CAPÍTULO XXII

Hegel

Hegel (1770-1831) fue la culminación del movimiento en la filosofía alemana que se inició con Kant; aunque a menudo criticó a Kant, su sistema no hubiera podido surgir nunca si el de Kant no hubiera existido. Su influencia, aunque ahora decreciente, ha sido muy grande, no sólo en Alemania. A finales del siglo XIX, los principales filósofos académicos, tanto en América como en Gran Bretaña, eran muy hegelianos. Fuera de la filosofía pura, muchos teólogos protestantes adoptaron sus doctrinas, y su filosofía de la Historia influyó profundamente en la teoría política. Marx, como todo el mundo sabe, fue discípulo de Hegel en su juventud y conservó en su propio sistema algunos rasgos hegelianos importantes. Aunque casi todas las doctrinas de Hegel (como yo creo) sean falsas, sin embargo, conserva una importancia que no es meramente histórica, como el mejor representante de cierta clase de filosofía que, en otros, es menos coherente y menos comprensiva.

Su vida contiene pocos sucesos de importancia. En la juventud se sintió muy atraído por el misticismo y sus opiniones posteriores pueden ser consideradas, en cierto modo, como una intelectualización de lo que había aparecido primero ante él como percepción mística. Enseñó filosofía, primero como Privatdozent en Jena —cuenta que acabó aquí su Fenomenología de la mente el día antes de la famosa batalla—, luego en Nuremberg, después como profesor en Heidelberg (1816-1818), y finalmente en Berlín, desde 1818 hasta su muerte. En su vida posterior fue un prusiano patriota, un leal servidor del Estado, que disfrutó cómodamente de su reconocida preeminencia filosófica. Mas en su juventud despreciaba a Prusia y admiraba a Napoleón, hasta el extremo de alegrarse de la victoria francesa en Jena.

La filosofía de Hegel es muy difícil; es, diría yo, el más difícil de entender de todos los grandes filósofos. Antes de entrar en detalles, puede ser útil una caracterización general.

De su primitivo interés por la mística conservó la creencia en la irrealidad de la separación; a su juicio, el mundo no era una colección de unidades rigurosas, átomos o almas, cada una de las cuales subsistía por sí. La aparente subsistencia propia de las cosas finitas se le aparecía como una ilusión; nada, sostenía, es última y completamente real, salvo el todo. Pero difería de Parménides y Spinoza en la concepción del todo, que imaginaba, no como una sustancia simple, sino como un sistema complejo, del tipo de lo que llamamos un organismo. Las cosas aparentemente separadas, de que el mundo parece estar compuesto, no son simplemente una ilusión; cada una tiene un grado mayor o menor de realidad, y su realidad consiste en un aspecto del todo, que es lo que se ve, cuando se mira verdaderamente. Con este criterio va aneja una incredulidad en la realidad del tiempo y del espacio como tales, pues éstos, si se toman completamente reales, implican separación y multiplicidad. Todo esto tuvo que llegar a él la primera vez como visión mística; la elaboración intelectual que da en sus libros tuvo que venir después.

Hegel afirma que lo real es racional y que lo racional es real. Pero cuando dice esto no significa con lo real lo que un empirista daría a entender. Él admite, e incluso indica, que lo que para el empirista parecen ser hechos es, y tiene que ser, irracional; sólo después que su carácter aparente ha sido transformado al contemplarlos como aspectos del todo, es cuando se ve que son algo racional. No obstante, la identificación de lo real y lo racional conduce inevitablemente a la complacencia inseparable de la creencia de que «todo lo que es, es razonable».

El todo, en toda su complejidad, lo llama Hegel lo Absoluto. Lo Absoluto es espiritual; el criterio de Spinoza, de que tiene los atributos de extensión y pensamiento, es rechazado.

Dos cosas distinguen a Hegel de los demás hombres que han tenido un criterio metafísico más o menos parecido. Una de éstas es la importancia que da a la lógica: piensa Hegel que la naturaleza de la Realidad puede deducirse de la sola consideración de que tiene que ser no contradictoria. El otro rasgo destacado (estrechamente asociado con el primero) es el movimiento triple llamado la dialéctica. Sus libros más importantes son sus dos Lógicas, que es preciso comprender para poder entender adecuadamente sus puntos de vista sobre otras cuestiones.

La lógica, en el sentido que Hegel entiende esta palabra, la considera lo mismo que la metafísica; es algo totalmente distinto de lo que comúnmente se llama lógica. Su tesis es que cualquier predicado ordinario, si se toma como calificativo del todo de la Realidad, se vuelve contradictorio. Podíamos tomar como ejemplo tosco la teoría de Parménides, de que lo Uno, que es lo único real, es esférico. Nada puede ser esférico a menos que tenga un límite y no puede tener un límite a menos que haya algo (por lo menos espacio vacío) fuera de él. Por consiguiente, suponer el Universo como un todo esférico es contradictorio. (Este argumento podría ser puesto en duda introduciendo la geometría no euclidiana, pero sirve como ejemplo). O tomemos otro ejemplo, aún más tosco —mucho más aún para ser usado por Hegel—. Podemos decir, sin contradicción aparente, que el señor A es un tío; pero si dijéramos que el Universo es un señor, nos meteríamos en dificultades. Un tío es un hombre que tiene un sobrino, y el sobrino es una persona separada del tío; por consiguiente, un tío no puede ser el todo de la Realidad.

