Hume
David Hume (1711-1776) es uno de los filósofos más importantes, porque llevó a su conclusión lógica la filosofía empírica de Locke y Berkeley, y porque, al hacerla consecuente consigo misma, la hizo increíble. Él representa, en cierto sentido, un punto muerto: en su dirección es imposible seguir adelante. Refutarlo ha sido, desde que escribió, un pasatiempo favorito entre los metafísicos. Por mi parte, no encuentro convincente ninguna de estas refutaciones; no obstante, no puedo menos de esperar que pueda descubrirse algo menos escéptico que el sistema de Hume.
Su principal obra filosófica, el Tratado de la naturaleza humana, fue escrita mientras se hallaba en Francia, durante los años 1734 a 1737. Los dos primeros volúmenes fueron publicados en 1739 y el tercero en 1740. Era entonces un hombre muy joven; no había llegado a los treinta; no era conocido y sus conclusiones fueron tales que casi todas las escuelas las consideraron importunas. Esperaba unos ataques vehementes, que contestaría con réplicas brillantes. En lugar de ocurrir esto, nadie se enteró del libro; según él mismo dice, «salió muerto de las prensas». «Pero —añade— como tengo un temperamento animoso y alegre, muy pronto me recobré del golpe». Se dedicó entonces a escribir ensayos, cuyo primer volumen publicó en 1741. En 1744 hizo un intento sin éxito para obtener una cátedra en Edimburgo; en vista del fracaso, se hizo primero preceptor de un lunático y luego secretario de un general. Fortalecido con estas credenciales, se aventuró de nuevo en la filosofía. Abrevió el Tratado excluyendo las partes mejores y la mayor parte de las razones de sus conclusiones; el resultado fue la Investigación del entendimiento humano, durante mucho tiempo bastante más conocida que el Tratado. Fue este libro el que despertó a Kant de sus «sueños dogmáticos»; éste no parece haber conocido el Tratado.
También escribió los Diálogos respecto a la religión natural, que no publicó en vida. Por indicación suya fueron publicados después de su muerte, en 1779. Su Ensayo sobre los milagros, que se hizo famoso, mantiene que nunca puede haber pruebas históricas adecuadas de tales acontecimientos.
Su Historia de Inglaterra, publicada en 1755 y años sucesivos, estuvo consagrada a probar la superioridad de los conservadores sobre los liberales y la de los escoceses sobre los ingleses; no considera la Historia digna de relieve filosófico. Visitó París en 1763 y fue muy estimado por los philosophes. Desgraciadamente, hizo amistad con Rousseau y tuvo una famosa querella con él. Hume se portó con una indulgencia admirable, pero Rousseau, que padecía de manía persecutoria, quiso un rompimiento violento. Hume ha descrito su propio carácter en una necrología que escribió de sí mismo, u «oración fúnebre», según la llama: «Yo era un hombre de temperamento apacible, con dominio de mis nervios, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de afectos, pero poco capaz de enemistades y de gran moderación en todas mis pasiones. Ni siquiera mi amor por la gloria literaria, mi pasión dominante, agrió nunca mi humor, a pesar de mis frecuentes disgustos». Todo esto lo avala cuanto se sabe de él.
El Tratado de la naturaleza humana, de Hume, está dividido en tres libros, que tratan respectivamente del entendimiento, las pasiones y la moral. Lo importante y nuevo está en el primer libro, al que me limitaré.
Comienza con la distinción entre impresiones e ideas. Estas dos clases de percepciones, de las que las impresiones son las que tienen más fuerza y violencia. «Por ideas entiendo las débiles imágenes de éstas en el pensar y en el razonar». Las ideas, por lo menos cuando son simples, son parecidas a las impresiones, pero más débiles. «Toda idea simple tiene una impresión simple, que se asemeja a ella; y toda impresión simple, una idea correspondiente». «Todas nuestras ideas simples en su primera aparición se derivan de impresiones simples, correspondientes a ellas, y que ellas representan exactamente». Las ideas complejas, por otra parte, no necesitan asemejarse a impresiones. Nosotros podemos imaginar un caballo con alas sin haber visto ninguno, pero los constituyentes de esta idea compleja derivan todos de impresiones. La prueba de que las impresiones vienen primero deriva de la experiencia; por ejemplo, un hombre que nace ciego no tiene ninguna idea de los colores. Entre las ideas, las que conservan un grado considerable de la vivacidad de las impresiones originales pertenecen a la memoria; las otras, a la imaginación.
