La influencia de Locke
Desde la época de Locke hasta el presente, ha habido en Europa dos tipos principales de filosofía, uno de los cuales debe sus doctrinas y su método a Locke, mientras el otro ha derivado primero de Descartes y luego de Kant. El mismo Kant pensaba que había hecho una síntesis de la filosofía derivada de Descartes y de Locke. Pero esto no puede admitirse, al menos desde un punto de vista histórico, pues los seguidores de Kant se hallaban dentro de la tradición cartesiana, no de la lockiana. Los herederos de Locke son, primero, Berkeley y Hume; segundo, los philosophes franceses que no pertenecían a la escuela de Rousseau; tercero, Bentham y los radicales filosóficos; cuarto, con importantes adiciones de la filosofía continental, Marx y sus discípulos. Pero el sistema de Marx es ecléctico, y toda aseveración simple acerca del mismo es casi seguro que resulta falsa; por consiguiente, le dejaré a un lado hasta considerarlo en detalle.
En la propia época de Locke, sus principales antagonistas filosóficos eran los cartesianos y Leibniz. De un modo totalmente ilógico, la victoria de la filosofía de Locke en Inglaterra fue en gran parte debida al prestigio de Newton. La autoridad de Descartes como filósofo se puso de relieve, en su tiempo, por su obra matemática y de filosofía natural. Pero su doctrina de los vórtices era claramente inferior a la ley de la gravitación de Newton como explicación del sistema solar. La victoria de la cosmogonía newtoniana disminuyó el respeto de los hombres por Descartes y aumentó su respeto por Inglaterra. Ambas causas inclinaron a la gente favorablemente hacia Locke. En la Francia del siglo XVIII, donde los intelectuales se hallaban en rebelión contra un despotismo anticuado, corrompido y débil, consideraron a Inglaterra como la patria de la libertad y se hallaban predispuestos en favor de Locke a causa de sus doctrinas políticas. En los últimos tiempos anteriores a la Revolución, la influencia de Locke en Francia se vio reforzada por la de Hume, que había vivido algún tiempo en Francia y conocía personalmente a muchos de sus savants de primera fila.
El principal transmisor de la influencia inglesa a Francia fue Voltaire.
En Inglaterra, los seguidores filosóficos de Locke, hasta la Revolución francesa, no se habían interesado por sus doctrinas políticas. Berkeley era un obispo que no se interesaba mucho por la política; Hume era un conservador que seguía la jefatura de Bolingbroke. Inglaterra estaba políticamente tranquila en este tiempo y un filósofo podía contentarse con teorizar sin preocuparse del estado del mundo. La Revolución francesa cambió esta situación y obligó a las mentes mejores a oponerse al statu quo. No obstante, la tradición de la filosofía pura siguió ininterrumpida. La Necesidad del ateísmo, de Shelley, por la que fue expulsado de Oxford, está plenamente influida por Locke.[20]
Hasta la publicación de la Crítica de la razón pura, de Kant, en 1781, pudo parecer como si la vieja tradición filosófica de Descartes, Spinoza y Leibniz hubiera sido anulada definitivamente por el nuevo método empírico. Sin embargo, este nuevo método no había prevalecido nunca en las universidades alemanas y después de 1792 se le hizo responsable de los horrores de la Revolución. Los revolucionarios desilusionados, como Coleridge, encontraron en Kant un apoyo intelectual para su oposición al ateísmo francés. Los alemanes, en su resistencia contra los franceses, se complacieron en contar con una filosofía alemana que los apoyara. Hasta los mismos franceses, después de la caída de Napoleón, recibían con alegría cualquier arma contra el jacobinismo. Todos esos factores favorecieron a Kant.
Kant, como Darwin, dio origen a un movimiento que habría detestado. Kant era un liberal, un demócrata, un pacifista, pero los que declaraban seguir su filosofía no eran ninguna de estas cosas. O, si se seguían llamando liberales, lo eran de una nueva especie. Desde Rousseau y Kant ha habido dos escuelas de liberalismo, que pueden distinguirse como la obstinada y la sensible. La obstinada desembocó por etapas lógicas, a través de Bentham, Ricardo y Marx, en Stalin; la blanda, por otras etapas lógicas, a través de Fichte, Byron, Carlyle y Nietzsche, en Hitler. Esta explicación es, sin duda, demasiado esquemática para ser totalmente verdadera, pero puede servir como plano y signo mnemotécnico. Las etapas de la evolución de las ideas han tenido casi la cualidad de la dialéctica hegeliana: las doctrinas han desembocado, y cada una de las cuales parece natural, en sus contrarios. Pero los desarrollos no se han debido solamente al movimiento inherente de las ideas; han sido dirigidos, en todo su curso, por circunstancias externas y por el reflejo de estas circunstancias en las emociones humanas. Que esto es así puede evidenciarlo un hecho destacado: las ideas del liberalismo no han experimentado ninguna alteración en su desarrollo en América, donde permanecen hasta hoy como en Locke.
Dejando la política a un lado, examinemos las diferencias entre las dos escuelas de filosofía que pueden señalarse generalmente como la continental y la británica.
