Berkeley
George Berkeley (1685-1753) es importante en la filosofía por su negación de la existencia de la materia: una negación que apoyó con una cantidad de argumentos ingeniosos. Él mantenía que los objetos materiales sólo existen al ser percibidos. A la objeción de que, en ese caso, un árbol, por ejemplo, dejaría de existir si nadie lo estuviera mirando, replicaba diciendo que Dios percibe siempre todo; si no hubiera Dios, lo que nosotros tomamos por objetos materiales tendrían una vida espasmódica, saltando súbitamente al ser cuando los miramos; pero la realidad es que, debido a las percepciones de Dios, los árboles, las rocas y las piedras tienen una existencia tan continua como el sentido común supone. Éste es, a su juicio, un argumento de peso respecto a la existencia de Dios. Un verso de Ronald Knox, con una réplica, expone la teoría de Berkeley sobre los objetos materiales:
Había un joven que decía: «A Dios
debe de parecerle muy extraño
si ve que este árbol
continúa existiendo
cuando no hay nadie en el Patio».
RESPUESTA
Querido señor:
Su asombro es singular.
Yo estoy siempre en el Patio,
y por eso es por lo que el árbol
continúa existiendo,
puesto que es observado por
Su afectísimo,
DIOS.
Berkeley era irlandés y llegó a ser miembro del Trinity College, de Dublín, a los veintidós años. Fue presentado en la corte por Swift, y la Vanessa de Swift le dejó la mitad de su propiedad.[21] Formó el proyecto de establecer un colegio en las Bermudas, con vistas a lo cual fue a América. Después de pasar tres años (1728-1731) en Rhode Island, volvió a su país y abandonó el proyecto. Fue el autor de la conocida estrofa:
Hacia el Oeste el curso del Imperio sus pasos encamina,
debido a la cual se le dio su nombre a la ciudad de Berkeley, en California. En 1734 le nombraron obispo de Cloyne. En la última parte de su vida, abandonó la filosofía por el agua de alquitrán, a la que atribuía maravillosas propiedades medicinales. Referente a esta agua escribió: «Éstas son las copas que alegran, pero no embriagan», sentimiento muy familiar, aplicado luego por Cowper al té.
Su mejor obra la realizó cuando era aún muy joven: Ensayo sobre una nueva teoría de la visión, en 1709, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, en 1710, Tres diálogos entre Hylas y Filonús, en 1713. Sus escritos posteriores a los veintiocho años fueron de menos importancia. Es un escritor muy atractivo, con un estilo encantador.
Su argumento contra la materia lo expone de un modo más persuasivo en Tres diálogos entre Hylas y Filonús. De estos diálogos me propongo examinar solamente el primero y el comienzo del segundo, puesto que todo lo que se dice después me parece de menor importancia. En la parte de la obra que examinaré, Berkeley anticipa argumentos válidos en favor de cierta conclusión importante, aunque no del todo en favor de la conclusión que cree está probando. Él cree demostrar que toda realidad es mental; lo que prueba es que nosotros percibimos cualidades, no cosas, y que las cualidades son relativas al percipiente.
Empezaré por una exposición no crítica de lo que me parece importante en los Diálogos; luego me detendré en la crítica, y, finalmente, expondré los problemas estudiados, según aparecen ante mí.
Los personajes de los Diálogos son dos: Hylas, que representa el sentido común educado científicamente, y Filonús, que es Berkeley.
Después de unas observaciones amables, Hylas dice que ha oído extrañas referencias de las opiniones de Filonús, relativas a que no cree en la sustancia material. «¿Puede haber nada más fantástico, más repugnante al Sentido Común, o de un escepticismo más manifiesto, como creer que la materia no existe?», exclama. Filonús replica que él no niega la realidad de las cosas sensibles, es decir, de lo que es percibido inmediatamente por los sentidos, sino que nosotros no vemos las causas de los colores ni oímos las causas de los sonidos. Ambos coinciden en que los sentidos no hacen ninguna clase de deducciones. Filonús señala que por la vista sólo percibimos la luz, el color y la figura; por el oído, solamente sonidos, y así sucesivamente. En consecuencia, aparte de las cualidades sensibles, no hay nada sensible, y las cosas sensibles no son nada más que cualidades sensibles o combinaciones de cualidades sensibles.
