CAPÍTULO XXI

Corrientes de pensamiento en el siglo XIX

La vida intelectual del siglo XIX fue más compleja que la de ninguna época precedente. Esto se debió a varias causas. Primera: el espacio actuante era mayor que nunca; América y Rusia hicieron aportaciones importantes, y Europa tuvo un conocimiento mayor de las filosofías indias, antiguas y modernas. Segunda: la ciencia, que había sido una fuente principal de novedades desde el siglo XVII, hizo nuevas conquistas, especialmente en geología, biología y química orgánica. Tercera: la producción maquinista alteró profundamente la estructura social y dio a los hombres un nuevo concepto de sus fuerzas en relación con el medio físico. Cuarta: una profunda rebelión, filosófica y política, contra los sistemas tradicionales de pensamiento en política y economía dio origen a ataques contra muchas creencias e instituciones que hasta entonces habían sido miradas como inatacables. Esta rebelión tuvo dos formas diferentes: una romántica, racionalista la otra. (Uso estas palabras en un sentido liberal). La rebelión romántica pasa de Byron, Schopenhauer y Nietzsche a Mussolini y Hitler; la rebelión racionalista comienza con los filósofos franceses de la Revolución, pasa luego, algo suavizada, a los radicales filósofos de Inglaterra, adquiere después una forma más profunda en Marx y desemboca en la Rusia soviética.

El predominio intelectual de Alemania es un nuevo factor que comienza con Kant. Leibniz, aunque alemán, escribió casi siempre en latín o en francés, y fue muy poco influido por Alemania en su filosofía. El idealismo alemán después de Kant, lo mismo que la filosofía alemana posterior, estaba, por el contrario, profundamente influido por la historia alemana; mucho de lo que parece extraño en la especulación filosófica alemana refleja el estado de espíritu de una vigorosa nación, privada, por accidentes históricos, de su porción natural de Poder. Alemania había debido su posición internacional al Sacro Imperio Romano, pero el emperador había perdido gradualmente el dominio de sus nominales súbditos. El último emperador poderoso fue Carlos V y éste debió su Poder a sus posesiones españolas y a los Países Bajos. La Reforma y la guerra de los Treinta Años destruyeron lo que había quedado de unidad alemana, dejando un cierto número de pequeños principados que estaban a merced de Francia. En el siglo XVIII, sólo un Estado alemán, Prusia, había resistido con éxito a los franceses; por esto es por lo que Federico fue llamado el Grande. Pero la misma Prusia había caído ante Napoleón, al ser derrotada en la batalla de Jena. La resurrección de Prusia bajo Bismarck apareció como una restauración del pasado heroico de Alarico, Carlomagno y Barbarroja. (Para los alemanes, Carlomagno es alemán, no francés). Bismarck mostró su sentido de la Historia cuando dijo: «Nosotros no iremos a Canosa».

Sin embargo, aunque predominante políticamente, Prusia estaba en lo cultural menos adelantada que gran parte de la Alemania occidental; esto explica por qué muchos alemanes eminentes, incluyendo a Goethe, no lamentasen el éxito de Napoleón en Jena. Alemania, a principios del siglo XIX, presentaba una extraordinaria diversidad cultural y económica. En la Prusia oriental persistía la servidumbre; la aristocracia rural estaba en gran parte sumida en una bucólica ignorancia y los labradores carecían por completo hasta de los rudimentos de la educación. La Alemania occidental, por otra parte, había estado parcialmente sometida a Roma en la Antigüedad; había estado bajo la influencia francesa desde el siglo XVII; había sido ocupada por los ejércitos franceses revolucionarios y había adoptado instituciones tan liberales como las de Francia. Algunos de los príncipes eran inteligentes protectores de las artes y de las ciencias, imitando en sus cortes a los príncipes del Renacimiento; el ejemplo más notable era Weimar, donde el gran duque era protector de Goethe. Los príncipes, como es natural, eran en su mayor parte opuestos a la unidad alemana, puesto que ello destruiría su independencia. Eran, por lo tanto, antipatriotas, lo mismo que muchos de los hombres eminentes que dependían de ellos, ante quienes aparecía Napoleón como el misionero de una cultura más alta que la de Alemania.

