El movimiento romántico
Desde la última parte del siglo XVIII hasta el presente el arte, la literatura y la filosofía, han sido influidos, positiva o negativamente por una forma de sentir característica de lo que, en un sentido amplio, puede llamarse el movimiento romántico. Incluso los que percibieron repulsa por esta manera de sentir se vieron obligados a tenerla en cuenta y, en muchos casos, se dejaron influir por ella más de lo que creían. Me propongo hacer en este capítulo una breve reseña del punto de vista romántico, principalmente en las cuestiones no taxativamente filosóficas, pues éste es el fondo cultural de la mayor parte del pensamiento filosófico en el período que ahora nos ocupa.
El movimiento romántico no estuvo, en sus comienzos, relacionado con la filosofía, aunque mucho antes llegó a tener conexiones con ella. Con la política, a través de Rousseau, estuvo vinculado desde el principio. Mas para lograr entender sus efectos políticos y filosóficos tenemos que considerarlo en su forma más esencial, o sea, como una rebelión contra las normas éticas y estéticas establecidas.
La primera gran figura del movimiento es Rousseau, pero en cierta medida sólo expresó tendencias ya existentes. Las gentes cultivadas de la Francia del siglo XVIII admiraban sobremanera lo que llamaban la sensibilité, es decir, una predisposición a la emoción y más particularmente, a la emoción de la simpatía. Para ser totalmente satisfactoria la emoción ha de ser directa y violenta y no informada por el pensamiento. El hombre de sensibilidad llegaría hasta las lágrimas ante la vista de una sola familia campesina desamparada, pero se quedaría frío ante los planes bien concebidos para mejorar la suerte de los campesinos como clase social. Se suponía que los pobres tenían más virtud que los ricos; se pensaba que el sabio era un hombre que se retira de la corrupción de las cortes para disfrutar de los pacíficos placeres de una existencia rural sin ambiciones. En cuanto moda pasajera, tal actitud se encuentra en poetas de casi todas las épocas. El duque exiliado de Como gustéis lo expresa, aunque vuelve a su ducado tan pronto como puede; sólo el melancólico Jacques prefiere sinceramente la vida de la selva. Hasta Pope, el perfecto ejemplar de todo aquello contra lo que se rebeló el movimiento romántico, dice:
Feliz el hombre cuyo cuidado y afán
unos cuantos acres paternos limitan,
contento de respirar su nativo aire
en su propio campo.
El pobre, en las imaginaciones de los que cultivaban la sensibilidad, siempre tenía unos cuantos acres paternos y vivía del producto de su propio trabajo sin necesidad del comercio ajeno. En realidad, siempre estaban perdiendo sus acres en circunstancias patéticas, porque el padre anciano no podía ya trabajar, la hermosa hija iniciaba ya su decadencia y el malvado usurero o el perverso lord estaban dispuestos a meter mano en los acres o en la virtud de la hija. El pobre, para los románticos, no era nunca habitante de las ciudades ni obrero industrial; el proletario es un concepto del siglo XIX, quizá tan romántico, pero totalmente distinto.
Rousseau apeló al culto ya existente de la sensibilidad y le dio un aliento y un alcance que de otro modo no podía haber poseído. Era demócrata, no sólo en sus teorías, sino en sus gustos. Durante largos períodos de su vida fue un pobre vagabundo, que recibía liberalidades de gente casi tan desamparada como él. Recompensó estas liberalidades, en la práctica, a menudo con la más negra ingratitud, pero en cuanto a la emoción, su respuesta fue todo lo que el más ardiente defensor de la sensibilidad hubiera podido desear. Con los gustos de un vagabundo, le molestaban los convencionalismos de la sociedad parisiense. De él aprendieron los románticos el desdén por las trabas de lo convencional, primero en el vestido y las maneras, en el minueto y en la estrofa heroica, luego en el arte y en el amor y, por último, en toda la esfera de la moral tradicional.
Los románticos no carecían de moral. Por el contrario, sus juicios morales eran tajantes y vehementes. Pero la basaban en principios totalmente distintos de los que habían parecido buenos a sus predecesores. El período que va desde 1660 hasta Rousseau está dominado por recuerdos de las guerras de religión y de las guerras civiles de Francia, Inglaterra y Alemania. Los hombres tenían plena conciencia del peligro del caos, de las tendencias anárquicas de todas las pasiones fuertes, de la importancia de la seguridad y de los sacrificios necesarios para lograrla. La prudencia era considerada como la virtud suprema; el intelecto era valorado como el arma más eficaz contra los fanáticos subversivos; las maneras corteses eran elogiadas como una barrera contra la barbarie. El ordenado cosmos de Newton, en el que los planetas se movían uniformemente alrededor del Sol en órbitas predeterminadas, se convirtió en un símbolo imaginativo del buen gobierno. El freno en la exteriorización de la pasión fue el principal objetivo de la educación, y la señal más segura de un caballero. En la Revolución, los aristócratas franceses prerrománticos murieron tranquilamente; madame Rolland y Danton, que eran románticos, murieron retóricamente.
