CAPÍTULO XIX

Rousseau

Juan-Jacobo Rousseau (1712-1778), aunque philosophe en el sentido francés del siglo XVIII, no fue lo que ahora se llamaría un filósofo. No obstante, tuvo una poderosa influencia en la filosofía, lo mismo que en la literatura, en el gusto, en las maneras y en la política. Cualquiera que sea nuestra opinión sobre sus méritos como pensador, tenemos que reconocer su inmensa importancia como fuerza social. Esta importancia procede principalmente de su apelación al corazón y a lo que en su tiempo se llamaba la sensibilidad. Es el padre del movimiento romántico, el iniciador de sistemas de pensamiento que deducen hechos no humanos de emociones humanas, y el inventor de la filosofía política de las dictaduras seudodemocráticas, en oposición a las monarquías absolutas tradicionales. A partir de su tiempo, los que se han considerado reformadores han estado divididos en dos grupos: los que le han seguido y los que siguen a Locke. A veces han cooperado y muchos individuos no veían ninguna incompatibilidad. Pero poco a poco, ésta se ha ido haciendo cada vez más notoria. En nuestros días Hitler ha sido consecuencia de Rousseau; Roosevelt y Churchill, de Locke.

La biografía de Rousseau nos la cuenta en sus Confesiones con gran detalle, pero sin demasiada sujeción a la verdad. Gozaba pintándose como un gran pecador y a veces exageraba en este aspecto. Pero hay bastantes pruebas externas de que carecía de las virtudes corrientes. Esto no le preocupó, porque consideraba que había tenido siempre un corazón ardoroso, lo que no le impidió nunca, sin embargo, cometer acciones villanas con sus mejores amigos. Me limitaré a relatar la parte de su biografía necesaria para comprender su pensamiento y su influencia.

Nació en Ginebra y se educó como calvinista ortodoxo. Su padre, que era pobre, alternaba las profesiones de relojero y maestro de baile; su madre murió cuando él era niño y fue criado por una tía. Abandonó la escuela a los doce años y fue aprendiz de varios oficios, pero los odiaba todos, y a los dieciséis años huyó de Ginebra a Saboya. No teniendo medios de subsistencia, fue a casa de un sacerdote católico y se presentó a él como si deseara convertirse. La conversión formal ocurrió en Turín, en una institución para catecúmenos; el proceso duró nueve días. Expone sus motivos totalmente interesados: «Yo no podía ocultarme a mí mismo que el acto sagrado que iba a realizar era en el fondo el acto de un bandolero». Pero esto fue escrito después de haber vuelto al protestantismo, y no hay ninguna razón para creer que durante algunos años no fuera un sincero católico creyente. En 1742 atestiguó que una casa en la que estaba viviendo en 1730 había sido salvada milagrosamente de un incendio por las oraciones de un obispo.

Habiendo vuelto de la institución de Turín con veinte francos en el bolsillo, entró de lacayo con una dama llamada madame de Vercelli, que murió tres meses después. A su muerte estaba en posesión de una cinta que había pertenecido a ella y que le había robado. Afirmó que se la había dado una sirvienta, a la que él amaba; su afirmación fue creída y ésta castigada. Su excusa es singular: «Nunca estuvo la maldad más lejos de mí que en este cruel momento; y cuando acusé a la pobre muchacha, es contradictorio y, sin embargo, es verdad, que mi afecto por ella fue la causa de lo que hice. Estaba presente a mi espíritu y yo arrojé la culpa mía al primer objeto que se presentó». Éste es un buen ejemplo de la forma en que, en Rousseau, la sensibilidad ocupa el lugar de las virtudes ordinarias.

Después de este incidente, fue amparado por madame de Warens, una conversa del protestantismo como él, dama encantadora que disfrutaba de una pensión del rey de Saboya por los servicios que había prestado a la religión. Durante nueve o diez años la mayor parte del tiempo la pasó en su casa; la llamaba mamá, incluso después de convertirse en su amante. Durante un tiempo, la compartía con el factótum de ella; los tres vivían en la mayor armonía y cuando el factótum murió, Rousseau se sintió apesadumbrado, pero se consoló pensando: «Bien, al menos tendré sus trajes».

En sus primeros años hubo varios períodos en que vivió como vagabundo, viajando a pie, y proveyendo malamente a su subsistencia lo mejor que podía. Durante uno de estos intervalos, un amigo, con quien viajaba, sufrió un ataque epiléptico en las calles de Lyón; Rousseau se aprovechó de la aglomeración para abandonar a su amigo bajo los efectos del ataque. En otra ocasión fue secretario de un hombre que se presentaba como archimandrita en peregrinación al Santo Sepulcro; todavía en otra tuvo un lance con una dama rica, haciéndose pasar por jacobita escocés con el nombre de Dudding.

