Schopenhauer
Schopenhauer (1788-1860) es, en muchos aspectos, peculiar entre los filósofos. Es pesimista, mientras casi todos los demás son optimistas en algún sentido. No es plenamente académico, como Kant y Hegel, ni se halla completamente fuera de la tradición académica. Siente aversión por el cristianismo, prefiriendo las religiones de la India, el hinduismo a la par que el budismo. Es un hombre de amplia cultura, con tanto interés por el arte como por la moral. Se halla libre, de modo inusitado, del nacionalismo, y se halla tan a gusto con escritores ingleses y franceses como con los de su país. Su llamamiento se ha dirigido siempre menos a los filósofos profesionales que a los artistas y literatos que andan en busca de una filosofía en que poder creer. Comenzó esa acentuación de la voluntad que es característica de mucha filosofía de los siglos XIX y XX; pero para él, la voluntad, aunque fundamental metafísicamente, es un mal moralmente —una oposición sólo posible para un pesimista—. Reconoce tres fuentes de su filosofía: Kant, Platón y los Upanishads. Pero no creo que deba a Platón tanto como él piensa. Su actitud tiene cierta temperamental afinidad con la de la época helenística; es fatigado y valetudinario, estima la paz más que la victoria y el quietismo más que los intentos de reforma, que considera inevitablemente vanos.
Sus padres pertenecían a destacadas familias de comerciantes de Danzig, donde nació. Su padre era volteriano; consideraba a Inglaterra como la tierra de la libertad y de la inteligencia. En común con la mayoría de los ciudadanos principales de Danzig, odiaba las intromisiones de Prusia en la independencia de la ciudad libre y se indignó cuando fue incorporada a Prusia en 1793; tanto se indignó, que se trasladó a Hamburgo, con considerable pérdida pecuniaria. Schopenhauer vivió allí con su padre desde 1793 a 1797; luego pasó dos años en París, al cabo de los cuales su padre sintió la satisfacción de ver que su hijo casi había olvidado el alemán. En 1803 se le envió a un colegio de internos en Inglaterra, donde odió la gazmoñería y la hipocresía. Dos años después, para complacer a su padre, entró de empleado en una casa comercial de Hamburgo, pero detestaba la perspectiva de una carrera comercial y anhelaba una vida literaria y académica. Esto se hizo posible con la muerte de su padre, probablemente por suicidio; su madre se mostró propicia a que abandonara el comercio por el colegio y la universidad. Podía suponerse que, en consecuencia, él la preferiría a su padre, pero sucedió lo contrario; no quería a su madre y conservó un afectuoso recuerdo de su padre.
La madre de Schopenhauer era una dama de aspiraciones literarias, que se estableció en Weimar dos semanas antes de la batalla de Jena. Allí abrió un salón literario, escribió libros y gozó de la amistad de los hombres de cultura. Sentía poco afecto por su hijo y hacía una crítica dura de sus defectos. Le daba consejos contra la ampulosidad y el sentimentalismo vacío; él se sentía molesto con los galanteos de ella. Al llegar a la mayoría de edad heredó una modesta renta; después de ello, él y su madre se hicieron más incompatibles cada día. Su mala opinión de las mujeres se debe, sin duda, al menos en parte, a sus desavenencias con su madre.
Ya en Hamburgo había caído bajo la influencia de los románticos, especialmente Tieck, Novalis y Hoffmann, de los que aprendió a admirar a Grecia y a menospreciar los elementos hebreos del cristianismo. Otro romántico, Friedrich Schlegel, le confirmó en su admiración por la filosofía india. Cuando llegó a la mayoría de edad (1809) fue a la Universidad de Göttingen, donde aprendió a admirar a Kant. Dos años después fue a Berlín, donde se dedicó principalmente al estudio de la ciencia; oyó a Fichte, pero le despreció. Permaneció indiferente a la agitación producida por la guerra de liberación. En 1819, fue Privatdozent en Berlín, y tuvo la presunción de poner sus clases a la misma hora que las de Hegel; no habiendo logrado seducir a los oyentes de Hegel, pronto dejó sus conferencias. Por último, llevó la vida de un solterón en Dresde. Tenía un perro de lanas llamado Atma (el alma del mundo), paseaba dos horas al día, se fumaba una gran pipa, leía el Times de Londres y empleaba corresponsales para que le recogiesen pruebas de su fama. Era antidemócrata y odiaba la revolución de 1848; creía en el espiritualismo y en la magia; en su gabinete tenía un busto de Kant y un Buda de bronce. En su modo de vivir trató de imitar a Kant, excepto en lo de levantarse temprano.