Hay una sección (lib. I, parte I, sec. 7) «De las ideas abstractas», que se abre con un párrafo de enfático acuerdo con la doctrina de Berkeley de que «todas las ideas generales no son sino particulares, anejas a cierto término, que les da una significación más extensa, y las hace recordar en ocasiones a otras individuales, semejantes a ellas». Sostiene que, cuando tenemos una idea de un hombre, ésta tiene toda la particularidad que la impresión de un hombre tiene. «La mente no puede formar ninguna noción de cantidad o de cualidad sin formar una noción precisa de los grados de cada una». «Las ideas abstractas son en sí mismas individuales, por generales que puedan llegar a ser en sus representaciones». Esta teoría, que es una forma moderna del nominalismo, tiene dos defectos, uno lógico, psicológico el otro. Empezando con la objeción lógica: «Cuando hemos hallado una semejanza entre varios objetos —dice Hume— aplicamos el mismo nombre a todos ellos». Todo nominalista asentiría. Pero de hecho un nombre común, tal como gato, es justamente tan irreal como lo es el universal GATO. La solución nominalista del problema de los universales falla de este modo por ser insuficientemente drástica en la aplicación de sus propios principios; aplica erróneamente estos principios sólo a cosas, y no a las palabras.
La objeción psicológica es más grave, por lo menos en lo que se refiere a Hume. Toda la teoría de las ideas como copias de impresiones, según él la explica, se resiente de la ignorancia de la vaguedad. Cuando, por ejemplo, he visto una flor de cierto color y después recuerdo una imagen de ella, la imagen carece de precisión, en el sentido de que hay varios matices de color íntimamente semejantes de los cuales podía ser una imagen, o idea, según la terminología de Hume. No es verdad que «la mente no puede formar ninguna noción de cantidad o cualidad sin formar una noción precisa de los grados de cada una». Supongamos que hemos visto un hombre cuya altura es de seis pies y una pulgada. Conservamos una imagen del mismo, pero ésta probablemente convendría a un hombre media pulgada más alto o más bajo. La vaguedad es diferente de la generalidad, pero tiene algunas de sus características. Por no darse cuenta de ello, Hume tropieza con dificultades innecesarias; por ejemplo, respecto a la posibilidad de imaginar un matiz de color que nunca hemos visto, intermedio entre dos matices íntimamente parecidos que hemos visto. Si estos dos son suficientemente similares, cualquier imagen que podamos formar será de igual modo aplicable a los dos y al matiz intermedio. Cuando Hume dice que las ideas derivan de impresiones que ellas representan exactamente, va más allá de lo que es psicológicamente cierto.
Hume desterró el concepto de sustancia de la psicología, lo mismo que Berkeley lo había desterrado de la física. No hay, dice, ninguna impresión del yo y, por consiguiente, no hay ninguna idea del yo (lib. I, parte IV, sec. 6). «Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mi yo, me encuentro siempre con una u otra percepción particular, de calor o frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o de placer. Nunca puedo coger al yo sin una percepción, y nunca puedo observar más que una percepción». Puede haber, concede irónicamente, algunos filósofos que puedan percibir sus yos, «pero quitando a algunos metafísicos de esta clase, me puedo atrever a afirmar del resto de la humanidad, que ellos no son más que un manojo o colección de diferentes percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez y están en perpetuo flujo y movimiento».
Este repudio de la idea del yo es de gran importancia. Veamos exactamente lo que mantiene y hasta dónde es válida. El yo, si tal cosa existe, no es nunca percibido y, por consiguiente, no podemos tener ninguna idea de él. Si este argumento ha de ser aceptado, debe ser expuesto con todo cuidado. Ningún hombre percibe su propio cerebro; sin embargo, en un sentido importante, tiene una idea de él. Tales ideas, que son inferencias de percepciones, no figuran entre el depósito lógicamente básico de ideas; son ideas complejas y descriptivas —éste tiene que ser el caso si Hume está en lo cierto en su principio de que todas las ideas simples derivan de impresiones, y si este principio es rechazado nos vemos obligados a volver a las ideas innatas—. Usando una terminología moderna, podemos decir: Las ideas de cosas no percibidas o sucesos pueden ser definidas siempre en términos de cosas percibidas o sucesos y, por consiguiente, sustituyendo la definición por el término definido, podemos siempre establecer lo que conocemos empíricamente sin introducir ninguna cosa no percibida o suceso. En lo que respecta a nuestro problema presente, todo conocimiento psicológico puede ser afirmado sin introducir el Yo. Además, el yo, según es definido, no puede ser más que un manojo de percepciones, no una nueva cosa simple. En esto creo que todo empirista cabal tiene que coincidir con Hume.
