CAPÍTULO XX

Kant

a) El idealismo alemán en general

La filosofía estuvo dominada en el siglo XVIII por los empiristas británicos, de los que Locke, Berkeley y Hume pueden tomarse como representantes. En estos hombres había un conflicto, que ellos mismos parecen haber ignorado, entre su disposición de espíritu y la tendencia de sus doctrinas teóricas. Por la índole de su espíritu eran ciudadanos de inclinación social, nada individualistas, sin injusta ansia de Poder, predispuestos en favor de un mundo tolerante donde, dentro de los límites del código penal, cada hombre pudiera hacer lo que gustara. Eran tranquilos, hombres de mundo, urbanos y amables. Pero mientras su naturaleza era social, su filosofía teórica los llevaba al subjetivismo. No era una tendencia nueva; había existido en la Antigüedad tardía, muy acentuadamente en San Agustín; había sido reavivada en los tiempos modernos por el cogito de Descartes y, culminó momentáneamente en las mónadas sin ventanas de Leibniz. Éste creía que todo en su experiencia seguiría inmutable si el resto del mundo fuera aniquilado; no obstante, se consagró a la unión de las Iglesias católica y protestante. Una inconsecuencia similar aparece en Locke, Berkeley y Hume.

En Locke la inconsecuencia está incluso en la teoría. Vimos en un capítulo anterior que Locke dice, por una parte: «Puesto que la mente, en todos sus pensamientos y razonamientos, no tiene más objeto inmediato que sus ideas, que sólo ella contempla o puede contemplar, es evidente que nuestro conocimiento versa únicamente acerca de ellas». Y: «El conocimiento es la percepción del acuerdo o desacuerdo de dos ideas». No obstante, sostiene que tenemos tres clases de conocimiento de la existencia real: intuitivo, de nuestra propia existencia; demostrativo, de la existencia de Dios; y sensible, de las cosas presentes a los sentidos. Las ideas simples, sostiene, son «el producto de cosas que operan en la mente de un modo natural». Cómo sabe esto, no lo explica; ciertamente rebasa «el acuerdo o desacuerdo de dos ideas».

Berkeley dio un paso importante para determinar esta inconsecuencia. Para él sólo hay mentes y las ideas de éstas; el mundo físico externo queda abolido. Pero tampoco llegó a captar todas las consecuencias de los principios epistemológicos que había tomado de Locke. Si hubiera sido completamente consecuente, hubiera negado el conocimiento de Dios y de todas las mentes, excepto la suya propia. De tal negación se vio cohibido por sus sentimientos como sacerdote y como ser social.

Hume no eludió nada en la búsqueda de la consecuencia teórica, pero no sintió el impulso de conformar su práctica con su teoría. Negó el yo y arrojó la duda sobre la inducción y la causalidad. Aceptó la abolición berkeleyana de la materia, pero no el sustituto que Berkeley ofreció en la forma de ideas de Dios. Es cierto que, como Locke, no admitía ninguna idea simple sin una impresión antecedente, y sin duda imaginaba una impresión como un estado de la mente producido de modo directo por algo externo a ella. Pero no podía admitir esto como una definición de la impresión, puesto que ponía en duda la noción de causa. Pongo en duda que él o sus discípulos se dieran plena cuenta de este problema respecto a las impresiones. Es obvio que, conforme a su criterio, una impresión hubiera tenido que ser definida por algún carácter intrínseco que le distinguiera de una idea, puesto que no podía ser definida causalmente. No podía, por lo tanto, argüir que las impresiones dan conocimiento de las cosas exteriores a nosotros, como había hecho Locke y, en una forma modificada, Berkeley. Debía, por consiguiente, haberse creído encerrado en un mundo solipsístico e ignorante de todo, salvo de sus propios estados mentales y de sus relaciones.

Hume, por su consecuencia, mostró que el empirismo, llevado a su conclusión lógica, conducía a resultados que pocos seres humanos podían ser persuadidos a aceptar, y abolía, en todo el dominio de la ciencia, la distinción entre la creencia racional y la credulidad. Locke había previsto este peligro. Pone en boca de un supuesto crítico el argumento: «Si el conocimiento consiste en el acuerdo de ideas, el entusiasta y el moderado están a un mismo nivel». Locke, que vivió en un tiempo en que los hombres se habían cansado del entusiasmo, no halló ninguna dificultad para persuadir a éstos de la validez de su réplica a esta crítica. Rousseau, que llega en un momento en que la gente estaba, a su vez, cansada de la razón, reavivó el entusiasmo y, aceptando la bancarrota de la razón, permitió al corazón decidir cuestiones que la cabeza dejaba en duda. De 1750 a 1794, el corazón fue hablando cada vez más alto: por último, Termidor puso fin, por un tiempo, a sus feroces pronunciamientos, por lo menos en lo que respecta a Francia. Bajo Napoleón el corazón y la cabeza fueron reducidos al silencio.

En Alemania, la reacción contra el agnosticismo de Hume adoptó una forma más profunda y sutil que la que Rousseau le había dado. Kant, Fichte y Hegel desarrollaron un nuevo tipo de filosofía destinado a defender el conocimiento y la virtud de las doctrinas subversivas de finales del siglo XVIII. En Kant, y más aún en Fichte, la tendencia subjetivista que empieza en Descartes fue llevada a nuevos extremos; en este aspecto, no hubo al principio ninguna reacción contra Hume. En lo que se refiere al subjetivismo, la reacción empezó con Hegel, quien buscó, por medio de su lógica, el modo de establecer una nueva vía de escape del individuo al mundo.