Esta ilustración podría emplearse también para ilustrar la dialéctica, que consta de tesis, antítesis y síntesis. Primero decimos: «La Realidad es un tío». Ésta es la tesis. Pero la existencia de un tío implica la de un sobrino. Como nada existe realmente con excepción de lo Absoluto y tenemos que admitir la existencia de un sobrino, tenemos que concluir: «Lo Absoluto es un sobrino». Ésta es la antítesis. Pero hallamos contra esto la misma objeción que contra la afirmación de que lo Absoluto es un tío; por consiguiente, nos vemos arrastrados a la opinión de que lo Absoluto es un todo compuesto de tío y sobrino. Ésta es la síntesis. Pero esta síntesis es todavía insatisfactoria, porque un hombre sólo puede ser tío si tiene un hermano o una hermana que tienen un hijo, sobrino de aquél. Desde aquí nos vemos llevados a ensanchar nuestro Universo para incluir el hermano o la hermana, con su mujer o su marido. De esta forma —así se afirma—, podemos ser llevados, por la mera fuerza de la lógica, desde cualquier predicado sugerido de lo Absoluto a la conclusión final de la dialéctica, llamada la «Idea Absoluta». Durante todo el proceso, hay una suposición subyacente de que nada puede ser realmente verdadero, a menos que se refiera a la Realidad como un todo.

Para esta suposición subyacente hay una base en la lógica tradicional, que da por sentado que toda proposición tiene un sujeto y un predicado. Según este criterio, todo hecho consiste en algo que tiene alguna propiedad. Se sigue de ello que las relaciones no pueden ser reales, puesto que implican dos cosas, no una. Tío es una relación, y un hombre puede convertirse en tío sin saberlo. En ese caso, desde un punto de vista empírico, el hombre queda inafectado al convertirse en tío; no tiene ninguna cualidad que no poseyera antes, si por cualidad entendemos algo necesario al describirlo como es en sí mismo, aparte de sus relaciones con otras personas y cosas. La única forma en que el sujeto-predicado lógico puede evitar esta dificultad es diciendo que la verdad no es una propiedad del tío solamente, o del sobrino solamente, sino del todo compuesto de tío-y-sobrino. Como todo, excepto el Todo, tiene relaciones con las cosas exteriores, se sigue que nada completamente verdadero puede decirse de las cosas separadas y que de hecho, sólo el Todo es real. Esto se sigue más directamente del hecho de que «A y B son dos» no es una proposición de sujeto-predicado y, por consiguiente, conforme a la base de la lógica tradicional, no puede haber tal proposición. Por lo tanto, no puede haber tal proposición. Por lo tanto, no hay dos cosas en el mundo; por consiguiente, el Todo, considerado como unidad, es lo único real.

El anterior argumento no se halla explícito en Hegel, pero está implícito en su sistema, como en el de otros muchos metafísicos.

Unos pocos ejemplos del método dialéctico de Hegel pueden servir para hacerlo más inteligible. Comienza el argumento de su lógica con la suposición de que «lo Absoluto es el Ser Puro»; damos por sentado que es, sin asignarle ninguna cualidad. Pero el ser puro sin ninguna cualidad es nada; por consiguiente, somos llevados a la antítesis: «Lo Absoluto es Nada». De estas tesis y antítesis pasamos a la síntesis: «La unión del Ser y el No-Ser es el Devenir», y así diremos: «Lo Absoluto es el Devenir». Esto tampoco sirve, sin duda, porque tiene que haber algo que devenga. De este modo, nuestras opiniones de la Realidad se desarrollan por la continua corrección de errores previos, todos los cuales surgen de la abstracción indebida, al tomar algo finito o limitado como si pudiera ser el todo. «Las limitaciones de lo finito no proceden meramente de afuera; su propia naturaleza es la causa de su abrogación y por su propio acto pasa a ser su contrapartida».

El proceso, según Hegel, es esencial para el entendimiento del resultado. Cada etapa posterior de la dialéctica contiene todas las etapas anteriores, en solución, como si dijéramos; ninguna de ellas es totalmente sobreseída, sino que se le da su lugar adecuado como un momento del Todo. Es, por lo tanto, imposible alcanzar la verdad, salvo recorriendo todos los pasos de la dialéctica.

El conocimiento como conjunto tiene su movimiento trino. Comienza con la percepción sensorial, en la que sólo hay noticia del objeto. Luego, por la crítica escéptica de los sentidos, se hace puramente subjetivo. Por último, alcanza la etapa del conocimiento de sí mismo, en la que sujeto y objeto no son ya distintos. Así, la conciencia de sí mismo es la forma más elevada de conocimiento. Éste, desde luego, debe ser el caso en el sistema de Hegel, pues el tipo más alto de conocimiento tiene que ser el poseído por lo Absoluto, y como lo Absoluto es el Todo, nada hay fuera de él mismo por conocer.