Su obra principal, El mundo como voluntad y como representación, se publicó a finales de 1818. La consideraba de gran importancia y llegó hasta decir que algunos párrafos habían sido dictados por el Espíritu Santo. Con gran mortificación suya cayó en el vacío. En 1844, convenció al editor para que publicara una segunda edición; pero tardó dos años más en empezar a recibir algo del reconocimiento que anhelaba.
El sistema de Schopenhauer es una adaptación del de Kant, pero destaca aspectos de la Crítica totalmente distintos de los destacados por Fichte o Hegel. Éstos se desembarazaron de la cosa-en-sí, haciendo de tal manera el conocimiento metafísicamente fundamental. Schopenhauer retuvo la cosa-en-sí, pero la identificó con la voluntad. Sostenía que lo que aparece ante la percepción como mi cuerpo es realmente mi voluntad. Había más que decir respecto a esta tesis como desarrollo de la tesis kantiana, de lo que muchos kantianos estaban dispuestos a reconocer. Kant había mantenido que un estudio de la ley moral puede llevarnos detrás de los fenómenos y darnos un conocimiento que la percepción sensorial no puede darnos; también sostenía que la ley moral está esencialmente vinculada con la voluntad. La diferencia entre un hombre bueno y un hombre malo es, para Kant, una diferencia en el mundo de las cosas-en-sí y, también, una diferencia en cuanto a las voliciones. Se sigue de esto que, para Kant, las voliciones tienen que pertenecer al mundo real, no al mundo de los fenómenos. El fenómeno correspondiente a una volición es un movimiento corporal; por esto es por lo que, según Schopenhauer, el cuerpo es la apariencia de aquello de que la voluntad es la realidad.
Pero la voluntad, que se halla detrás de los fenómenos, no puede consistir en una cantidad de voliciones diferentes. El tiempo y el espacio, según Kant —y en esto coincide con él Schopenhauer—, pertenecen solamente a los fenómenos; la cosa-en-sí no está en el espacio ni en el tiempo. Por lo tanto, mi voluntad, en el sentido en que es real, no puede estar fechada, ni puede estar compuesta de actos de voluntad separados, porque son el espacio y el tiempo los que resultan la fuente de la pluralidad —el «principio de individualización», para usar la frase escolástica que prefiere Schopenhauer—. Mi voluntad, por consiguiente, es una e intemporal. Aún más, debe ser identificada con la voluntad de todo el Universo; mi separación es una ilusión, resultante de mi aparato subjetivo de percepción espacio-temporal. Lo que es real es una vasta voluntad, que se muestra en todo el curso de la Naturaleza, tanto en la animada como en la inanimada.
Hasta aquí, podía esperarse que Schopenhauer identificara su voluntad cósmica con Dios y enseñara una doctrina panteísta no distinta de la de Spinoza, en la que la virtud consistiría en la conformidad con la voluntad divina. Pero en este punto, su pesimismo lleva a un desarrollo diferente. La voluntad cósmica es perversa; la voluntad, en conjunto, es perversa o, en todo caso, es la fuente de todo nuestro sufrimiento sin límites. El sufrimiento es esencial a toda vida y aumenta con todo aumento del saber. La voluntad no tiene ningún fin determinado, que si se lograra, trajera el contento. Aunque la muerte debe vencer al fin, perseguimos nuestros vanos empeños «lo mismo que soplamos una pompa de jabón todo lo más posible, aunque sabemos perfectamente que estallará». La felicidad no existe, pues un deseo no colmado causa pena y el logro sólo produce saciedad. El instinto incita a los hombres a la procreación, lo que trae a la existencia nuevas ocasiones de sufrimiento y muerte; por esto va asociada la vergüenza con el acto sexual. El suicidio es inútil; la doctrina de la transmigración, aunque no sea literalmente verdadera, trae la verdad en la forma de mito.
Todo esto es muy triste, pero hay un modo de eludirlo y fue descubierto en la India.