Sin embargo, en 1743, con ayuda de una gran dama se hizo secretario del embajador francés en Venecia, un borrachín llamado Montaigu, que dejaba el trabajo a Rousseau, pero se olvidaba de pagarle el sueldo. Rousseau desempeñó bien sus obligaciones y la inevitable querella no se debió a su culpa. Fue a París a tratar de obtener justicia; todo el mundo reconocía que tenía razón, pero durante mucho tiempo no se hizo nada. Las vejaciones de este período tuvieron mucho que ver en la actitud adoptada por Rousseau contra el Gobierno existente en Francia, aunque al final le fueron pagados los sueldos que se le debían.

Por esta época (1745) se fue a vivir con Thérèse le Vasseur, sirvienta de su hotel en París. Vivió con ella el resto de su vida (no sin otros lances); tuvo con ella cinco hijos, los cuales llevó al hospicio. Nadie ha podido comprender qué es lo que le atrajo hacia ella. Era fea e ignorante; no sabía leer ni escribir (él le enseñó a escribir, pero no a leer); no sabía los nombres de los meses ni sumar. La madre de ella era codiciosa y avara; las dos utilizaban a Rousseau y a sus amigos como fuentes de ingresos. Rousseau afirma (con verdad o mentira) que nunca sintió un destello de amor por Thérèse; en sus últimos años, ésta se dio a la bebida y a ir detrás de los mozos de caballos. Es probable que le gustase sentirse indudablemente superior a ella, tanto desde el punto de vista intelectual como del económico, y ver que dependía por completo de él. Se sintió siempre incómodo en compañía de los grandes y prefería sinceramente la gente sencilla; en este aspecto su sentimiento democrático era totalmente sincero. Aunque no se llegó a casar con ella, la trataba casi como su mujer, y todas las grandes damas que le protegieron tenían que soportarla.

Su primer éxito literario le llegó algo tarde. La Academia de Dijon ofrecía un premio para el mejor ensayo sobre la cuestión: «¿Han traído las artes y las ciencias beneficios a la humanidad?». Rousseau mantuvo la posición negativa y ganó el premio (1750). Sostenía que la ciencia, las letras y las artes eran los peores enemigos de la moral y que, al crear necesidades, son fuentes de esclavitud; pues ¿cómo pueden imponerse cadenas a los que andan desnudos, como los americanos salvajes? Como era de esperar, defendía a Esparta, frente a Atenas. Había leído las Vidas de Plutarco a los siete años y habían influido mucho sobre él; admiraba particularmente la vida de Licurgo. Como los espartanos, tomaba el éxito en la guerra como prueba del mérito; no obstante, admiraba al «buen salvaje», al que los adulterados europeos podían derrotar en la guerra. La ciencia y la virtud, sostenía, son incompatibles, y todas las ciencias tienen un origen innoble. La astronomía viene de la superstición de la astrología; la elocuencia, de la ambición; la geometría, de la avaricia; la física, de la vana curiosidad; incluso la moral tiene su origen en el orgullo humano. La educación y la imprenta deben lamentarse; todo lo que distingue al hombre civilizado del salvaje es el mal.

Habiendo ganado el premio y logrado súbita fama con este ensayo, Rousseau se puso a vivir de acuerdo con sus máximas. Adoptó la vida sencilla y vendió su reloj, diciendo que ya no tenía ninguna necesidad de saber la hora.

Las ideas del primer ensayo fueron reelaboradas en un segundo, un «discurso sobre la desigualdad» (1754), que, sin embargo, no obtuvo premio. Sostenía que «el hombre es naturalmente bueno y que sólo las instituciones lo han hecho malo»: la antítesis de la doctrina del pecado original y de la salvación por medio de la Iglesia. Como muchos teorizantes políticos de su época, hablaba de un estado de naturaleza, aunque algo hipotéticamente, como «un estado que ya no existe, quizá nunca existió, probablemente no existirá nunca, y del cual, a pesar de todo, es necesario tener ideas justas con el fin de juzgar bien nuestro estado actual». La ley natural debe ser deducida del estado de naturaleza, pero mientras no conozcamos al hombre natural es imposible determinar la ley originariamente prescrita o más adecuada para él. Todo lo que podemos saber es que las voluntades de los sometidos a ella tienen que ser conscientes de su sometimiento y tienen que venir directamente de la voz de la naturaleza. No hace objeción a la desigualdad natural, respecto a la edad, salud, inteligencia, etc., sino solamente a la desigualdad resultante de los privilegios autorizados por la convención.

El origen de la sociedad civil y de las desigualdades sociales consiguientes ha de hallarse en la propiedad privada. «El primer hombre que, habiendo cercado un pedazo de tierra, pensó en decir esto es mío y encontró gente bastante simple para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Luego dice que una revolución deplorable introdujo la metalurgia y la agricultura; el grano es el símbolo de nuestra desventura. Europa es el continente más desgraciado porque tiene más grano y más hierro. Para deshacer el mal sólo es necesario abandonar la civilización, pues el hombre es naturalmente bueno y el salvaje, cuando ha comido, está en paz con toda la naturaleza y es amigo de todos sus compañeros (el subrayado es mío).