Todo el idealismo alemán tiene afinidades con el movimiento romántico. Éstas son notorias en Fichte y todavía más en Schelling; son menores en Hegel.

Kant, el fundador del idealismo alemán, no es importante políticamente, aunque escribió algunos ensayos interesantes sobre cuestiones políticas. Fichte y Hegel, por el contrario, expusieron doctrinas políticas que tuvieron, y tienen todavía, una profunda influencia en el curso de la Historia. Ninguno puede ser entendido sin un estudio previo de Kant, del que trataremos en este capítulo.

Hay ciertas características comunes de los idealistas alemanes, que pueden mencionarse sin necesidad de entrar en detalles.

La crítica del conocimiento, como medio de llegar a conclusiones filosóficas, la pone de relieve Kant y es aceptada por sus seguidores. Se carga el acento sobre el espíritu como opuesto a la materia, lo que conduce al final a la afirmación de que sólo existe el espíritu. Hay una negación vehemente de la moral utilitaria en favor de sistemas que se sostiene están demostrados por argumentos filosóficos abstractos. Hay un tono escolástico que hallamos ausente en los primeros filósofos franceses e ingleses; Kant, Fichte y Hegel fueron profesores universitarios que se dirigían a auditorios versados, no caballeros ociosos que se dirigían a aficionados. Aunque sus efectos fueron en parte revolucionarios, no eran intencionadamente subversivos; Fichte y Hegel estaban interesados claramente en la defensa del Estado. Las vidas de todos ellos fueron ejemplares y académicas, sus opiniones sobre las cuestiones morales eran estrictamente ortodoxas. Hicieron innovaciones en teología, pero las hicieron en interés de la religión.

Con estas indicaciones preliminares, pasemos al estudio de Kant.

b) Bosquejo de la filosofía de Kant

Immanuel Kant (1724-1804) es considerado generalmente como el más grande de los filósofos modernos. No estoy de acuerdo con esta apreciación, pero sería estúpido no reconocer su gran importancia.

Durante toda su vida, Kant vivió en o cerca de Koenigsberg, en la Prusia oriental. Su vida exterior fue académica y sin incidentes, aunque vivió la guerra de los Siete Años (durante parte de la cual ocuparon los rusos la Prusia oriental), la Revolución francesa y la primera parte de la carrera de Napoleón. Se educó en la versión wolfiana de la filosofía de Leibniz, pero la abandonó por dos influencias: Rousseau y Hume. Hume, con su crítica del concepto de causalidad, le despertó de sus sueños dogmáticos —al menos eso dice él—, pero el despertar fue sólo temporal y pronto inventó un soporífero que le permitió dormir de nuevo. Hume, para Kant, fue un adversario que había que refutar, pero la influencia de Rousseau tuvo mayor profundidad. Kant era un hombre de unas costumbres tan regulares que la gente acostumbraba a poner sus relojes en hora cuando pasaba por sus puertas dando su paseo, pero en una ocasión su normalidad se vio interrumpida por unos días; fue cuando estaba leyendo el Emilio. Decía que debía leer los libros de Rousseau varias veces, porque, a la primera lectura, la belleza del estilo le impedía enterarse del asunto. Aunque había sido educado como pietista, era liberal, tanto en política como en teología; simpatizó con la Revolución francesa hasta el momento del Terror, y era un creyente en la democracia. Su filosofía, como veremos, permitía una apelación al corazón contra los fríos dictados de la razón teórica, que podía, con un poco de exageración, considerarse como una versión pedantesca del vicario saboyano. Su principio de que cada hombre debe ser considerado como un fin en sí mismo es una forma de la doctrina de los derechos del hombre; y su amor a la libertad se muestra en su frase (tanto respecto a los niños como a los adultos) de que «no puede haber nada más espantoso que el que las acciones de un hombre deban estar sometidas a la voluntad de otro».

Las primeras obras de Kant se refieren más a la ciencia que a la filosofía. Después del terremoto de Lisboa escribió sobre la teoría de los terremotos; escribió un tratado sobre el viento y un corto ensayo sobre la cuestión de si el viento del Oeste, en Europa, es húmedo porque ha cruzado el Atlántico. La geografía física fue una cuestión que le interesó mucho.

El más importante de sus escritos científicos es su Historia natural general y Teoría de los cielos (1755), que anticipa la hipótesis nebular de Laplace y expone un posible origen del sistema solar. Algunas partes de la obra tienen una notable sublimidad miltoniana. Tiene el mérito de haber inventado lo que resultó ser una hipótesis fecunda, pero no expuso, como Laplace, argumentos importantes en su favor. Hay trozos que son puramente fantásticos, por ejemplo, la doctrina de que todos los planetas están habitados y que los planetas más distantes son los que tienen mejores habitantes; un criterio elogiable por su modestia terrestre, pero que no está apoyado por razones científicas.