En el mejor pensar, según Hegel, los pensamientos se hacen fluidos y fluyen entremezclados. La verdad y la falsedad no son contrarios definidos de modo tajante, como comúnmente se supone; nada es totalmente falso y nada de lo que nosotros podemos conocer es totalmente verdadero. «Nosotros podemos conocer de un modo que es falso»; esto ocurre cuando atribuimos la verdad absoluta a alguna pieza de información aislada. Una pregunta como «¿Dónde nació César?» tiene una respuesta directa, que es verdad en un sentido, pero no en el sentido filosófico. Para la filosofía, «la verdad es el Todo», y nada parcial es totalmente verdadero.

«La razón —dice Hegel— es la certeza consciente de ser toda la realidad». Esto no quiere decir que una persona aislada es toda la realidad; en su separación no es totalmente real, pero lo que es real en ella es su participación en la Realidad como un todo. En la proporción en que nos vamos haciendo más racionales, esta participación va aumentando.

La Idea Absoluta, con que termina la Lógica, es algo parecida al Dios de Aristóteles. Es el pensamiento que se piensa a sí mismo. Claramente, lo Absoluto no puede pensar más que en sí mismo, puesto que no hay nada más, excepto para nuestros modos parciales y erróneos de aprehender la realidad. Se nos dice que el Espíritu es la única realidad y que su pensamiento se refleja en sí mismo por la conciencia de sí. Las palabras con que la Idea Absoluta es definida son muy oscuras. Wallace las traduce de este modo:

«La Idea Absoluta. La idea, como unidad de la idea subjetiva y objetiva, es la noción de la Idea —una noción cuyo objeto (Gegenstand) es la Idea como tal, y para la cual lo objetivo (Objekt) es Idea— un Objeto que abraza todas las características en su unidad».

El original alemán es aún más difícil.[6] La esencia de la cuestión es, no obstante, algo menos complicada de lo que Hegel hace ver. La Idea Absoluta es el pensamiento puro que piensa en el pensamiento puro. Esto es todo lo que Dios hace a través de las edades —en verdad un Dios de profesor—. Hegel continúa diciendo: «Esta unidad es consiguientemente la absoluta y total verdad, la Idea que se piensa a sí misma».

Llegamos ahora a un rasgo singular de la filosofía de Hegel, que la distingue de la filosofía de Platón, de Plotino o de Spinoza. Aunque la realidad última es intemporal y el tiempo es meramente una ilusión originada por nuestra incapacidad para ver el Todo, el proceso temporal tiene, sin embargo, una relación íntima con el proceso puramente lógico de la dialéctica. La Historia del mundo, en efecto, ha avanzado a través de las categorías, desde el Ser Puro en China (de la que Hegel no sabía nada, salvo que existía) a la Idea Absoluta, que parece haber sido casi, si no del todo, realizada en el Estado prusiano. No puedo ver ninguna justificación, sobre la base de su propia metafísica, para el criterio de que la Historia del mundo repite las transiciones de la dialéctica, aunque ésta es la tesis que él desarrolló en su Filosofía de la Historia. Era una tesis interesante, que daba unidad y sentido a las revoluciones de los negocios humanos. Como otras teorías históricas, requería, si había de hacerse aceptable, alguna tergiversación de los hechos y una ignorancia considerable. Hegel, como Marx y Spengler más tarde, poseyó ambas condiciones. Es extraño que un proceso, que se representa como cósmico, haya debido ocurrir todo él en nuestro planeta, y la mayor parte cerca del Mediterráneo. Tampoco hay ninguna razón, si la realidad es intemporal, para que las partes posteriores del proceso tengan que incorporar categorías más altas que las primeras —a menos que adoptáramos la suposición blasfema de que el Universo fue aprendiendo gradualmente la filosofía de Hegel.

El proceso temporal, según Hegel, va de lo menos a lo más perfecto, tanto en el sentido ético como en el lógico. En realidad, estos dos sentidos no son para él realmente diferenciables, pues la perfección lógica consiste en ser un todo estrechamente ligado, sin aristas rotas, sin partes independientes, sino unidas, como un cuerpo humano o, mejor aún, como una mente razonable, en un organismo cuyas partes son interdependientes y actúan todas juntas dirigidas a un solo fin; y esto constituye también la perfección ética. Unas cuantas citas servirán para aclarar la teoría hegeliana:

«Como el conductor Mercurio, la Idea es, en verdad, el conductor de los pueblos y del mundo; y el Espíritu, la voluntad necesaria y racional de ese conductor, es y ha sido el director de los acontecimientos de la Historia del mundo. Llegar a conocer este Espíritu en este su oficio de guía, es el objeto de nuestra presente empresa».