Hay ante todo una diferencia de método. La filosofía británica es más detallada y fragmentaria que la del continente; cuando se permite algún principio general, se lanza a probarlo inductivamente, examinando sus varias aplicaciones. Así, Hume, después de anunciar que no hay ninguna idea sin una impresión previa, procede en seguida a examinar la siguiente objeción: supongamos que estamos viendo dos matices de color semejantes, pero no idénticos, y supongamos que no hemos visto nunca un matiz intermedio entre los dos, ¿podremos, no obstante, imaginar tal matiz? Él no decide la cuestión y considera que una decisión adversa a su principio general no sería fatal para él, porque su principio no es lógico, sino empírico. Cuando —para establecer un contraste— Leibniz quiere establecer su monadología, razona, aproximadamente, de esta forma: todo lo que es complejo tiene que estar compuesto de partes simples; lo que es simple no puede ser extenso; por consiguiente, todo está compuesto de partes carentes de extensión. Pero lo inextenso no es materia. Por consiguiente, los constituyentes últimos de las cosas no son materiales y, si no lo son, resultan entonces mentales. Por consiguiente, una mesa es, en realidad, una colonia de almas.
La diferencia de método, aquí, puede caracterizarse como sigue: en Locke o Hume una conclusión relativamente modesta se saca de un amplio examen de muchos hechos, mientras que en Leibniz un gran edificio deductivo se asienta sobre una minúscula base de principio lógico. En Leibniz, si el principio es completamente cierto y las deducciones son enteramente válidas, todo está bien; pero la estructura es inestable y la menor falla en cualquier sitio provoca el derrumbamiento de todo el edificio. En Locke o Hume, por el contrario, la base de la pirámide se asienta sobre el terreno sólido del hecho observado y la pirámide se afila hacia arriba, no hacia abajo; en consecuencia, el equilibrio es estable y una falla aquí o allá puede ser rectificada sin un desastre total. Esta diferencia de método sobrevivió al intento de Kant de incorporar algo de la filosofía empírica: desde Descartes hasta Hegel, por un lado, y desde Locke hasta John Stuart Mill, por el otro, sigue invariable.
La diferencia de método está relacionada con otras varias diferencias. Comencemos por la metafísica. Descartes ofreció pruebas metafísicas de la existencia de Dios, de las cuales la más importante había sido inventada por San Anselmo, arzobispo de Canterbury, en el siglo XI. Spinoza admitía un Dios panteísta, que al ortodoxo no le parecía Dios; sea lo que sea, los argumentos de Spinoza eran esencialmente metafísicos y pueden relacionarse (aunque puede no haberse dado cuenta de ello) con la doctrina de que toda proposición ha de tener un sujeto y un predicado. La metafísica de Leibniz tenía la misma fuente.
En Locke, la dirección filosófica, que inició, no está aún plenamente desarrollada; acepta como válidos los argumentos de Descartes respecto a la existencia de Dios. Berkeley inventó un argumento totalmente nuevo; pero Hume —en quien la nueva filosofía llega a su culminación— rechazó la metafísica por completo y sostenía que nada puede descubrirse por el razonamiento de las cuestiones de que se ocupa la metafísica. Este criterio persistió en la escuela empírica, mientras que la tesis contraria, algo modificada, persistió en Kant y en sus discípulos.
En ética, hay una división semejante entre las dos escuelas. Locke, como hemos visto, creía que el placer era el bien y éste fue el criterio predominante entre los empiristas durante los siglos XVIII y XIX. Sus adversarios, por el contrario, despreciaban el placer como innoble y tenían varios sistemas de moral que parecían más exaltados. Hobbes valoraba el Poder y Spinoza, hasta cierto punto, coincidía con Hobbes. Hay en Spinoza dos puntos de vista irreconciliables sobre la moral: uno, el de Hobbes; otro, el bien consiste en la unión mística con Dios. Leibniz no hizo ninguna aportación importante a la ética, pero Kant hizo de ella lo supremo y derivó su metafísica de premisas morales. La ética de Kant es importante porque es antiutilitaria, a priori, y lo que se llama noble.
Kant dice que si uno es bueno con su hermano, porque le tiene cariño, no tiene ningún mérito moral: un acto sólo tiene valor moral cuando se realiza porque la ley moral lo ordena. Aunque el placer no es el bien es, sin embargo, injusto —sostiene Kant— que el virtuoso sufra. Como esto ocurre a menudo en el mundo, tiene que haber otro mundo donde sean recompensados después de la muerte y tiene que haber un Dios que garantice la justicia en la otra vida. Él rechaza todos los viejos argumentos metafísicos relativos a Dios y a la inmortalidad, pero considera su nuevo argumento ético irrefutable.
