CAPÍTULO XXIII

Byron

El siglo XIX, en comparación con el presente, aparece racional, progresivo y satisfecho; sin embargo, las cualidades opuestas de nuestro tiempo las poseyeron muchos de los hombres más notables durante la época del optimismo liberal. Cuando consideramos los hombres, no como artistas o descubridores, ni como simpáticos o antipáticos para nuestro gusto, sino como fuerzas, como causas de cambios en la estructura social, en los juicios de valor o en la actitud intelectual, encontramos que el curso de los acontecimientos en los tiempos recientes ha exigido mucho reajuste en nuestras apreciaciones, haciendo que muchos hombres sean menos importantes de lo que habían parecido y otros mucho más. Entre aquellos cuya importancia es mayor de lo que parecía, Byron merece un alto lugar. En el continente, tal opinión no parecerá sorprendente, pero en el mundo de habla inglesa puede considerarse extraña. Fue en el continente donde Byron tuvo influencia y no es en Inglaterra donde ha de buscarse su progenie espiritual. Para muchos de nosotros, sus versos parecen con frecuencia pobres y su sentimiento a menudo chillón, mas en el extranjero, su manera de sentir y su actitud ante la vida se transmitieron y desarrollaron hasta tener tal difusión que fueron factores de los grandes acontecimientos.

El rebelde aristócrata, cuyo modelo fue Byron en su tiempo, es un tipo muy diferente del cabecilla de una sublevación campesina o proletaria. Los que tienen hambre no necesitan una filosofía complicada para estimular o excusar el descontento, y todo lo de esta especie les parece simplemente un entretenimiento del rico perezoso. Ellos quieren lo que otros tienen, no un bien metafísico e intangible. Aunque pueden predicar el amor cristiano, como los rebeldes comunistas medievales, sus verdaderas razones para hacerlo son muy simples: la falta de este amor en el rico y poderoso causa los sufrimientos del pobre, y la presencia de este amor entre los compañeros de rebelión se considera esencial para el éxito. Pero la experiencia de la lucha lleva a desesperar del poder del amor, quedando el odio puro como fuerza impulsora. Un rebelde de este tipo, si, como Marx, inventa una filosofía, inventa una solamente destinada a demostrar la victoria final de su partido, no una filosofía interesada por los valores. Sus valores siguen siendo primitivos: lo bueno es tener bastante que comer, lo demás son palabras. Ningún hombre hambriento es probable que hable de otro modo.

El rebelde aristócrata, como tiene bastante que comer, tiene que tener otras causas de descontento. No incluyo entre los rebeldes los simples cabecillas de las facciones que se hallan temporalmente fuera del Poder; sólo incluyo a los hombres cuya filosofía requiere algún cambio mayor que su propio éxito personal. Puede ser que el afán de poder sea la fuente subterránea de su descontento, pero en su pensamiento consciente hay una crítica del Gobierno del mundo que, cuando es bastante profunda, adopta la forma de una autoafirmación cósmica de tipo titánico o, en los que conservan alguna superstición, de satanismo. Ambos se han de encontrar en Byron. Ambos, debido en gran parte a hombres en quienes influyó, se hicieron frecuentes en grandes sectores de la sociedad que difícilmente podía considerarse aristocrática. La filosofía aristocrática de la rebelión, creciendo, desarrollándose y cambiando al aproximarse a la madurez, ha inspirado una larga serie de movimientos revolucionarios, desde los carbonarios, después de la caída de Napoleón, hasta el golpe de Hitler en 1933; y en cada etapa ha inspirado una correspondiente manera de pensar y de sentir entre los intelectuales y artistas.