«El único pensamiento que la filosofía trae consigo a la contemplación de la Historia es el simple concepto de la Razón; que la Razón es el soberano del mundo; que la Historia del mundo, por consiguiente, se nos presenta con un proceso racional. Esta convicción e intuición es una hipótesis en el dominio de la Historia como tal. En el de la filosofía no es ninguna hipótesis. En ella está probado por el conocimiento especulativo que la Razón —y este término puede bastarnos aquí, sin investigar la relación sostenida por el Universo con el Ser Divino— es Sustancia, así como Poder Infinito; su propia materia infinita está debajo de toda la vida natural y espiritual que origina, como también la Forma Infinita, que pone la materia en movimiento. La Razón es la sustancia del Universo».

«Que esta Idea o Razón es lo Verdadero, lo Eterno, la esencia absolutamente poderosa; que se revela en el mundo, y que en ese mundo no es revelado nada más que ésta y su honor y gloria —es la tesis que, como hemos dicho, se ha probado en filosofía y se considera aquí como demostrada».

«El mundo de inteligencia y volición consciente no está abandonado al azar, sino que tiene que mostrarse a la luz de la Idea que se conoce a sí misma». Éste es «un resultado conocido por , porque he atravesado todo el campo».

Todas estas citas son de la introducción a La filosofía de la Historia.

El espíritu y el curso de su desenvolvimiento es el objeto sustancial de la filosofía de la Historia. La naturaleza del Espíritu puede ser entendida si se la contrasta con su opuesto, o sea la Materia. La esencia de la Materia es la Gravedad; la esencia del Espíritu es la Libertad. La Materia está fuera de sí, mientras que el Espíritu tiene su centro en sí mismo. «El Espíritu es la existencia contenida en sí misma». Si esto no resulta claro, la siguiente definición puede dar mayor luz.

«Pero ¿qué es el Espíritu? Es el único Infinito inmutablemente homogéneo —la pura Identidad— que en su segunda fase se separa de sí mismo y hace de este segundo aspecto su propio opuesto polar, o sea, la existencia por y en Sí como contrastada con lo Universal».

En el desenvolvimiento histórico del Espíritu ha habido tres fases principales: los orientales, los griegos y romanos, y los germanos. «La Historia del mundo es la disciplina de la voluntad natural incontrolada, llevándola a obedecer a un principio universal y confiriéndole libertad subjetiva. El Oriente supo, y sabe hasta hoy, que sólo lo Uno es libre; el mundo grecorromano, que algunos son libres; el mundo germano sabe que todos son libres». Podía haberse supuesto que la democracia debía ser la forma de gobierno apropiada donde todos son libres, pero no es así. La democracia y la aristocracia pertenecen a la par al estadio en que algunos son libres; el despotismo a aquel estadio en que uno es libre; y la monarquía a aquel en que todos son libres. Esto está relacionado con el sentido verdaderamente singular en que usa Hegel la palabra libertad. Para él (y hasta aquí podemos coincidir) no hay libertad sin ley; pero él tiende a convertir esto y a argüir que, dondequiera que hay ley, hay libertad. De este modo, libertad, para él, significa poco más que el derecho a obedecer la ley.

Como era de esperar, asigna a los alemanes el papel más alto en el desenvolvimiento terreno del Espíritu. «El espíritu alemán es el espíritu del mundo nuevo. Su objetivo es la realización de la Verdad absoluta como autodeterminación ilimitada de la libertad —esta libertad que tiene su propio absoluto desde sí misma como significado».

Éste es un tipo muy superfino de libertad. No significa que pueda uno salir de un campo de concentración. No implica la democracia, ni una prensa libre,[7] ni ninguna de las usuales consignas liberales, que Hegel rechaza con desdén. Cuando el Espíritu se da leyes a sí mismo, lo hace libremente. Para nuestra visión terrena puede parecer que el Espíritu que da leyes está incorporado en el monarca y que el Espíritu al que se dan leyes está incorporado en sus súbditos. Pero desde el punto de vista de lo Absoluto, la distinción entre monarca y súbditos, como todas las demás distinciones, es ilusoria, y cuando el monarca encarcela a un súbdito de tendencia liberal es aún el Espíritu que se determina libremente. Hegel elogia a Rousseau por distinguir entre la voluntad general y la voluntad de todos. Colegimos que el monarca incorpora la voluntad general, mientras que una mayoría parlamentaria sólo incorpora la voluntad de todos. Una doctrina muy conveniente.

La historia alemana la divide Hegel en tres períodos: el primero, hasta Carlomagno; el segundo, desde Carlomagno hasta la Reforma; el tercero, a partir de la Reforma. Estos tres períodos se distinguen como los Reinos del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, respectivamente. Parece un poco extraño que el Reino del Espíritu Santo haya comenzado con las sangrientas y espantosamente abominables atrocidades cometidas al sofocar la guerra de los Campesinos, pero Hegel, como es natural, no menciona tan trivial incidente. En vez de esto, se deshace, como era de esperar, en elogios a Maquiavelo.