Filonús se dedica luego a probar que «la realidad de las cosas sensibles consiste en ser percibidas», contra la opinión de Hylas de que «existir es una cosa y ser percibida otra». Estos datos de los sentidos son mentales, tesis que Filonús apoya con una detallada consideración de los diversos sentidos. Comienza con el calor y el frío. El calor fuerte, dice, es un dolor y tiene que estar en la mente. Por consiguiente, el calor es mental; aplica al frío un argumento parecido. Esto es reforzado con el famoso argumento relativo al agua templada. Cuando tenemos una de las manos caliente y la otra fría, las ponemos en agua tibia, y parece fría a una mano y caliente a la otra; pero el agua no puede estar a la vez caliente y fría. Esto vence a Hylas, que acaba por reconocer que «el calor y el frío son sólo sensaciones que existen en nuestras mentes». Pero señala esperanzado que todavía quedan otras cualidades sensibles.
Filonús la emprende luego con los sabores. Señala que un sabor dulce es un placer y uno amargo, desagradable, y que el placer y el desagrado son mentales. El mismo argumento aplica a los olores, puesto que son agradables o desagradables.
Hylas hace un vigoroso esfuerzo para salvar el sonido que, dice, es un movimiento en el aire, como puede verse por el hecho de que no hay sonidos en el vacío. Tenemos, dice, que «distinguir entre el sonido según es percibido por nosotros y según es en sí mismo; o entre el sonido que nosotros percibimos inmediatamente y el que existe fuera de nosotros». Filonús señala que lo que Hylas llama sonido real, al ser un movimiento, puede posiblemente ser visto o sentido, pero que desde luego no puede ser oído; por lo tanto, no es sonido tal como nosotros lo conocemos por la percepción. Respecto a esto, Hylas concede ahora que «tampoco los sonidos tienen ser real y fuera de la mente».
Luego pasan a los colores, y aquí Hylas dice confidencialmente: «Perdóneme: el caso de los colores es muy diferente. ¿Puede haber nada más claro que el hecho de que los vemos en los objetos?». Las sustancias que existen fuera de la mente, afirma, tienen los colores que vemos en ellas. Pero Filonús no encuentra ninguna dificultad para deshacer esta opinión. Comienza con las nubes de la puesta del sol, que son rojas y doradas y señala que una nube, cuando estamos cerca de ella, no tiene tales colores. Continúa con la diferencia señalada por un microscopio y con la amarillez de todo para un hombre que tiene ictericia. Y los insectos muy pequeños, dice, podrán ver objetos mucho más pequeños que los que nosotros podemos ver. Hylas dice en vista de esto que el color no está en los objetos, sino en la luz; es, dice, una sustancia fluida fina. Filonús advierte, como en el caso del sonido, que, según Hylas, los colores reales son algo diferente del rojo y del azul que vemos, y esto es bastante.
En vista de ello, Hylas abandona todas las cualidades secundarias, pero sigue diciendo que las cualidades primarias, especialmente la figura y el movimiento, son inherentes a las sustancias externas no pensantes. A esto replica Filonús que las cosas parecen grandes cuando estamos cerca de ellas y pequeñas cuando estamos lejos, y que un movimiento puede parecerle rápido a un hombre y lento a otro.
En este punto intenta Hylas un nuevo camino. Cometió una equivocación, dice, al no distinguir el objeto de la sensación; admite que el acto de percibir es mental, pero no lo percibido; los colores, por ejemplo, «tienen una existencia real fuera de la mente, en alguna sustancia no pensante». A esto replica Filonús: «Que un objeto inmediato de los sentidos —es decir, una idea o combinación de ideas— tenga que existir en una sustancia no pensante, o exterior a todas las mentes, es en sí mismo una contradicción manifiesta». Se observará que, en este punto, el argumento se hace lógico y no es ya empírico. Unas cuantas páginas después, Filonús dice: «Lo que es percibido inmediatamente es una idea, y ¿puede una idea existir fuera de la mente?».