Gradualmente, durante el siglo XIX, la cultura de la Alemania protestante se hizo cada vez más prusiana. Federico el Grande, como librepensador y admirador de la filosofía francesa, se había esforzado por hacer de Berlín un centro cultural; la Academia de Berlín tenía como presidente perpetuo a un francés eminente, Maupertuis, que no obstante fue desgraciadamente víctima de la mortal ridiculización de Voltaire. Los esfuerzos de Federico, como los de los demás déspotas ilustrados de su época, no incluían la reforma económica o política; todo lo que se logró en realidad fue un coro de intelectuales alquilados. Después de su muerte, fue en Alemania donde se hallaron de nuevo la mayor parte de los hombres de cultura.

La filosofía alemana estaba más vinculada a Prusia que la literatura y el arte. Kant fue súbdito de Federico el Grande; Fichte y Hegel fueron profesores en Berlín. Kant fue poco influido por Prusia; en realidad, tuvo dificultades con el Gobierno prusiano por su filosofía liberal. Pero Fichte y Hegel fueron intérpretes filosóficos de Prusia e hicieron mucho para preparar el camino a la posterior identificación del patriotismo alemán con la admiración a Prusia. Su obra en este aspecto la continuaron los grandes historiadores alemanes, particularmente Mommsen y Treitschke. Bismarck persuadió por último a la nación alemana a aceptar la unificación bajo Prusia y dio de este modo la victoria a los elementos de menos espíritu internacional de la cultura alemana.

Durante todo el período posterior a la muerte de Hegel, la mayor parte de la filosofía académica siguió siendo tradicional y, por consiguiente, no muy importante. La filosofía empírica británica predominó en Inglaterra hasta casi finales del siglo, y en Francia hasta una época un poco anterior; luego, gradualmente, Kant y Hegel fueron conquistando las universidades de Francia e Inglaterra, en lo que respecta a sus maestros de filosofía técnica. El público general educado fue poco influido, sin embargo, por este movimiento, que tuvo pocos adeptos entre los hombres de ciencia. Los escritores que continuaban la tradición académica —John Stuart Mill, por el lado empirista; Lotze, Sigwart, Bradley y Bosanquet, por el lado del idealismo alemán— no podían colocarse en el rango de los filósofos, es decir, no eran ninguno de ellos iguales a los hombres cuyos sistemas, en general, habían adoptado. La filosofía académica permaneció con frecuencia al margen del pensamiento más vigoroso de la época; por ejemplo, en los siglos XVI y XVII, cuando era todavía principalmente escolástico. Siempre que ocurre esto, el historiador de la filosofía tiene que ocuparse menos de los profesores que de los herejes no profesionales.

Muchos de los filósofos de la Revolución francesa combinaban la ciencia con las creencias vinculadas a Rousseau. Helvecio y Condorcet pueden considerarse como ejemplos típicos en su combinación del racionalismo y del entusiasmo.

Helvecio (1715-1771) tuvo el honor de que su libro De l’Esprit (1758) fuera condenado por la Sorbona y quemado por el verdugo. Bentham lo leyó en 1769 e inmediatamente determinó consagrar su vida a los principios de la legislación, diciendo: «Lo que Bacon fue para el mundo físico, lo fue Helvecio para la moral. El mundo moral ha tenido, por consiguiente, su Bacon, pero aún le falta su Newton». James Mill tomó a Helvecio por guía suyo en la educación de su hijo John Stuart.

Siguiendo la doctrina de Locke de que la mente es una tabula rasa, Helvecio consideró que las diferencias entre los individuos se debían enteramente a las diferencias de educación: en todo individuo sus talentos y sus virtudes son el resultado de su educación. El genio, sostiene, se debe con frecuencia al azar: si Shakespeare no hubiera sido sorprendido robando, habría sido un comerciante de lana. Su interés por la legislación procede de la doctrina de que los principales instructores de la adolescencia son las formas de gobierno y las consiguientes maneras y costumbres. Los hombres nacen ignorantes, no estúpidos; la educación es la que los hace estúpidos.

En moral, Helvecio era utilitario; consideraba que el placer era el bien. En religión era deísta y ardorosamente anticlerical. En teoría del conocimiento adoptó una versión simplificada de Locke: «Iluminados por Locke, sabemos que debemos nuestras ideas a los órganos de los sentidos y, consiguientemente, a nuestra mente». La sensibilidad física, dice, es la sola causa de nuestras acciones, de nuestros pensamientos, de nuestras pasiones y de nuestra sociabilidad. Difiere fuertemente de Rousseau en cuanto al valor del conocimiento, que reputa muy alto.