Rousseau envió este ensayo a Voltaire, quien replicó (1755): «He recibido su nuevo libro contra la especie humana y le doy las gracias por él. Nunca se ha empleado tanta inteligencia en el designio de hacernos a todos estúpidos. Leyendo su libro se ve que deberíamos andar a cuatro patas. Pero como he perdido el hábito hace más de sesenta años, me veo desgraciadamente en la imposibilidad de reanudarlo. Tampoco puedo embarcarme en busca de los salvajes del Canadá, porque las enfermedades, a que estoy condenado, me hacen necesario un médico europeo; porque la guerra continúa en esas regiones; y porque el ejemplo de nuestras acciones ha hecho a los salvajes casi tan malos como nosotros».

No es sorprendente que Rousseau y Voltaire riñeran por último; lo asombroso es que no riñeran antes.

En 1754, habiéndose hecho famoso, le recordó su ciudad nativa y se le invitó a visitarla. Él aceptó, pero como solamente los calvinistas podían ser ciudadanos de Ginebra, se reconvirtió a su fe original. Ya había adoptado la costumbre de hablar de sí mismo como ginebrino puritano y republicano, y después de su reconversión pensó vivir en Ginebra. Dedicó su Discurso sobre la desigualdad a los Padres de la Ciudad, pero a éstos no les gustó; no tenían ningún deseo de ser considerados solamente como iguales de los ciudadanos corrientes. La oposición de éstos no era el único inconveniente para vivir en Ginebra; había otro, aún más grave: Voltaire había ido a vivir allí. Voltaire era un autor de obras de teatro y un entusiasta de la escena, pero Ginebra, por motivos puritanos, prohibió todas las representaciones dramáticas. Cuando Voltaire trató de conseguir que se retirara la prohibición, Rousseau entró en el partido de los puritanos. Los salvajes no representan nunca comedias; Platón las desaprueba; la Iglesia católica se niega a casar o a enterrar a los actores; Bossuet califica el drama de «escuela de concupiscencia». La oportunidad para lanzar un ataque contra Voltaire era demasiado buena para perderla y Rousseau se convirtió en campeón de la virtud ascética.

Éste no era el primer desacuerdo público de ambos hombres eminentes. El primero fue provocado por el terremoto de Lisboa (1755), por cuyo motivo escribió Voltaire un poema en el que ponía en duda el gobierno providencial del mundo. Rousseau se indignó. Comentaba: «Voltaire, que parecía siempre creer en Dios, no ha creído nunca en realidad sino en el diablo, puesto que su pretendido Dios es un ser malhechor que, según él, encuentra su placer en hacer daño. Lo absurdo de esta doctrina es especialmente indignante en un hombre colmado de cosas buenas de toda clase y que desde el centro de su felicidad trata de llenar de desesperación a sus semejantes por medio de la cruel y terrible imagen de las graves calamidades de que él mismo está libre».

Rousseau, por su parte, no veía ningún motivo para armar tal zalagarda con ocasión del terremoto. Es una cosa perfectamente buena que cierto número de personas mueran de vez en cuando. Además, el pueblo de Lisboa ha sufrido este desastre porque vivía en casas de siete pisos; si sus habitantes hubieran vivido dispersos por los bosques, como debía vivir la gente, hubieran salido indemnes.

Las cuestiones de la teología de los terremotos y de la moralidad de las obras teatrales produjeron una agria enemistad entre Voltaire y Rousseau, en la que todos los philosophes tomaron partido. Voltaire trató a Rousseau como a un loco perverso; Rousseau hablaba de Voltaire, calificándolo de «esa trompeta de impiedad, ese fino genio y esa alma baja». Los bellos sentimientos tuvieron que hallar expresión, sin embargo, y Rousseau escribió a Voltaire (1760): «Os odio, en efecto, porque así lo habéis querido; pero os odio como a un hombre digno aún de ser amado, si lo hubierais deseado. De todos los sentimientos de que mi corazón estaba lleno respecto a vos, sólo queda la admiración que no puedo negar a vuestro hermoso genio y mi amor por vuestros escritos. Si no hay nada en vos que pueda honrar, a excepción de vuestro talento, no es mía la culpa».

Llegamos ahora al período más fecundo de la vida de Rousseau. Su novela La nueva Eloísa apareció en 1760; Emilio y El contrato social, en 1762. Emilio, que es un tratado sobre la educación conforme a los principios naturales, podía haber sido considerado inocuo por las autoridades si no hubiera contenido «La profesión de fe de un vicario saboyano», que expone los principios de la religión natural según son entendidos por Rousseau, molestos tanto para la ortodoxia católica como para la protestante. El contrato social era aún más peligroso, pues defendía la democracia y negaba el derecho divino de los reyes. Los dos libros, a la par que aumentaron mucho su fama, le acarrearon la tormenta de la condena oficial. Se vio obligado a huir de Francia; Ginebra no quería nada con él;[1] Berna le negó asilo. Por último, Federico el Grande se apiadó de él y le permitió vivir en Motiers, cerca de Neuchatel, que formaba parte de los dominios del rey-filósofo. Allí vivió tres años, pero al cabo de ese tiempo (1765) los aldeanos de Motiers, guiados por el pastor, le acusaron de envenenador y trataron de asesinarle. Huyó a Inglaterra, donde Hume, en 1762, había propuesto sus servicios.