Después de una discusión metafísica de la sustancia, Hylas vuelve a la discusión de las sensaciones visuales, con el argumento de que ve las cosas a distancia. A ello replica Filonús que esto es igualmente cierto de las cosas vistas en sueños, que todo el mundo admite son mentales; luego, que la distancia no es percibida por la vista, sino estimada como un resultado de la experiencia y que, para un ciego de nacimiento que ahora ve por primera vez, los objetos visuales no aparecen distantes.
Al comienzo del segundo Diálogo, Hylas arguye que ciertas señales del cerebro son las causas de las sensaciones, pero Filonús replica que «como el cerebro es una cosa sensible sólo existe en la mente».
El resto de los Diálogos es menos interesante, y no es preciso examinarlo.
Hagamos ahora un análisis crítico de las opiniones de Berkeley. El argumento de Berkeley consta de dos partes. Por una, arguye que nosotros no percibimos las cosas materiales, sino solamente colores, sonidos, etc., y que éstos son mentales o están en la mente. Su razonamiento es completamente convincente en cuanto al primer punto, pero respecto al segundo se ve afectado por la ausencia de una definición de la palabra mental. Se apoya, de hecho, en la opinión recibida de que todo tiene que ser o material o mental y nada es ambas cosas a la vez.
Cuando dice que nosotros percibimos cualidades, no cosas o sustancias materiales y no hay ninguna razón para suponer las diferentes cualidades que el sentido común considera como pertenecientes todas a una cosa inherente a una sustancia distinta de todas y cada una de ellas, su razonamiento puede aceptarse. Pero cuando continúa diciendo que las cualidades sensibles —incluyendo las cualidades primarias— son mentales, los argumentos son de índole muy diferente y de muy distintos grados de validez. Hay algunos que intentan probar la necesidad lógica, mientras que otros son más empíricos. Empecemos por los primeros.
Filonús dice: «Todo lo que es percibido inmediatamente es una idea: ¿y puede una idea existir fuera de la mente?». Esto requeriría una larga discusión de la palabra idea. Si se sostuviera que pensamiento y percepción consisten en una relación entre sujeto y objeto, sería posible identificar la mente con el sujeto y mantener que no hay nada en la mente, sino sólo objetos ante ella. Berkeley discute la opinión de que hemos de distinguir el objeto percibido del acto de percibir, y que éste es mental, pero no aquél. Su argumento contra esta opinión es oscuro, y necesariamente debía ser así, puesto que para uno que cree en la sustancia mental, como Berkeley, no hay ningún medio válido de refutarlo. Dice: «Que todo objeto inmediato de los sentidos debe existir en una sustancia no pensante, o exterior a todas las mentes, es en sí mismo una contradicción manifiesta». Hay aquí un sofisma, análogo al siguiente: «Es imposible que exista un sobrino sin un tío; ahora bien: Mr. A. es un sobrino; por consiguiente, es lógicamente necesario que Mr. A. tenga un tío». Sin duda, esto es lógicamente necesario, dado que Mr. A. es un sobrino, pero que no descubrió por nada el análisis de Mr. A. Así, si algo es un objeto de los sentidos, alguna mente tiene que estar relacionada con ello; pero no se sigue que la misma cosa no pudo haber existido sin ser un objeto de los sentidos.
Hay un sofisma algo parecido referente a lo concebido. Hylas mantiene que puede concebir una casa que nadie percibe ni está en ninguna mente. Filonús replica que todo lo que Hylas concibe está en su mente, de suerte que la casa supuesta es, después de todo, mental. Hylas debía haber contestado: «Yo no quiero decir que tenga en la mente la imagen de una casa; cuando digo que puedo concebir una casa que nadie percibe, lo que en realidad quiero decir es que puedo entender la proposición “hay una casa que nadie percibe” o, mejor aún: “hay una casa que nadie percibe ni concibe”. Esta proposición está compuesta enteramente de palabras inteligibles y las palabras están reunidas correctamente. Si la proposición es verdadera o falsa, yo no lo sé, pero estoy seguro de que no puede demostrarse que es de una contradicción manifiesta». Algunas proposiciones estrechamente similares pueden ser probadas. Por ejemplo: el número de multiplicaciones posibles de dos números enteros es infinito; por consiguiente, hay algunos que nunca han sido pensados. El argumento de Berkeley, si fuera válido, probaría que esto es imposible.