La interpretación que hace Hegel de la Historia desde la caída del Imperio romano es en parte el efecto y en parte la causa de la enseñanza de la Historia universal en las escuelas alemanas. En Italia y Francia, al mismo tiempo que ha habido una romántica admiración por los germanos por parte de unos cuantos hombres, tales como Tácito y Maquiavelo, éstos han sido considerados, en general, como los autores de la invasión bárbara y como los enemigos de la Iglesia, primero bajo los grandes emperadores y luego como promotores de la Reforma. Hasta el siglo XIX, las naciones latinas miraban a los germanos como sus inferiores en civilización. Los protestantes alemanes tenían, naturalmente, un criterio distinto. Miraban a los últimos romanos como carcomidos y consideraban la conquista del Imperio de Occidente por los germanos como un paso esencial hacia la renovación. Respecto al conflicto del Imperio y del Papado durante la Edad Media, adoptaron un punto de vista gibelino; hasta hoy, los escolares alemanes son educados en una ilimitada admiración por Carlomagno y Barbarroja. En los tiempos posteriores a la Reforma, la debilidad política y la desunión de Alemania eran deploradas y el auge gradual de Prusia fue acogido con alborozo por hacer fuerte a Alemania bajo una dirección protestante, y no bajo la dirección católica y débil de Austria. Hegel, al filosofar acerca de la Historia, tenía en la mente hombres como Teodorico, Carlomagno, Barbarroja, Lutero y Federico el Grande. Tiene que ser interpretado a la luz de las hazañas de éstos y a la luz de la entonces reciente humillación de Alemania por Napoleón.

Tanto se glorifica a Alemania que podía esperarse hallarla como incorporación final de la Idea Absoluta, más allá de lo cual no sería posible ningún desarrollo posterior. Pero éste no es el criterio de Hegel. Por el contrario, dice que América es la tierra del porvenir, «donde, en las épocas que se hallan ante nosotros, el peso de la Historia del mundo deberá revelarse, quizá (añade característicamente), en una pugna entre las Américas del Norte y del Sur». Parece pensar que todo lo importante toma la forma de guerra. Si se le hubiera indicado que la contribución de América a la Historia universal podía ser el desarrollo de una sociedad sin extrema pobreza, no le hubiera interesado. Por el contrario, dice que no hay todavía ningún verdadero Estado en América, porque un verdadero Estado requiere una división de clases en ricas y pobres.

Las naciones desempeñan, en el concepto de Hegel, el papel que las clases tienen en el de Marx. El principio del desenvolvimiento histórico, dice, es el genio nacional. En cada edad, hay alguna nación encargada de la misión de llevar al mundo hacia la etapa de la dialéctica que ella ha alcanzado. En nuestra época, naturalmente, esta nación es Alemania. Pero además de las naciones, tenemos que tener en cuenta también los individuos de Historia universal; son éstos hombres en cuyos objetivos están incorporadas las transiciones dialécticas que han debido acontecer en sus épocas. Estos hombres son héroes, y pueden contravenir las normas morales corrientes. Alejandro, César y Napoleón se dan como ejemplos. Dudo si, en el criterio de Hegel, puede un hombre ser un héroe sin ser un conquistador militar.

El acento puesto por Hegel sobre las naciones, junto con su peculiar concepto de la libertad, explican su glorificación del Estado —un aspecto muy importante de su filosofía política, al que tenemos que dedicar ahora nuestra atención—. Su filosofía del Estado la desarrolla en su Filosofía de la Historia y en su Filosofía del Derecho. Es en lo fundamental compatible con su metafísica general, pero no necesaria para ésta; en ciertos puntos, sin embargo —por ejemplo, en lo referente a las relaciones entre Estados—, su admiración por el Estado nacional la lleva tan lejos hasta hacerla incompatible con su preferencia general de los todos a las partes.

La glorificación del Estado, en lo que se refiere a los tiempos modernos, comienza con la Reforma. En el Imperio romano, el emperador era deificado y el Estado adquiría como consecuencia un carácter sagrado, pero los filósofos de la Edad Media, con pocas excepciones, eran eclesiásticos y, por consiguiente, colocaron a la Iglesia por encima del Estado. Lutero, con el apoyo de los príncipes protestantes, inició la práctica contraria; la Iglesia luterana, en su totalidad, fue erastiana. Hobbes, que políticamente era protestante, desarrolló la doctrina de la supremacía del Estado, y Spinoza, en general, coincidió con él. Rousseau creía, como hemos visto, que el Estado no debía tolerar otras organizaciones políticas. Hegel era ardorosamente protestante, de la sección luterana; el Estado prusiano era una monarquía absoluta erastiana. Estas razones hacían esperar que el Estado fuera altamente valorado por Hegel, pero aun así, llega a extremos asombrosos.

Se nos dice en La filosofía de la Historia que «el Estado es la vida moral realizada que existe en realidad», y que toda la realidad espiritual poseída por un ser humano la posee sólo a través del Estado. «Pues su realidad espiritual consiste en esto, en que su propia esencia —la Razón— está objetivamente presente a él, en que ésta posee existencia objetiva inmediata por él… Pues la verdad es la unidad de la Voluntad universal y subjetiva, y lo universal ha de hallarse en el Estado, en sus leyes, en sus ordenaciones universales y racionales. El Estado es la Idea Divina, según existe sobre la Tierra». Asimismo: «El Estado es la incorporación de la libertad racional, realizándose y reconociéndose en una forma objetiva… El Estado es la Idea del Espíritu en la manifestación externa de la Voluntad humana y de su Libertad».