Su doctrina es optimista, ya que sólo se necesita una perfecta educación para que los hombres sean perfectos. Se encuentra en ella la insinuación de que sería fácil hallar una educación perfecta si se apartara a los sacerdotes de este camino.

Condorcet (1743-1794) tiene opiniones parecidas a las de Helvecio, pero está más influido por Rousseau. Los derechos del hombre, dice, derivan todos de esta sola verdad, de que es un ser sensible, capaz de hacer razonamientos y de adquirir ideas morales, de lo que se desprende que los hombres no pueden estar ya divididos en gobernantes y súbditos, en engañadores y engañados. Estos principios, por los que el generoso Sydney dio su vida, y a los que Locke vinculó la autoridad de su nombre, fueron más tarde desarrollados con más precisión por Rousseau. Locke, dice éste, fue el primero que mostró los límites del conocimiento humano. Su «método se convirtió pronto en el de todos los filósofos y ha sido aplicándolo a la moral, a la política y a la economía como han logrado éstos alcanzar en esas ciencias una vía casi tan segura como la de las ciencias naturales».

Condorcet admira mucho la revolución americana. «El simple sentido común enseñó a los habitantes de las colonias británicas que los ingleses nacidos al otro lado del Atlántico tenían precisamente los mismos derechos que los nacidos en el meridiano de Greenwich». La Constitución de los Estados Unidos, dice, está basada en los derechos naturales, y la revolución americana hizo que los derechos del hombre fueran conocidos por toda Europa, desde el Neva hasta el Guadalquivir. Sin embargo, los principios de la Revolución francesa son «más puros, más precisos, más profundos que los que guiaron a los americanos». Estas palabras fueron escritas cuando estaba ocultándose de Robespierre; poco después fue prendido y encarcelado. Murió en la prisión, pero hay duda sobre la forma en que murió.

Creía en la igualdad de las mujeres. Fue también el inventor de la teoría de la población de Malthus, que, sin embargo, no tuvo para él las sombrías consecuencias que tuvo para Malthus, porque la adaptó a la necesidad del control de nacimientos. El padre de Malthus fue discípulo de Condorcet y de este modo conoció Malthus la teoría.

Condorcet es aún más entusiasta y optimista que Helvecio. Cree que con la difusión de los principios de la Revolución francesa desaparecerían pronto las enfermedades sociales más importantes. Quizá tuvo suerte en no vivir después de 1794.

Las doctrinas de los filósofos revolucionarios franceses, convertidas en algo menos entusiasta y preciso, fueron llevadas a Inglaterra por los radicales filósofos, de los que Bentham fue el jefe reconocido. Bentham estuvo al principio casi exclusivamente interesado en el derecho; gradualmente, según se fue haciendo viejo, sus intereses fueron ampliándose y sus opiniones haciéndose menos subversivas. Después de 1808 fue republicano, creía en la igualdad de las mujeres, era enemigo del imperialismo y demócrata decidido. Algunas de estas opiniones las debía a James Mill. Ambos creían en la omnipotencia de la educación. La adopción por Bentham del principio de «la mayor felicidad del mayor número» se debió sin duda al sentimiento democrático, pero esto implicaba oposición a la doctrina de los derechos del hombre, que él caracterizaba lisa y llanamente de desatino.

Los radicales filosóficos diferían de hombres como Helvecio y Condorcet en muchos aspectos. Por temperamento eran pacientes y aficionados a realizar sus teorías con detalles prácticos. Concedían gran importancia a la economía, de la que creían haber hecho una ciencia. Las tendencias al entusiasmo, que existían en Bentham y John Stuart Mill, pero no en Malthus o James Mill, fueron mantenidas severamente en jaque por esta ciencia y particularmente por la sombría versión malthusiana de la teoría de la población, según la cual la mayoría de los asalariados tenían siempre —salvo inmediatamente después de una epidemia— que ganar la cantidad mínima estrictamente indispensable para vivir ellos y sus familias. Otra gran diferencia entre los benthamistas y sus predecesores franceses fue que en la Inglaterra industrial hubo un violento conflicto entre los patronos y los asalariados, que dio origen al sindicalismo y al socialismo. En este conflicto, los benthamistas, en general, se pusieron al lado de los patronos frente a los trabajadores. Sin embargo, su último representante, John Stuart Mill, fue gradualmente dejando de prestar adhesión a los rígidos principios de su padre y se fue haciendo, a medida que iba madurando en edad, menos hostil al socialismo y menos convencido de la eterna verdad de la economía clásica. Según su autobiografía, este proceso se lo sugirió la lectura de los poetas románticos.