En tiempos de Rousseau, muchas gentes se habían cansado de la seguridad y empezaban a desear algo excitante. La Revolución francesa y Napoleón les dieron todo lo que querían. Cuando, en 1815, el mundo político volvió a la tranquilidad, fue una tranquilidad tan muerta, tan rígida, tan hostil a toda vida vigorosa, que sólo los conservadores aterrorizados podían soportarla. Consiguientemente, no hubo la aquiescencia intelectual al statu quo que había caracterizado a Francia bajo el Rey Sol y a Inglaterra hasta la Revolución francesa. La rebelión del siglo XIX contra el sistema de la Santa Alianza adoptó dos formas. Por una parte hubo la rebelión del industrialismo, tanto capitalista como proletaria, contra la monarquía y la aristocracia, lo que casi no tocó el Romanticismo, y fue como un salto atrás, en muchos aspectos, al siglo XVIII. Este movimiento está representado por los radicales filosóficos, el movimiento librecambista y el socialismo marxista. Completamente distinto de esto fue la rebelión romántica, en parte reaccionaria y en parte revolucionaria. Los románticos no deseaban la paz y la quietud, sino una vida individual vigorosa y apasionada. No tenían ninguna simpatía por el industrialismo porque era feo, porque la búsqueda de dinero les parecía indigna de un alma inmortal y porque el crecimiento de las modernas organizaciones económicas interfería la libertad individual. En el período posrevolucionario se vieron comprometidos en la política, gradualmente, por el nacionalismo: cada nación había caído en la cuenta de que tenía un alma corpórea, que no podía ser libre mientras los límites de los Estados fueran diferentes de los de las naciones. En la primera mitad del siglo XIX el nacionalismo era el más vigoroso de los principios revolucionarios y muchos románticos lo apoyaron con todo entusiasmo.
El movimiento romántico se caracteriza, en conjunto, por la sustitución de las normas utilitarias por las estéticas. La lombriz de tierra es útil, pero no bella; el tigre es bello, pero no útil. Darwin (que no era romántico) elogiaba la lombriz; Blake elogiaba al tigre. La moral de los románticos tiene, primordialmente, motivos estéticos. Mas para caracterizar a los románticos es necesario tener en cuenta, no sólo la importancia de los motivos estéticos, sino también el cambio de gusto que diferenciaba su sentido de la belleza del de sus predecesores. Uno de los ejemplos más notorios de ello es su preferencia por la arquitectura gótica. Otro es su gusto por los escenarios naturales. El doctor Johnson prefería Fleet Street a cualquier paisaje rural y sostenía que un hombre cansado de Londres tiene que estar cansado de la vida. Si admiraban algo en el campo los predecesores de Rousseau era una escena de abundancia, con ricos pastos y mugidos de vacas. Rousseau, por suizo, admiraba naturalmente los Alpes. En las novelas y leyendas de sus discípulos encontramos torrentes impetuosos, precipicios terribles, selvas no holladas, tormentas, tempestades en el mar y, generalmente, lo inútil, destructor y violento. Este cambio parece ser más o menos permanente: casi todo el mundo prefiere hoy el Niágara y el Gran Cañón a los verdes prados y a los campos ondulantes de trigo. Los hoteles de turistas facilitan estadísticas del gusto por los escenarios naturales.
El temperamento de los románticos está mejor estudiado en las obras imaginativas. Amaban lo extraño: espectros, viejos castillos en ruinas, los últimos melancólicos descendientes de las antiguas grandes familias, los practicantes del mesmerismo y de las ciencias ocultas, los tiranos caídos y los piratas levantiscos. Fielding y Smollett describieron gentes corrientes en circunstancias que podían haber ocurrido muy bien; lo mismo hicieron los realistas que reaccionaron contra el Romanticismo. Mas para los románticos tales temas eran demasiado pedestres; ellos sólo se sentían inspirados por lo grande, remoto y terrorífico. La ciencia, de un tipo algo dudoso, podía ser utilizada si conducía a algo asombroso. Pero en lo fundamental, la Edad Media, y lo que el presente tenía de más medieval, era lo que más gustaba a los románticos. Con mucha frecuencia cortaban sus amarras con la realidad, pasada o presente. El marinero antiguo es típico a este respecto, y Kubla Kan, de Coleridge, difícilmente es el monarca histórico de Marco Polo. La geografía de los románticos es interesante: desde Xanadú hasta «la solitaria playa Chorasmiana», los lugares que les interesan son remotos, asiáticos o antiguos.
