueran enfrentados, ¿podría alguno de ellos esgrimir algún argumento que debiese apelar al oyente imparcial? No me refiero a argumentos políticos. Podemos imaginárnoslos apareciendo ante el Todopoderoso como en el primer capítulo del libro de Job, y ofreciendo consejo respecto a la clase de mundo que Él debía crear. ¿Qué podrían decir?

Buda iniciaría su exposición hablando de los leprosos, proscritos y miserables; del pobre, luchando con los miembros enfermos y apenas malviviendo con la alimentación escasa; de los heridos en las batallas, muriendo con una agonía lenta; de los huérfanos, maltratados por los crueles tutores, e incluso de los más afortunados, obsesionados con el pensamiento de la decadencia y de la muerte. Para todo este cargamento de penas, diría, tiene que encontrarse un camino de salvación, y esta salvación sólo puede venir por el amor.

Nietzsche, a quien sólo el Omnipotente podría impedir que interrumpiera, prorrumpiría cuando le llegara el turno: «Por Dios, hombre, debías aprender a tener más fibra. ¿Qué es eso de lloriquear porque la gente vulgar sufra? ¿O, para el caso es lo mismo, porque los grandes hombres sufran? La gente vulgar sufre vulgarmente, los grandes hombres sufren con grandeza, y los grandes sufrimientos no deben ser lamentados, porque son nobles. Tu ideal es puramente negativo: la ausencia de dolor, cosa que puede asegurarse con la inexistencia. Yo, por el contrario, tengo ideales positivos: admiro a Alcibíades, a Federico el Grande, a Napoleón. En beneficio de esos hombres cualquier dolor vale la pena. Apelo a Vos, Señor, como al más grande de los artistas creadores, para que no permitáis que Vuestros impulsos artísticos se dobleguen ante los refunfuños dominados por el temor de este desgraciado psicópata».

Buda, que en las cortes celestiales aprendió toda la historia posterior a su muerte y que ha dominado la ciencia, deleitándose en el conocimiento y apenándose ante el uso a que lo han destinado los hombres, replica con tranquila cortesía: «Estáis equivocado, profesor Nietzsche, al pensar que mi ideal es puramente negativo. Ciertamente incluye un elemento negativo, la ausencia de sufrimiento. Pero además de eso contiene tanto como de positivo pueda hallarse en vuestra doctrina. Aunque no siento ninguna especial admiración por Alcibíades y Napoleón, también tengo mis héroes: mi sucesor Jesús, porque dijo a los hombres que amaran a sus enemigos; los hombres que han descubierto la forma de dominar las fuerzas de la naturaleza y conseguir la comida con menos trabajo; los médicos que han encontrado la forma de disminuir las enfermedades; los poetas, los artistas y los músicos que han captado vislumbres de la Beatitud Divina. El amor, el conocimiento y la complacencia en la belleza no son negaciones; son suficientes para llenar las vidas de los hombres más grandes que hayan existido nunca».

«Es lo mismo —replica Nietzsche—, vuestro mundo sería insípido. Deberíais estudiar a Heráclito, cuyas obras se conservan íntegras en la biblioteca celestial. Vuestro amor es compasión, que brota del dolor; vuestra verdad, si sois honrado, es desagradable, y sólo puede conocerse a través del sufrimiento, y en cuanto a la belleza, ¿qué hay de más bello que un tigre, que debe su esplendor a su fiereza? No, si el Señor se decidiera por vuestro mundo, temo que moriríamos todos de aburrimiento».

«Vos podríais —replica Buda— porque amáis el dolor y vuestro amor a la vida es una impostura. Pero los que aman realmente la vida tendrían una felicidad que nadie puede gozar en el mundo tal como es».

Por mi parte, coincido con Buda tal como lo he imaginado. Pero no sé cómo probar que tiene razón con argumentos como los que pueden usarse en una cuestión matemática o científica. Me disgusta Nietzsche porque le gusta la contemplación del dolor, porque erige el desprecio en deber, porque los hombres que más admira son conquistadores, cuya gloria estriba en la habilidad para hacer que los hombres mueran. Pero creo que el argumento decisivo contra su filosofía, como contra cualquier ética desagradable aunque internamente coherente, radica no en una apelación a los hechos, sino en una apelación a las emociones. Nietzsche desprecia el amor universal; yo veo en él la fuerza motriz para todo lo que deseo respecto al mundo. Sus seguidores han tenido su turno en el mundo, pero podemos esperar que éste llegue rápidamente a su fin.