No se sigue de ello que no haya ningún yo simple; se sigue solamente que nosotros no podemos saber si hay o no, y que el yo, salvo como un manojo de percepciones, no puede penetrar en ningún hueco de nuestro conocimiento. Esta conclusión es importante en metafísica, como liberación del último uso superviviente de la sustancia. Es importante en teología, como abolición de todo supuesto conocimiento del alma. Es importante en el análisis del conocimiento, puesto que muestra que la categoría de sujeto y objeto no es fundamental. En esta cuestión del yo, Hume dio un importante paso sobre la posición de Berkeley.
La parte más importante de todo el Tratado es la sección titulada «Del conocimiento y la probabilidad». Hume no da a entender con probabilidad el tipo de conocimiento contenido en la teoría matemática de la probabilidad, tal como la posibilidad de sacar doble seis con dos dados es una de cada treinta y seis. Este conocimiento no es probable en ningún caso especial; tiene toda la certidumbre que el conocimiento puede tener. Lo que Hume trata es el conocimiento incierto, tal como el obtenido de datos empíricos por inferencias que no son demostrativas. Esto incluye todo nuestro conocimiento respecto al futuro y a las partes no observadas del pasado y del presente. De hecho, lo incluye todo salvo, por una parte, la observación directa y, por la otra, la lógica y las matemáticas. El análisis de tal conocimiento probable conduce a Hume a ciertas conclusiones escépticas que son tan difíciles de refutar como de aceptar. El resultado fue un desafío a los filósofos que, en mi opinión, no ha recibido todavía adecuada respuesta.
Hume comienza por distinguir siete clases de relación filosófica: semejanza, identidad, relaciones de tiempo y lugar, proporción en cantidad o número, grados de toda cualidad, contrariedad y causalidad. Éstas, dice, pueden ser divididas en dos clases: las que dependen sólo de las ideas y las que pueden ser cambiadas sin ningún cambio en las ideas. De la primera clase son la semejanza, la contrariedad, los grados de la cualidad y las proporciones en cuantidad o número. Pero las relaciones espacio-temporales y las causales son de la segunda clase. Sólo las relaciones de la primera clase dan conocimiento cierto; nuestro conocimiento respecto a las otras es solamente probable. El álgebra y la aritmética son las únicas ciencias en las que podemos llevar a cabo una larga cadena de razonamientos sin perder la certeza. La geometría no es tan cierta como el álgebra y la aritmética, porque no podemos estar seguros de la verdad de sus axiomas. Es un error suponer, como hacen muchos filósofos, que las ideas matemáticas «tienen que ser comprendidas por una visión pura e intelectual, de la que son sólo capaces las facultades superiores del alma». La falsedad de esta opinión es evidente, dice Hume, tan pronto como recordamos que «todas nuestras ideas son copia de nuestras impresiones».
Las tres relaciones que no dependen sólo de las ideas son la identidad, las relaciones espacio-temporales y la causalidad. Con las dos primeras, la mente no va más allá de lo que está inmediatamente presente a los sentidos. (Las relaciones espacio-temporales, sostiene Hume, pueden ser percibidas y pueden formar parte de impresiones). La causalidad sólo nos permite inferir alguna cosa o acontecimiento de otra cosa o acontecimiento: «Es sólo la causalidad la que produce tal conexión, dándonos la seguridad de la existencia o acción de un objeto, seguida o precedida por otra existencia o acción».
Surge una dificultad de la afirmación de Hume de que no hay impresión de una relación causal. Podemos percibir, por mera observación de A y B, que A está encima de B, o a la derecha de B, pero no que A produce a B. En el pasado, la relación de causa había sido más o menos asimilada a la de antecedente y consecuente en lógica, pero Hume se dio cuenta perfectamente de que esto era un error.
En la filosofía cartesiana, como en la escolástica, la relación de causa y efecto se suponía que era necesaria, como son necesarias las relaciones lógicas. La primera oposición seria a este criterio vino de Hume, con quien empieza la filosofía moderna de la causalidad. Junto con casi todos los filósofos hasta inclusive Bergson, supone la ley que establece que hay proposiciones de la forma «A es causa de B», donde A y B son clases de acontecimientos; el hecho de que tales leyes no aparezcan en ninguna ciencia bien desarrollada parece ser desconocido para los filósofos. Pero mucho de lo que han dicho puede ser traducido de manera aplicable a las leyes causales tal como ocurren; podemos, por tanto, ignorar este punto por ahora.