En un período en que se hallaba más preocupado por los argumentos de los escépticos de cuanto estuvo antes o después, escribió una curiosa obra titulada Sueños de un espíritu vidente, ilustrados por los sueños de la metafísica (1766). El «espíritu vidente» es Swedenborg, cuyo sistema místico había sido presentado al mundo en una enorme obra de la que se vendieron cuatro ejemplares, tres a compradores desconocidos y uno a Kant. Éste, medio en serio y medio en broma, sugiere que el sistema de Swedenborg, que él llama fantástico, no lo es quizá más que la metafísica ortodoxa. Sin embargo, no desdeña totalmente a Swedenborg. Su lado místico, que existía, aunque no apareciera mucho en sus escritos, admiraba a Swedenborg, a quien califica de «verdaderamente sublime».

Como casi todo el mundo en su tiempo, escribió un tratado sobre lo bello y lo sublime. La noche es sublime, el día es bello; el mar es sublime, la tierra es bella; el hombre es sublime, la mujer es bella, y así sucesivamente.

La Enciclopedia Británica señala que «como no se casó, conservó los hábitos de su juventud estudiosa hasta la vejez». Yo me pregunto si el autor de este artículo era soltero o casado.

La obra más importante de Kant es la Crítica de la razón pura (primera edición, 1781; segunda edición, modificada, 1787). La finalidad de esta obra es probar que, si bien nada de nuestro conocimiento puede trascender la experiencia, es, no obstante, en parte a priori y no inferido inductivamente de la experiencia. La parte de nuestro conocimiento a priori abarca, según él, no sólo la lógica, sino mucho que no puede ser incluido en la lógica ni deducido de ella. Separa dos distinciones que en Leibniz están confundidas. Por una parte, hay la distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas; por otra parte, la distinción entre proposiciones a priori y proposiciones empíricas. Tenemos que decir algo sobre estas distinciones.

Una proposición analítica es aquella en la que el predicado forma parte del sujeto; por ejemplo, «un hombre alto es un hombre» o «un triángulo equilátero es un triángulo». Tales proposiciones se deducen del principio de contradicción; sostener que un hombre alto no es un hombre sería contradictorio. Una proposición sintética es la no analítica. Todas las proposiciones que conocemos sólo por la experiencia son sintéticas. No podemos, por un mero análisis de conceptos, descubrir verdades tales como: «El martes fue un día húmedo», o «Napoleón fue un gran general». Pero Kant, a diferencia de Leibniz y todos los filósofos anteriores, no admite la inversa: todas las proposiciones sintéticas sólo son conocidas por medio de la experiencia. Esto nos lleva a la segunda de las distinciones aludidas.

Una proposición empírica es aquella que no podemos conocer, salvo con ayuda de la percepción sensitiva, bien sea nuestra o de alguien cuyo testimonio aceptamos. Los hechos de la historia y de la geografía son de este tipo; lo mismo ocurre con las leyes de la ciencia, siempre que nuestro conocimiento de su verdad se basa en datos de la observación. Una proposición a priori, por otra parte, es la que, si bien puede ser educida por experiencia, se ve, cuando es conocida, que tiene otra base distinta de la experiencia. A un niño que está aprendiendo aritmética se le puede ayudar mostrándole dos bolas y otras dos, y observando que en total está viendo cuatro. Pero cuando ha comprendido la proposición general «dos y dos son cuatro» ya no necesita demostrarla con ejemplos; la proposición tiene una certeza que la inducción no puede dar a una ley general. Todas las proposiciones de las matemáticas puras son en este sentido a priori.

Hume había probado que la ley de la causalidad no es analítica y había inferido que no podíamos estar ciertos de su verdad. Kant aceptó la tesis de que es sintética, pero, a pesar de ello, mantenía que es conocida a priori. Sostenía que la aritmética y la geometría son sintéticas, pero que son, igualmente, a priori. De este modo, se vio inducido a formular el problema en estos términos:

¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?

La respuesta a esta pregunta, con sus consecuencias, constituye el tema principal de la Crítica de la razón pura.

Kant tenía gran confianza en la solución que dio al problema. Se pasó doce años buscándola, pero sólo tardó unos meses en escribir su larga obra después de que su teoría había tomado forma. En el prefacio a la primera edición dice: «Me atrevo a asegurar que no hay un solo problema metafísico que no haya sido resuelto, o para cuya solución no se haya dado, al menos, la clave». En el prefacio a la segunda edición se compara con Copérnico, y dice que ha efectuado en la filosofía una revolución copernicana.

Según Kant, el mundo exterior sólo produce la materia de la sensación, pero nuestro aparato mental ordena esta materia en espacio y tiempo y proporciona los conceptos por medio de los cuales entendemos la experiencia. Las cosas en sí mismas, que son las causas de nuestras sensaciones, son incognoscibles; no están en el espacio o en el tiempo, no son sustancias, ni pueden ser expresadas por ninguno de esos conceptos generales que Kant llama categorías. El espacio y el tiempo son subjetivos, son parte de nuestro aparato de percepción. Pero justamente por eso podemos estar seguros de que, cualquier cosa que sea lo que experimentemos, mostrará las características de que se ocupan la geometría y la ciencia del tiempo. Si uno llevara siempre gafas azules, podría estar seguro de verlo todo azul (éste no es un ejemplo de Kant). De modo semejante, como llevamos siempre gafas especiales en nuestra mente, estamos seguros de verlo todo en el espacio. Así, la geometría es a priori, en el sentido de que tiene que ser verdad de todo lo experimentado, pero no tenemos ninguna razón para suponer que nada análogo es cierto de las cosas en sí mismas que no experimentamos.