El sofisma implicado es muy corriente. Podemos, por medio de conceptos sacados de la experiencia, construir afirmaciones acerca de clases, de las cuales, alguno o ninguno de sus miembros han sido probados. Tomemos algún concepto muy corriente, por ejemplo, guija, concepto empírico, derivado de la percepción. Pero no se sigue de ello que todas las guijas sean percibidas, a menos que incluyamos el hecho de ser percibida en nuestra definición de guija. A menos que hagamos esto, el concepto guija no percibida no es lógicamente vituperable, a pesar del hecho de que es lógicamente imposible percibir un ejemplo de ello.
Esquemáticamente, el argumento es como sigue. Berkeley dice: «Los objetos sensibles tienen que ser sensibles. A es un objeto sensible. Luego A tiene que ser sensible». Pero si tiene indica necesidad lógica, el argumento es sólo válido si A tiene que ser un objeto sensible. El argumento no prueba que, de las propiedades de A, aparte de la de ser sensible, pueda deducirse que A es sensible. No prueba, por ejemplo, que los colores intrínsecamente indiscernibles de los que vemos no puedan existir sin ser vistos. Podemos creer por razones fisiológicas que esto no ocurre, pero tales razones son empíricas; en cuanto a la lógica se refiere, no hay ninguna razón por la que no deban existir colores donde no haya ojos o cerebros.
Llegamos ahora a los argumentos empíricos de Berkeley. Para empezar diremos que es un signo de debilidad combinar argumentos empíricos con lógicos, pues éstos, si son válidos, hacen a aquéllos superfluos.[22] Si sostengo que un cuadrado no puede ser redondo, no debo apelar al hecho de que ninguna plaza cuadrada de ninguna ciudad conocida es redonda.[23] Pero cuando hemos rechazado los argumentos lógicos, se hace necesario considerar el valor de los argumentos empíricos.
El primero de los argumentos empíricos es un argumento singular: el calor no puede estar en el objeto, porque «el grado de calor más vehemente e intenso (es) un gran dolor» y no podemos suponer «ninguna cosa imperceptible capaz de dolor o de placer». Hay una ambigüedad en la palabra dolor de la que se aprovecha Berkeley. Puede significar la dolorosa cualidad de una sensación o puede significar la sensación que tiene esa cualidad. Decimos que una pierna rota es dolorosa, sin significar que la pierna está en la mente; podría ocurrir análogamente que el calor produce dolor, y esto es todo lo que debemos dar a entender cuando decimos que es un dolor. Este argumento, por lo tanto, es un argumento pobre.
El argumento relativo a las manos caliente y fría en el agua templada, sólo probaría, hablando estrictamente, que lo que percibimos en este experimento no es calor y frío, sino más caliente y más frío. No hay nada que pruebe que sean subjetivos.
Respecto a los sabores se repite el argumento del placer y del dolor: la dulzura es un placer y la amargura cosa desagradable; por tanto, ambas son mentales. También se dice que una cosa que sabe dulce cuando estoy bueno puede saber amarga cuando estoy enfermo. Argumentos muy parecidos se emplean respecto a los olores: puesto que son agradables o desagradables, «no pueden existir sino en una sustancia percipiente o mente». Berkeley da por supuesto, aquí y en todas partes, que lo no inherente a una materia debe serlo a una sustancia mental y nada puede ser a la vez mental y material.
El argumento referente al sonido es ad hominem. Hylas dice que los sonidos son realmente movimientos en el aire y Filonús replica que los movimientos pueden ser vistos o sentidos, no oídos, de modo que los sonidos reales son inaudibles. Esto no es un argumento razonable, puesto que las percepciones de movimiento, según Berkeley son tan subjetivas como las otras. Los movimientos que Hylas exige tendrán que ser impercibidos o imperceptibles. No obstante, es válido en el punto en que indica que el sonido, en cuanto oído, no puede ser identificado con los movimientos del aire que la física considera como su causa.