Hume comienza por observar que el poder mediante el cual un objeto produce otro no es discernible de las ideas de los dos objetos y que, por consiguiente, sólo podemos conocer causa y efecto por la experiencia, no por razonamiento o reflexión. La proposición «lo que empieza ha de tener una causa», dice, no es una proposición que tenga certeza intuitiva, como las proposiciones de la lógica. Como él dice: «No hay ningún objeto que implique la existencia de otro si consideramos los objetos en sí mismos y sin mirar nunca más allá de las ideas que nos formamos de ellos». Hume deduce de esto, que debe ser la experiencia la que da el conocimiento de causa y efecto, pero que no puede ser meramente la experiencia de los dos acontecimientos A y B, que están en una relación causal entre sí. Tiene que ser la experiencia, porque la relación no es lógica, y no puede ser meramente la experiencia de los dos acontecimientos A y B, puesto que no podemos descubrir nada en A que por sí mismo conduzca a la producción de B. La experiencia requerida, dice, es la de la constante conjunción de los acontecimientos de la clase A con los de la clase B. Señala que cuando, en la experiencia, dos objetos están constantemente unidos, de hecho inferimos el uno del otro. (Cuando dice inferimos, quiere decir que la percepción de uno nos hace esperar al otro; no da a entender una inferencia formal o explícita). «Quizá, la conexión necesaria depende de la inferencia», no viceversa. Es decir, la vista de A nos hace esperar a B, llevándonos así a creer que hay una conexión necesaria entre A y B. La inferencia no está determinada por la razón, puesto que eso nos exigiría dar por sentada la uniformidad de la naturaleza, que en sí misma no es necesaria, sino sólo inferida de la experiencia.
Hume se ve inclinado de esta suerte a pensar que, cuando decimos «A produce a B», queremos dar a entender únicamente que A y B están constantemente asociadas de hecho, no que hay alguna conexión necesaria entre ellos. «No tenemos más noción de causa y efecto que la de ciertos objetos, que han estado siempre asociados… Nosotros no podemos penetrar la razón de la conjunción».
Hume justifica su teoría con una definición de creencia «que es —sostiene—, una idea vivaz relacionada o asociada con una impresión presente». Debido a la asociación, si A y B han estado constantemente unidas en la experiencia pasada, la impresión de A produce esa idea vivaz de B que constituye la creencia en B. Esto explica por qué creemos que A y B están relacionados: la percepción de A está relacionada con la idea de B, y de este modo llegamos a pensar que A está relacionado con B, aunque esta opinión carece en realidad de fundamento. «Los objetos no tienen ninguna conexión discernible, ni es de otro principio distinto de la costumbre que actúa sobre la imaginación, de donde sacamos toda inferencia de la aparición de uno a la experiencia de otro». Reitera muchas veces la opinión de que lo que aparece como una conexión necesaria entre objetos es en realidad solamente una conexión entre las ideas de esos objetos: la mente es determinada por la costumbre y «es esta impresión, o determinación, la que me da la idea de necesidad». La repetición de ejemplos, que nos lleva a la creencia de que A produce a B, no añade nada nuevo al objeto, pero lleva la mente a una asociación de ideas; así la «necesidad es algo que existe en la mente, no en los objetos».
Preguntémonos ahora lo que debemos pensar de la doctrina de Hume. Ésta tiene dos partes: una objetiva, otra subjetiva. La parte objetiva dice: Cuando consideramos que A produce a B, lo que efectivamente ha sucedido, en lo relativo a A y a B, es que se ha observado frecuentemente que ambas estaban asociadas, es decir, que A ha sido seguida inmediata o muy rápidamente, por B; no tenemos derecho a decir que A tiene que ser seguida inmediatamente por B, o que será seguida por B en ocasiones futuras. Tampoco tenemos ninguna base para suponer que, por frecuente que haya sido que A fuera seguida por B, haya entre ellas otra relación distinta de la secuencia. De hecho, la causalidad es definible en términos de secuencia y no es una noción independiente.
La parte subjetiva de la doctrina dice: La conjunción frecuentemente observada de A y B causa la impresión de que A causa la idea de B. Pero si tenemos que definir la causa del modo sugerido en la parte objetiva de la doctrina, hemos de repetir lo anterior. Sustituyendo la definición de causa, lo anterior se convierte en:
«Se ha observado frecuentemente que la conjunción habitual observada de dos objetos A y B ha sido seguida a menudo por circunstancias en que a la impresión de A siguió la idea de B».