En Inglaterra, al principio todo fue bien. Tuvo un gran éxito social y Jorge III le concedió una pensión. Veía a Burke casi a diario, pero su amistad se enfrió pronto hasta el punto de decir Burke: «No abriga otro principio, para influir en su corazón o para guiar su inteligencia, que la vanidad». Hume le fue más tiempo fiel, diciendo que lo quería mucho y que podría vivir con él toda su vida en mutua estimación y amistad. Mas por esta época Rousseau, no sin motivo, había empezado a sufrir la manía persecutoria que últimamente le llevó a la locura, y sospechaba que Hume era autor de conspiraciones contra su vida. En ocasiones se daba cuenta de lo absurdo de tales sospechas y abrazaba a Hume, exclamando: «No, no, Hume no es un traidor», a lo que Hume (sin duda muy desconcertado) replicaba: Quoi, mon cher monsieur! Pero al final su manía pudo más que él y huyó. Sus últimos años los pasó en París en medio de la mayor pobreza, y cuando murió se sospechó que se había suicidado.

Después de la ruptura, Hume dijo: «Solamente ha sentido durante toda su vida, y en este aspecto su sensibilidad alcanza un nivel superior a todo lo que yo he visto; pero ello le produce un sentimiento más agudo de dolor que de placer. Es como un hombre que estuviera desprovisto, no sólo de sus vestidos, sino de su piel y tuviera en esta situación que lanzarse a combatir con los rudos y tumultuosos elementos».

Éste es el más benévolo resumen de su carácter compatible con la verdad.

Hay mucha parte de la obra de Rousseau que, por importante que sea en otros aspectos, no interesa a la historia del pensamiento filosófico. Sólo hay dos partes de su doctrina que examinaré detalladamente: primero su teología y luego su teoría política.

En teología hizo una innovación aceptada ahora por la gran mayoría de los teólogos protestantes. Antes de él, todo filósofo, después de Platón, si creía en Dios, ofrecía argumentos intelectuales en favor de su creencia.[2] Los argumentos pueden no parecernos muy convincentes y podemos creer que no se lo hayan parecido a nadie que no estuviera ya seguro de la verdad de la conclusión. Pero el filósofo que proponía los argumentos creía ciertamente que eran lógicamente válidos y de tal modo que debían producir la certeza de la existencia de Dios en toda persona sin prejuicios de suficiente capacidad filosófica. Los protestantes modernos que nos instan a creer en Dios desprecian, en su mayoría, las viejas pruebas, y basan su fe en algún aspecto de la naturaleza humana: emociones de pavor o misterio, el sentimiento de lo lícito y de lo ilícito, el sentimiento de anhelo y así sucesivamente. Este modo de defender la creencia religiosa fue inventado por Rousseau. Se ha hecho tan familiar que su originalidad puede fácilmente no ser apreciada por un lector moderno, a menos que se tome el trabajo de comparar a Rousseau (por ejemplo) con Descartes o Leibniz.

«¡Ah, señora! —escribe Rousseau a una dama aristocrática—, a veces en la soledad de mi gabinete, apretándome los ojos con las manos o en la oscuridad de la noche, estoy convencido de que no hay Dios. Pero mirad a lo lejos: la salida del Sol, cuando dispersa las nieblas que cubren la Tierra y pone entre nosotros el maravilloso esplendor del escenario natural, disipa en un momento todas las nubes de mi alma. Hallo mi fe de nuevo, y a mi Dios y a mi creencia en Él. Yo le admiro y le adoro y me postro en Su presencia».

En otra ocasión dice: «Creo en Dios tan fuertemente como en cualquier otra verdad, porque el creer y el no creer son las últimas cosas del mundo que dependen de mí». Esta forma de argumentar tiene el inconveniente de ser personal; el hecho de que Rousseau no pueda dejar de creer algo no aporta ninguna prueba de que otra persona crea lo mismo.

Era muy intransigente en su teísmo. En una ocasión amenazó con abandonar una comida porque Saint Lambert (uno de los invitados) expresó una duda respecto a la existencia de Dios. «Moi, Monsieur —exclamó Rousseau coléricamente—, je crois en Dieu!». Robespierre, su fiel discípulo en todo, también le siguió en esto. La Fête de l’Être Suprême hubiera tenido la más ardorosa aprobación de Rousseau.

«La profesión de fe de un vicario saboyano», que es un intermedio del cuarto libro del Emilio, es la más explícita y formal expresión del credo de Rousseau. Aunque declara lo que la voz de la Naturaleza ha dictado a un sacerdote virtuoso que sufre las consecuencias de la falta completamente natural de haber seducido a una mujer soltera,[3] el lector encuentra con sorpresa que la voz de la Naturaleza, cuando comienza a hablar, expone una mezcolanza de argumentos sacados de Aristóteles, San Agustín, Descartes, etc. Es verdad que carecen de precisión y forma lógica; se supone que sirve para disculparlos y permite al digno vicario decir que no le gusta nada la sabiduría de los filósofos.