Espacio y tiempo, según Kant, no son conceptos; son formas de intuición. (La palabra alemana es Anschauung, que significa literalmente «mirando a» o mirar. Intuición, aunque es la traducción aceptada, no es totalmente satisfactoria). Hay también conceptos a priori; éstos son las doce categorías que deriva Kant de las formas del silogismo. Las doce categorías están divididas en cuatro series de tres: 1) de cantidad: unidad, pluralidad, totalidad; 2) de cualidad: realidad, negación, limitación; 3) de relación: sustancia y accidente, causa y efecto, reciprocidad; 4) de modalidad: posibilidad, existencia, necesidad. Éstas son subjetivas en el mismo sentido que el espacio y el tiempo, es decir, que nuestra constitución mental es de tal naturaleza que son aplicables a todo lo que experimentamos, pero no hay ninguna razón para suponerlas aplicables a las cosas en sí mismas. En lo que respecta a la causa hay, no obstante, una inconsecuencia, pues las cosas en sí mismas son consideradas por Kant como causas de las sensaciones y sostiene que las voliciones libres son causas de sucesos en el espacio y en el tiempo. Esta inconsecuencia no es una inadvertencia accidental; es una parte esencial de su sistema.

Una gran parte de la Crítica de la razón pura se ocupa en mostrar los errores que surgen de aplicar el espacio, o el tiempo, o las categorías a las cosas no experimentadas. Cuando esto ocurre, sostiene Kant, nos encontramos turbados por las antinomias, es decir, por proposiciones mutuamente contradictorias, cada una de las cuales puede aparentemente ser probada. Kant da cuatro de estas antinomias, consistentes cada una de ellas en tesis y antítesis.

En la primera, la tesis dice: «El mundo tiene un principio en el tiempo y es también limitado en lo que respecta al espacio». La antítesis dice: «El mundo no tiene principio en el tiempo, ni límites en el espacio; es infinito en lo que respecta al tiempo y al espacio».

La segunda antinomia prueba que toda sustancia compuesta está, a la par, formada, y no formada, por partes simples.

La tesis de la tercera antinomia mantiene que hay dos clases de causalidad: una, conforme a las leyes de la Naturaleza; otra, la de la libertad; la antítesis mantiene que sólo hay una causalidad conforme a las leyes de la Naturaleza.

La cuarta antinomia prueba que hay, y no hay, un Ser absolutamente necesario.

Esta parte de la Crítica influyó grandemente en Hegel, cuya dialéctica procede totalmente por antinomias.

En una sección famosa, Kant se dedicó a deshacer todas las pruebas puramente intelectuales de la existencia de Dios. Pone de relieve que tiene otras razones para creer en Dios; éstas las expone más tarde en la Crítica de la razón práctica. Mas por ahora, su propósito es puramente negativo.

Hay, dice, sólo tres pruebas de la existencia de Dios por la pura razón; éstas son la prueba ontológica, la cosmológica y la fisicoteológica.

La prueba ontológica, según la expone él, define a Dios como el ens realissimum, el ser más real; es decir, el sujeto de todos los predicados que pertenecen al ser absolutamente. Se afirma por los que creen válida la prueba que, como el de existencia es uno de esos predicados, este sujeto tiene que tener el predicado de existencia, es decir, tiene que existir. Kant objeta que existencia no es un predicado. Cien táleros imaginados, dice, tienen todos los mismos predicados que cien táleros reales.

La prueba cosmológica afirma: si algo existe, tiene que existir también un Ser absolutamente necesario; ahora bien: yo sé que existo; por consiguiente, un Ser absolutamente necesario existe, y éste tiene que ser el ens realissimum. Kant mantiene que el último paso de este argumento es el argumento ontológico otra vez, y que éste está refutado por lo que se ha dicho ya.

La prueba fisicoteológica es el argumento familiar del designio, pero con un ropaje metafísico. Mantiene que el universo muestra un orden que es prueba de finalidad. Este argumento lo trata Kant con respeto, pero señala que, en el mejor de los casos, demuestra sólo la existencia de un arquitecto, pero no de un Creador, y por tanto, no puede dar un concepto adecuado de Dios. Concluye que «la única teología de razón posible es la que está basada en leyes morales o que trata de guiarse por ellas».

Dios, libertad e inmortalidad, dice, son las tres «ideas de razón». Pero aunque la razón pura nos lleva a formar estas ideas, no puede probar su realidad. La importancia de estas ideas es práctica, es decir, relacionada con la moral. El uso puramente intelectual de la razón conduce a sofismas; su único uso recto está dirigido a fines morales.

El uso práctico de la razón se desarrolla brevemente cerca del final de la Crítica de la razón pura, y con más extensión en la Crítica de la razón práctica (1786). El argumento es que la ley moral requiere justicia, es decir, felicidad proporcional a la virtud. Sólo la Providencia puede asegurar esto, y evidentemente no lo ha asegurado en esta vida. Por consiguiente, hay un Dios y una vida futura; y tiene que haber libertad, pues de otro modo no habría virtud.