Esta aseveración podemos admitirla como cierta, pero difícilmente tiene el alcance que Hume atribuye a la parte subjetiva de su doctrina. Afirma, una y otra vez, que la conjunción frecuente de A y B no da ninguna razón para esperar que estén asociadas en el futuro, sino que es mera causa de esta suposición. Es decir: la experiencia de la frecuente conjunción va unida frecuentemente a un hábito de asociación. Pero si la parte objetiva de la doctrina de Hume se acepta, el hecho de que, en el pasado, se hayan formado frecuentemente asociaciones en tales circunstancias, no es razón para suponer que continuarán, o que se formarán nuevas asociaciones en circunstancias parecidas. El hecho es que, cuando interviene la psicología, Hume se permite creer en la causalidad en un sentido que, en general, condena. Pongamos un ejemplo. Veo una manzana y espero que, si la como, experimentaré cierta clase de sabor: la ley del hábito explica la existencia de mi esperanza, pero no la justifica. Mas la ley del hábito es una ley causal. Por consiguiente, si tomamos seriamente a Hume tenemos que decir: Aunque en el pasado la vista de una manzana ha estado unida con la esperanza de cierto tipo de sabor, no hay ninguna razón por la que haya de continuar unida de ese modo: quizá la próxima vez que vea una manzana, esperaré que sepa como la carne asada. Podemos, por el momento, pensar que esto es inverosímil, pero no hay ninguna razón para esperar que nos parezca inverosímil de aquí a cinco minutos. Si la doctrina objetiva de Hume es exacta, no tenemos ninguna razón mejor para hacer suposiciones en psicología que en el mundo físico. La teoría de Hume podía caricaturizarse de este modo: «La proposición A causa B significa la impresión de A causa la idea de B». Como definición no es un esfuerzo feliz.
Tenemos, por lo tanto, que examinar la doctrina objetiva de Hume más a fondo. Esta doctrina tiene dos partes: 1) Cuando decimos «A causa B», todo lo que tenemos derecho a decir es que, en la experiencia pasada, A y B han aparecido frecuentemente juntas o en sucesión rápida, y no se ha observado ningún caso en que A no haya estado seguida o acompañada por B. 2) Por muchos ejemplos que podamos haber observado de la conjunción de A y B, ello no nos da ninguna razón para esperar que estén unidas en una ocasión futura, aunque esto es una causa de esta esperanza, es decir, que ha sido frecuentemente observado que estaba unida con tal esperanza. Estas dos partes de la doctrina pueden exponerse así: 1) en la causalidad no hay ninguna relación indefinible, salvo la conjunción o sucesión; 2) la inducción por simple enumeración no es una forma válida de argumento. Los empiristas han aceptado en general la primera de estas tesis y han rechazado la segunda. Cuando digo que han rechazado la segunda, quiero decir: han creído que, dada una acumulación suficientemente amplia de casos de una conjunción, la probabilidad de hallar la conjunción en el próximo caso excederá de la mitad; o, si ellos no han sostenido exactamente esto, han mantenido una doctrina que tiene consecuencias semejantes.
No deseo por el momento discutir la inducción, tema largo y difícil; me contento con observar que si se admite la primera parte de la doctrina de Hume, la negación de la inducción hace irracional toda suposición sobre el futuro, incluso la esperanza de que continuaremos sintiendo esperanzas. No quiero decir simplemente que nuestras esperanzas puedan ser erróneas; lo que en cualquier caso tiene que ser admitido. Quiero decir que, tomando incluso nuestras esperanzas más firmes, tales como la de que el sol saldrá mañana, no hay ni una pizca de razón para suponer que es más verosímil que se produzcan, que no. Con esta salvedad, vuelvo al sentido de causa.
Los que están en desacuerdo con Hume sostienen que la causa es una relación específica, que implica secuencia invariable, pero no está implicada en ella. Para volver a los relojes de los cartesianos: dos cronómetros perfectamente exactos podrían dar las horas una después de la otra invariablemente, sin ser uno la causa del toque del otro. En general, los que adoptan este criterio sostienen que nosotros podemos a veces percibir relaciones causales, aunque en la mayoría de los casos nos vemos obligados a inferirlas, de un modo más o menos precario, de la constante conjunción. Veamos qué argumentos hay en pro y en contra de Hume sobre este punto.
Hume resume su argumento como sigue: «Me doy cuenta que de todas las paradojas que he tenido ocasión, o tendré de aquí en adelante, de exponer en el curso de este tratado, la presente es la más violenta, y simplemente mediante una prueba y un razonamiento sólido puedo esperar que sea admitida y supere los prejuicios inveterados de la humanidad. Antes de reconciliarnos con esta doctrina, ¿cuántas veces tenemos que repetirnos que la simple vista de dos objetos o acciones cualesquiera, aunque estén relacionados, no pueden nunca darnos idea de poder, o de una conexión entre ellos; que esta idea brota de una repetición de su unión; que la repetición no descubre ni produce nada en los objetos, sino que tiene solamente una influencia en la mente, por la transición consuetudinaria que produce; que esta transición consuetudinaria es, por consiguiente, lo mismo que el poder y la necesidad, consiguientemente sentidos por el alma, y no percibidos externamente en los cuerpos?».