Los benthamistas, aunque al principio revolucionarios de un modo suave, gradualmente dejaron de serlo, en parte por haber logrado convertir al Gobierno británico a algunas de sus opiniones, y en parte por la oposición a la creciente fuerza del socialismo y del sindicalismo. Los hombres contrarios a la tradición, según hemos mencionado ya, eran de dos clases, racionalistas y románticos, aunque, en hombres como Condorcet, ambos elementos estaban combinados. Los benthamistas eran casi totalmente racionalistas, lo mismo que los socialistas que se rebelaron contra ellos al mismo tiempo que contra el orden económico existente. Este movimiento no adopta una filosofía completa hasta que llegamos a Marx, al que examinaremos en un capítulo posterior.

La forma romántica de la rebelión es muy diferente de la forma racionalista, aunque ambas derivan de la Revolución francesa y de los filósofos que inmediatamente la precedieron. La forma romántica se ve en Byron con ropaje no filosófico, pero en Schopenhauer y en Nietzsche ha aprendido el lenguaje de la filosofía. Tiende a destacar la voluntad a expensas del intelecto, a sentir impaciencia ante las cadenas del razonamiento y a glorificar la violencia de ciertas clases. En la política práctica es importante como aliada del nacionalismo. En tendencia, aunque no siempre de hecho, es claramente hostil a lo que comúnmente se llama razón y tiende a ser anticientífica. Algunas de sus formas más extremas se hallan entre los anarquistas rusos, pero en Rusia fue la forma racionalista de la rebelión la que prevaleció finalmente. Fue Alemania, siempre más susceptible al romanticismo que ningún otro país, la que proporcionó una salida gubernamental a la filosofía antirracional de la voluntad pura.

Hasta aquí, las filosofías que hemos examinado han tenido una inspiración tradicional, literaria o política. Pero había otras dos fuentes de criterio filosófico: la ciencia y la producción maquinista. La segunda de estas fuentes comenzó su influencia teórica con Marx y desde entonces ha ido creciendo en importancia. La primera ha sido importante desde el siglo XVII, pero adoptó formas nuevas durante el siglo XIX.

Lo que Galileo y Newton fueron respecto al siglo XVII, lo fue Darwin respecto al XIX. La teoría de Darwin tenía dos partes. Por una, tenemos la doctrina de la evolución, que sostenía que las diferentes formas de vida se habían desarrollado gradualmente a partir de un origen común. Esta doctrina, aceptada generalmente ahora, no era nueva. Había sido mantenida por Lamarck y por el precursor de Darwin, Erasmo, para no mencionar a Anaximandro. Darwin aportó una inmensa masa de pruebas para la doctrina y en la segunda parte de su teoría creyó haber descubierto la causa de la evolución. De esta suerte dio a la doctrina una popularidad y una fuerza científica que no había tenido anteriormente, pero, desde luego, no la había inventado él.

La segunda parte de la teoría de Darwin era la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto. Todos los animales y plantas se multiplican con más rapidez que los medios con que la Naturaleza puede atenderlos; por consiguiente, en cada generación perecen muchos antes de llegar a la edad de la reproducción. ¿Qué es lo que determina la supervivencia? En cierta medida, sin duda alguna, la pura casualidad, pero hay otra causa de más importancia. Animales y plantas no son, por lo general, exactamente iguales a sus padres, sino que difieren ligeramente por exceso o por defecto en alguna característica mensurable. En un medio dado, los miembros de la misma especie compiten por la supervivencia, y los mejor adaptados al medio tienen las mayores probabilidades. Por consiguiente, entre las variaciones fortuitas, las que son favorables predominarán entre los adultos en cada generación. De este modo, de época en época, el venado corre más aprisa, los gatos acechan su presa más silenciosamente y los cuellos de las jirafas van siendo más largos. Darwin pensaba que, dado un margen de tiempo suficiente, este mecanismo podía explicar en su totalidad el largo desarrollo existente desde los protozoos hasta el homo sapiens.