El mejor de los mitos es el del nirvana (que Schopenhauer interpreta como una extinción). Esto, admite, es contrario a la doctrina cristiana, pero «la antigua sabiduría de la raza humana no será desplazada por lo que haya ocurrido en Galilea». La causa del sufrimiento es la intensidad de la voluntad; cuanto menos ejercitemos la voluntad, menos sufriremos. Y aquí el conocimiento se vuelve útil después de todo, siempre que sea conocimiento de cierta clase. La distinción entre un hombre y otro es parte del mundo fenoménico y desaparece cuando el mundo es visto de verdad. Para el hombre bueno, el velo de Maya (ilusión) se ha hecho transparente; ve que todas las cosas son una y que distinción entre él y otro es sólo aparente. Alcanza esta visión por el amor, que es siempre simpatía, y tiene que ver con el dolor de los demás. Cuando el velo de Maya ha sido levantado, un hombre carga con el sufrimiento de todo el mundo. En el hombre bueno, el conocimiento del todo aquieta toda volición; su voluntad se aparta de la vida y niega su propia naturaleza. «Surge dentro de él un horror a la Naturaleza de la que es una expresión su propia existencia fenoménica, el núcleo y la naturaleza íntima de ese mundo que se reconoce está lleno de miseria».
De aquí es llevado Schopenhauer a un completo acuerdo, por lo menos en lo relativo a la práctica, con el misticismo ascético. Eckhart y Angelo Silesio son mejores que el Nuevo Testamento. Hay algunas cosas buenas en el cristianismo ortodoxo, especialmente la doctrina del pecado original según es predicada, contra «el vulgar pelagianismo», por San Agustín y Lutero, pero los Evangelios son tristemente deficientes en metafísica. El budismo, dice, es la religión más elevada, y sus doctrinas morales son ortodoxas en toda Asia, salvo donde prevalece la «detestable doctrina del Islam».
El hombre bueno practicará la castidad absoluta, la pobreza voluntaria, el ayuno y la mortificación. En todo tratará de doblegar su voluntad individual. Pero no lo hace, como los místicos occidentales, para lograr la armonía con Dios; no se busca ningún bien positivo. El bien buscado es total y enteramente negativo:
«Debemos desterrar la oscura impresión de esa nada que discernimos detrás de toda virtud y santidad como la meta final, y que tememos lo mismo que los niños temen la oscuridad; no debemos siquiera eludirlo como los indios, con mitos y palabras sin sentido, tales como la reabsorción en Brahma, o el nirvana de los budistas. Más bien debemos reconocer libremente que, cuanto queda después de la entera abolición de la voluntad, es para todos los que aún están llenos de voluntad, ciertamente nada; mas inversamente, para aquellos en quienes la voluntad se ha vuelto y se ha negado a sí misma, este mundo nuestro, que es tan real, con todos sus soles y vías lácteas, es nada».
Hay una vaga insinuación aquí de que el santo ve algo positivo que otros hombres no ven, pero no hay en ninguna parte una indicación respecto a lo que es esto, y me parece que la insinuación es puramente retórica. «El mundo y todos sus fenómenos —dice Schopenhauer— son solamente la objetivación de la voluntad. Con la supresión de la voluntad, todos estos fenómenos quedan abolidos también; esa tensión y esfuerzo constantes sin fin y sin descanso en todos los grados de la objetividad en los que, y gracias a los que, el mundo consiste; las múltiples formas que se suceden en graduaciones; toda la manifestación de la voluntad y, finalmente, todas las formas universales de esta manifestación, tiempo y espacio, y también su última forma fundamental, sujeto y objeto; todas son abolidas. Ninguna voluntad: ninguna idea, ningún mundo. Ante nosotros, hay ciertamente sólo la nada».
No podemos interpretar esto de otro modo sino significando que el fin de los santos es llegar lo más aproximadamente posible a la no-existencia, la cual, por alguna razón nunca explicada claramente, no pueden lograr por medio del suicidio. Por qué es preferible el santo a uno que esté siempre borracho, no es fácil de averiguar; quizá Schopenhauer pensaba que los momentos de sobriedad estaban destinados a ser tristemente frecuentes.