El movimiento romántico, pese a que debe su origen a Rousseau, fue al principio principalmente alemán. Los románticos alemanes eran jóvenes en los últimos años del siglo XVIII y fue durante su juventud cuando dieron expresión a lo más característico de su sentir. Los que no tuvieron la suerte de morir jóvenes, permitieron al final que su individualidad quedara oscurecida en la uniformidad de la Iglesia católica. (Un romántico podía hacerse católico si había nacido protestante, pero de otra manera era difícil que fuera católico, puesto que era necesario combinar el catolicismo con la rebelión). Los románticos alemanes influyeron en Coleridge y Shelley e, independientemente de la influencia alemana, la misma actitud se hizo corriente en Inglaterra durante los primeros años del siglo XIX. En Francia, aunque en forma debilitada, floreció después de la Restauración, hasta Víctor Hugo. En América, podemos verlo casi puro en Melville, Thoreau y Brook Farm y, algo amortiguado, en Emerson y Hawthorne. Aunque los románticos tendían al catolicismo, había algo radicalmente protestante en el individualismo de su actitud, y sus permanentes triunfos en la transformación de costumbres, opiniones e instituciones estuvieron casi totalmente limitados a los países protestantes.
Los comienzos del Romanticismo en Inglaterra pueden hallarse en los escritos de los satíricos. En Rivales, de Sheridan (1775), la heroína está resuelta a casarse por amor con un pobre antes que hacerlo con un rico para complacer a su tutora y a los padres de éste; pero el rico que éstos han elegido gana el amor de la heroína, cortejándola con un nombre supuesto y haciéndose pasar por pobre. Jane Austen se burla de los románticos en La abadía de Northanger y Sense and Sensibility (1797-1798). La abadía de Northanger tiene una heroína que es seducida por la ultrarromántica obra de Mrs. Radcliffe, Mysteries of Udolpho, publicada en 1794. La primera obra romántica inglesa buena —aparte de Blake, que fue un swedenborgiano solitario y apenas formó parte del movimiento— fue El marinero antiguo, de Coleridge, publicada en 1799. Al año siguiente, habiendo sido desgraciadamente provisto de fondos por los Wedgwoods, marchó a Göttingen y se engolfó en Kant, lo que no mejoró su poesía.
Después de que Coleridge, Wordsworth y Southey se hicieran reaccionarios, el odio a la Revolución y a Napoleón puso un freno temporal al romanticismo inglés. Pero pronto lo renovó Byron, Shelley y Keats y, en cierta medida, dominó toda la época victoriana.
Frankenstein, de Mary Shelley, escrito bajo la inspiración de las conversaciones con Byron en el escenario romántico de los Alpes, contiene lo que puede ser casi considerado como una alegórica historia profética del desenvolvimiento del Romanticismo. El monstruo de Frankenstein no es, como el lenguaje vulgar lo ha hecho, un simple monstruo: al principio es un ser amable, deseoso del afecto humano, pero es arrojado al odio y a la violencia por el horror que su fealdad inspira en aquellos cuyo amor intenta ganar. Sin ser visto, observa a una virtuosa familia de pobres aldeanos y subrepticiamente asiste a sus labores. Por último decide darse a conocer: «Cuanto más los veía, mayor se hacía mi deseo de aspirar a su protección y cariño; mi corazón suspiraba por ser conocido y amado por estas amables criaturas; ver sus dulces miradas vueltas hacia mí con afecto era el límite máximo de mi ambición. No me atrevía a pensar que se apartarían de mí con desdén y horror».
Pero lo hicieron. En vista de ello, solicitó primero de su creador una hembra como él, y cuando se le negó esta petición, se dedicó a asesinar, uno a uno, a todos los seres que amaba. Pero incluso entonces, cuando todos sus crímenes están realizados y mientras contempla el cadáver de Frankenstein, los sentimientos del monstruo siguen siendo nobles:
«¡Éste es también mi víctima!; con su asesinato se consuman mis crímenes; ¡el miserable genio de mi ser está herido en sus entrañas! ¡Oh, Frankenstein!, generoso y abnegado ser. ¿De qué sirve que ahora te pida que me perdones? Yo, que irreparablemente he destruido todo lo que tú amas. ¡Ay! Está frío, no puede contestarme… Cuando recorro el espantoso catálogo de mis pecados, no puedo creer que yo sea la misma criatura cuyos pensamientos estuvieron un tiempo llenos de las sublimes y trascendentes visiones de la belleza y majestad de la bondad. Pero así es; el ángel caído se convierte en un demonio maligno. Pero aun ese enemigo de Dios y del hombre tenía amigos y asociados en su desolación; yo estoy solo».