El sistema ético de Kant, según lo expone en su Metafísica de la moral (1785), tiene considerable importancia histórica. Este libro contiene el «imperativo categórico» que, al menos como frase, es familiar fuera del círculo de los filósofos profesionales. Como era de esperar, Kant no tiene nada que hacer con el utilitarismo, ni con ninguna doctrina que dé a la moral una finalidad exterior a ella misma. Necesita, dice, «una metafísica de la moral completamente aislada, que no esté mezclada con ninguna teología, física o hiperfísica». Todos los conceptos morales, continúa, tienen su asiento y origen totalmente a priori en la razón. El valor moral existe solamente cuando un hombre actúa por sentimiento del deber; no es bastante que el acto se realice tal como el deber pudiera haberlo prescrito. El comerciante que es honrado por interés propio o el hombre que es amable por impulso benévolo, no son virtuosos. La esencia de la moral ha de derivarse del concepto de ley, pues aunque todo en la Naturaleza actúa conforme a leyes, sólo un ser racional tiene la facultad de actuar conforme a la idea de una ley, es decir, por voluntad. La idea de un principio objetivo, en cuanto impele a la voluntad, se llama un mandato de la razón y la fórmula del mandato se llama imperativo.

Hay dos clases de imperativos: el imperativo hipotético, que dice: «Debes obrar así y así si quieres lograr tal y tal fin», y el imperativo categórico, que dice que cierta clase de acción es objetivamente necesaria, sin consideración a ningún fin. El imperativo categórico es sintético y a priori. Su carácter lo deduce Kant del concepto de ley:

«Si pienso en un imperativo categórico, sé en seguida lo que contiene. Pues como imperativo contiene, además de la ley, sólo la necesidad de que la máxima esté de acuerdo con esta ley, pero la ley no contiene ninguna condición que la limite, no queda nada más que la generalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de las acciones, y que al conformarse, sólo presenta el imperativo como necesario. Por tanto, el imperativo categórico es singular y, de hecho, es éste: Actúa sólo conforme a una máxima que puedas al mismo tiempo desear se convierta en ley general. O: Actúa como si la máxima de tu acción fuera a convertirse por tu voluntad en una ley natural general».

Kant da como ejemplo de la acción del imperativo categórico lo ilícito de pedir dinero prestado, porque si todos nos propusiéramos hacerlo no habría ningún dinero que prestar. Del mismo modo podemos mostrar que el robo y el asesinato están condenados por el imperativo categórico. Mas hay algunos actos que Kant juzgaría, sin duda, ilícitos, pero que no puede demostrarse lo sean conforme a sus principios: por ejemplo, el suicidio; sería totalmente posible que un melancólico deseara que todo el mundo se suicidara. Su máxima parece, en efecto, dar un criterio necesario de virtud, pero no un criterio suficiente. Para obtener un criterio suficiente, tendríamos que abandonar el punto de vista puramente formal de Kant y tener en cuenta los efectos de las acciones. Kant asevera enfáticamente, sin embargo, que la virtud no depende del resultado deseado de una acción, sino sólo del principio que la informa; si esto se admite, no hay posibilidad de nada más concreto que esta máxima.

Kant sostiene, aunque su principio no parece implicar esta consecuencia, que deberíamos actuar de tal modo que consideráramos a cada hombre como un fin en sí mismo. Esto puede considerarse como una forma abstracta de la doctrina de los derechos del hombre, y está expuesto a las mismas objeciones. Si es tomado en serio, sería imposible llegar a una decisión dondequiera que se hallen en pugna los intereses de dos personas. Las dificultades son particularmente obvias en filosofía política, que requiere algún principio, tal como la preferencia por la mayoría, por el cual los intereses de algunos pueden, cuando sea necesario, ser sacrificados a los de otros. Si ha de haber alguna moral de Gobierno, el fin de éste tiene que ser uno, y el único fin compatible con la justicia es el bien de la comunidad. Sin embargo, es posible interpretar el principio kantiano como que significa, no que cada hombre es un fin absoluto, sino que todos los hombres debían contar igualmente en la determinación de las acciones que afectan a muchos. Interpretado así, puede estimarse que el principio da una base moral a la democracia. Con esta interpretación no queda expuesto a la objeción aludida.

El vigor y frescura de la mente de Kant en su vejez se pueden observar a través de su tratado sobre La paz perpetua (1795). En esta obra aboga por una federación de Estados libres, unidos por un convenio que prohíba la guerra. Dice que la razón condena la guerra con todas sus fuerzas y que la guerra sólo puede evitarse con un Gobierno internacional. La constitución política de los Estados componentes debía ser, dice, la republicana, pero define esta palabra como la forma en que el Poder Ejecutivo y el Legislativo están separados. No quiere decir que no deba haber ningún rey; en efecto, afirma que es más fácil lograr un Gobierno perfecto bajo una monarquía. Como escribe bajo la impresión del reinado del Terror, recela de la democracia; dice que ésta es por necesidad un despotismo, puesto que establece un Poder Ejecutivo. «El llamado todo el pueblo, que lleva a cabo sus medidas, no es realmente todo el pueblo, sino sólo una mayoría: de modo que aquí la voluntad universal está en contradicción consigo misma y con el principio de libertad». La fraseología muestra la influencia de Rousseau, pero la importante idea de una federación mundial como medio de asegurar la paz no deriva de Rousseau.