A Hume se le acusa habitualmente de tener un criterio de la percepción demasiado atómico, pero permite puedan percibirse ciertas relaciones. «No debemos —dice— recibir como razonamiento ninguna de las observaciones que hacemos concernientes a la identidad y a las relaciones de tiempo y lugar; pues en ninguna de ellas la mente puede ir más allá de lo que está inmediatamente presente a los sentidos». La causalidad, dice, es diferente en que nos lleva más allá de las impresiones de nuestros sentidos y nos informa de existencias no percibidas. Como argumento no parece válido. Nosotros creemos en muchas relaciones de tiempo y lugar que no podemos percibir: pensamos que el tiempo se extiende hacia atrás y hacia adelante, y el espacio, más allá de las paredes de nuestra habitación. El verdadero argumento de Hume es que mientras percibimos a veces relaciones de tiempo y lugar, no percibimos nunca relaciones causales, que debe admitirse, por tanto, son inferidas de las relaciones que pueden percibirse. La controversia queda reducida de esta suerte a una de hecho empírico: ¿Percibimos a veces, o no, una relación que puede llamarse causal? Hume dice que no, sus adversarios dicen que sí, y no es fácil ver cómo pueden encontrarse pruebas por ambas partes.
Creo que quizá el argumento más fuerte por parte de Hume ha de derivarse del carácter de las leyes causales en física. Parece que las reglas simples de la forma «A causa B» no deben ser admitidas nunca en la ciencia, salvo como toscas sugerencias en las etapas primitivas. Las leyes causales por las que tales reglas simples son reemplazadas en las ciencias adelantadas, son tan complejas que nadie puede suponer se dan en la percepción; son todas, notoriamente, inferencias complicadas del curso observado de la naturaleza. Dejo a un lado la moderna teoría del cuanto, que refuerza la conclusión anterior. En lo que respecta a las ciencias físicas, Hume está totalmente en lo cierto; proposiciones tales como «A causa B» no son nunca aceptadas, y nuestra inclinación a aceptarlas tiene que explicarse por las leyes del hábito y asociación. Estas mismas leyes en su forma exacta serán tesis elaboradas respecto al tejido nervioso, primariamente su fisiología, luego su química y, últimamente, su física.
El adversario de Hume, sin embargo, aunque admita la totalidad de lo que se acaba de decir respecto a las ciencias físicas, puede no reconocerse aún decisivamente derrotado. Puede decir que hay casos en psicología donde puede percibirse una relación causal. Toda la concepción de causa probablemente se deriva de la volición, y puede decirse que podemos percibir una relación entre una volición y el acto consecuente, que es algo más que una secuencia invariable. Lo mismo podía decirse de la relación entre un dolor súbito y un grito. Tales concepciones las ha hecho muy difíciles, sin embargo, la fisiología. Entre la voluntad de mover mi brazo y el movimiento consiguiente hay una larga cadena de intermediarios causales, consistentes en procesos de los nervios y de los músculos. Nosotros sólo percibimos los términos finales de este proceso, la volición y el movimiento, y si creyéramos percibir una conexión causal directa entre éstos, estaríamos equivocados. Dicho argumento no es decisivo respecto a la cuestión general, pero muestra que es temerario suponer que percibimos relaciones causales cuando creemos hacerlo. El balance, pues, se inclina en favor del criterio de Hume de que no hay nada en la causa, salvo una sucesión invariable. La prueba no es, sin embargo, tan concluyente como Hume suponía.
Hume no se contenta con limitar la evidencia de una conexión causal a la experiencia de la conjunción frecuente; afirma que tal experiencia no justifica la esperanza de conjunciones similares en el futuro. Por ejemplo: cuando (para repetir un ejemplo anterior) veo una manzana, la experiencia pasada me hace esperar que sabrá como una manzana y no como carne asada. Pero no hay ninguna justificación racional para esta esperanza. Si existiera tal justificación tendría que proceder del principio de «que estos casos que no hemos experimentado se asemejan a los que hemos comprobado». Este principio no es lógicamente necesario, puesto que podemos, por lo menos, concebir un cambio en el curso de la naturaleza. Debe ser, por consiguiente, un principio de probabilidad. Pero todos los argumentos probables adoptan este principio y, por lo tanto, no puede ser probado por ningún argumento probable, ni siquiera hecho probable por ningún argumento de esta clase. «La suposición de que el futuro se parece al pasado no está fundada en argumentos de ninguna clase, sino que deriva enteramente del hábito».[24] La conclusión es de un escepticismo completo:
«Todo razonamiento probable no es más que una especie de sensación. Esto no ocurre solamente en poesía y música, donde tenemos que seguir nuestro gusto y sentimientos, sino igualmente en filosofía. Cuando estoy convencido de un principio, éste es solamente una idea que golpea con más fuerza sobre mí. Cuando doy la preferencia a una serie de argumentos sobre otra, no hago más que decidir según mi sentimiento respecto a la superioridad de su influencia. Los objetos no tienen entre sí ninguna conexión discernible; ni es de otro principio distinto de la costumbre que actúa sobre la imaginación de donde podemos sacar cualquier inferencia de la aparición de uno a la existencia de otro».[25]
El último resultado de la investigación de Hume de lo que pasa por conocimiento, no es el que debemos suponer que hubiera deseado. El subtítulo de su libro es: «Un intento de introducir el método experimental de razonamiento en las cuestiones morales». Es evidente que empezó con una creencia de que el método científico produce la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; terminó, sin embargo, con la convicción de que la creencia no es nunca racional, puesto que no sabemos nada. Después de exponer los argumentos para el escepticismo (lib. I, parte IV, sec. 1), continúa, no refutando los argumentos, sino recurriendo a la credibilidad natural.