Las últimas partes de la «Profesión de fe» tienen menos reminiscencias de pensadores anteriores que las primeras. Después de convencerse de que hay Dios, el vicario procede a examinar las normas de conducta. «Yo no deduzco estas normas —dice— de los principios de una alta filosofía, sino que las encuentro en las profundidades de mi corazón, escritas por la Naturaleza en caracteres imborrables». De aquí pasa a desarrollar la tesis de que la conciencia es en todas las circunstancias guía infalible para las acciones rectas. «Gracias le sean dadas al Cielo —concluye esta parte de su argumento— por librarnos de este modo de este pavoroso aparato de la filosofía; podemos ser hombres sin ser doctos; dispensados de malgastar nuestra vida en el estudio de la moral, tenemos a menos costo un guía más seguro en este inmenso laberinto de las opiniones humanas». Nuestros sentimientos naturales, afirma, nos llevan a servir al interés común, mientras nuestra razón nos impele al egoísmo. Por consiguiente, tenemos que seguir sólo al sentimiento más que a la razón para ser virtuosos.

La religión natural, como llama el vicario a su doctrina, no tiene necesidad de una revelación; si los hombres hubieran oído lo que Dios dice a sus corazones, sólo hubiera habido una religión en el mundo. Si Dios se ha revelado especialmente a ciertos hombres, esto sólo puede conocerse por el testimonio humano, que es falible. La religión natural tiene la ventaja de ser revelada directamente a cada individuo.

Hay un pasaje curioso sobre el infierno. El vicario no sabe si los malos van al tormento eterno y dice, algo hinchadamente, que el destino de los malos no le interesa mucho; pero, en general, se inclina a pensar que las penas del infierno no son eternas. Sea lo que sea, está seguro de que la salvación no está limitada a los miembros de ninguna Iglesia.

Fue, posiblemente, la negación de la revelación y del infierno lo que tan profundamente ofendió al Gobierno francés y al Consejo de Ginebra.

Rechazar la razón en beneficio del corazón no fue, a mi juicio, un avance. De hecho, nadie pensó en este artificio mientras la razón parecía estar del lado de la creencia religiosa. En el medio de Rousseau, la razón, como representada por Voltaire, era opuesta a la religión; por consiguiente, ¡fuera la razón! Además, la razón era abstrusa y difícil; el salvaje, incluso cuando ha comido, no puede entender el argumento ontológico y, no obstante, el salvaje es el depósito necesario de toda la sabiduría. El salvaje de Rousseau —que no era salvaje conocido por los antropólogos— era un buen marido y un buen padre; carecía de gula y tenía una religión de una benevolencia natural. Era una persona útil, pero, si era capaz de seguir las razones del buen vicario para creer en Dios, tenía que tener más filosofía de lo que su inocente candor nos permitía esperar.

Aparte del carácter ficticio del «hombre natural» de Rousseau, hay dos objeciones a la práctica de basar las creencias relativas a los hechos objetivos en las emociones del corazón. Una es que no hay ninguna razón para suponer que tales creencias sean verdaderas; la otra es que las creencias resultantes serán particulares, puesto que el corazón dice cosas distintas a las diferentes personas. Algunos salvajes están persuadidos por la «luz natural» que su deber es comerse a la gente, y ni siquiera los salvajes de Voltaire, que son llevados por la voz de la razón a sostener que sólo se deben comer jesuitas, son totalmente satisfactorios. Para los budistas, la luz de la Naturaleza no revela la existencia de Dios, pero proclama que es ilícito comer la carne de los animales. Mas, aunque el corazón dijera lo mismo a todos los hombres, no nos proporcionaría ninguna prueba de la existencia de nada fuera de nuestras emociones. Por muy ardientemente que yo, o toda la humanidad, pueda desear algo, por necesario que pueda ser a la felicidad humana, no hay razón para suponer que este algo exista. No hay ninguna ley de la Naturaleza que nos garantice que la humanidad deba ser feliz. Todo el mundo puede ver que esto es verdad respecto de nuestra vida terrena, pero por una curiosa inversión nuestros auténticos sufrimientos en esta vida han sido convertidos en argumento para la existencia de una vida mejor después. No emplearíamos tal argumento en ningún otro caso. Si hemos comprado a un hombre diez docenas de huevos y la primera docena ha salido podrida, no deducimos de ello que las nueve restantes tienen que ser de una calidad extraordinaria; no obstante, este tipo de razonamiento es el que fomenta el corazón como un consuelo para nuestros sufrimientos de aquí abajo.

Por mi parte prefiero el argumento ontológico, el cosmológico y los demás de la vieja serie, a la ilogicidad sentimental que ha brotado de Rousseau. Los antiguos argumentos eran, al menos, serios; si eran válidos, probaban su objeto, si no lo eran, quedaba a la crítica la posibilidad franca de demostrar que eran falsos. Pero la nueva teología del corazón prescinde del razonamiento; no puede ser refutada, porque no se propone probar sus puntos. En el fondo, la única razón que se ofrece para su aceptación es que nos permite entregarnos a sueños agradables. Ésta es una razón indigna, y si yo tuviera que escoger entre Tomás de Aquino y Rousseau, escogería al Santo sin ninguna vacilación.