Es obvio que un aristócrata no se convierte en un rebelde a menos que su temperamento y circunstancias sean en algún modo peculiares. Las circunstancias de Byron fueron muy peculiares. Sus primeros recuerdos eran de querellas entre sus padres; su madre era una mujer a quien él temía por su crueldad y despreciaba por su vulgaridad; su aya combinaba la perversión con la teología calvinista más estricta; su cojera le llenaba de vergüenza y le impidió ser uno de tantos en la escuela. A los diez años, después de vivir en la pobreza, se encontró de pronto con que era lord y propietario de Newstead. Su tío-abuelo el «malvado lord» de quien heredó, había matado a un hombre en duelo hacía treinta y tres años y había sido condenado al ostracismo por sus vecinos desde entonces. Los Byron habían sido una familia sin ley y los Gordon, los antepasados de su madre, aún más. Después de la suciedad de una calle apartada de Aberdeen, el muchacho sintió una alegría natural al verse con su título y con su abadía y estaba dispuesto a adoptar el carácter de sus antepasados en gratitud a sus tierras. Y si, en años recientes, la belicosidad de los mismos les había traído perturbaciones, él sabía que siglos atrás les había traído el renombre. Uno de sus primeros poemas, «Al dejar la abadía de Newstead», relata sus emociones de esta época, que son de admiración por sus antepasados que combatieron en las cruzadas, en Crecy y en Marston Moor. Termina con la pía resolución:

Como vosotros vivirá, o como vosotros morirá:

Cuando muera, que pueda mezclar su polvo con el vuestro.

Éste no es el estilo de un rebelde, pero insinúa a Childe Harold, el moderno par que imita a los barones medievales. Como un estudiante sin grado alguno, cuando por primera vez tuvo una renta propia, escribió que se sentía tan independiente como «un príncipe alemán que acuña su propia moneda, o como un jefe cherokee que no acuña ninguna moneda, pero que goza de lo que es más precioso: la libertad. Hablo con embeleso de esa diosa porque mi amable mamá fue tan despótica». Más tarde escribió muchos versos nobles en elogio de la libertad, pero debe entenderse que la libertad, que elogiaba, era la de un príncipe alemán o la de un jefe cherokee; no la del tipo inferior, que pueden gozar los ordinarios mortales.

A pesar de su linaje y de su título, sus deudos aristocráticos le esquivaban, haciéndole sentir que socialmente no pertenecía a su sociedad. A su madre la miraban con intenso desagrado y a él le miraban con recelo. Él sabía que ella era vulgar y temía oscuramente un defecto semejante en sí mismo. De aquí surgió esa mezcla peculiar de esnobismo y rebeldía que le caracterizaba. Si no podía ser un gentleman en el estilo moderno, sería un atrevido barón en el estilo de sus antepasados cruzados, o quizá en el estilo más feroz, pero más romántico todavía, de los jefes gibelinos, malditos de Dios y del Hombre cuando marchaban altaneros a una espléndida decadencia. Los romances y las historias medievales eran sus libros de etiqueta. Pecaba como los Hohenstaufen y, como los cruzados, moría combatiendo a los mahometanos.

Su timidez y el sentimiento de desamparo le hicieron buscar el consuelo en los lances amorosos, pero como inconscientemente buscaba una madre más que una amante, todas le desilusionaron, excepto Augusta. El calvinismo, que nunca abandonó —a Shelley, en 1816, le dice, describiéndose, que es «metodista, calvinista, agustiniano»—, le hizo sentir que su modo de vida era perverso. Pero la perversión, se dice a sí mismo, era una maldición hereditaria en su sangre, un destino malo al que estaba predestinado por el Todopoderoso. Si ése era realmente su caso, como él tiene que ser notable, sería notable como pecador, y cometería transgresiones que rebasarían el valor de los libertinos a la moda, a quienes deseaba despreciar. Amó sinceramente a Augusta porque era de su sangre —de la raza ismaelita de los Byron— y también, más simplemente, porque ésta tenía una hermana mayor que se preocupaba amablemente del diario bienestar de Byron. Mas esto no era todo lo que ella tenía que ofrecerle. Con su sencillez y su agradable carácter, se convirtió en el medio de proporcionarle el más encantador y enorgullecedor remordimiento. Así podía sentirse el igual de los mayores pecadores: el par de Manfredo, de Caín, casi del mismo Satán. El calvinista, el aristócrata y el rebelde se sentían todos igualmente satisfechos, y lo mismo el amante romántico, cuyo corazón se sintió roto con la pérdida del único ser terreno capaz aún de suscitar en él las suaves emociones de la piedad y del amor.