La filosofía del Derecho, en el apartado del Estado, desarrolla la misma doctrina con alguna mayor amplitud. «El Estado es la realidad de la idea moral —el espíritu moral—, como la visible voluntad sustancial, evidente para sí mismo, que piensa y se conoce, y realiza lo que conoce en la medida en que lo conoce». El Estado es lo racional en y por sí mismo. Si el Estado existiera sólo para los intereses de los individuos (como creen los liberales) un individuo podía ser, o no, miembro del Estado. Éste tiene, sin embargo, una relación totalmente distinta respecto al individuo: como es Espíritu objetivo, el individuo sólo tiene objetividad, verdad y moralidad en cuanto es miembro del Estado, cuyo verdadero contenido y finalidad es la unión como tal. Se admite que puede haber Estados malos, pero éstos existen meramente, y no tienen ninguna realidad, mientras que un Estado racional es infinito en sí mismo.

Se verá que Hegel pretende para el Estado casi la misma posición que San Agustín y sus sucesores católicos pretendían para la Iglesia. Sin embargo, hay dos aspectos en que la pretensión católica es más razonable que la de Hegel. En primer lugar, la Iglesia no es una fortuita asociación geográfica, sino un cuerpo unido por un credo común, al que sus miembros atribuyen una importancia suprema; hay, pues, en su misma esencia, la incorporación de lo que Hegel llama la Idea. En segundo lugar, hay sólo una Iglesia católica, mientras que hay muchos Estados. Cuando cada Estado, en relación con sus súbditos, es tan absoluto como Hegel lo hace, es difícil hallar un principio filosófico con que regular las relaciones entre los diferentes Estados. En efecto, en este punto abandona Hegel su lenguaje filosófico, recayendo en el estado de naturaleza y en la guerra de todos contra todos de Hobbes.

El hábito de hablar de «el Estado», como si hubiera solamente uno, es perturbador en cuanto no hay ningún Estado mundial. Siendo el deber, para Hegel, únicamente una relación del individuo en conexión con el Estado, no se deja ningún principio con que regular moralmente las relaciones entre Estados. Hegel lo reconoce. En las relaciones exteriores, dice, el Estado es un individuo, y cada Estado es independiente respecto de los otros. «Como tiene su existencia en esta independencia del ser-por-sí del espíritu real, es la primera libertad y el honor más alto de un pueblo». Sigue arguyendo contra cualquier tipo de Sociedad de Naciones con que pudiera limitarse la independencia de los Estados separados. El deber de un ciudadano se reduce enteramente (en lo que se refiere a las relaciones exteriores de su Estado) a sostener la sustancial individualidad, independencia y soberanía de su propio Estado. Se sigue de ello que la guerra no es totalmente un mal, ni algo que debiéramos tratar de abolir. La finalidad del Estado no es simplemente defender la vida y la propiedad de los ciudadanos, y este hecho da la justificación moral de la guerra, que no ha de ser considerada como un mal absoluto o accidental, o como algo que tiene su causa en algo que no debía existir.

Hegel no da solamente a entender que, en algunas situaciones, una nación no puede lícitamente dejar de ir a la guerra. Quiere decir mucho más que esto. Se opone a la creación de instituciones —tales como un Gobierno mundial— que impedirían que tales situaciones surgieran, porque cree que es bueno que haya guerras de tiempo en tiempo. La guerra, dice, es el estado en el que tomamos en serio la vanidad de los bienes y cosas temporales. (Esta guerra debe contrastarse con la teoría contraria: todas las guerras tienen causas económicas.) La guerra tiene un valor moral positivo: «La guerra tiene el más alto significado de que mediante ella la salud moral de los pueblos se mantiene en su indiferencia a la estabilización de las determinaciones finitas». La paz es la osificación; la Santa Alianza y la Liga para la Paz, de Kant, son errores, porque una familia de Estados necesita un enemigo. Los conflictos entre Estados sólo pueden decidirse por medio de la guerra; como los Estados se hallan entre sí en estado de naturaleza, sus relaciones no son legales o morales. Sus derechos tienen sus realidades en sus voluntades particulares y el interés de cada Estado es su propia ley más alta. No hay ningún contraste de la moral y de la política, porque los Estados no están sujetos a las leyes morales ordinarias.