Hylas, después de abandonar las cualidades secundarias, no se halla todavía dispuesto a dejar las cualidades primarias, a saber, la extensión, la figura, la solidez, la gravedad, el movimiento y el reposo. El argumento, como es natural, se concentra sobre la extensión y el movimiento. Si las cosas tienen tamaños reales, dice Filonús, la misma cosa no puede ser de diferentes tamaños al mismo tiempo y, sin embargo, parece más grande cuando estamos cerca de ella que cuando estamos lejos. Y si el movimiento está realmente en el objeto, ¿cómo es que el mismo movimiento puede parecer rápido a una persona y lento a otra? Tales argumentos, creo yo, tienen que ser admitidos para probar la subjetividad del espacio percibido. Pero esta subjetividad es física; es igualmente cierta de una cámara y, por lo tanto, no prueba que la forma sea mental. En el segundo Diálogo, Filonús resume la discusión, hasta el punto en que han llegado, en las palabras: «Aparte de los espíritus, todo lo que conocemos o concebimos son nuestras propias ideas». No debía, naturalmente, hacer una excepción con los espíritus, puesto que es tan imposible conocer el espíritu como conocer la materia. Los argumentos, de hecho, son casi idénticos en ambos casos.
Tratemos ahora de exponer a qué conclusiones positivas podemos llegar como resultado del tipo de argumento iniciado por Berkeley.
Las cosas tal como las conocemos son haces de cualidades sensibles: una mesa, por ejemplo, consiste en su forma visual, su dureza, el ruido que emite cuando es golpeada, y su olor (si lo tiene). Estas diferentes cualidades tienen ciertas contigüidades en la experiencia, que llevan al sentido común a considerarlas como pertenecientes a una cosa, pero el concepto de cosa o sustancia no añade nada a las cualidades percibidas, y es innecesario. Hasta aquí nos hallamos sobre terreno firme.
Pero debemos preguntarnos ahora qué entendemos por percibir. Filonús sostiene que, en lo referente a las cosas sensibles, su realidad consiste en ser percibidas; pero no nos dice lo que entiende por percepción. Hay una teoría, que él rechaza, de que la percepción es una relación entre un sujeto y un objeto percibido. Como él creía que el yo es una sustancia, podía haber adoptado perfectamente esta teoría; sin embargo, se decidió contra ella. Para los que rechazan la noción de un yo sustancial, esta teoría es imposible. ¿Qué se entiende, pues, al llamar a algo percibido? ¿Significa algo más que el algo en cuestión aparece u ocurre? ¿Podemos cambiar la frase de Berkeley y, en lugar de decir que la realidad consiste en ser percibida, decir que el ser percibido consiste en ser real? Sea de esto lo que sea, Berkeley sostiene como lógicamente posible que debe haber cosas no percibidas, puesto que sostiene que algunas cosas reales, a saber, las sustancias espirituales, no son percibidas. Y parece obvio que, cuando decimos que un hecho es percibido, queremos dar a entender algo más que el hecho de ocurrir.
¿Qué es este más? Una diferencia obvia entre los hechos percibidos y los no percibidos es que los primeros, pero no los segundos, pueden ser recordados. ¿Hay alguna otra diferencia?
El recuerdo es uno de todo un género de efectos más o menos peculiares a los fenómenos que naturalmente llamamos mentales. Estos efectos están relacionados con el hábito. Un chico quemado teme al fuego; un atizador quemado, no. El fisiólogo, sin embargo, trata el hábito y las materias afines como una característica del tejido nervioso y no tiene ninguna necesidad de salirse de una interpretación física. En lenguaje físico, podemos decir que un suceso es percibido si tiene efectos de ciertas clases; en este sentido podemos casi decir que un arroyo percibe la lluvia por la que se alimenta y que una laguna es una memoria de pasados aguaceros. El hábito y la memoria, cuando son descritos en términos físicos no se hallan totalmente ausentes en la materia inanimada; la diferencia a este respecto, entre la materia viva y la inanimada, es sólo de grado.
Con este criterio, decir que un acontecimiento es percibido equivale a decir que tiene efectos de ciertas clases, y no hay ninguna razón, lógica o empírica, para suponer que todos los acontecimientos tienen efectos de estas clases.
La teoría del conocimiento sugiere un punto de vista diferente. Partimos aquí, no de ciencia cabal, sino de cualquier conocimiento que sea base para nuestra creencia en la ciencia. Esto es lo que Berkeley hace. Aquí no es necesario, de antemano, definir lo percibido. El método, en esquema, es como sigue: reunimos las proposiciones que sentimos que conocemos sin deducción y descubrimos que la mayoría tiene que ver con acontecimientos particulares determinados. Estos acontecimientos los definimos como percibidos. Los percibidos, por consiguiente, son aquellos acontecimientos que conocemos sin deducción; o al menos, para admitir la memoria, tales acontecimientos fueron en un tiempo percibidos.