Esta parte de la teoría de Darwin ha sido muy discutida y muchos biólogos estiman que está sujeta a muchas cualificaciones importantes. Esto, sin embargo, no es lo que más interesa al historiador de las ideas del siglo XIX. Desde el punto de vista histórico, lo interesante es la extensión, hecha por Darwin, a la totalidad de la vida de la economía que caracterizaba a los radicales filosóficos. La fuerza motriz de la evolución, según él, es una especie de economía biológica en un mundo de competencia libre. Fue la doctrina de la población de Malthus la que sugirió a Darwin la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto como origen de la evolución.

Darwin era liberal, pero sus teorías tuvieron consecuencias en cierto grado hostiles al liberalismo tradicional. La doctrina de que todos los hombres nacen iguales y que las diferencias entre los adultos se deben totalmente a la educación era incompatible con su acentuación de las diferencias congénitas entre miembros de la misma especie. Si, como sostiene Lamarck, y como el mismo Darwin estaba dispuesto a conceder hasta cierto punto, las características adquiridas se heredaban, esta oposición a criterios como el de Helvecio podía suavizarse un poco. Mas aparecía que sólo las características congénitas se heredan, aparte de ciertas excepciones no muy importantes. De este modo, las diferencias congénitas entre los hombres adquieren una importancia fundamental.

Hay otra consecuencia de la teoría de la evolución, independiente del mecanismo particular sugerido por Darwin. Si hombres y animales tienen un origen común, y si los hombres se han desarrollado en unas etapas de tal lentitud que hay criaturas que no sabemos si clasificar como humanas o no, se suscita la cuestión: ¿en qué estadio de la evolución comenzaron los hombres, o sus antepasados semihumanos, a ser todos iguales? ¿Habría llevado a cabo el Pithecantropus erectus, si hubiera sido educado de un modo conveniente, una obra tan buena como la de Newton? ¿Habría escrito el Hombre de Piltdown la poesía de Shakespeare si hubiera habido alguien que le hubiera sorprendido robando? Un decidido igualitario que responda a estas preguntas en sentido afirmativo se verá obligado a considerar a los monos como los iguales de los seres humanos. ¿Y por qué hemos de detenernos en los monos? No veo de qué forma puede oponerse a un argumento en favor del voto para las ostras. Un partidario de la doctrina de la evolución puede mantener, no sólo que la doctrina de la igualdad de todos los hombres, sino asimismo la de los derechos del hombre, tiene que ser condenada como antibiológica, puesto que hace una distinción demasiado acentuada entre los hombres y los demás animales.

Sin embargo, hay otro aspecto del liberalismo que afianzó mucho la doctrina de la evolución: la creencia en el progreso. Mientras el estado del mundo permitía el optimismo, la evolución fue acogida con entusiasmo por los liberales, tanto por este motivo como porque daba nuevos argumentos contra la teología ortodoxa. El mismo Marx, aunque sus doctrinas son en algunos aspectos predarwinianas, deseaba dedicar su libro a Darwin.

El prestigio de la biología hizo que los hombres cuyo pensamiento estaba influido por la ciencia, aplicaran al mundo categorías biológicas en vez de mecanicistas. Se supuso que todo evolucionaba y era fácil imaginar una meta inmanente. A pesar de Darwin, muchos hombres consideraron que la evolución justificaba la creencia en una finalidad cósmica. El concepto de organismo vino a ser considerado como la clave de las explicaciones científicas y filosóficas de las leyes naturales y el pensamiento atomístico del siglo XVIII se consideró superado. Este punto ha acabado por influir hasta en la física teórica. En política conduce naturalmente a destacar la comunidad en oposición al individuo. Esto se halla en armonía con el Poder creciente del Estado; así como con el nacionalismo, que puede apelar a la doctrina darwiniana de la supervivencia del más apto, aplicada, no a los individuos, sino a las naciones. Pero aquí estamos pasando a la región de las opiniones extracientíficas sugeridas a un público amplio por doctrinas científicas entendidas de modo imperfecto.