«La naturaleza, por una necesidad incontrolable y absoluta, nos ha determinado a juzgar, lo mismo que a respirar y sentir; no podemos ya dejar de contemplar ciertos objetos bajo una luz más fuerte y plena, debido a su habitual conexión con una impresión presente, que lo que podemos abstenernos de pensar mientras estamos despiertos, o de ver los cuerpos que nos rodean, cuando volvemos los ojos hacia ellos en pleno día. Quienquiera que se haya tomado el trabajo de refutar este escepticismo total, ha disputado en realidad sin tener adversario y se ha esforzado por medio de argumentos en establecer una facultad, que la naturaleza ha implantado con anterioridad en la mente, haciéndola inevitable. Mi intención, pues, al exponer con tanta minuciosidad los argumentos de esa fantástica secta, es sólo hacer más tangible al lector la verdad de mi hipótesis, de que todos nuestros razonamientos sobre las causas y efectos se derivan nada más que de la costumbre; y que la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva que de la parte reflexiva de nuestras naturalezas».
«El escéptico —prosigue (lib. I, parte IV, sec. 2)— todavía continúa razonando y creyendo, aunque afirme que no puede defender su razón por la razón; y por la misma regla tiene que asentir al principio concerniente a la existencia del cuerpo, aunque no puede pretender, por ningún argumento filosófico, mantener su veracidad… Podemos preguntar perfectamente: ¿qué es lo que nos hace creer en la existencia del cuerpo? Pero es vano preguntar si hay cuerpo o no. Éste es un punto que tenemos que dar por sentado en todos nuestros razonamientos».
Lo anterior es el principio de una sección, «Del escepticismo respecto a los sentidos». Después de una larga discusión, este apartado termina con la conclusión siguiente:
«Esta duda escéptica, con respecto a la razón y a los sentidos, es una enfermedad que nunca puede curarse radicalmente, sino que ha de recaer sobre nosotros a cada momento, por más que la expulsemos y parezca a veces que estamos enteramente libres de ella… La despreocupación y la distracción es lo único que puede proporcionarnos algún remedio. Por esta razón, me confío completamente a ellas; y doy por sentado, cualquiera que sea la opinión del lector en este momento, que de aquí a una hora estará persuadido de que existen el mundo exterior y el interior».
No hay ninguna razón para estudiar filosofía —sostiene Hume—, excepto la de que, para ciertos temperamentos, es una manera agradable de pasar el tiempo. «En todos los incidentes de la vida debemos, sin embargo, conservar nuestro escepticismo. Si creemos que el fuego calienta o que el agua refresca, es sólo porque nos cuesta mucho trabajo pensar de otro modo. Es más: si somos filósofos, debía ser únicamente sobre principios escépticos, y por una inclinación que sentimos a ocuparnos así». Si yo abandonara la especulación, «siento que saldría perdiendo en cuanto a placer; y éste es el origen de mi filosofía».
La filosofía de Hume, verdadera o falsa, representa la bancarrota del racionalismo del siglo XVIII. Parte, como Locke, con la intención de ser razonable y empírico, sin confiar en nada, y buscando toda la enseñanza que pudiera obtener de la experiencia y de la observación. Pero con un intelecto mejor que el de Locke, mayor agudeza en el análisis y menor capacidad para aceptar las contradicciones cómodas, llega a la desastrosa conclusión de que de la experiencia y de la observación no hay qué aprender. La creencia racional no existe: «Si creemos que el fuego calienta o que el agua refresca, es sólo porque nos cuesta mucho trabajo pensar de otro modo». No podemos dejar de creer, pero ninguna creencia puede fundarse en la razón. Tampoco puede ser una línea de conducta más razonable que otra, puesto que todas se hallan igualmente basadas en convicciones irracionales. Esta última conclusión, sin embargo, no parece haberla sacado Hume. Aun en su capítulo más escéptico, en el que resume las conclusiones del libro I, dice: «Hablando en términos generales, los errores en religión son peligrosos; en filosofía son solamente ridículos». Él no tiene derecho a decir esto. Peligroso es una palabra causal, y un escéptico en cuanto a la causalidad no puede saber si algo es peligroso.