Tal es la doctrina del Estado de Hegel —una doctrina que, si es aceptada, sirve para justificar todas las tiranías internas y todas las agresiones exteriores que puedan imaginarse—. La fuerza de su prejuicio se muestra en el hecho de que su teoría es extraordinariamente incompatible con su propia metafísica, y que las inconsecuencias son todas de tal índole, que tienden a justificar la crueldad y el bandolerismo internacionales. Podemos perdonar a un hombre si la lógica le obliga a llegar de mala gana a conclusiones que deplora, pero no puede perdonársele que se aparte de la lógica para tener libertad en defender crímenes. La lógica de Hegel le lleva a creer que hay más realidad o excelencia (las dos son para él sinónimas) en los todos que en sus partes, y que un todo aumenta en realidad y excelencia a medida que se hace más organizado. Esto justificaba su preferencia de un Estado a una colección anárquica de individuos, pero debía haberle llevado del mismo modo a preferir un Estado mundial a una colección anárquica de Estados. Dentro del Estado, su filosofía general debía haberle llevado a sentir más respeto por el individuo que el que sentía, pues los todos de que trata su Lógica no son como el Uno de Parménides, ni siquiera como el Dios de Spinoza: son todos en que el individuo no desaparece, sino que adquiere una realidad más plena por medio de su armoniosa relación con un organismo mayor. Un Estado donde se ignora al individuo no es un modelo en pequeña escala del Absoluto hegeliano.

Tampoco hay ninguna razón de peso, en la metafísica de Hegel, para esa exaltación exclusiva del Estado frente a las otras organizaciones sociales. No puedo ver más que un prejuicio protestante en su preferencia del Estado frente a la Iglesia. Además, si es bueno que la sociedad sea lo más orgánica posible, como cree Hegel, entonces son necesarias muchas organizaciones sociales, aparte del Estado y de la Iglesia. Debía seguirse de los principios de Hegel que todo interés que no sea perjudicial para la comunidad, y que pueda ser promovido por la cooperación, deba tener su organización apropiada, y que cada organización de este tipo deba tener su porción de limitada independencia. Puede objetarse que la autoridad última tiene que residir en alguna parte y no puede residir sino en el Estado. Pero incluso en ese caso, puede ser deseable que esta autoridad última no sea irresistible cuando intenta ser opresora más allá de cierto límite.

Esto nos lleva a una cuestión que es fundamental al juzgar toda la filosofía de Hegel: ¿hay más realidad, y más valor, en un todo que en sus partes? Hegel contesta a ambas preguntas con la afirmativa. La cuestión de la realidad es metafísica, la del valor es ética. Son tratadas comúnmente como si apenas pudieran distinguirse, pero para mi mente es importante mantenerlas separadas. Empecemos por la cuestión metafísica.

La opinión de Hegel, y la de otros muchos filósofos, es que el carácter de cualquier porción del Universo es afectado tan profundamente por sus relaciones con las otras partes y con el todo, que no puede hacerse ninguna declaración verdadera respecto a ninguna parte, salvo asignándole su lugar en el todo. Como este lugar en el todo depende de todas las demás partes, una declaración verdadera respecto a su lugar en el todo asignará al mismo tiempo el lugar de todas las demás partes en el todo. De esta suerte, sólo puede haber una declaración verdadera; no hay más verdad que la verdad total. Y, de modo análogo, no hay nada totalmente real, salvo el todo, pues cada parte, cuando está aislada, cambia de carácter al estar separada y, por ende, no aparece ya del todo como lo que verdaderamente es. Por un lado, cuando se mira una parte en relación con el todo, como debía ser, se ve que no subsiste por sí misma y que es incapaz de existir, salvo como parte de justamente aquel todo, lo único verdaderamente real. Ésta es la doctrina metafísica.

La doctrina ética sostiene que el valor reside en el todo más que en las partes, y tiene que ser verdadera si la doctrina metafísica lo es, pero no tiene que ser falsa si la doctrina metafísica es falsa. Puede, además, ser verdadera de algunos todos y no de otros. Esto es notoriamente cierto, en algún sentido, de un cuerpo vivo. El ojo no tiene valor cuando está separado del cuerpo; una colección de disjecta membra, aunque esté completa, no tiene el valor que perteneció un tiempo al cuerpo de donde han sido sacados. Hegel concibe la relación ética del ciudadano en relación con el Estado como análoga a la del ojo con el cuerpo: en su lugar, el ciudadano es parte de un cuerpo valioso, pero aislado es tan inútil como un ojo separado. La analogía está expuesta a objeciones, sin embargo; de la importancia ética de algunos todos no se sigue la de todos los todos.