A partir de 1933 —a causa del nazismo— este tratado fue motivo de que Kant cayese en desgracia en su país.

c) La teoría de Kant del espacio y del tiempo

La parte más importante de la Crítica de la razón pura es la doctrina del espacio y del tiempo. En este apartado me propongo hacer un examen crítico de tal doctrina.

Explicar con claridad la doctrina kantiana del espacio y del tiempo no es cosa fácil, porque la misma teoría no es clara. Ésta aparece expuesta en la Crítica de la razón pura y en los Prolegómenos; la segunda exposición es más fácil, pero es menos completa que la de la Crítica. Trataré primero de exponer la teoría, haciéndolo lo mejor que pueda; sólo después de hacerlo, intentaré la crítica.

Kant sostiene que los objetos inmediatos de la percepción se deben en parte a las cosas exteriores y en parte a nuestro propio aparato perceptor. Locke había acostumbrado al mundo a la idea de que las cualidades secundarias —colores, sonidos, sabores, etc.— son subjetivas y que no pertenecen al objeto tal como es en sí mismo. Kant, como Berkeley y Hume, aunque no totalmente del mismo modo, va más allá y hace también subjetivas las cualidades primarias. Kant no pone en duda muchas veces que nuestras sensaciones tengan causas, que él llama «cosas en sí mismas» o noumena. Lo que aparece en la percepción, que él llama un fenómeno, consta de dos partes: la debida al objeto, que llama sensación, y la debida a nuestro aparato subjetivo que, según dice, hace que lo múltiple se ordene en ciertas relaciones. Esta última parte la llama la forma del fenómeno. Esta parte no es la sensación y, por tanto, no depende del accidente del contorno; es siempre la misma, puesto que la llevamos con nosotros, y está a priori en el sentido, sin depender de la experiencia. Una forma pura de sensibilidad es llamada una «intuición pura» (Anschauung); hay dos formas de esta clase, el espacio y el tiempo, una para el sentido exterior y una para el interior.

Para probar que el espacio y el tiempo son formas a priori, tiene Kant dos clases de argumentos: uno, metafísico; otro, epistemológico o, según lo llama él, trascendental. Los argumentos de la primera clase los toma directamente de la naturaleza del espacio y del tiempo; los de la segunda, indirectamente de la posibilidad de la matemática pura. Los argumentos relativos al espacio están más desarrollados que los del tiempo, porque piensa que los segundos son esencialmente lo mismo que los primeros.

En lo que se refiere al espacio, los argumentos metafísicos son cuatro:

1) El espacio no es un concepto empírico, abstraído de las experiencias externas, pues el espacio se presupone al referir las sensaciones a algo externo, y la experiencia externa es sólo posible mediante la representación del espacio.

2) El espacio es una representación necesaria a priori, que está debajo de todas las percepciones externas, pues no podemos imaginar que no haya espacio, aunque podemos imaginar que no haya nada en el espacio.

3) El espacio no es un concepto discursivo o general de las relaciones de las cosas en general, pues hay solamente un espacio, del cual son partes, no casos, lo que llamamos espacios.

4) El espacio se presenta como una magnitud infinita dada, que contiene dentro de sí todas las partes del espacio; esta relación es diferente de la de un concepto con sus casos y, por consiguiente, el espacio no es un concepto sino una Anschauung.

El argumento trascendental referente al espacio se deduce de la geometría. Kant sostiene que la geometría euclidiana es conocida a priori, aunque es sintética, es decir, no deducible de la lógica sola. Las pruebas geométricas, piensa él, dependen de las figuras; podemos ver, por ejemplo que, dadas dos líneas rectas que se cortan perpendicularmente en su punto de intersección, sólo puede trazarse una recta perpendicular a ambas. Este conocimiento —piensa Kant— no está deducido de la experiencia. Pero el único modo en que mi intuición puede anticipar lo que se hallará en el objeto es si contiene solamente la forma de mi sensibilidad, que preceda en mi subjetividad a todas las impresiones reales. Los objetos de los sentidos tienen que obedecer a la geometría, porque la geometría está relacionada con nuestras formas de percibir y, por lo tanto, no podemos percibir de otra manera. Esto explica el por qué la geometría, aunque sintética, es a priori y apodíctica.

Los argumentos relativos al tiempo son en esencia los mismos, excepto que la aritmética sustituye a la geometría con la suposición de que el contar emplea el tiempo.

Examinemos ahora los argumentos uno a uno.

El primero de los argumentos metafísicos relativos al espacio dice: «El espacio no es un concepto empírico abstraído de experiencias externas. Pues con el fin de que ciertas sensaciones puedan ser referidas a algo fuera de mí [es decir, a algo que se halla en una posición en el espacio distinta de aquella en que yo me encuentro] y, además, con el fin de que yo pueda percibirlas como aparte y al lado unas de otras, y no como meramente distintas, sino en lugares diferentes, la representación del espacio tiene que dar ya el fundamento [zum Grande liegen]». Por tanto, la experiencia externa es sólo posible por medio de la representación del espacio.