De hecho, en las últimas partes del Tratado, Hume olvida todas sus dudas fundamentales y escribe tanto como podía haber escrito cualquier otro moralista esclarecido de su tiempo; aplica a sus dudas el remedio que recomienda, es decir «la despreocupación y la distracción». En un sentido, su escepticismo es insincero, puesto que no puede mantenerlo en la práctica. Tiene, sin embargo, esta espantosa consecuencia: que paraliza todo esfuerzo para probar que una línea de conducta es mejor que otra.
Era inevitable que tal refutación del racionalismo fuera seguida por un gran brote de fe irracional. La querella entre Hume y Rousseau es simbólica: Rousseau era loco, pero influyente; Hume era cuerdo, pero no tenía seguidores. Los empiristas británicos posteriores rechazaron su escepticismo sin refutarlo; Rousseau y sus seguidores coincidían con Hume en que ninguna creencia está basada en la razón, pero consideraban el corazón superior a la razón y le permitían que los llevara a convicciones muy diferentes de las que Hume conservaba en la práctica. Los filósofos alemanes, desde Kant a Hegel, no habían asimilado los argumentos de Hume. Digo esto de un modo deliberado, a pesar de la creencia que muchos filósofos comparten con Kant, de que su Crítica de la razón pura respondía a Hume. De hecho, estos filósofos —al menos Kant y Hegel— representan un tipo de racionalismo prehumiano y pueden ser refutados por los argumentos humianos. Los filósofos que no pueden ser refutados de este modo son los que no pretenden ser racionales, como Rousseau, Schopenhauer y Nietzsche. El desarrollo de lo irracional durante el siglo XIX y lo que ha transcurrido del XX es una secuela natural de la destrucción por Hume del empirismo.
Es importante, por consiguiente, descubrir si hay alguna respuesta a Hume dentro del armazón de una filosofía que es total o principalmente empírica. Si no, no hay ninguna diferencia intelectual entre la cordura y la locura. El lunático que cree que es un huevo escalfado, será condenado únicamente por la razón de que está en minoría, o más bien —puesto que no tenemos que dar por sentada la democracia— por la razón de que el Gobierno no está de acuerdo con él. Éste es un punto de vista desesperado y debemos esperar que haya algún modo de eludirlo.
El escepticismo de Hume se apoya enteramente en el repudio del principio de inducción. El principio de inducción, tal como se aplica a la causalidad, dice: si se ha visto que A ha estado con mucha frecuencia acompañada o seguida por B, y no se conoce ningún caso en que A no haya estado acompañada o seguida por B, entonces es probable que en la próxima ocasión en que A sea observada, será acompañada o seguida por B. Si el principio es adecuado, un número suficiente de casos hará que la probabilidad no esté muy lejos de la certeza. Si este principio, o cualquier otro del cual pueda ser deducido, es verdadero, entonces las inferencias causales que Hume rechaza son válidas, no porque proporcionen la certeza, desde luego, sino por dar una suficiente probabilidad para fines prácticos. Si este principio no es verdadero, todo intento de llegar a leyes científicas generales desde observaciones particulares es sofístico, y es imposible para un empirista esquivar el escepticismo de Hume. El principio mismo no puede, sin duda, sin incurrir en círculo vicioso, ser inferido de uniformidades observadas, puesto que se requiere para justificar tal inferencia. Por consiguiente, ha de ser deducido de un principio independiente no basado en la experiencia. Hasta este momento Hume ha probado que el empirismo puro no es una base suficiente para la ciencia. Pero si este principio es admitido, todo lo demás puede proceder de acuerdo con la teoría de que todo nuestro conocimiento está basado en la experiencia. Debe darse por sentado que ésta es una seria desviación del empirismo puro, y los que no son empiristas pueden preguntar por qué, si se permite una desviación, han de prohibirse otras. Sin embargo, éstas son cuestiones no suscitadas directamente por los argumentos de Hume. Lo que estos argumentos prueban —y no creo que la prueba pueda ponerse en duda— es que la inducción es un principio lógico independiente, incapaz de ser inferido de la experiencia o de otros principios lógicos. Y sin este principio, es imposible la ciencia.