La teoría política de Rousseau la expone en su Contrato social, publicado en 1762. Este libro difiere en carácter de la mayoría de sus escritos; contiene poco sentimentalismo y mucho apretado razonamiento intelectual. Sus doctrinas, aunque sirven insinceramente a la democracia, tienden a la justificación del Estado totalitario. Pero Ginebra y la Antigüedad se combinaron para hacerle preferir la ciudad-estado a los grandes imperios como Francia e Inglaterra. En la portada se llama a sí mismo «ciudadano de Ginebra» y, en sus frases de introducción, dice: «Como he nacido ciudadano de un Estado libre y miembro de un pueblo soberano, creo que, por débil que sea la influencia de mi voz en los asuntos públicos, tengo el deber de estudiarlos, ya que tengo el derecho de expresar mi voto sobre ellos». Hay frecuentes referencias elogiosas a Esparta, tal como aparece descrita en la Vida de Licurgo, de Plutarco. Dice que la democracia es mejor en los Estados pequeños, la aristocracia en los de tamaño mediano, y la monarquía en los grandes. Pero ha de entenderse que, en su opinión, son preferibles los Estados pequeños, en parte porque hacen más practicable la democracia. Cuando habla de democracia, da a entender, como los griegos, la participación directa de todos los ciudadanos; al Gobierno representativo lo llama «aristocracia electiva». Como la primera no es posible en un Estado grande, su elogio de la democracia implica siempre elogio de la ciudad-estado. Este amor por la ciudad-estado no se pone de relieve de modo suficiente en la mayor parte de las exposiciones de la filosofía política de Rousseau.

Aunque en su conjunto el libro es mucho menos retórico que la mayoría de los escritos rousseaunianos, el primer capítulo se abre con una fuerte pieza retórica: «El hombre ha nacido libre y en todas partes está encadenado. Uno de ellos se cree dueño de los otros, pero sigue siendo más esclavo que los demás». La libertad es la meta nominal del pensamiento de Rousseau, pero de hecho, es la igualdad lo que él estima y lo que trata de asegurar, incluso a expensas de la libertad.

Su concepción del contrato social parece, al principio, análoga a la de Locke, mas pronto se muestra más afín a la de Hobbes. En el desarrollo desde el estado de la naturaleza, viene un período en que los individuos no pueden mantenerse ya en la independencia primitiva; se hace entonces necesario para la propia conservación el que se unan para formar una sociedad. Pero ¿cómo puedo empeñar mi libertad sin perjudicar mis intereses? «El problema es hallar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y bienes de cada asociado y en la que cada uno, al paso que está unido a todos, pueda, sin embargo, obedecer sólo a sí mismo y seguir siendo tan libre como antes. Éste es el problema fundamental cuya solución facilita el contrato social».

El contrato consiste en la «enajenación total de cada asociado, junto con todos sus derechos, a toda la comunidad; pues en primer lugar, como cada uno se da absolutamente, las condiciones son iguales para todos, y siendo esto así, nadie tiene ningún interés en hacerlas pesadas para los otros». La enajenación ha de hacerse sin reservas: «Si los individuos conservasen ciertos derechos, como no habría ningún superior común que decidiera entre ellos y el público, cada uno, al ser en un punto su propio juez, pediría serlo así en todos los puntos; el estado de naturaleza continuaría de este modo y la asociación se haría necesariamente inoperante o tiránica».

Esto implica una completa abrogación de la libertad y un completo repudio de la doctrina de los derechos del hombre. Es verdad que, en un capítulo posterior, hay algo que suaviza esta teoría. Se dice en él que, si bien el contrato social da al cuerpo político poder absoluto sobre todos sus miembros, no obstante, los seres humanos tienen derechos naturales como hombres. «El soberano no puede imponer sobre sus súbditos ninguna traba inútil para la comunidad, ni puede desear tal cosa». Pero el soberano es el sólo juez de lo que es útil o inútil para la comunidad. Está claro que sólo un obstáculo muy débil se opone de este modo a la tiranía colectiva.

Debe observarse que el soberano significa en Rousseau, no el monarca o el Gobierno, sino la comunidad en su capacidad colectiva y legislativa.

El contrato social puede ser expuesto en las siguientes palabras: «Cada uno de nosotros pone su persona y todo su poder en común, bajo la suprema dirección de la voluntad general y, en nuestro Estado social, recibimos a cada miembro como una parte indivisible del todo». Este acto de asociación crea un cuerpo moral y colectivo, llamado el Estado cuando es pasivo, el Soberano cuando es activo, y un Poder en relación con otros cuerpos como él.

El concepto de la «voluntad general», que aparece en la terminología anterior del contrato, desempeña un papel importante en el sistema rousseauniano. Tendremos que decir algo más sobre ello.