Entonces nos enfrentamos con la cuestión: ¿podemos, de nuestras propias percepciones, inferir otros acontecimientos? Aquí son posibles cuatro posiciones, de las que las tres primeras son formas del idealismo.
1) Podemos negar totalmente la validez de todas las inferencias de mis presentes percepciones y memorias a otros acontecimientos. Este punto de vista puede ser adoptado por todo el que limite la inferencia a la deducción. Cualquier acontecimiento, y cualquier grupo de acontecimientos, es capaz lógicamente de aislarse, y, por tanto, ningún grupo de acontecimientos ofrece prueba demostrativa de la existencia de otros acontecimientos. Si, consiguientemente, limitamos la inferencia a la deducción, el mundo conocido está confinado a aquellos acontecimientos de nuestra propia biografía que nosotros percibimos —o hemos percibido, si se admite la memoria.
2) Una segunda posición, que es solipsismo tal como se entiende ordinariamente, permite alguna inferencia de mis percepciones, pero sólo a otros acontecimientos de mi propia biografía. Sea, por ejemplo, la tesis de que, en cualquier momento de la vida de vigilia, hay objetos sensibles que no advertimos. Vemos muchas cosas sin decirnos que las vemos; al menos así parece. Manteniendo los ojos fijos en un medio en el que no percibimos ningún movimiento, podemos advertir diversas cosas sucesivamente y estamos convencidos de que eran visibles antes de nosotros haberlas advertido; pero antes de haberlas advertido no eran datos para la teoría del conocimiento. Este grado de inferencia de lo que observamos lo hace irreflexivamente todo el mundo, incluso los que más desean evitar una prolongación indebida de nuestro conocimiento más allá de la experiencia.
3) La tercera posición —fue sostenida parece ser, por ejemplo, por Eddington— es que es posible hacer inferencias a otros acontecimientos análogos a los de nuestra propia experiencia y que, por ende, tenemos derecho a creer que hay, por ejemplo, colores vistos por otras personas, pero no por nosotros, dolores de muelas sentidos por otras personas, placeres gozados y penas soportadas por otras personas, y así sucesivamente, pero que no tenemos derecho a inferir acontecimientos no experimentados por nadie y que no forman parte de ninguna mente. Este punto de vista puede ser defendido basándose en la razón de que toda inferencia a los acontecimientos que se hallan fuera de mi observación es por analogía, y que los acontecimientos que nadie experimenta no son suficientemente análogos a mis datos para garantizar inferencias analógicas.
4) La cuarta posición es la del sentido común y la física tradicional, según los cuales hay, también, además de mis propias experiencias y las de otras personas, acontecimientos que nadie experimenta —por ejemplo, el mobiliario de mi alcoba cuando estoy durmiendo y está muy oscuro—. G. E. Moore acusó una vez a los idealistas de sostener que los trenes sólo tienen ruedas cuando están en las estaciones, basándose en que los pasajeros no pueden ver las ruedas mientras permanecen en el tren. El sentido común se resiste a creer que las ruedas surgen repentinamente a la existencia cuando uno las ve, pero que éstas no se molestan en existir cuando nadie las está mirando. Cuando este punto de vista es científico, basa la inferencia respecto a los acontecimientos no percibidos en leyes de causalidad.
No me propongo, por el momento, decidir entre estos cuatro puntos de vista. La decisión, si es posible, puede hacerse sólo por una detenida investigación de la inferencia no demostrativa y de la teoría de la probabilidad. Lo que me propongo hacer es señalar ciertos errores lógicos cometidos por los que han discutido estas cuestiones.
Berkeley, como hemos visto, cree que hay razones lógicas que prueban que sólo pueden existir mentes y acontecimientos mentales. Este criterio, con otras razones, es mantenido también por Hegel y sus seguidores. Creo que esto es un completo error. Una aseveración como «hubo un tiempo antes de que la vida existiera en el planeta», sea verdadera o falsa, no puede ser condenada por motivos lógicos ni un punto más que la de que «hay productos de multiplicación que nadie ha efectuado nunca». Ser observado, o ser percibido, es meramente tener efectos de ciertas clases, y no hay ninguna razón lógica por la que todos los hechos deban tener efectos de estas clases.