La frase «fuera de mí [es decir, en un lugar diferente de aquel en que yo me encuentro]» es una frase difícil. Como cosa —en sí—, no estoy en ninguna parte, y nada está especialmente fuera de mí; es solamente mi cuerpo como fenómeno lo que puede aludirse con ello. Así, todo lo que está realmente implicado viene en la segunda parte de la frase, es decir, que yo percibo diferentes objetos como situados en sitios distintos. La imagen que surge en nuestra mente es la de un encargado de un guardarropa que cuelga diferentes prendas en ganchos distintos; los ganchos tienen que existir ya, pero la subjetividad del encargado ordena las prendas.

Hay aquí, como en toda la teoría kantiana de la subjetividad de espacio y tiempo, una dificultad que él parece no haber sentido nunca. ¿Qué me induce a mí a ordenar los objetos de la percepción tal como lo hago y no de otro modo? ¿Por qué, por ejemplo, veo siempre los ojos de las personas por encima de sus bocas y no por debajo? Según Kant, los ojos y la boca existen como cosas en sí y producen mis actos de percepción separados, pero nada en ellas corresponde a la ordenación espacial que existe en mi percepción. Contrastemos con esto la teoría física de los colores. No suponemos que en la materia hay colores en el sentido en que nuestros objetos percibidos tienen colores, sino que creemos que los diferentes colores corresponden a diferentes longitudes de onda. Como las ondas, sin embargo, implican espacio y tiempo, no puede haber, para Kant, ondas en las causas de nuestros objetos percibidos. Si, por otra parte, el espacio y el tiempo de nuestros objetos percibidos tienen contrapartidas en el mundo de la materia, como supone la física, entonces la geometría es aplicable a estas contrapartidas, y los argumentos de Kant fallan. Kant sostiene que la mente ordena la materia prima de la sensación, pero nunca cree necesario decir por qué la ordena como lo hace, y no de otro modo.

Respecto al tiempo, esta dificultad es aún mayor, debido a la intrusión de la causalidad. Yo percibo el relámpago antes de percibir el trueno; una cosa-en-sí A motiva mi percepción del relámpago y otra cosa-en-sí B motiva mi percepción del trueno. Pero A no fue anterior a B, puesto que el tiempo existe solamente en las relaciones de los objetos percibidos. ¿Por qué, entonces, las dos cosas intemporales A y B producen efectos en tiempos distintos? Esto tiene que ser totalmente arbitrario si Kant tiene razón, y no debe haber ninguna relación entre A y B correspondiente al hecho de que el objeto percibido motivado por A es anterior al motivado por B.

El segundo argumento metafísico mantiene que es posible imaginar un espacio sin nada, pero imposible imaginar la inexistencia del espacio. Me parece que no puede basarse ningún argumento serio en lo que podemos o no podemos imaginar; pero yo negaría enérgicamente que podemos imaginar el espacio sin nada en él. Podemos imaginarnos mirando al cielo en una noche oscura nubosa, pero entonces uno mismo está en el espacio e imagina las nubes que no puede ver. El espacio de Kant, como señalaba Vaihinger, es absoluto, como el de Newton, y no meramente un sistema de relaciones. Pero no veo cómo puede imaginarse el espacio vacío absoluto.

El tercer argumento metafísico dice: «El espacio no es un concepto discursivo o, según se dice, un concepto general de las relaciones de cosas en general, sino una intuición pura. Pues en primer lugar, podemos solamente imaginar [sich vorstellen] un solo espacio, y si hablamos de espacios queremos solamente decir partes de uno y mismo espacio único. Y estas partes no pueden preceder al todo como partes suyas…, sino solamente pueden ser pensadas como en él. Éste [espacio] es esencialmente único; lo múltiple en él se apoya solamente en limitaciones». De esto se concluye que el espacio es una intuición a priori.

El quid de este argumento es la negación de pluralidad en el espacio. Lo que llamamos espacios no son ni casos del concepto general «un espacio» ni partes de un agregado. No sé del todo cuáles son, según Kant, las posiciones lógicas de éstos, pero en todo caso son lógicamente subsiguientes al espacio. Para los que adoptan, como ocurre prácticamente a todos los modernos, un criterio relacional del espacio, este argumento se hace imposible de expresar, puesto que ni el espacio ni los espacios pueden sobrevivir como un sustantivo.

El cuarto argumento metafísico se ocupa principalmente de probar que el espacio es una intuición, no un concepto. Su premisa es que el «espacio es imaginado [o representado, vorgestellt] como una magnitud infinita dada». Éste es el criterio de una persona que vive en una región llana, como la de Koenigsberg, no me imagino cómo podría adoptarla un habitante de un valle alpino. Es difícil ver cómo algo infinito puede ser dado. Yo hubiera creído obvio que la parte del espacio dada, es la poblada de objetos de percepción, y respecto a las otras partes sólo tenemos un sentimiento de posibilidad de movimiento. Si un argumento tan vulgar pudiera ser incluido aquí, lo que los astrónomos modernos sostienen no es, en efecto, infinito, sino que da vueltas y vueltas como la superficie del globo.

El argumento trascendental (o epistemológico), que está mejor expuesto en los Prolegómenos, es más preciso que los argumentos metafísicos y es también refutable con más precisión. Geometría, como sabemos ahora, es un nombre que cubre dos estilos diferentes. Por una parte está la geometría pura, que deduce consecuencia de axiomas, sin inquirir si los axiomas son verdaderos; ésta no contiene nada que no se siga por lógica y no es sintética ni tiene ninguna necesidad de figuras como las que se usan en los textos de geometría. Por otra parte, está la geometría como una rama de la física, según aparece, por ejemplo, en la teoría general de la relatividad; ésta es una ciencia empírica, en la que los axiomas son deducidos de medidas y se ha visto que difieren de los de Euclides. Así, de las dos clases de geometría una es a priori pero no sintética, mientras la otra es sintética pero no a priori. Esto deshace el argumento trascendental.