Despojada de su forma romántica, no hay nada irreal en esta psicología, y es innecesario ir a buscar piratas o reyes vándalos para establecer comparaciones. Ante un visitante inglés, el ex káiser se lamentaba en Doorn de que los ingleses no le amaban ya. El doctor Burt, en su libro sobre la delincuencia juvenil, menciona a un muchacho de siete años que ahogó a otro en el Regent’s Canal. Su razón era que ni su familia ni sus vecinos le mostraban afecto. El doctor Burt fue amable con él y el muchacho se convirtió en un ciudadano respetable, pero ningún doctor Burt se propuso la reforma del monstruo Frankenstein.
No es la psicología de los románticos la culpable: es su patrón de valores. Ellos admiran las grandes pasiones, de la clase que sea, y cualesquiera que sean sus consecuencias sociales. El amor romántico, especialmente cuando es desgraciado, tiene bastante fuerza para ganar su aprobación, pero la mayoría de las pasiones fuertes son destructoras: el odio, el resentimiento y los celos, el remordimiento y la desesperación, el orgullo herido y el furor de los oprimidos injustamente, el ardor bélico y el desdén por los esclavos y los cobardes. De aquí que el tipo de hombre alentado por el Romanticismo, especialmente por la variedad byroniana, sea violento y antisocial: un rebelde anárquico o un tirano conquistador.
Esta actitud apela a algo cuyas razones radican en lo hondo del corazón humano y de las circunstancias humanas. Por egoísmo, el hombre se ha hecho gregario, pero instintivamente ha continuado siendo, en gran medida, solitario; de aquí la necesidad de la religión y de la moral para reforzar el interés propio. Mas la costumbre de renunciar a las satisfacciones presentes por amor a las conveniencias futuras es pesado, y cuando las pasiones están excitadas, las limitaciones prudentes de la conducta social se hacen difíciles de soportar. Quienes en tales épocas se desprenden de ellos, adquieren una energía nueva y un sentimiento de fuerza por la terminación del conflicto interior y, aunque al final pueden llegar a un desastre, gozan mientras tanto de un sentimiento de exaltación divina que, aunque conocido de los grandes místicos, no puede ser experimentado nunca por una virtud meramente pedestre. La parte solitaria de su naturaleza se reafirma, pero si el intelecto sobrevive la reafirmación se cubre con el ropaje del mito. El místico se hace uno con Dios y en la contemplación del infinito se siente dispensado del deber respecto a su prójimo. El rebelde anárquico lo hace aún mejor: se siente, no uno con Dios, sino Dios. La verdad y el deber, que representan nuestra sujeción a la materia y a nuestros prójimos, no existen ya para el hombre que se ha convertido en Dios; para los otros la verdad es lo que él afirma, el deber es lo que él ordena. Si todos pudiéramos vivir solitarios y sin trabajar, todos podríamos gozar este éxtasis de independencia; como no podemos, sus delicias sólo están al alcance de los locos y de los dictadores.
La rebelión de los instintos solitarios contra los lazos sociales es la clave de la filosofía, la política y los sentimientos, no sólo de lo que comúnmente se llama el movimiento romántico, sino de sus descendientes hasta la época actual. La filosofía, bajo la influencia del idealismo alemán, se hizo solipsista, y el desenvolvimiento propio fue considerado como el principio fundamental de la ética. En lo que respecta al sentimiento, ha tenido que haber un desabrido compromiso entre la búsqueda del aislamiento y las necesidades de la pasión y de la economía. El relato de D. H. Lawrence, El hombre que amaba las islas, tiene un héroe que desdeñaba tal compromiso en una medida gradualmente creciente y murió, por último, de hambre y de frío, pero gozando del aislamiento más completo. Mas este grado de consecuencia no ha sido logrado por los escritores que elogian la soledad. Las comodidades de la vida civilizada no son asequibles a un ermitaño y un hombre que desea escribir libros o producir obras de arte tiene que someterse a los servicios de los otros si ha de sobrevivir mientras realiza su obra. Con el fin de continuar sintiéndose solitario, tiene que ser capaz de impedir a los que le sirven que choquen con su yo, lo que se logra mejor si ellos son esclavos. El amor apasionado, sin embargo, es una cuestión más difícil. Mientras los amantes apasionados son considerados como en rebelión contra las trabas sociales, son admirados; pero en la vida real, la misma relación amorosa se convierte en seguida en una traba social y el copartícipe en el amor llega a ser odiado, con tanta mayor vehemencia si el amor es bastante fuerte para hacer difícil romper el lazo. De aquí que el amor llegue a ser concebido como una batalla, en la que cada uno intenta destruir al otro, irrumpiendo a través de los muros protectores del yo de él o de ella. Este punto de vista se ha hecho familiar a través de los escritos de Strindberg y, todavía más, de D. H. Lawrence.