La anterior exposición del problema ético es defectuosa en un aspecto importante, a saber: no tiene en cuenta la distinción entre fines y medios. Un ojo en un cuerpo vivo es útil, es decir, tiene valor como medio; pero no tiene más valor intrínseco que cuando se halla separado del cuerpo. Una cosa tiene valor intrínseco cuando es apreciada por su valor propio, no como medio para otra cosa. Estimamos el ojo como medio para ver. El ver puede ser un medio o un fin; es un medio cuando nos muestra alimentos o enemigos; es un fin cuando nos muestra algo que encontramos bello. El Estado es evidentemente valioso como medio: nos protege contra los ladrones y los asesinos, nos proporciona caminos y escuelas, etc. Puede también, desde luego, ser malo como medio, por ejemplo, al emprender una guerra injusta. La pregunta verdadera que tenemos que formularnos en relación con Hegel no es ésta, sino si el Estado es bueno per se, como fin: ¿Existen los ciudadanos para el Estado o el Estado para los ciudadanos? Hegel sostiene la primera tesis; la filosofía liberal que procede de Locke sostiene la segunda. Está claro que sólo atribuiremos valor intrínseco al Estado si lo consideramos con vida propia, como algo que en algún sentido es una persona. En este punto, la metafísica de Hegel es pertinente respecto a la cuestión del valor. Una persona es un todo complejo, con una vida individual; ¿puede haber una super-persona, compuesta de personas, lo mismo que el cuerpo está compuesto de órganos, y que tenga una vida singular que no es la suma de las vidas de las personas componentes? Si puede haber una persona de esa clase, como cree Hegel, entonces el Estado puede ser de ese tipo, y puede ser tan superior a nosotros como lo es todo el cuerpo con relación al ojo. Pero si consideramos esta super-persona como una mera monstruosidad metafísica, entonces diremos que el valor intrínseco de una comunidad es derivado del de sus miembros y que el Estado es un medio, no un fin. Así, volveremos de la cuestión ética a la metafísica. La misma cuestión metafísica, como veremos, es realmente una cuestión de lógica.

La cuestión que se discute es mucho más amplia que la verdad o falsedad de la filosofía de Hegel; es la cuestión que separa a los amigos del análisis de sus enemigos. Tomemos un ejemplo. Supongamos que digo «Juan es el padre de Jaime». Hegel, y todos los que creen en lo que el mariscal Smuts llama totalismo, dirán «Para poder entender esta proporción, tiene usted que saber quiénes son Juan y Jaime. Pero saber quién es Juan es saber todas sus características, pues aislado de ellas no sería distinguible de ningún otro. Pero todas sus características implican otras personas o cosas. Él está caracterizado por sus relaciones con sus padres, con su mujer, con sus hijos, por si es buen o mal ciudadano y por el país a que pertenece. Todas estas cosas las tiene usted que saber para poder decir que conoce a quien alude la palabra Juan. Paso a paso, en su esfuerzo para decir lo que entiende por la palabra Juan, se verá impulsado a tener en cuenta todo el Universo, y su proposición original se convertirá en una que le haga decir algo referente al Universo, no respecto a dos personas aisladas, Juan y Jaime».

Todo esto está muy bien, pero reclama una objeción inicial. Si el anterior razonamiento fuera razonable, ¿cómo podía empezar el conocimiento? Conozco muchas proposiciones de la forma «A es el padre de B», pero no conozco todo el Universo. Si todo conocimiento fuera conocimiento del Universo como un todo, no habría ningún conocimiento. Esto es suficiente para hacernos sospechar un error en alguna parte.

El hecho es que, para usar la palabra Juan correcta e inteligentemente, no necesito saberlo todo respecto a Juan, sino sólo conocerle. Sin duda, él tiene relaciones, próximas o remotas, con todo lo del Universo, pero se puede hablar de él verdaderamente sin tenerlas en cuenta, excepto las que son objeto directo de lo que se dice. Él puede ser el padre de Juana así como de Jaime, pero no es necesario para mí saber esto, para saber que es el padre de Jaime. Si Hegel tuviera razón, no podríamos declarar plenamente lo que se da a entender con «Juan es el padre de Jaime» sin mencionar a Juana; deberíamos decir: «Juan, el padre de Juana, es el padre de Jaime». Esto sería todavía inadecuado; tendríamos que seguir mencionando a sus padres y abuelos y todo Quién es Quién. Pero esto nos lleva a absurdos. La posición hegeliana podía exponerse así: «La palabra Juan significa todo lo que es verdadero de Juan». Pero, como definición, ésta es circular, puesto que la palabra Juan aparece en la frase definitoria. En efecto, si Hegel estuviera en lo cierto, ninguna palabra podría empezar a tener un significado, puesto que necesitaríamos conocer ya los significados de todas las demás palabras, con objeto de expresar todas las propiedades de lo que la palabra designa que, según la teoría, son lo que la palabra significa.

Para exponer la cuestión en forma abstracta: tenemos que distinguir propiedades de diferentes clases. Una cosa puede tener una propiedad que no implique ninguna otra cosa; esto se llama una cualidad. O puede tener una propiedad que implique otra cosa; tal propiedad es la de ser casado. O puede tener una que implique otras dos cosas, como la de ser cuñado. Si una cosa determinada tiene cierta colección de cualidades y ninguna otra cosa tiene justamente esta colección de cualidades, entonces puede ser definida como «la cosa que tiene tales y tales cualidades». De la posesión de estas cualidades no puede deducirse, por lógica pura, nada respecto a sus propiedades relacionales. Hegel pensaba que si se sabía lo suficiente de una cosa para distinguirla de todas las demás cosas, entonces todas sus propiedades podían ser inferidas por lógica. Esto era un error y de este error surgió todo el imponente edificio de su sistema. Esto ilustra una importante verdad, a saber: que cuanto peor es vuestra lógica más interesantes son las consecuencias a que da origen.