El evangelio schopenhaueriano de la resignación no es muy consistente ni muy sincero. Los místicos a quienes apela creían en la contemplación; en la Visión Beatífica había de lograrse el tipo más profundo de conocimiento, y esta clase de conocimiento era el supremo bien. Desde Parménides, el conocimiento engañoso de la apariencia fue contrastado con otro tipo de conocimiento, no con algo de una clase totalmente distinta. El cristianismo enseña que en el conocimiento de Dios estriba nuestra vida eterna. Pero Schopenhauer no tiene que ver con nada de esto. Está de acuerdo en que lo que comúnmente pasa por conocimiento pertenece al reino de Maya, pero, cuando atravesamos el velo, contemplamos, no a Dios, sino a Satán, la omnipotente voluntad perversa, perpetuamente ocupada en tejer una red de sufrimiento para mortificación de sus criaturas. Aterrorizado por la Visión Diabólica, el sabio grita: «¡Atrás!», y busca refugio en el no-ser. Es un insulto a los místicos suponerlos creyentes de esta mitología. Y la insinuación de que, sin lograr una completa no-existencia, puede el sabio alcanzar, sin embargo, una vida de algún valor, no es posible reconciliarla con el pesimismo de Schopenhauer. Mientras el sabio existe, existe porque conserva la voluntad, que es el mal. Puede disminuir la cantidad de mal debilitando su voluntad, pero no puede adquirir nunca un bien positivo.
Tampoco es sincera esta doctrina, si hemos de juzgarla por la vida de Schopenhauer. Habitualmente comía bien, en un buen restaurante; tuvo muchos lances amorosos triviales, sensuales, pero no apasionados; era excesivamente quisquilloso y de una avaricia insólita. En esta ocasión se sintió molesto con una vieja costurera que estaba hablando con una amiga por fuera de la puerta de su departamento. La arrojó escaleras abajo, causándole una lesión perpetua. Ésta obtuvo una sentencia que lo condenaba a pagarle cierta suma (15 táleros) cada trimestre, mientras viviera. Cuando, al cabo murió, después de veinte años de cobrar la indemnización, el filósofo anotó en su cuaderno: Obit anus, abit onus.[10] Es difícil encontrar en su vida muestras de ninguna virtud, excepto la benevolencia para los animales, que llevaba hasta el extremo de oponerse a la vivisección con fines científicos. En todos los demás aspectos era completamente egoísta. Es difícil de creer que un hombre que estuviera profundamente convencido de la virtud del ascetismo y de la resignación no hubiera hecho ningún intento para llevar sus convicciones a la práctica.
Históricamente, hay dos cosas importantes en Schopenhauer: su pesimismo y su doctrina de que la voluntad es superior al conocimiento. Su pesimismo hizo posible que los hombres se aficionaran a la filosofía sin tener que persuadirse de que todo el mal puede ser explicado y en este sentido, como antídoto, fue útil. Desde un punto de vista científico, tanto el pesimismo como el optimismo son objetables: el optimismo supone, o intenta probar, que el Universo existe para darnos placer, y el pesimismo afirma que existe para producirnos daño. Científicamente, no hay ninguna prueba de que tenga una intención ni la otra. La creencia en el pesimismo o en el optimismo es una cuestión de temperamento, no de razón, pero el temperamento optimista ha sido mucho más corriente en los filósofos occidentales. Un representante del partido opuesto, es, por tanto, probable que sea útil al expresar puntos de vista que de otro modo serían pasados por alto.
Más importante que el pesimismo es la doctrina de la primacía de la voluntad. Es obvio que esta doctrina no tiene necesaria conexión lógica con el pesimismo, y los que la han mantenido después de Schopenhauer hallaron frecuentemente en ella una base para el optimismo. En una forma u otra, la doctrina de que la voluntad es superior ha sido mantenida por muchos filósofos modernos, especialmente Nietzsche, Bergson, James y Dewey. Además, ha alcanzado cierta boga fuera de los círculos filosóficos profesionales. Y en la proporción en la que la voluntad ha ascendido en la escala, ha descendido el conocimiento. Éste es, creo yo, el cambio más notable que ha ocurrido en la filosofía en nuestro tiempo. Fue preparado por Rousseau y Kant, pero el primero que lo proclamó en toda su pureza fue Schopenhauer. Por esta razón, a pesar de la inconsecuencia y de cierta superficialidad, su filosofía tiene considerable importancia como una etapa del desenvolvimiento histórico.