Byron, aunque se sentía el igual de Satán, nunca se aventuró del todo a ponerse en el lugar de Dios. Este siguiente paso en el desarrollo del orgullo fue dado por Nietzsche, quien dice: «Si hubiera dioses, ¿cómo iba yo a soportar el no ser Dios? Por consiguiente, no hay dioses». Obsérvese la premisa suprimida de este silogismo: «Todo lo que humille mi orgullo tiene que considerarse falso». Nietzsche, como Byron, e incluso en un grado más alto, tenía una educación piadosa, pero poseedor de un intelecto mejor, halló una salida mejor que el satanismo. No obstante, continuó mirando con mucha simpatía a Byron. Dice: «La tragedia es que no podemos creer los dogmas de la religión y de la metafísica si tenemos los métodos estrictos de la verdad en el corazón y en la cabeza, mas por otra parte, el desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de medios de salvación y de consuelo: de donde surge el peligro de que el hombre pueda morir desangrado por la verdad que reconoce. Byron expresa esto en versos inmortales:

La pena es conocimiento: los que saben más

tienen que deplorar más la verdad fatal;

el Árbol de la Ciencia no es el de la Vida».

A veces, aunque raramente, Byron se aproxima más al punto de vista de Nietzsche. Pero en general, la teoría ética de Byron, como cosa opuesta a su práctica, se mantiene en una línea estrictamente convencional.

El hombre grande, para Nietzsche, es divino; para Byron, usualmente, un titán en guerra consigo mismo. Sin embargo, a veces describe a un sabio no muy diferente de Zaratustra —el Corsario, en sus tratos con sus seguidores,

Aún inclina sus almas con ese imperioso arte

que fascina, guía, aunque hiela al corazón vulgar.

Y este mismo héroe «odiaba demasiado al hombre para sentir remordimiento». Una nota nos asegura que el Corsario está realmente en la naturaleza humana, puesto que rasgos similares se encuentran en Genserico, rey de los vándalos; en Ezzelino, el tirano gibelino, y en cierto pirata de Luisiana.

Byron no tuvo que reducirse al Levante y a la Edad Media en su busca de héroes, pues no fue difícil investir a Napoleón con un ropaje romántico. La influencia de Napoleón en la imaginación de la Europa del siglo XIX fue muy profunda; inspiró a Clausewitz, a Stendhal, a Heine, el pensamiento de Fichte y Nietzsche y los actos de los patriotas italianos. Su fantasma se pasea por la época, único Poder bastante fuerte para enfrentarse con el industrialismo y el comercio, vertiendo desprecio sobre el pacifismo y los tenderos. La guerra y la paz, de Tolstoi, es un intento para exorcizar el espectro, pero resultó vano, pues éste no ha sido nunca tan poderoso como hoy.

Durante los Cien Días, Byron proclamó su deseo de que Napoleón triunfara, y cuando supo lo de Waterloo, exclamó: «Lo siento terriblemente». Sólo una vez, y por un momento, se volvió contra su héroe: en 1814, cuando (así creía él) el suicidio hubiera sido más decoroso que la abdicación. En este momento buscó consuelo en la virtud de Washington, pero el retorno de la isla de Elba hizo que este esfuerzo no fuera ya necesario. En Francia, cuando murió Byron, «se hizo observar en muchos periódicos que los dos hombres más grandes del siglo, Napoleón y Byron, habían desaparecido casi al mismo tiempo».[8] Carlyle, que en un tiempo consideró a Byron «el espíritu más noble de Europa» y sintió como si hubiera «perdido a un hermano», prefirió luego a Goethe, pero todavía emparejaba a Byron con Napoleón:

«Para vuestros más nobles espíritus, la publicación de alguna de estas obras de arte, en uno u otro idioma, se convierte casi en una necesidad. Pues ¿qué es propiamente, sino un altercado con el diablo, antes de empezar honestamente a combatirle? Vuestro Byron publica sus Cuitas de lord George, en verso y prosa, y de otros muchos modos; vuestro Bonaparte presenta su ópera de las Cuitas de Napoleón, en un estilo todo él estupendo; con música de cañonazos y gritos de espanto de todo un mundo; sus candilejas son los resplandores del incendio; su ritmo y sus recitados son el pisar de sus huestes en tropel y el sonido de las ciudades conquistadas».[9]

Es verdad que tres capítulos después, da la enfática orden: «Cierra tu Byron; abre tu Goethe». Pero Byron estaba en su sangre, mientras Goethe siguió siendo una aspiración.

Para Carlyle, Goethe y Byron eran antítesis; para Alfredo de Musset, eran cómplices en la perversa obra de verter el veneno de la melancolía en la alegre alma gala. La mayoría de los jóvenes franceses de esa época sólo conocieron a Goethe, a lo que parece, a través de Las cuitas de Werther, y de ningún modo como el olímpico. Musset censuraba a Byron por no haberse consolado con el Adriático y la condesa Guiccioli —erróneamente, pues, luego de haberla conocido, no escribió más Manfredos—. Pero Don Juan fue tan poco leído en Francia como la más alegre poesía de Goethe. A pesar de Musset, muchos poetas franceses, desde entonces, han hallado en la infelicidad byroniana el mejor motivo para sus versos.

Para Musset, sólo después de Napoleón, fueron Byron y Goethe los mayores genios del siglo. Nacido en 1810, Musset pertenecía a la generación de los que describe como conçus entre deux batailles, en una evocación lírica de las glorias y desastres del imperio. En Alemania el sentimiento respecto a Napoleón estaba más dividido. Había los que, como Heine, le veían como el poderoso misionero del liberalismo, el destructor de la servidumbre, el enemigo de la legitimidad, el hombre que hacía temblar a los principados hereditarios; había otros que veían en él al Anticristo, al presunto destructor de la noble nación alemana, al antimoralista que había demostrado de una vez para siempre que la virtud teutónica sólo podía preservarse con el odio inquebrantable a Francia. Bismarck efectuó una síntesis: Napoleón seguía siendo el Anticristo, pero un Anticristo que había que imitar y no meramente aborrecer. Nietzsche, que aceptaba el compromiso, observó con regocijo de vampiro que llegaba la edad clásica de la guerra y que debíamos esta bendición, no a la Revolución francesa, sino a Napoleón. Y de este modo, el nacionalismo, el satanismo y el culto a los héroes, el legado de Byron, pasó a formar parte de la compleja alma de Alemania.

Byron no es suave, sino violento como un trueno. Lo que dice de Rousseau es aplicable a él mismo. Rousseau era, dice:

El que arrojó

el hechizo sobre la pasión, y del dolor

extrajo una elocuencia abrumadora…

No obstante, supo

cómo hacer bella la locura y arrojar

sobre hechos y pensamientos errados un celeste matiz.

Pero hay una profunda diferencia entre los dos hombres. Rousseau es patético; Byron es feroz; la timidez de Rousseau es notoria, la de Byron está oculta; Rousseau admira la virtud siempre que sea sencilla, mientras que Byron admira el pecado con tal que sea elemental. La diferencia, aunque sea sólo la que hay entre dos estadios de la rebelión de los instintos antisociales, es importante, y muestra la dirección en que va desarrollándose el movimiento.

El romanticismo de Byron, preciso es confesarlo, era sólo sincero a medias. A veces decía que la poesía de Pope era mejor que la suya, pero este juicio, también, era probablemente sólo lo que pensaba de ciertos aspectos. El mundo ha insistido en simplificarlo, omitiendo el elemento de pose en su desesperación cósmica y en su declarado desprecio por la humanidad. Como muchos otros hombres eminentes, fue más importante como mito que como lo que realmente era. Como mito, su importancia, especialmente en el continente, fue enorme.