Se arguye que el soberano no necesita dar garantías a sus súbditos, pues como está formado por los individuos que lo componen, no puede tener ningún interés contrario al de ellos. «El soberano, meramente en virtud de lo que es, siempre es lo que debía ser». Esta doctrina extravía al lector que no haya advertido el uso algo peculiar que hace Rousseau de los términos. El soberano no es el Gobierno que, según se reconoce, puede ser tiránico; el soberano es un ente más o menos metafísico, no incorporado del todo en ninguno de los órganos visibles del Estado. Su impecabilidad, por lo tanto, aun en el caso de ser admitida, no tiene las consecuencias prácticas que podía suponerse.

La voluntad del soberano, siempre acertada, es la «voluntad general». Cada ciudadano, en cuanto tal, participa de la voluntad general, pero puede también, como individuo, tener una voluntad particular contraria a la voluntad general. El contrato social implica que cualquiera que se niegue a obedecer la voluntad general, debe ser forzado a hacerlo. «Esto significa nada menos que será forzado a ser libre».

Este concepto de ser «forzado a ser libre» es muy metafísico. La voluntad general en la época de Galileo era ciertamente anticopernicana; ¿fue Galileo «forzado a ser libre» cuando la Inquisición le obligó a desdecirse? ¿Es incluso un malhechor «forzado a ser libre» cuando es encarcelado? Recordemos al corsario de Byron:

Sobre las gratas aguas del profundo mar azul,

nuestros pensamientos sin trabas y nuestros corazones tan libres…

¿Sería este hombre más libre en una mazmorra? Lo extraño es que esos nobles piratas de Byron son un producto directo de Rousseau y, sin embargo, en el pasaje anterior, Rousseau olvida su romanticismo y habla como un policía sofístico. Hegel, que debía mucho a Rousseau, adoptó su mal uso de la palabra libertad y la definía como el derecho a obedecer a la policía, o algo no muy diferente.

Rousseau no tiene aquel profundo respeto por la propiedad privada que caracteriza a Locke y a sus discípulos. «El Estado, en relación con sus miembros, es dueño de todos sus bienes». Tampoco cree en la división de poderes, según la predicaban Locke y Montesquieu. Sin embargo, en este respecto, como en algunos otros, sus posteriores exámenes detallados no concuerdan del todo con sus principios generales. En el libro III, capítulo I, dice que el papel del soberano se limita a hacer leyes y que el ejecutivo, o Gobierno, es un cuerpo intermediario colocado entre los súbditos y el soberano para asegurar su correspondencia mutua. Continúa diciendo: «Si el Gobierno desea gobernar, o el magistrado dar leyes, o si los súbditos se niegan a obedecer, el desorden reemplaza a la regularidad y… el Estado cae en el despotismo o en la anarquía». En esta frase, salvando la diferencia de vocabulario, parece coincidir con Montesquieu.

Abordo ahora la doctrina de la voluntad general, que es a la par importante y oscura. La voluntad general no es idéntica a la voluntad de la mayoría, ni aun a la voluntad de todos los ciudadanos. Parece ser concebida como la voluntad perteneciente al cuerpo político como tal. Si adoptamos el criterio de Hobbes, de que una sociedad civil es una persona, tenemos que suponerla dotada de los atributos de la personalidad, incluyendo la voluntad. Pero entonces nos enfrentamos con la dificultad de decidir cuáles son las manifestaciones visibles de esta voluntad, y aquí nos deja Rousseau en la oscuridad. Se nos dice que la voluntad general es siempre recta y tiende siempre al bien público, pero no se sigue de ello que las deliberaciones del pueblo sean igualmente correctas, pues hay frecuentemente una gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general. ¿Cómo, entonces, podemos saber cuál es la voluntad general? En el mismo capítulo hay una especie de respuesta: «Si, cuando el pueblo, con la información adecuada, sostenía sus deliberaciones, los ciudadanos no tenían comunicación entre sí, la mayoría de las pequeñas diferencias expresará siempre la voluntad general y la decisión será siempre buena».

La concepción en la mente de Rousseau parece ser ésta: la opinión política de cada hombre está dominada por el interés propio, pero el interés propio consta de dos partes: una, de lo que es peculiar al individuo, mientras la otra es común a todos los miembros de la comunidad. Si los ciudadanos no tienen oportunidad de hacer cabildeos entre sí, sus intereses individuales, siendo divergentes, se anulan, y quedará una resultante que representará su interés común; esta resultante es la voluntad general. Quizá el concepto de Rousseau pueda aclararse con el ejemplo de la gravitación terrestre. Cada partícula de la Tierra atrae hacia sí a todas las demás partículas del Universo; el aire que nos rodea nos atrae hacia arriba mientras que la tierra que pisamos nos atrae hacia abajo. Pero todas esas atracciones egoístas se anulan unas a otras en cuanto son divergentes y lo que queda es una atracción resultante hacia el centro de la Tierra. Ésta podía ser imaginada como el acto de la Tierra considerada como comunidad y como la expresión de su voluntad general.