Tratemos de examinar las cuestiones suscitadas por Kant respecto al espacio de una forma más general. Si adoptamos la tesis, que en la física se da por sentada, de que nuestros objetos de percepción tienen causas externas que son (en algún sentido) materiales, nos vemos llevados a la conclusión de que todas las cualidades reales de los objetos de percepción son diferentes de las de sus causas no percibidas, pero hay una cierta semejanza estructural entre el sistema de objetos de percepción y el sistema de sus causas. Hay, por ejemplo, una correlación entre los colores (según son percibidos) y las longitudes de onda (según son inferidas por los físicos). De modo análogo tiene que haber una correlación entre el espacio como ingrediente de los objetos de percepción y el espacio como ingrediente del sistema de las causas no percibidas de los objetos de percepción. Todo esto se basa en la máxima «a igual causa, igual efecto», con su anverso «a diferentes efectos, diferentes causas». De este modo, verbigracia, cuando un objeto de percepción visual A aparece a la izquierda de un objeto de percepción visual B, debemos suponer que hay alguna relación correspondiente entre la causa de A y la causa de B.

Tenemos, conforme a esta tesis, dos espacios, uno subjetivo y otro objetivo, uno conocido por la experiencia y el otro meramente inferido. Pero no hay ninguna diferencia a este respecto entre el espacio y otros aspectos de la percepción, tales como los colores y sonidos. Todos, en sus formas subjetivas, son conocidos empíricamente; todos, en sus formas objetivas, son inferidos por medio de una máxima relativa a la causalidad. No hay ninguna clase de razón para considerar nuestro conocimiento del espacio como diferente en ningún aspecto de nuestro conocimiento del color, del sonido y del olor.

En relación con el tiempo, la cuestión es diferente, puesto que, si nos adherimos a la creencia en las causas no percibidas de los objetos de percepción, el tiempo objetivo tiene que ser idéntico al tiempo subjetivo. Si no, nos encontramos con las dificultades ya consideradas en relación con el relámpago y el trueno. O tomemos un caso como el siguiente: oímos hablar a un hombre, le contestamos, y él nos oye. Su hablar y su escuchar nuestra respuesta se hallan, en lo que a nosotros se refiere, en el mundo no percibido; y en ese mundo, lo primero precede a lo segundo. Además, su hablar precede a nuestra acción de escuchar en el mundo objetivo de la física; nuestro escuchar precede a nuestra réplica en el mundo subjetivo de los objetos de percepción; y nuestra réplica precede al acto suyo de escuchar en el mundo objetivo de la física. Está claro que la relación precede debe ser la misma en todas estas proposiciones. Mientras que hay, por lo tanto, un importante sentido en el que el espacio perceptual es subjetivo, no hay ningún sentido en el que el tiempo perceptual sea subjetivo.

Los argumentos mencionados dan por supuesto, como hace Kant, que los objetos de percepción son causados por «cosas-en-sí» o, como diríamos, por sucesos del mundo físico. Esta suposición, sin embargo, no es lógicamente necesaria en modo alguno. Si la abandonamos, los objetos de percepción dejan de ser en cualquier sentido importante subjetivos, puesto que no hay nada con qué contrastarlos.

La «cosa-en-sí» era un elemento pavoroso de la filosofía de Kant, y fue abandonada por sus inmediatos sucesores, que consiguientemente cayeron en algo muy semejante al solipsismo. Las contradicciones de Kant eran tales como para hacer inevitable que los filósofos que fueran influidos por él se desarrollaran rápidamente en la dirección empírica o en la del absoluto; fue, en efecto, en la segunda dirección en la que se movió la filosofía alemana hasta después de la muerte de Hegel.

El inmediato sucesor de Kant, Fichte (1762-1814), abandonó las «cosas-en-sí» y llevó el subjetivismo a un extremo que parece casi implicar una especie de locura. Sostiene que el Yo es la única realidad última, y que existe porque se afirma a sí mismo; el no-yo, que tiene una realidad subordinada, existe también porque el Yo lo afirma. Fichte no es importante como filósofo puro, sino como fundador teórico del nacionalismo alemán, con sus Discursos a la nación alemana (1807-1808), hechos con la intención de levantar la resistencia alemana contra Napoleón después de la batalla de Jena. El Yo como concepto metafísico fue confundido fácilmente con el Fichte empírico; puesto que el Yo era alemán, se siguió de ello que los alemanes eran superiores a todas las demás naciones. «Tener carácter y ser alemán —dice Fichte— significa indudablemente lo mismo». Sobre esta base, elaboró toda una filosofía de totalitarismo nacionalista que tuvo gran influencia en Alemania.

Su inmediato sucesor, Schelling (1775-1854), era más amable, pero no menos subjetivo. Estuvo estrechamente asociado con los románticos alemanes; filosóficamente, aunque famoso en su tiempo, no es importante. El desarrollo importante de la filosofía de Kant fue el de Hegel.