No sólo el amor apasionado, sino hasta la relación amistosa, es posible solamente, para este modo de sentir, mientras los otros puedan ser considerados como una proyección del propio yo de uno. Esto es factible si los otros son consanguíneos, y cuanto más cercano sea el parentesco, es más fácilmente posible. De aquí la importancia que se da a la raza, que conduce, como en el caso de los Tolomeos, a la endogamia. Sabemos lo que esto influyó en Byron; Wagner sugiere un sentimiento semejante en el amor de Siegmund y Sieglinde. Nietzsche, aunque no escandalosamente, prefería su hermana a todas las demás mujeres: «Con qué fuerza siento —escribía a su hermana— en todo lo que dices y haces, que pertenecemos al mismo linaje. Tú me comprendes más que los demás, porque venimos del mismo tronco. Esto viene muy bien con mi filosofía».
El principio de nacionalidad, del que Byron fue un protagonista, es una extensión de la misma filosofía. Se supone que una nación es una raza, descendiente de antepasados comunes, y que comparte algo así como una «conciencia de la sangre». Mazzini, que constantemente culpa a los ingleses por no haber apreciado a Byron, concebía las naciones como poseedoras de una individualidad mística y les atribuía el tipo de anárquica grandeza que otros románticos buscaban en los héroes. La libertad de las naciones llegó a ser considerada, no sólo por Mazzini, sino por estadistas relativamente prudentes, como algo absoluto que, en la práctica, hacía imposible la cooperación internacional.
La creencia en la sangre y en la raza está asociada naturalmente al antisemitismo. Al mismo tiempo, la actitud romántica, en parte porque es aristocrática y en parte porque prefiere la pasión al cálculo, tiene un vehemente desprecio por el comercio y las finanzas. De este modo se ve llevada a proclamar una oposición al capitalismo totalmente distinta de la del socialista que representa los intereses del proletariado, puesto que es una oposición basada en la repugnancia por las preocupaciones económicas y fortalecida por la sugerencia de que el mundo capitalista está gobernado por los judíos. Este punto de vista lo expresa Byron en las raras ocasiones en que condesciende en fijarse en algo tan vulgar como el poder económico:
¿Quién mantiene el equilibrio del mundo? ¿Quién reina
sobre los conquistadores, sean realistas o liberales?
¿Quién levanta a los descamisados patriotas de España?
(Con lo que todos los periódicos de la vieja Europa chillan y farfullan).
¿Quién mantiene al mundo, Viejo y Nuevo, en el dolor
o en el placer? ¿Quién manda toda la política?
¿La sombra de la noble audacia de Bonaparte?
El judío Rothschild y su colega el cristiano Baring.
El verso no es quizá muy musical, pero el sentimiento es totalmente de nuestro tiempo y ha sido repetido por todos los seguidores de Byron.
El movimiento romántico, en su esencia, se dirigía a libertar la personalidad humana de los grilletes de las convenciones sociales y de la moral social. En parte, estos grilletes eran un obstáculo simplemente inútil para formas de actividad deseables, pues cada comunidad antigua ha desarrollado normas de conducta de las que no hay que decir otra cosa sino que son tradicionales. Pero las pasiones egoístas, una vez sueltas, no son fácilmente sometidas de nuevo a las necesidades de la sociedad. El cristianismo ha logrado, en cierta medida, domesticar el Yo, pero causas económicas, políticas e intelectuales estimularon la rebelión contra las Iglesias, y el movimiento romántico llevó la rebelión a la esfera moral. Fomentando un nuevo Yo sin leyes hizo imposible la cooperación social y dejó enfrentados a sus discípulos con el dilema de anarquía o despotismo. Al principio, el egoísmo hizo a los hombres esperar de los demás una ternura paternal, mas cuando descubrieron, con indignación, que los otros tenían también su Yo, el frustrado deseo de ternura se convirtió en odio y violencia. El hombre no es un animal solitario, y mientras subsista la vida social, la realización de sí mismo no puede ser el principio supremo de la moral.