Decir que la voluntad general es siempre recta equivale a decir solamente que, por representar lo que es común entre los intereses propios de los diversos ciudadanos, ha de significar la mayor satisfacción colectiva del interés propio posible para toda la comunidad. Esta interpretación del sentido de Rousseau parece estar de acuerdo con sus palabras mejor que cualquiera de las que he sido capaz de idear.[4]

En la opinión de Rousseau, lo que se interfiere en la práctica con la expresión de la voluntad general es la existencia de asociaciones subordinadas dentro del Estado. Cada una de éstas tiene su propia voluntad general, que puede pugnar con la de la comunidad como conjunto. «Puede entonces decirse que ya no hay tantos votos como hombres, sino sólo tantos como asociaciones». Esto lleva a una consecuencia importante: «Es esencial, pues, si la voluntad general ha de ser capaz de expresarse, que no haya ninguna sociedad parcial dentro del Estado, y que cada ciudadano piense sólo sus propios pensamientos: lo cual fue, en realidad, el sublime y único sistema establecido por el gran Licurgo». En una nota al pie, Rousseau apoya su opinión con la autoridad de Maquiavelo.

Consideremos lo que tal sistema acarrearía en la práctica. El Estado tendría que prohibir las Iglesias (salvo una Iglesia estatal), los partidos políticos, los sindicatos y todas las demás organizaciones de los hombres con parecidos intereses económicos. El resultado es claramente el Estado social o totalitario, en el que el individuo no tiene poder. Rousseau parece darse cuenta que podría ser difícil prohibir todas las asociaciones y añade, como una ocurrencia tardía, que si tenía que haber asociaciones subordinadas, entonces, cuantas más hubiera, mejor, con el fin de que pudieran neutralizarse entre sí.

Cuando, en una parte posterior del libro, examina el Gobierno, se da cuenta de que el Poder Ejecutivo es inevitablemente una asociación que tiene un interés y una voluntad general propios, que pueden fácilmente pugnar con los de la comunidad. Dice que, mientras el Gobierno de un Estado grande necesita ser más fuerte que el de un Estado pequeño, hay también más necesidad de refrenar al Gobierno por medio del soberano. Un miembro del Gobierno tiene tres voluntades: su voluntad personal, la voluntad del Gobierno y la voluntad general. Estas tres debían formar un crescendo, pero, de hecho, ordinariamente forman un diminuendo. Asimismo: «Todo conspira para arrancar de un hombre al que se otorga autoridad sobre los demás, el sentido de la justicia y de la razón».

De esta suerte, a pesar de la infalibilidad de la voluntad general, que es «siempre constante, inalterable y pura», todos los viejos problemas de eludir la tiranía quedan en pie. Lo que Rousseau tiene que decir sobre estos problemas es, o una repetición subrepticia de Montesquieu, o una insistencia sobre la supremacía del Poder Legislativo que, si es democrático, es idéntico a lo que él llama el soberano. Los amplios principios generales de que parte y que presenta como si resolvieran los problemas políticos, desaparecen cuando desciende a consideraciones detalladas, las cuales no aportan ninguna contribución a la solución de aquéllos.

La condena del libro por los reaccionarios de su tiempo induce al lector moderno a esperar encontrar en él mucha más demoledora doctrina revolucionaria de la que en realidad contiene. Podemos ilustrar esto con lo que dice acerca de la democracia. Cuando Rousseau emplea este término, alude, como hemos visto ya, a la democracia directa del antiguo Estado-ciudad. Ésta, señala, no puede realizarse nunca por completo, porque el pueblo no puede estar reunido siempre y ocupándose siempre de los asuntos públicos. «Si hubiera un pueblo de dioses, su Gobierno sería democrático. Un Gobierno tan perfecto no es para hombres».

Lo que nosotros llamamos democracia lo llama él aristocracia electiva; éste, dice, es el mejor de todos los gobiernos, pero no es conveniente para todos los países. El clima tiene que ser ni muy caliente ni muy frío; la producción no debe exceder mucho de lo necesario, pues donde eso ocurre, el mal del lujo es inevitable, y es mejor que este mal esté limitado a un monarca y su corte que no se halle difundido por toda la población. En virtud de estas limitaciones, se deja un amplio campo para el Gobierno despótico. A pesar de todo, su alegato en pro de la democracia, no obstante estas limitaciones, fue sin duda una de las cosas que hizo que el Gobierno francés fuera implacablemente hostil al libro; la otra, probablemente, fue la negación del derecho divino de los reyes, que está implícita en la doctrina del contrato social como origen del Gobierno.

El contrato social se convirtió en la Biblia de la mayoría de los cabecillas de la Revolución francesa, pero sin duda, como es el destino de las Biblias, no fue leído con cuidado y menos aún entendido por muchos de sus discípulos. Reintrodujo el hábito de las abstracciones metafísicas entre los teóricos de la democracia y por su doctrina de la voluntad general hizo posible la identificación mística de un caudillo con su pueblo, la cual no tiene ninguna necesidad de ser confirmada por un aparato tan mundano como la urna electoral. Gran parte de su filosofía pudo ser utilizada por Hegel[5] en su defensa de la autocracia prusiana. Su primer fruto en la práctica fue el reinado de Robespierre; las dictaduras de Rusia y Alemania (especialmente la última) son en parte un resultado de la doctrina de Rousseau. No me aventuro a predecir qué nuevos triunfos tiene que ofrecer el futuro al espíritu de Jean-Jacques.