Hay, sin embargo, otro tipo de argumento que, aunque no establece el idealismo como metafísica, lo establece, si es válido, como política práctica. Se dice que una proposición inverificable no tiene ningún sentido; que la verificación depende de objetos percibidos y, por consiguiente, una proposición que se refiera a otra cosa que no sea a objetos percibidos reales o posibles carece de sentido. Creo que este criterio, interpretado estrictamente, nos limitaría a la primera de las cuatro teorías aludidas, y nos prohibiría hablar de nada que no hubiéramos advertido de modo explícito. Si es así, es éste un criterio que nadie puede sostener en la práctica, lo cual es un defecto en una teoría defendida basándose en motivos prácticos. Toda la cuestión de la comprobación y su relación con el conocimiento, es difícil y compleja; por lo tanto, la dejaré a un lado por ahora.
La cuarta de las teorías mencionadas, la que admite acontecimientos que nadie percibe, puede ser defendida también con argumentos no válidos. Puede sostenerse que la causalidad es conocida a priori y que las leyes causales son imposibles a menos que haya acontecimientos no percibidos. Contra esto puede alegarse que la causalidad no es a priori y que toda la regularidad que pueda ser observada tiene que serlo en relación con objetos percibidos. Cualquiera que sea la razón que haya para creer en las leyes de la física, parecería que tiene que ser capaz de ser expuesta en términos de objetos percibidos. La exposición puede ser extraña y complicada; puede carecer de la característica de continuidad que, hasta hace poco se esperaba de una ley física. Pero esto difícilmente puede ser imposible.
Concluyo que no hay ninguna objeción a priori contra ninguna de las cuatro teorías. Es posible, sin embargo, decir que toda verdad es pragmática y no hay ninguna diferencia pragmática entre las cuatro teorías. Si esto es verdad, podemos adoptar la que nos plazca y la diferencia entre ellas es sólo lingüística. No puedo aceptar este criterio. Mas también esto es asunto a discutir más tarde.
Queda por preguntar si puede atribuirse algún sentido a las palabras mente y materia. Todo el mundo sabe que mente es lo que un idealista cree que es lo único que existe, y materia, lo que un materialista piensa que es lo único que existe. El lector sabe también, es de esperar, que los idealistas son virtuosos y los materialistas unos malvados. Pero quizá puede haber algo más que decir.
Mi propia definición de materia puede parecer insatisfactoria; yo la definiría como lo que satisface las ecuaciones de la física. Puede ser que nada satisfaga estas ecuaciones; en ese caso, o la física, o el concepto materia, es un error. Si rechazamos la sustancia, la materia tendrá que ser una construcción lógica. Si puede ser una construcción compuesta de acontecimientos —que pueden ser parcialmente inferidos— es una cuestión difícil, pero de ningún modo insoluble.
En cuanto a la mente, cuando ha sido rechazada la sustancia, tiene que ser algún grupo o estructura de acontecimientos. La agrupación debe ser efectuada por alguna relación característica del tipo de fenómenos que deseamos llamar mentales. Podemos tomar la memoria como típica. Podíamos —aunque esto sería simplificar demasiado— definir un acontecimiento mental como uno que recuerda o es recordado. Entonces, la mente, a la que un acontecimiento mental dado pertenece, es el grupo de acontecimientos relacionado con el acontecimiento dado por los eslabones de la memoria, hacia atrás o hacia adelante.
Se verá que, según las anteriores definiciones, una mente y un trozo de materia son, cada uno de ellos, un grupo de acontecimientos. No hay ninguna razón por la que cada acontecimiento tenga que pertenecer a un grupo de una clase o de otra, y no hay ninguna razón para que algunos acontecimientos no deban pertenecer a ambos grupos; por consiguiente, algunos acontecimientos pueden no ser ni mentales ni materiales, y otros pueden ser ambas cosas. En cuanto a esto, sólo detalladas consideraciones empíricas pueden decidir.