Mientras la biología ha militado contra un concepto mecánico del mundo, la moderna técnica económica ha tenido un efecto opuesto. Hasta finales del siglo XVIII, la técnica científica, como opuesta a las doctrinas científicas, no tuvo ningún efecto importante sobre la opinión. Sólo con el auge del industrialismo empezó la técnica a influir en el pensamiento de los hombres. E incluso entonces, durante mucho tiempo, el efecto fue más o menos indirecto. Los hombres que producen teorías filosóficas tienen poco contacto, por lo general, con la maquinaria. Los románticos advirtieron y odiaron la fealdad que el industrialismo estaba introduciendo en lugares hasta entonces bellos y la vulgaridad (así la consideraban) de los que hacen dinero con el comercio. Esto los enfrentó con la clase media, lo que los llevó en ocasiones a algo parecido a una alianza con los campeones del proletariado. Engels elogiaba a Carlyle, sin darse cuenta de que lo que éste deseaba no era la emancipación de los asalariados, sino su sometimiento al tipo de patronos que habían tenido en la Edad Media. Los socialistas acogieron bien al industrialismo, pero deseaban liberar a los obreros industriales del sometimiento al poder de los patronos. Fueron influidos por el industrialismo en los problemas que consideraban, pero no mucho en las ideas que empleaban en la solución de sus problemas.

El efecto más importante de la producción maquinista sobre el panorama imaginativo del mundo es un inmenso aumento en el sentimiento del poder humano. Esto es sólo una aceleración del proceso que comenzó antes del alborear de la Historia, cuando los hombres temieron menos a los animales salvajes con la invención de las armas, y su temor al hambre con la invención de la agricultura. Pero la aceleración ha sido tan grande como para elaborar un concepto radicalmente nuevo en los que manejan las fuerzas que la técnica moderna ha creado. En los tiempos anteriores, las montañas y las cataratas eran fenómenos naturales; ahora una montaña molesta puede ser demolida y puede crearse una catarata necesaria. Antes había desiertos y regiones fértiles; ahora el desierto puede convertirse en tierra fértil, si la gente cree que vale la pena, y las regiones fértiles se convierten en desiertos por los optimistas con insuficiente base científica. Antes los campesinos vivían como habían vivido sus padres y sus abuelos, y creían en lo que sus padres y sus abuelos habían creído; todo el Poder de la Iglesia no había podido desarraigar las ceremonias paganas, que habían comenzado a tener un ropaje cristiano al ser relacionadas con los santos locales. Ahora las autoridades pueden decretar lo que los hijos de los campesinos tienen que aprender en la escuela y pueden transformar la mentalidad de los labradores en el período de una generación; creemos que esto se ha logrado en Rusia.

De este modo surge, en los que dirigen los negocios o en los que están en contacto con ellos, una nueva creencia en el Poder: primero, en el poder del hombre en sus conflictos con la Naturaleza, y, luego en el poder de los gobernantes frente a los seres humanos, cuyas creencias y aspiraciones tratan de controlar por la propaganda científica, especialmente la educación. El resultado es una disminución de la fijeza; ningún cambio parece imposible. La Naturaleza es una materia prima; lo mismo es la parte de la raza humana que no participa efectivamente en el Gobierno. Hay ciertos conceptos viejos que representan la creencia de los hombres en los límites del poder humano; los dos principales son Dios y la verdad. (No quiero decir que estos dos estén lógicamente relacionados). Tales conceptos tienden a disolverse; si no explícitamente negados, pierden importancia y se conservan sólo de un modo superficial. Toda esta ciudad es nueva y es imposible decir cómo se adaptará la humanidad a ella. Ya ha producido inmensos cataclismos y sin duda producirá otros en el futuro. Idear una filosofía capaz de contender con los hombres intoxicados por la perspectiva de un Poder casi ilimitado y también con la apatía de los que no tienen ningún Poder es la tarea más apremiante de nuestro tiempo.

Aunque muchos creen aún sinceramente en la igualdad humana y en la democracia teórica, la imaginación de la gente moderna está profundamente influida por el tipo de organización social sugerido por la organización de la industria en el siglo XIX, que es esencialmente antidemocrático. De una parte están los capitanes de industria y de la otra la masa de los trabajadores. Este quebrantamiento de la democracia desde dentro no es reconocido aún por los ciudadanos corrientes de los países democráticos, pero ha sido una preocupación de muchos filósofos a partir de Hegel, y la tajante oposición que descubrieron entre los intereses de los muchos y los de los pocos ha encontrado expresión práctica en el fascismo. Entre los filósofos, Nietzsche estaba descaradamente de la parte de los pocos. Marx, con todo entusiasmo, al lado de los muchos. Quizá Bentham fue el único que intentó una reconciliación de los intereses en pugna; por consiguiente, incurrió en la hostilidad de ambas partes.

Para formular cualquier ética moderna satisfactoria de las relaciones humanas será esencial reconocer las necesarias limitaciones del poder de los hombres sobre el medio no humano y las deseables limitaciones de los poderes de unos hombres sobre otros.