Kant, personalmente, era un hombre cuya actitud en los asuntos prácticos fue benévola y humanitaria, pero no puede decirse lo mismo de muchos de los que negaban que la felicidad era el bien. El tipo de ética llamada noble está menos asociada con los intentos de perfeccionamiento del mundo que el criterio más mundano de que debíamos tratar de hacer a los hombres más felices. Esto no es sorprendente. El desdén por la felicidad es más fácil cuando se trata de la felicidad de otros que cuando se trata de la nuestra. Ordinariamente, el sustitutivo de la felicidad es alguna forma de heroísmo. Éste proporciona salidas inconscientes para el afán de Poder y abundantes excusas para la crueldad. O, asimismo, lo valorado puede ser la emoción fuerte; éste fue el caso de los románticos. Ello condujo a la tolerancia de pasiones tales como el odio y la venganza; los héroes de Byron son típicos y no son nunca personas de conducta ejemplar. Los hombres que hicieron más por fomentar la felicidad humana fueron —como era de esperar— los que consideraban importante la felicidad, no los que la despreciaban en comparación con algo más sublime. Además, la ética de un hombre refleja habitualmente su carácter y la benevolencia lleva al deseo de la felicidad general. Así, los hombres que consideraban la felicidad como el fin de la vida tendían a ser más benévolos, mientras que los que proponían otros fines estaban a menudo dominados, inconscientemente, por el afán de Poder o por la crueldad.
Estas diferencias éticas están asociadas, habitualmente, aunque de un modo variable, con diferencias en el punto de vista político. Locke, como vimos, es transigente en sus creencias, nada autoritario, y dispuesto a dejar que toda cuestión se decida por medio de la discusión libre. El resultado, tanto en su caso como en el de sus seguidores, fue la creencia en la reforma, pero de un modo gradual. Como sus sistemas de pensamiento eran fragmentarios y eran el resultado de investigaciones separadas sobre muchas cuestiones diferentes, sus opiniones políticas tendían naturalmente a tener el mismo carácter. Evitaban los programas amplios, formados de un bloque y preferían examinar cada cuestión conforme a sus méritos. En política, como en filosofía, eran transigentes y empíricos. Sus adversarios, por otra parte, que pensaban poder «captar íntegro este triste plan de cosas» estaban mucho más dispuestos a «hacerlo pedazos y a refundirlo de nuevo en una forma más conforme con los deseos del corazón». Esto lo podían hacer como revolucionarios, o como hombres que deseaban aumentar la autoridad de los poderes que existían; en todo caso, no rechazaban la violencia para la consecución de amplios objetivos y condenaban el amor a la paz como innoble.
El gran defecto político de Locke y sus discípulos, desde un punto de vista moderno, era su adoración de la propiedad. Pero quienes los criticaban por esto, a menudo lo hacían en beneficio de clases que eran más perjudiciales que los capitalistas, tales como los monarcas, los aristócratas y los militaristas. El terrateniente aristocrático, cuyas rentas llegan a él sin esfuerzo y según una costumbre inmemorial, no se considera a sí mismo como un esquilmador y tampoco es considerado así por los que no ven bajo la superficie pintoresca. El hombre de negocios, por el contrario, está empeñado en la consciente búsqueda de la riqueza y mientras sus actividades eran más o menos nuevas suscitaban un resentimiento no experimentado respecto a las exacciones señoriales del terrateniente. Es decir, éste era el caso de los escritores de la clase media y de los que los leían; no el de los campesinos, según se vio en las Revoluciones francesa y rusa. Pero los campesinos están desunidos.
La mayoría de los antagonistas de la escuela de Locke sentían admiración por la guerra, como algo heroico y que implica desdén hacia lo cómodo y fácil. Los que adoptaban una moral utilitaria tendían, por el contrario, a considerar la mayor parte de las guerras como una locura. Esto, asimismo, por lo menos en el siglo XIX, los llevó a aliarse con los capitalistas, que odiaban las guerras porque obstaculizaban el comercio. El motivo de los capitalistas era, sin duda, puro egoísmo, pero inducía a una actitud más en consonancia con el interés general que la de los militaristas y sus defensores literarios. La actitud de los capitalistas respecto a la guerra ha fluctuado, es cierto. Las guerras de Inglaterra del siglo XVIII excepto la guerra con América, fueron en conjunto provechosas y las apoyaban los hombres de negocios; pero durante el siglo XIX, hasta sus años últimos, los comerciantes favorecieron la paz. En los tiempos modernos, los grandes negocios, en todas partes, han llegado a tener relaciones tan estrechas con el Estado nacional que la situación ha cambiado extraordinariamente. Pero incluso ahora, tanto en Inglaterra como en América, los grandes negocios, en general, sienten aversión por la guerra.
El egoísmo ilustrado no es, sin duda, el motivo más elevado, pero los que lo censuran lo sustituyen a menudo, casualmente o a propósito, por motivos mucho peores, tales como el odio, la envidia y el afán de Poder. En conjunto, la escuela que debió su origen a Locke, predicadora del egoísmo ilustrado, hizo más por aumentar la felicidad humana y menos por incrementar la miseria humana que las escuelas que la despreciaban en nombre del heroísmo y de la abnegación. No olvido los horrores del primitivo industrialismo, pero éstos, después de todo, fueron mitigados dentro del sistema. Y yo pongo frente a ellos los de la servidumbre rusa, los daños de la guerra y su segunda cosecha de temor y odio y el inevitable oscurantismo de los que intentan conservar los antiguos sistemas cuando han perdido su vitalidad.